[Parte 1 de “La tradición de la secesión en Estados Unidos”, un escrito presentado en la conferencia de 1995 del Instituto Mises “Secesión, estado y economía”]
La Carta de las Naciones Unidas declara la autodeterminación de los pueblos como un derecho humano fundamental. A partir de ahí, se ha desarrollado un activo debate entre juristas internacionales acerca de si el derecho de autodeterminación incluye un derecho de secesión legítima.[1] Pero aunque el concepto de secesión legítima se ha investigado en el mundo en general, no forma parte del discurso político estadounidense contemporáneo. Sin embargo, hubo un tiempo en que hablar de secesión era una parte de la política estadounidense. De hecho, el mismo concepto de secesión y autodeterminación de los pueblos, en la forma que se explica hoy, es en buena parte una invención estadounidense. No es exagerado decir que la contribución única de la ilustración americana del siglo XVIII al pensamiento político no es el federalismo sino el principio de que un pueblo, bajo ciertas condiciones, tiene un derecho moral a independizarse de una autoridad política establecida y a gobernarse a sí mismo. En lo que sigue, me gustaría explicar esta tradición política estadounidense casi completamente olvidada.
“Secesión” viene del latín “secedere”, que significa cualquier acto de separación. Las connotaciones exclusivamente políticas que tiene hoy el término son específicamente estadounidenses y no aparecen en inglés hasta principios del siglo XIX.[2] Antes, uno podía hablar del alma “secesionándose” del cuerpo o de secesionar una habitación de una edificación a otra o de secesionar cualquier tipo de hermandad humana. Esta última era la definición de “secesión” en el Diccionario de Samuel Johnson a mediados del siglo XVIII. Pero John no incluía el uso escocés del término.
La Iglesia de Escocia se dividió en 1733. Los que la abandonaron se llamaron a sí mismos “secesionistas” y a la iglesia resultante, la “Iglesia de la Secesión”. La iglesia siguió con este nombre durante más de un siglo, tras el cual volvió a dividirse, pero se reunió en 1829, bajo el cautivador nombre de “Iglesia Unida de la Secesión”. La comunidad religiosa autogobernada secesionada abrió el camino a la comunidad política autogobernada secesionada y al término como lo entendemos hoy. Uno de los primeros en usar el término en esta nueva forma exclusivamente política fue Thomas Jefferson, quien, en 1825, describía retrospectivamente a las colonias como secesionadas de la Unión Británica.[3]
Para nosotros, la palabra “secesión” no solo tiene connotaciones exclusivamente políticas, es un término que marca un acto político especialmente moderno. Pero esto no es evidente, pues podría pensarse que mientras ha habido regímenes políticos a gran escala, los pueblos han tratado de independizarse de ellos. Podría decirse que los israelitas se secesionaron de Egipto o que Milo intentó sin éxito secesionarse de la Liga de Atenas. Podemos, por supuesto, hablar así, pero el concepto de secesión, como se entiende en el discurso político contemporáneo, es más concreto en su significado. Para nosotros, la secesión presupone la existencia del estado moderno, y este tipo de estado solo tiene unos doscientos años de edad. Así que la secesión no es solo un tipo cualquiera de acción política: es la independencia de un pueblo de un estado moderno bajo el principio moral del derecho al autogobierno y de forma tal que la separación requiera el desmembramiento territorial de ese estado. Los israelitas y milenos no se estaban independizando de un estado moderno y su separación no habría generado el desmembramiento de dicho estado.
Se ha teorizado sobre el estado moderno de tal manera que conlleve una fuerte prevención contra la secesión. Se ha dicho que la soberanía de un estado moderno no puede dividirse y que la soberanía es de la misma extensión que el territorio. No ha habido ninguna dificultad en permitir que el estado moderno pueda expandir su territorio y soberanía, pero no se puede permitir que se desmiembre por un supuesto derecho de un pueblo al autogobierno. Quien se tome en serio a la secesión como una posibilidad está necesariamente poniendo en cuestión la legitimidad del estado moderno.
