[Conceived in Liberty (1975)]
Washington transforma el ejército
En junio de 1775, Washington es nombrado General de División y elegido por el Congreso para ser comandante en jefe de las fuerzas revolucionarias americanas. Aunque asumió con energía sus tareas, Washington no logró nada militarmente durante el resto y algo más, ni lo intentó. Su única campaña en 1775 fue interna en lugar de externa.: se dirigió contra el ejército americano tal y como lo encontró y se pensó para extirpar el espíritu de libertad que prevalecía en este ejército de milicianos inusualmente individualista y democrático. En resumen, Washington quiso transformar un ejército del pueblo, apropiado únicamente para una revolución libertaria, en otra fuerza estatista ortodoxa y dirigida despóticamente siguiendo el conocido modelo europeo.
Su objetivo principal fue aplastar el espíritu individualista y democrático de las fuerzas americanas. Para empezar, los oficiales de la milicia eran elegidos por sus propios hombres y la disciplina de repetidas elecciones impedía que los oficiales formaran una casta gobernante aristocrática, típica de los ejércitos europeos del periodo. Los oficiales a menudo conseguían poca más paga que sus hombres y no había distinciones jerárquicas impuestas entre oficiales y tropa. En consecuencia, los oficiales no podían hacer su voluntad coactivamente sobre los soldados. Esta igualdad de Nueva Inglaterra horrorizaba el alma conservadora y altamente aristocrática de Washington.
Para introducir una jerarquía de casta gobernante, Washington insistió en adornos distintivos en el vestir de acuerdo de graduaciones detalladas del rango. Como decía un observador: “Nuevos señores, nuevas normas. (…) Está teniendo lugar el gobierno más estricto y se está haciendo una gran distinción entre oficiales y soldados. Se hace que todos sepan su puesto y lo mantengan”. A pesar del gran gasto que implicaba, también trató de eliminar la individualidad en el ejército obligándoles a uniformarse, pero la escasez de tela hizo inviable este plan.
Al menos tan importante como las distinciones en el adorno fue la introducción de una extensa desigualdad en la paga. Liderado por Washington y los demás delegados aristocráticos del sur, y por encima de las objeciones de Massachusetts, el Congreso insistió en fijar una escala de pagas para generales y otros oficiales considerablemente mayor que la de la tropa.
Además de imponer una red de jerarquía en el Ejército Continental, Washington aplastó la libertad en su interior reemplazando la responsabilidad individual por un despotismo y una coacción férreos. Se imponían castigos severos y brutales sobre aquellos soldados cuyo sentido del altruismo no superaba a su instinto de auto-preservación. La licencias se redujeron y las amigas de los soldados fueron expulsadas del campamento; sobre todo, se introdujeron grandes azotes para todas las prácticas que Washington consideraba ofensivas estética o moralmente. Incluso tuvo la temeridad de pedir al Congreso que aumentara el máximo número de golpes de látigo de 39 a la enorme cantidad de 500; afortunadamente, el Congreso lo rechazó.
En unos pocos meses, Washington había conseguido extirpar un ejército popular entusiasta, contento e individualista y transformarlo en otro ejército estatista más, lleno de soldados aburridos, resentidos e incluso amotinados. Lo único que no pudo hacer fue obligar a las tropas a continuar en el campamento después de vencieran sus contratos de reclutamiento al final del año y los soldados añoraran su casa. Unido a todos los demás factores, los americanos no estaban preparados (ni deberían haberlo estado) para un largo conflicto de posiciones y desgaste: no eran soldados profesionales y eran necesarios en sus casas y trabajos y en sus granjas. Si hubiera sido un ejército abiertamente guerrillero, no habría habido conflicto entre estos papeles.
Así que, a medida que se acercaba el final de 1775, la principal preocupación de Washington era crear un nuevo ejército para remplazar a los 17.000 hombres cuyo contrato de reclutamiento estaba a punto de terminar. Sus problemas se agravaron con el rechazo del Congreso a para las primas de reclutamiento que solían recibir los neoingleses; por el contrario, las distinciones de casta se ampliaron aún más al aumentar las pagas de los oficiales, mientras que las de los soldados seguían igual. Solo 3.500 efectivos del viejo ejército aceptaron reengancharse; para el resto, reclutas de muy corto plazo de Massachusetts y New Hampshire rellenaron el hueco hasta que los nuevos reclutar acabaron llegando al total en torno a 10.000.
