Noticias recientes nos advierten de que hay otro factor que contribuye a la amenaza del calentamiento global, el que resulta de la flatulencia producida por el ganado vacuno. Los procesos metabólicos llevados a cabo por nuestros vecinos bovinos producen metano, uno de los gases de efecto invernadero contra el que los fervientes medioambientalistas están siempre alerta. El metano también se produce por la descomposición de la materia orgánica (por ejemplo, estiércol, vertederos) y, da origen a nueva vida. En su libro “Gaia“, el reconocido químico James Lovelock analizó cómo el metano, producido en los intestinos de las termitas, es un factor esencial en la naturaleza autónoma (auto-reguladora) de la atmósfera terrestre.
La noción de que la “auto-regulación” pudiese explicar el orden que se encuentra en lo social, en lo económico o en los sistemas biológicos es una herejía para los people-pusher (partidarios de la idea de que hay que empujar u obligar a la gente, de que la gente necesita ser gobernada) de todas las doctrinas, incluyendo a la teología secular del ambientalismo de alto clero. Un people-pusher puede ser definido como una persona con una correa en busca de un perro. Como los camaleones, puede sufrir cambios superficiales para adaptarse a las circunstancias en las que se encuentre: la persecución de brujas o infieles, el respaldo al socialismo de Estado, o, modernamente, la salvación del planeta. A los fieles de cualquiera de esas denominaciones no les importa que su sistema de creencias esté o no asentado sobre sólidas verdades; tan solo que facilite una plausible justificación para ejercer la autoridad sobre las vidas ajenas. Los discípulos del ambientalismo han pasado de ser los profetas de una próxima “glaciación” a serlo del “calentamiento global”, o a la posición de compromiso (intermedia) del “cambio climático”, pero la base empírica de sus tesis sigue siendo puesta en cuestión por los científicos.
Si la flatulencia de las vacas ha de ser vista como una amenaza o incluso ha de ser prohibida por los people-pushers institucionales, ¿qué viene después? ¿Serán los restaurantes mexicanos o las barbacoas tejanas los próximos objetivos? Con sus esfuerzos por someter cada aspecto de la dieta y estilo de vida de los demás a su control exhaustivo, ¿mostrarán finalmente esos sociópatas su ambición por gobernar a modo de un Dios colectivo sobre toda la creación?
Desde que era niño, tengo un marcado interés por la geología. Hace tiempo que supe de los orígenes turbulentos de la tierra; de cómo las placas tectónicas y los deslizamientos continentales han dado una y otra vez forma al planeta; de los efectos ocasionados por la invasión de cometas, asteroides, llamaradas solares, y meteoros; de la inversión periódica de los polos magnéticos terrestres y de sucesivas edades de hielo; y, lo que es más interesante, de cómo la tierra ha sido capaz de resistir esos tumultuosos fenómenos. Muchos de quienes compartimos esa comprensión respecto de lo que ha pasado nuestro planeta durante esos miles de millones de años podemos estar agradecidos al difunto George Carlin por el tratamiento que dispensó a esas almas inocentes que desean “salvar el planeta” de inconvenientes relativos como son las bolsas de plástico o las latas de aluminio.
La actividad volcánica que ha introducido grandes cantidades de gases en la atmósfera terrestre debe ser atribuida al propio planeta y no a la presencia de vida orgánica. La conclusión es aún más convincente cuando uno considera la causa de la mayor parte de las condiciones disruptivas que ocurrieron durante el período precámbrico (antes de que la vida apareciera en la tierra). Por ello, los sistemas vivos no pueden ser considerados los culpables de todos los males del planeta en la abultada relación de agentes causantes que elaboran los ambientalistas.
Por supuesto, hemos de tener presente que es contra la humanidad que los ambientalistas se enfrentan en su secular versión del pecado original. ¿Cuantas veces oímos decir que la especie humana debe dejar de interferir con el resto de la creación o que “alteramos el equilibrio de la naturaleza”?
Que nuestra especie debe recibir un tratamiento diferenciado (separado) respecto del resto de la naturaleza revela el carácter orientado al conflicto (conflictual) de esta ideología. Asimismo, el continuo criticismo respecto de nuestra “huella de carbono” refleja una actitud según la cual somos infractores colectivos contra el planeta, con los ambientalistas en el papel de inspectores de policía que buscan pruebas en la escena del crimen de nuestras actuaciones criminales atentatorias contra los derechos de propiedad de unos mal perfilados titulares o propietarios.
Pero como la humanidad no puede causar daño contra el planeta sin la complicidad de otras especies, es evidente que -al igual que para la búsqueda de “terroristas”- una red más grande debe ser tendida para darle mayor alcance. Cuando los gases emanados por las vacas se convierten en otra amenaza contra la que se alzan los defensores del calentamiento global, empiezas a darte cuenta de que esta nueva ortodoxia alberga en su núcleo una hostilidad a la vida misma. El proceso de la vida -ya sea el propio de los seres humanos, de otros animales, o plantas- implica la transformación de toda clase de recursos para servir a las necesidades (de reducción entrópica) de los seres vivos. La vida se alimenta de otra vida y, como ninguno de nosotros es cien por cien eficiente en ese proceso, acabamos inevitablemente generando subproductos entrópicos -energía no utilizable para usos productivos- que puede ser bastante beneficiosa para otras formas de vida. Así es como las plantas emiten oxígeno que, a su vez, es inhalado por los animales que completan el intercambio con el mundo vegetal exhalando el dióxido de carbono del que aquél depende.