En tiempos de Guillermo el Conquistador, Europa estaba compuesta por miles de unidades políticas independientes; hoy son solo unas pocas docenas. Esta centralización y consolidación masiva se consiguió principalmente por conquistas. El resultado fue que los ducados, marquesados, pequeñas repúblicas, principados, ciudades libres y baronías (por no mencionar pueblos hablando en idiomas distintos, teniendo diferentes culturas y religiones y buscando distintas visiones del bien humano) se agruparon en el estado moderno. Este estado era inherentemente inestable. Una solución fue teorizada por Hobbes, que postulaba una oficina soberana, cuya tarea era establecer un estado de derecho que permitiera a los individuos buscar su propio poder y gloria en ese ámbito en el que el derecho guarda silencio. Con el tiempo, el estado moderno llegó a verse como una asociación para proteger los derechos de los individuos y esto añadió un fuerte prejuicio contra la secesión, porque cualquier derecho de un pueblo a independizarse solo podía ser un derecho agregado de un grupo de individuos. Pero si un grupo podía independizarse, cualquier otro grupo o subgrupo (hasta el individuo) podía independizarse. Un derecho reconocido de secesión significaría el desmembramiento del estado moderno.
Pero afirmar un derecho de secesión no es decir que la secesión este justificada moralmente bajo cualquier condición, sino solo que puede haber condiciones bajo las que esté justificada y e incluso que podría haber razones para no ejercitar el derecho. Pero aquellos filósofos que teorizaron primero sobre el estado moderno (Hobbes, Locke, Rousseau y Hegel) no hicieron mucho más que plantear la cuestión de si dichas condiciones eran posibles. Su principal tarea es entender y legitimar el estado moderno; el problema de la secesión sencillamente ni se les ocurre. Y los filósofos políticos han seguido sus pasos desde entonces. Por ejemplo, John Rawls rechaza la posibilidad de secesión sin argumentarla.[4] El descontento secesionista, a pesar de ser un hecho apremiante de la vida política contemporánea, es el concepto menos teorizado en la filosofía política. Los científicos políticos y la jurisprudencia internacional se han ocupado del asunto, pero los filósofos no. Solo hay un estudio en forma de libro de un filósofo sobre la cuestión de si la secesión alguna vez moralmente legítima.[5]
Una indicación de este carácter de poca teorización de la secesión es que se confunde con la revolución. Tres concepciones de la revolución han dominado el discurso político moderno. La primera deriva de la Revolución Gloriosa de 1688. Es la revolución como restauración y su imagen es el giro de una rueda. Según los whigs ingleses del siglo XVIII, la Revolución Gloriosa fue una restauración incruenta de un régimen protestante amante de la libertad frente a las usurpaciones intentadas por el católico Jacobo II. La segunda forma es la revolución lockeana. Aquí un pueblo soberano reclama los poderes que ha delegado a un gobierno que ha violado su confianza en la protección de la vida, la libertad y la propiedad. El gobierno es derrocado y se instituye un nuevo gobierno. La tercera forma es la revolución jacobina. No es una revolución lockeana para preservar la propiedad, sino un intento de subvertir y transformar totalmente todo un orden social y político de acuerdo con una teoría filosófica igualitaria. Una revolución lockeana deja intacto el orden social, mientras que una revolución jacobina pretende una transformación radical. La revolución marxista es jacobina, igual que muchas otras formas de crítica política contemporánea. Gloria Steinem dijo una vez que hablar de reformas para las mujeres es una cosa y hablar acerca de la transformación total de la sociedad es feminismo. Concebido así, el feminismo es una variedad de revolución jacobina.
La secesión es bastante distinta de estas concepciones dominantes de la revolución. Todas presuponen la teoría de la soberanía interna en el estado moderno y la prohibición contra el desmembramiento de su territorio. La secesión no es revolución en el sentido de los whigs del siglo XVIII, porque no es la restauración de nada. Es el desmembramiento de un estado moderno en nombre del autogobierno. Tampoco es una revolución lockeana. Un pueblo que se independiza no afirma necesariamente que un gobierno haya violado su confianza. E incluso si se afirma esto, no se trata de derrocar al gobierno y reemplazarlo por uno mejor. De hecho, un pueblo que se secesiona puede incluso pensar que el gobierno no es especialmente injusto. Sin embargo, lo que busca es que se le deje gobernarse a sí mismo como le parezca. Finalmente, la secesión no es una revolución jacobina, porque no busca transformar totalmente el orden social y político. De hecho, busca preservar su orden social mediante la secesión y el autogobierno.