Como cabía esperar, el acaudalado y aristocrático Washington, libre de problemas monetarios, entendía mal las dificultades económicas de sus soldados. Frente a la leyenda acerca de su compasión, Washington se quejaba de las tropas desertoras diciendo que estaban poseídas de un “sucio espíritu mercenario” y de “desertar bajamente de la causa de su país”.[1]
Un añadido particularmente vistoso de las tropas de Nueva Inglaterra en el Ejército Continental, durante el verano de 1775, fue un destacamento de nueve compañías reclutadas de fusileros expertos de la frontera remota de Pennsylvania, Maryland y Virginia, cinco de ellas de Pennsylvania. Eran más de 1.400 fusileros en total. La mayoría de ellos eran hombres de frontera escoceses del Ulster, llevando ropas de cazadores llevando el lema de “Libertad o muerte” y empleando el exclusivo “rifle de Kentucky”, inventado por armeros alemanes de Pennsylvania. Este rifle de largo cañón era especialmente apropiado para la guerra de guerrillas. Disparaba con más precisión y a mayor distancia que el más corto mosquete de uso general, pero no se recargaba rápidamente y por tanto no era útil par la guerra ortodoxa, de campo abierto, posicional o lineal.
No sorprende que estos montañeses resultaran aún más individualistas y menos tolerantes a la coacción que los neoingleses. Cuando aterrorizaban a los centinelas británicos con sus disparos, Washington prohibió esa práctica aparentemente desorganizada que gasta munición. Siempre que se encarcelaba a un fusilero por infringir unas las leyes arbitrarias pero apreciadas de Washington, sus camaradas entraban en la prisión y lo liberaban. En una ocasión, prácticamente toda una compañía de Pennsylvania se amotinó para tratar de liberar a uno de los suyos e hicieron falta varios regimientos para desarmar y condenar a los pennsylvanos, cuya sanción consistía en menos de una semana de paga. Sin embargo los fusileros no eran inapropiados para cualquier servicio militar como eran “por naturaleza y experiencia, completamente inapropiados para una vida inactiva en el campamento”. Cuando llegaba la oportunidad de entrar en acción para aquello para lo que valían, actuaban admirablemente.[2]
Invierno en Valley Forge
En diciembre de 1777, Washington sensatamente se dispuso a llevar a sus maltrechos y mal alimentados hombres a los cuarteles de invierno, en lugar de sufrir los rigores de otra campaña invernal, como había hecho el año anterior. Prefería los cuarteles en Wilmington, donde los suministros serían abundantes y el clima suave. Además, podía vigilarse Delaware y Maryland y los barcos americanos podían hostigar a la navegación británica en el Delaware. Los oficiales estaban a favor de este plan, pero en deferencia a los lamentos de Pennsylvania en contra de dejar que el ejército británico arrasara el campo y por sugerencia de Wayne, Washington débil y desafortunadamente decidió hibernar en las heladas laderas de Valley Forge, al oeste de Philadelphia. Pocas ubicaciones peores para conseguir suministros podían haberse seleccionado que esta área devastada. Los generales James Varnum y “Baron” deKalb fueron particularmente vehementes contra “hibernar en este desierto”.
El 19 de diciembre, el ejército de Washington, escaso de alimentos y agua, mal alojado y con una terrible escasez de zapatos y otra impedimenta, se helaba en el inconcebible campamento de Valley Forge. Bajo estas condiciones, la enfermedad se extendió como un incendio en todo el campamento. Para obtener comida, tanto las fuerzas americanas como las británicas enviaban partidas de búsqueda para confiscar ganado y otros suministros a los desventurados ciudadanos. Para la primavera de 1778, las masivas deserciones habían reducido el ejército de Washington a cinco y seis mil hombres. Green fue nombrado intendente general de emergencia y fue capaz de reunir y confiscar a duras penas suficientes provisiones como para mantener el ejército durante el invierno.
Durante las campañas de 1777 empezó a brotar la sospecha entre muchos americanos de que Horatio Gates era un general excelente y Washington uno lamentable y de que tal vez debería hacerse algo. En el Congreso, obligado a reunirse en el pequeño pueblo de York, Pennsylvania, eran los hombres de la izquierda americana los descontentos, notablemente Joseph Lovell y Sam Adams, de Massachusetts. El Dr. Benjamin Rush, un eminente liberal y jefe médico en el ejército de Washington pidió su reemplazo por “un Gates, Lee o Conway”, siendo Thomas Conway un competente general francés de origen irlandés recientemente comisionado en el Ejército Continental. En noviembre de 1777, el Congreso dio un paso más hacia la creación de una burocracia profesional al nombrar un Comité de Guerra de cinco hombres, no compuesto por miembros del Congreso, para supervisar al ejército. Como presidente del comité, el Congreso nombró al héroe Gates, que estaba entonces demasiado enfermo para dirigir sobre el terreno. Este intento aparente de degradar de Washington y elevar a Gates nunca se puso en marcha, de hecho nunca llegó a la categoría de campaña organizada. De hecho, nadie propuso nunca en el Congreso reemplazar a Washington o al menos recortar sus poderes.