Uno, extraería, de semejante ejemplo, que las relaciones simbióticas que existen en el planeta entre tantas especies, podrían incluso llevar a los creyentes del ambientalismo a reconsiderar su hostilidad hacia los procesos de la vida. Una lectura del maravilloso libro de Michael Pollan “La botánica del deseo”, podría darles a conocer cómo los humanos nos relacionamos con la vida de plantas como tulipanes, manzanas, marihuana y patatas, para beneficio mutuo de unos y otros. La descripción y análisis que hace Pollan acerca de cómo esas especies han servido su respectivo interés egoísta unas a costa de las otras, muestra un marcado contraste con la interpretación marxista de la “explotación” humana de la vida vegetal. ¿Son los humanos quienes han “explotado” a tulipanes y manzanas, o son esas especies las que se han granjeado esa “explotación” haciendo atractivas sus cualidades a los humanos para que éstos decidieran cultivarlas?
Por supuesto, tales preguntas nunca serán formuladas por los ambientalistas, ya que hacerlo sería fatal para los people-pushers, quienes dependen de extender la idea de que nuestras relaciones con los demás son irreconciliables. Un mundo en el que el orden fuese mantenido por simbiosis, auto-regulación y cooperación no necesitaría de la estructura que es el instrumento (disolvente) universal ofrecido por las clases políticas para que toda condición pueda ser explotada por sus intereses de poder.
Y de esta manera, olvidamos que el dióxido de carbono que nosotros los humanos -como otros animales- expelemos en nuestro continuo esfuerzo por sobrevivir, se convierte en alimento para las plantas que producen todo el oxígeno y gran parte de la comida de la que dependemos. Pronto oiremos a la apocalíptica de la iglesia medioambientalista decir que la relación entre las especies “vegetal” y “animal” es la que supone una amenaza para el planeta. No somos solo nosotros los humanos los responsables, sino las plantas y demás animales de la tierra quienes conspiran con nosotros para continuar con este destructivo ciclo oxígeno/dióxido de carbono. Pronto nos informarán los ambientalistas que es el proceso mismo de la vida el que amenaza la estabilidad del planeta.
Llevados a sus últimas consecuencias lógicas y empíricas, los dogmas ambientalistas llevan a incesantes guerras contra los esfuerzos que hace la fuerza vital para manifestarse y subsistir en la Tierra. Pero la vida es una fuerza disruptiva, que transforma por siempre el entorno en otras formas. Y todo ese cambio, se nos dice, es una amenaza para el planeta, que ahora ha de hacer ajustes -como George Carlin nos recuerda- para incorporar las bolsas de plástico en su ser.
La asunción que late en gran parte del ambientalismo es que mantener condiciones de equilibrio es beneficioso para cualquier sistema. Es ésta la misma actitud que lleva al grueso de los intereses corporativos de las empresas o negocios ya establecidos a querer estabilizar las condiciones bajo las cuales la competencia (entre ellos) ha de tener lugar. Mi anterior libro, “In Restraint of Trade”, documenta ese esfuerzo durante los años 1918-1938. Pero con cualquier ser viviente -sea éste un individuo, una empresa o una civilización- estabilidad equivale a muerte. En palabras del destacado botanista Edmund Sinnott, “constancia y conservatismo son cualidades de los carentes de vida, no de los vivos”. El único momento en el que tu cuerpo estará en estado de equilibrio es cuando estés muerto; tu sistema biológico habrá dejado de dar respuestas favorables al sostenimiento de la vida ante los cambios de tu entorno. Ni siquiera el mercado manifiesta condiciones de equilibrio. Las leyes de la oferta y demanda tienden hacia el equilibrio de los precios -un aumento en la demanda o una restricción de la oferta incrementarán los precios lo que, a su vez, animará a una mayor producción que reducirá los precios- pero sin nunca lograr la estabilidad como un estado fijo.
En contraste con aquéllos que insisten en esterilizar el planeta -vacunándolo contra el virus de la especie humana- puedo sugerir una metáfora alternativa, inspirada en el biólogo Lewis Thomas. En su maravilloso libro “La vida de las células”, Thomas propone una metáfora más holográfica que ve a la Tierra no en la mecanística y fragmentaria imagen al que nuestro politizado pensamiento (único) nos ha acostumbrado, pero como un sistema integrado. Como una célula que funciona mediante interconexiones horizontales en vez de direcciones verticalmente estructuradas, el planeta puede ser así concebido como un sistema de vida mutuamente sostenida, auto-regulado e impulsado por la energía de sus varios participantes que actúan de forma espontánea y autónoma. Así considerado, aquéllos que insisten en separar esa interconexión y en fragmentar la vida entre categorías de controladores y controlados, suponen la mayor amenaza a la viabilidad del planeta.
Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres. El artículo original se encuentra aquí.