Por supuesto, podemos seguir llamando “revolución” a la secesión siqueremos, pero el peligro es que habrá una tendencia a confundirla con los significados dominantes de la revolución. Un pueblo en secesión puede en realidad decirse que está en un estado de revuelta en la medida en que se resiste a verse forzado a un estado moderno establecido, pero este tipo de revuelta es bastante diferente de una revolución. Y las consideraciones morales que legitimarían esa resistencia son categóricamente diferentes de las que legitimarían una revolución en los sentidos anteriores, todos los cuales buscan, por distintas razones, derrocar un régimen establecido. Un pueblo en secesión esta contento dejando al régimen existente exactamente tal y como es. Solo busca limitar su jurisdicción territorial. Por supuesto, esto es un asunto serio, pero no es una revolución en ninguno de los sentidos tradicionales. Su nombre es secesión.
En ninguna parte es más evidente el carácter de infrateorizada de la secesión y la confusión que resulta del fracaso en distinguirla de la revolución que en la costumbre4 de describir el conflicto entre Gran Bretaña y las colonias de Norteamérica como la “Revolución americana”. Es verdad que hubo temas whig de la ideología de 1688 sobre la restauración de los derechos delos ingleses y que hubo temas leckeanos sobre el autogobierno. Pero el acto de los colonos británicos en América fue un acto de secesión. No fue una revolución whig, ni lockeana, ni jacobina. Los colonos no buscaban derrocar al gobierno británico. Comunes, Lores y Corona iban a permanecer exactamente como antes. De hecho, mucho de los líderes coloniales, como Adams y Hamilton, admiraban la constitución y el gobierno británicos y buscaron imitar sus mejores características. Sencillamente querían limitar su jurisdicción sobre el territorio que ocupaban. Querían que les dejaran solos.
Se ha hablado mucho de la influencia que tuvo en los Fundadores el lenguaje lockeano del autogobierno. Pero es importante darse cuenta de que, aunque Locke permite el derrocamiento de un régimen corrupto, no permite la secesión en forma de desmembramiento del territorio de un estado moderno. Y para los ciudadanos de un régimen que hayan dado su consentimiento expreso, ni siquiera les permite el derecho de salida, mucho menos el llevarse territorio con ellos.[6] Hay todas las razones para creer que Locke, igual que los “amigos de América” (Burke, Pitt, Shelburne, Barré), habría apoyado reformas a favor de los americanos, pero no habría llegado a apoyar la secesión.
El caso es completamente distinto con David Hume, que apoyaba la completa independencia para las colonias ya en 1768, antes de que se le hubiera ocurrido la idea a la mayoría de los americanos. En eso estaba prácticamente solo entre los grandes pensadores británicos. Los intelectuales de Edimburgo estaban abrumadoramente apoyando medidas duras contra los americanos. Sin embargo Hume defendió incondicionalmente la secesión de las colonias desde 1768 hasta su muerte el 25 de agosto de 1776, cinco días después de que se publicara la Declaración de Independencia en el Caledonian Mercury de Edimburgo. Para decepción de su “más antiguo y querido amigo”, el Barón Mure, que le pidió que escribiera una carta en nombre del condado de Renfrewshire defendiendo medidas militares contra los americanos, Hume escribió: “Soy americano en mis principios y quiero que se les deje solos para gobernarse o malgobernarse ellos mismos como consideren apropiado”.[7]
En esta declaración, Hume ponía en palabras, por primera vez, una ideología del “americanismo”, la idea de que hay principios políticos específicamente americanos. ¿Cuáles son esos principios? Son el libre comercio y la libertad corporativa de un pueblo de gobernarse a sí mismo. Hume argumentaba que si los puertos de América estuvieran abiertos al libre comercio, solo se produciría una insignificante pérdida temporal de ingresos y, a largo plazo, beneficiaría el comercio británico.
Por tanto, dejemos de lado toda ira, estrechémonos las manos y seamos amigos. O si mantenemos alguna ira, que solo sea contra nosotros mismos por nuestra estupidez pasada y contra ese malvado demente de Pitt, que nos ha llevado a la situación actual.[8]
Publicado el 15 de enero de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original en inglés se encuentra aquí.