Dos factores importantes contribuyeron a acallar cualquier rumor de disensión contra el comandante en jefe. Uno fue el uso despiadado de una indiscreción descubierta por Washington: una carta crítica con él enviada por Gates a Conway. Washington y sus influyentes amigos inmediatamente inventaron una inexistente “trama” extendida, la mítica “conspiración de Conway”, supuestamente pensada para echar por tierra a Washington. Tanto Rush como Conway se vieron pronto expulsados del ejército por el vengativo Washington.
La caída de Conway (y subsiguiente emigración) y la decadencia de Gates fueron asimismo espoleadas por un plan descabellado que tuvo Gates de otra expedición para invadir Canadá y posiblemente tomar Montreal. Esta expedición propuesta iba a ser independiente del mando de Washington e iba a encabezarla el vanidoso joven voluntario católico francés, el marqués de Lafayette, en un intento bastante improbable de apelar a las masas canadienses francesas. Pero Lafayette, siempre adorador de su mecenas Washington, rechazó ser independiente de su comandante en jefe y denunció con enfado al supuesto conspirador Conway como responsable de intrigar contra Washington. Cuando se abandonó la expedición propuesta en marzo de 1778, el fracaso llevó a la renuncia de cualquier oposición incipiente a Washington. El Comité de Guerra cayó en declive y Gates, prácticamente en desgracia y sujeto a la continua venganza de Washington, fue asignado a un mando diminuto e inicuo en las llanuras del Hudson.
Así que la historia ha sido muy irónica con los vencedores en Saratoga. Gates, después del invierno de 1777-78, fue relegado fuera de la acción a un mando menor; Arnold, seriamente herido y lisiado en Bemis Heights, nunca iba a volver a portar armas para Estados Unidos y Schuyler, quien, para su desgracia, había después de todo hostigado y retrasado a Burgoyne en su marcha desde Skenesboro, cayó en desgracia, sospechoso (con cierta razón) de traición. Tampoco iba a volver a servir nunca en el ejército: aunque acabó absuelto en la corte marcial por sus acciones en Ticonderoga, dejó poco después el ejército. De los muchos victoriosos sobre Burgoyne, solo Daniel Morgan iba a continuar en acción, e incluso él fue pronto maltratado por George Washington. Entretanto, Washington, el arquitecto de la derrota, superó una oleada de oposición y continuó más firmemente que nunca al mando.
Como si los andrajosos soldados en Valley Forge no tuvieran suficientes problemas, iban a verse más asolados por la llegada en febrero de un mentiroso y jactancioso soldado de fortuna prusiano que se hacía llamar el “Barón von Steuben”. En realidad, el capitán Steuben no era un barón ni, como afirmaba, un general prusiano, pero se las arregló para ser ascendido rápidamente el puesto de inspector general del Ejército Continental. Steuben pretendía prusianizar el ejército americano y así los desdichados soldados sufrieron la aplicación en toda la estructura de una rutina minuciosa y sin sentido pensada para eliminar la individualidad y transformar al soldado libre y responsable en un autómata sujeto a la voluntad de sus superiores.
Desde que se había embarcado en la campaña de Philadelphia, Washington se había alejado aún más de las tácticas de guerrilla que le habían dado la victoria en Trenton (y habían derrotado a Burgoyne). Washington no deseaba convertirse en un jefe guerrillero: para su temperamento aristocrático, el único camino a la gloria era mediante un combate abierto y frontal como el practicado por los grandes estados de Europa. Washington había probado esta fórmula y perdido lamentablemente en Brandywine y en Germantown, pero esta experiencia no le dio ninguna lección real. Estaba encantado de hacer que Steuben continuara el proceso que había iniciado él mismo en el primer año de guerra imponiendo una pequeña esclavización sobre un cuerpo de hombres libres. Hasta hace poco, los historiadores han cantado acríticamente los beneficios de la formación de Steuben, de la enorme diferencia en el rendimiento del ejército. Pero el rendimiento de Washington y de su ejército fueron igualmente mediocres antes y después de Steuben, las diferencias fueron escasamente visibles.
En medio de esta prusianización del ejército americano, Charles Lee fue liberado en un intercambio de prisioneros a principios de abril. Mientras Washington y Steuben estaban llevando al ejército en una dirección cada vez más europea, Lee en cautividad se movía en la dirección contraria: dedicándose a la idea de una propuesta completa y desarrollada de guerra de guerrillas. Presentó su plan al Congreso, como un “Plan para la Formación de un Ejército Americano”.
