Defensa de la frugalidad

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El Sydney Morning Herald declara: “La avaricia es mala en una nueva era de frugalidad”.

El Philadelphia Inquirer explica: “Cómo resistimos la necesidad de consumir”.

El Calgary Herald aconseja a sus lectores sobre “Aprender a amar la vida con menos”.

Frugalidad: Se está extendiendo como la nueva ética en todo el mundo occidental. Es una reacción natural y sana a una crisis económica, creada políticamente, que ha devastado la estabilidad de tantas familias. Con las élites políticas demandando cada vez más en impuestos y derechos y con las imprentas al rojo aumentando tanto la moneda como los precios, el ciudadano medio está tratando de conseguir todo el control posible sobre su propio futuro económico.

En tiempos pasados, uno de los principales mecanismos de control económico familiar era trabajar más duro y ganar más. Hoy se desanima y castiga el trabajo duro. Se desanima con políticas como las que regulan el trabajo en casa y los salarios mínimos. Se castiga con un aumento en los impuestos y la desaparición de los fondos de jubilación de pensiones. Entretanto, los conectados políticamente se han convertido en una élite económica: incluye a Wall Street, los empleados del sector público, los grandes bancos y las empresas rescatadas. Estas élites, y no las familias de los trabajadores medios, son las que se benefician del sudor del trabajo duro.

Dadas las circunstancias, es fácil que la frugalidad se vea como una píldora necesaria pero amarga que nos vemos obligados a tragar aunque nos gustaría más escupirla. Yo veo a la frugalidad como un mecanismo que al mismo tiempo ha liberado y enriquecido mi vida. La veo como un aspecto de una filosofía de vida mucho mayor.

Hace varios años mi vida cambió radicalmente debido a darme cuenta de una sola cosa: las posesiones materiales cuestan dinero; el dinero es tiempo; el tiempo es, en un sentido literal, vida. Lo anterior suena ridículamente evidente, pero nunca había mirado a mis posesiones como representativas de unidades de tiempo tomado de mi vida. Si X cuesta 100$ y yo ganaba 25$ la hora, entonces X me cuesta cuatro horas de vida. O más bien cuesta cuatro horas más el tiempo consumido en los costes de transacción de hacer dinero, como el tiempo, la incomodidad y la experiencia del transporte. Cuando hice ese cambio de paradigma, me di cuenta de que el coste de mis posesiones no era simplemente una cantidad de dinero, sino también y más importante la cantidad de mi vida que empleé para ganármelas.

Miré un par de zapatos caros que solo me había puesto una vez porque eran incómodos. El dinero para comprar esos zapatos había costado tres horas de mi vida, que no podían reemplazarse o reclamarse. Sin una pizca de morbosidad, me pregunté: Cuando afronte la muerte, ¿cuánto daría por recuperar las horas que desperdicié en unos zapatos inútiles? En cierto sentido, apliqué la utilidad marginal al tiempo distribuido en mi vida. Ahora mismo las horas pueden seguir pareciendo eternas y es tentador valorar cada unidad como si fuera parte de una oferta infinita. Por supuesto, no lo es. De nuevo sin morbosidad, sé que solo me quedan un número de horas por vivir.

Quiero que las horas de mi vida se llenen con lecturas y escritura, reír con mis amigos y ver películas con mi marido. Ansío estar en mi jardín en primavera y cocinar complicados platos exóticos que traigan los sabores del mundo a la mesa de mi cocina de granja. Quiero ver la expresión en la cara de mi marido cuando prueba la comida que se está haciendo ahora a fuego lento hasta estar perfectamente tierna. Me gustaría viajar por el mundo y experimentar visceralmente los lugares que encendieron mi imaginación cuando era niña; algún día sí sabré cómo son las estrellas en el cielo nocturno de África y cómo huele una jungla.

Contra estos objetivos están las muchísimas posesiones superfluas por las que he entregado tanto dinero como unidades de mi vida: estas posesiones son los “zapatos inútiles” de mi vida. (Llamo a una posesión “superflua” o “un zapato inútil” cuando ni es necesaria ni vale lo que he entregado para adquirirla). Algunas de las cosas las compré por capricho, otras porque era lo que se esperaba de mí (por ejemplo, vestir cierto estilo de ropa para trabajar). Algunas otras las compré porque gastar dinero me ofrecía una salida temporal a un estado de ánimo que quería cambiar, como el aburrimiento o la nostalgia. Igual que comer cuando no estoy hambrienta, comprar algo que no necesito o realmente quiero llenaba un vacío, o al menos lo hacía por un breve momento. Es verdad que el destello de placer o satisfacción era en sí mismo negativo, porque sustituía el ocuparse directamente de lo que estuviera mal.

Y luego están las compras que nunca lamentaré: libros, DVD, mi pequeño deportivo económico, nuestra granja, los ingredientes para una buena comida. Estas cosas me ofrecen una utilidad que bien merece el coste, y, sí, considero al placer como “utilidad”: el placer es la cosa más “útil”. No escatimo en la compra de cosas que hacen a la vida al tiempo confortable y deliciosa. Y compro encantada cualquier cosa que aumente el confort y satisfacción de mi marido, quien, por suerte, comparte mis opiniones frugales.

La gente responde a una comprensión del hecho de que las posesiones representan tiempo tomado a la vida de distintas maneras. La primera y principal es que el darse cuenta les hace más juiciosos en la adquisición de “cosas”. Pero, bastante más allá de ejercitar más juicio, hay dos respuestas principales.

Hay alguna que redoblará sus esfuerzos por ganar más y así reducir la cantidad de tiempo que representa cada compra. Es una versión del sueño americano: trabajar duro y prosperar. No critico a quienes elijan redoblar sus esfuerzos por ganar más dinero trabajado más duro o más inteligentemente o tomando un segundo empleo. Por las razones antes mencionadas, creo que las circunstancias políticas hacen que este camino sea cada vez menos productivo.

Así que trabajar más duro sencillamente no es mi elección. Quiero invertir menos de mi vida, no más, en lo que parece en parte una carrera de locos y en parte un atasco.

En lugar de dedicar semanas y meses a ganar unos pocos miles más para gastarlos en “zapatos inútiles”, elijo poseer mi tiempo ajustando mi coste de la vida a lo que me da valor. No es una declaración de ascetismo. Sinceramente no siento el deseo de ninguna posesión material. Parte de la razón es lo fácilmente que puedo obtener la mayoría de las cosas que realmente valoro. Libros, DVD, muebles bien utilizados, equipamiento de cocina: todo esto está disponible en ventas en garajes y otros lugares de gangas.

Pero eso es el cómo de la frugalidad, que merece un artículo (o libro) propio. Este artículo se ocupa del por qué de la frugalidad como fuente de enriquecimiento, no de privación.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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