Cuando escribo esto, las muertes por el tsunami del sur de Asia han llegado a las 120.000, con la preocupación de que las enfermedades puedan ocasionar decanas de miles más. Los países afectados incluyen a algunos de los más pobres del mundo y a medida que se evalúa la tragedia, las pérdidas económicas parecen ser devastadoras.
Muchos han advertido que las naciones más pobres se ven afectadas mucho más gravemente por desastres naturales que las naciones desarrolladas. Terremotos, ciclones tropicales, tsunamis e inundaciones golpean a las naciones más ricas igual que las más pobres, pero la pérdida de vidas puede ser mucho mayor donde la renta es inferior.
En diciembre de 2003, 30.000 personas murieron en Bam, Irán, al destruir un terremoto el 80% de los edificios de la ciudad. Trece años antes, murieron 40.000 personas en un terremoto en Gilan, Irán. En 1998, en Honduras y Nicaragua, el huracán Mitch mató al menos a 10.000 personas.
En Bangladesh, según un informe de la ONU de 2001, los tifones e inundaciones crónicas han matado a más de medio millón de personas en el periodo de 1970 a 1998. Durante el mismo periodo, 1,2 millones murieron por la hambruna producida por la sequía en Etiopía. Muchas otras naciones pobres han sufrido catástrofes similares en años recientes. De acuerdo con el Programa para el desarrollo de las Naciones Unidas, aunque solo el 11% de la gente expuesta a riesgos naturales vive en países pobres, suponen más del 53% del número total de muertes. De 1980 a 2000, Corea del Norte tuvo el porcentaje por cabeza anual más alto por desastres, seguida por Mozambique, Armenia, Sudán y Etiopía.[1] Estas naciones están también entre las más pobres del mundo.
La correlación entre pobreza y desastre natural parece mantenerse no solo a través de las naciones, sino también del tiempo. Al hacerse más ricas las naciones, sus pérdidas de vidas humanas ante catástrofes parecen tender a disminuir. El terremoto de San Francisco de 1906 (y el posterior incendio) mató al menos a 3.000 personas de una población en torno a 400.000. El terremoto de 1994 en la misma zona solo mató a 60, con una población que prácticamente se había doblado. Cerca de 8.000 personas en el área de Galveston, Texas, murieron en el huracán de 1900, pero el paso del huracán Andrew de 1992 por una Florida con muchos más habitantes solo mató a 40 personas.
Barun Mitra, presidente del Liberty Institute en Nueva Delhi, India, observaba que las muertes en la India han visto una tendencia similar: “Una tormenta tropical fuerte en el subcontinente indio, en el siglo XIX en incluso en el siglo XX, podría dejar decenas de miles de muertos. Sin embargo, la tasa anual de muertes en inundaciones en países como la India ha estado cayendo, desde decenas de miles en las anteriores décadas a varios miles hoy en día”.[2]
Los países que experimentan crecimiento económico se ponen en una mejor situación para reducir el número de muertes que resultan de una catástrofe natural y la forma más clara de producir ese crecimiento económico es permitir que la gente interactúe en el mercado sin intrusión del gobierno. Expandir el papel del estado, incluso con programas bienintencionados de prevención de desastres, disminuye el crecimiento económico que reduciría más eficazmente las tasas de muertes.
Para la mayoría de la gente, encoger el estado para impedir los desastres resulta contraintuitivo. Después de seísmos y tifones, hay presiones para que haya códigos de construcción bien aplicados y después de los tsunamis se requiere al gobierno que produzca mejores sistemas de alarmas. Aun así, la búsqueda habitual de mejoras tecnológicas obligatorias y de sistemas de prevención proporcionados por el gobierno pueden reducirla preparación ante desastres. Esto se produce porque los recursos son limitados: adquirir más de una cosa requiere renunciar a otra. Obligar a tecnologías a prueba de terremotos para nuevas construcciones significa estructuras más caras, de forma que más gente, no menos, está viviendo en viviendas poco sólidas, mal ubicadas y en todos los demás aspectos de calidad inferior.