Atacando duramente la formación del ejército de Stauben siguiendo el “Plan Europeo”, Lee indicaba que atacar a los regulares británicos en sus mismas condiciones era una locura y buscar una derrota aplastante: “Si los americanos mantienen servilmente el Plan Europeo se (…) reirán de ellos como un mal ejército por su enemigo y derrotados en todos [los encuentros] (…) [La idea] de que pueda tomarse el riegos de una acción decisiva en un terreno igualado es una necedad”. Por el contrario, declaraba que “un plan de defensa, hostigando y dificultando solo puede tener éxito”, particularmente si se realizaba en el áspero terreno al oeste del Río Susquehannah en Pennsylvania. También reclamaba el uso de caballería e infantería ligera (a la manera de Dan Morgan), al ser ambas fuerzas muy móviles y eminentemente apropiadas para la estrategia de guerrilla.
El plan estratégico fue ignorado tanto por el Congreso como por Washington, ambos entusiastamente en armonía con la nueva moda de la prusianización y los atractivos de un ejército “real”. Lee se hizo aún menos estimado al expresar anhelos de una paz negociada, con completa autonomía para América dentro del Imperio Británico. Durante su año de cautividad, parecía haber vuelto parcialmente a la postura de los whigs ingleses. No se dio cuenta de que Estados Unidos estaba entonces completamente comprometido con la independencia y que las condiciones de paz que hubieran sido satisfactorias tres años antes ya no lo eran- Sin embargo no debería darse mucha importancia a esto: el general Sullivan, en su anterior periodo de cautividad, también se había visto temporalmente convencido por opiniones similares.
Al llegar al campamento a finales de mayo, Lee enfadó enseguida a Washington al burlarse de su capacidad y alabar a Gates en una carta a su amigo Benjamin Rush. Sin embargo, sí consiguió que se recortaran los poderes de Steuben. También aumento su impopularidad al protestar (aunque aceptando a regañadientes) por un juramento de lealtad a Estados Unidos y de repudio de Gran Bretaña, un ejército requerido a todos los oficiales del ejército. El antiguo azote de los tories, el coaccionador de los juicios de lealtad, parecía ablandarse.
Durante el invierno de 1777-78, Howe perdió su última oportunidad de aplastar el ejército de Washington. Solo a veinte millas y buscando un combate abierto, habría sido una presa fácil. Pero Howe y sus tropas permanecieron en Philadelphia: mientras los americanos se helaban, pasaban hambre y se ejercitaban, se divertían y festejaban disfrutando lujosamente de las viandas, el vino y las mujeres de Philadelphia.
El 18 de mayo, Washington, irritado por la inactividad, envió una fuerza de 2.200 hombres (un tercio de su ejército) para un reconocimiento de la fuerzas contra los británicos. Puso al mando de esta incursión sin sentido al marqués de Lafayette, al que se recompensaba aparentemente por sus habituales halagos del comandante en jefe. Ahora podía tener su propio mando y acabar con sus mohínes, pero 2.200 hombres parece un precio extravagante para calmar al protegido de Washington.
Lafayette avanzó hasta Barren Hill, a solo dos millas al norte de las líneas británicas y se estableció para esperar. No tuvo que esperar mucho. Howe, a punto de ser reemplazado por Clinton como comandante en jefe, estaba decidido a acabar su mandato capturando al joven francés. Pero Lafayette, casi rodeado, se las arregló para eludir al enemigo con sus tropas y se apresuró a volver a casa sin tener una batalla importante.
Con el colapso de Burgoyne, el general Howe (al que se unió su hermano) presentó su dimisión. Después de furiosas protestas de los bien posicionados amigos y parientes de Howe, Germain le reemplazó por el general Clinton, que asumió el mando a mediados de mayo. Con el final del cargo de Howe, se había perdido la última oportunidad de un rápido aplastamiento de las fuerzas americanas, pues Francia estaba entrando en la guerra en el bando estadounidense. Para Gran Bretaña, el cariz de la guerra había cambiado entonces desagradablemente: de tratar de dar una lección a revolucionarios, Gran Bretaña pasaba ahora a un conflicto internacional, transatlántico e incluso mundial.
Lo primero que había que hacer era acabar con la ocupación de Philadelphia, que en el mejor de los casos había sido una pérdida de tiempo. Howe había pensado en Philadelphia como equivalente a una capital europea: el centro y espina dorsal de la vida administrativa, comercial, política y militar. Pero una guerra de un pueblo descentralizado como la que estaban librando los estadounidenses, no había ninguna espina dorsal fija: de hecho apenas había algún gobierno central en absoluto. Todo esto daba a los americanos una flexibilidad y capacidad de absorber ejércitos invasores de una manera que no podía entender una Europa altamente estatificada.
[1] Willard M. Wallace, Appeal to Arms: A Military History of the American Revolution (Chicago: Quadrangle Books, 1951), pp. 54-55. [2] Christopher Ward, The War of the Revolution (Nueva York: Macmillan, 1952), 1:108.
Publicado el 18 de febrero de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.