La regulación para poner remedios tecnológicos elimina otros contribuidores para la mitigación de desastres. Obligar a estructuras más fuertes significa que la gente no pueda dedicar tantos recursos a mejorar las comunicaciones (para saber por adelantado la llegada del desastre), transporte (para alejarse de la catástrofe inminente), atención médica (para impedir que las lesiones e conviertan en muertes o tratar epidemias tras el desastre) y así sucesivamente. De hecho, cualquier orden del gobierno probablemente exagere alguna parte de la mitigación de los desastres en lugar de permitir a la gente elegir por sí misma la mezcla apropiada. La financiación pública de sistemas de aviso de tsunamis, por ejemplo, puede requerir tal inversión en redes de comunicaciones que la atención médica o el transporte estén mal financiados. Tratar de financiar todos estos elementos de mitigación a través del estado implica impuestos tan altos que se reduce el incentivo para producir y se ataca el crecimiento económico. De hecho, más recursos dedicados a la mitigación de desastres de cualquier tipo significan renunciar a otras cosas que contribuyen al alargamiento de la vida y la mejora del bienestar: una mejor dieta, educación, libertad ante el delito, lugares de trabajo más seguros y obligaciones familiares y religiosas.
La gente no necesita que el estado le diga que si sus casas de construyen más sólidamente o se construyen en lugares más altos tendrán menos que temer en caso de desastre. Como bromeaba recientemente Lew Rockwell, “nada me sorprende como más absurdo que la suposición de que solo el gobierno se preocupa de si tu propia casa puede soportar un terremoto o un tornado. La gente que vive allí, los bancos, las aseguradoras, los constructores: ninguno de ellos tiene ningún interés en una construcción sólida y por tanto los reguladores tienes que verse implicados. En todo caso, esa es la teoría y es ridícula”.[3]
El mercado, si se le permite funcionar, puede proporcionar las infraestructuras de trasporte y comunicaciones que se necesiten para mitigar el desastre. Barun Mitra apuntaba que la regulación y monopolización del gobierno, aparte de reducir un mayor crecimiento económico, puede entorpecer las advertencias anteriores a las catástrofes y el rescate y esfuerzos posteriores de alivio:
Las malas políticas adoptadas por los países más pobres han tenido un precio particularmente alto. El monopolio estatal sobre la información meteorológica ha significado que no haya incentivos para divulgar la información de una forma útil. Las restricciones en los canales de comunicación y los monopolios del estado han desacreditado estos canales hasta el punto de que mucha gente desdeña la información porque viene por medios de comunicación nacionalizados. La restricción en el acceso a la tecnología significa que incluso quienes podrían haber conseguido la información de fuentes independientes no encuentran sencillo hacerlo. Después de la catástrofe, la mínima divulgación de los canales de comunicación y tecnología significan que pocos de estos canales sobrevivan al desastre. Esto lleva a una situación en la que incluso semanas después del desastre muchas de las áreas afectadas continúen aisladas, sin ayuda ni protección.[4]
Cuando se concede al estado el dinero y el poder para impedir un desastre, el estado mirará primero por sí mismo, no por la gente a la que supuestamente protege. Igual que los dólares de los impuestos tras un desastre se asignan normalmente mal, los dólares de prevención de desastres del estado se desviarán a intereses políticos y proyectos de alto nivel pero ineficaces.
Como apuntaba recientemente Chris Westley en Mises.org: “Está (…) claro que la mejor protección contra desastres naturales no es una expansión del sector público a nivel internacional, sino la creación de riqueza. (…) El establecimiento de un floreciente sector privado en Sri Lanka, India e Indonesia es crucial para una calidad de vida a desarrollar allí que pueda soportar los terremotos y sus consecuencias igual que hace la Costa Oeste”. Bien dicho. Lo que necesita ahora el sudeste asiático, tras esta tragedia, es el que el gobierno deje de interponerse en el camino del crecimiento económico.
[1] Ver “Reducing Disaster Risk: A Challenge for Development“, UNDP, 2004.
[2] Barun Mitra, en Tibor R. Machan, ed., Liberty and Hard Cases, Stanford: Hoover Institution, 2002, p. 39. [3] Lew Rockwell, “Weapons of Mass Creation“, 18 de octubre de 2004. [4] Barun Mitra, en Tibor R. Machan, ed., Liberty and Hard Cases, Stanford: Hoover Institution, 2002, p. 57.
Publicado el 31 de diciembre de 2004. El artículo original se encuentra aquí.