El bien común = colectivismo

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En semanas recientes – mientras la administración actual y la mayoría del congreso continúan proponiendo la expansión del poder del estado sobre la vida de la gente – más charlatanería ha sido publicada, procurando justificar tales programas basándose en la supuesta promoción del “bien común”. Cualquier mente inquisitiva debería ver, de un solo vistazo, que la idea de un “bien común” es casi enteramente eso: una idea, una ficción. Aquellos quienes hayan completado un curso en microeconomía pueden dar fe de que nuestros gustos, valores y preferencias varían de una persona a otra y, aún más, fluctúan dentro de los individuos. Lo que usted y yo consideramos en nuestro respectivo interés va a coincidir algunas veces pero va a diferir en otras. Lo que es mi interés inmediato cuando estoy hambriento se hace mucho menos importante para mí después de haber ingerido una cena abundante. Si añades a toda esta variabilidad e incertidumbre el hecho de que la entera noción del “bien” es puramente subjetivo, puede verse que la insistente repetición de esta frase no tiene más respetabilidad intelectual que pisar nuestro propio pie.

Es alegado que el “bien común” intenta transmitir la idea de un bien universal, uno que es aplicable a todos. Si es así, el único valor que he encontrado al cual todas las personas parecen suscribirse, es este: nadie quiere ser una víctima. Todavía debo encontrar un individuo al cual esta proposición no se aplique. Nadie elige tener a sus intereses como persona o su propiedad violentados por otra persona. La falla en reconocer tanto lo anterior como el hecho de que todos nuestros valores son subjetivos en naturaleza, ha dado lugar a la ingenua noción del altruismo, la idea de que uno puede elegir actuar contrariamente a sus percibidos intereses.

Siempre que actuamos nos vemos motivados por la creencia de que nos encontraremos en una mejor situación al término de la acción escogida. Mantengo un antiguo reto con uno de mis colegas de mostrarme un ejemplo – real o hipotético – en el cual un individuo elija actuar de forma contraria a sus valores más altos. Incluso los actos de caridad están guiados por un deseo de satisfacer alguna necesidad interna, la cual, para otras personas con preferencias contrarias, parece un acto de auto-sacrificio. Tal forma de pensar se reduce a esto: “Yo no hubiera actuado de la forma en que él lo hizo, por lo tanto, él está siendo altruista”. La idea del altruismo está fundamentada en la creencia de que los valores tienen una calidad objetiva, un poco del sin-sentido perpetrado por Ayn Rand.

Las transacciones en un mercado libre ocurren porque la gente no tiene un sentido comúnmente compartido del valor de las cosas. Si yo acuerdo vender mi auto por $5000, y usted acuerda comprármelo por $5000, cada uno de nosotros le pone un valor diferente. Para mí el auto vale menos que $5000 (yo prefiero el dinero a tener el auto) mientras que para usted vale más que esa cantidad de dinero. El precio del auto es objetivamente definido ($5000) pero su valor nunca puede ser conocido para ninguno de nosotros. Una condición para la libertad – en la cual los intereses de propiedad sean respetados – es la aceptación de lo inherentemente diverso y en constante flujo, ya que los hombres y mujeres persiguen sus variados intereses propios.

En un esfuerzo por avasallar la motivación de la gente de perseguir sus intereses individuales, y de aceptar los propósitos de las instituciones mismas, al hombre se le ha adoctrinado en la idea de que hay un “bien común” que expresa un sentido más completo de sí mismo. Cuando hemos aprendido a suprimir nuestros valores individuales en favor de una institución, nos hemos convertido en parte de la mentalidad colectiva de la cual todos los sistemas políticos dependen. Con nuestro pensamiento tan transformado, somos fácilmente llevados a creer que lo que nos hace víctimas es en esencia nuestra autorrealización. De esta forma, los hombres y mujeres jóvenes son seducidos ha “ser todo lo que puedes ser” uniéndose al ejército y destruyendo sus vidas sirviendo al estado en aventuras extranjeras.

La doctrina del igualitarismo ha probado ser útil para el orden establecido como catalizador para esta metamorfosis psíquica. Los que en otros casos consideraríamos hombres y mujeres inteligentes internalizan la proposición de que ser víctimas de la supresión de los intereses personales en favor del llamado “bien común” es aceptable, mientras sus vecinos sean igualmente víctimas de la misma supresión. Hay un sentimiento pro-libertad en la observación de E.E. Cummings de que “la igualdad es lo que no existe entre iguales”. Los estatistas, sin embargo, tienen un muy diferente significado para esta palabra: que el ser coaccionado por el estado puede ser justificado si la obligación es compartida igualmente entre todos. Considerado así, ser víctima del estado es simplemente un costo que la gente debe cargar para lograr su pretendido interés personal “más grande” en el “bien común”.

Tal razonamiento es en general suficientemente bueno para atrapar a aquellos que no se molestan en reflexionar sobre la proposición. Cualquiera que examine el concepto de “igual protección de las leyes” rápidamente se dará cuenta que en la práctica ninguna ley se aplica con igual fuerza a todos. Las leyes son promulgadas con el propósito de imponer restricciones sobre algunas personas para el beneficio de otras.

La legislación que permite que todos persigan su propio interés nunca será promulgada porque no se diferenciaría un grupo de otro y, en el proceso, no proveería a sus defensores con alguna ventaja comparativa.

Pero incluso si al principio de la “igualdad” le fuera dado su supuesto significado (que el gobierno opere restrictivamente sobre todos por igual), lo absurdo de tal idea sería evidente: ¡la gente entendería que ha organizado al estado con el propósito de asegurar su mutua victimización! La naturaleza sin-sentido de tal pensamiento se convertiría, en las palabras de H. L. Mencken, “tal obvio que incluso el clero y los escritores editoriales a veces lo notarían”.

Ni siquiera puede el caso del “bien común” ser rescatado por una apelación a la doctrina utilitaria del “mayor bien, para el mayor número”. Mi profesor de jurisprudencia, Karl Llewellyn, respondió a esta proposición en una clase un día preguntando: “¿qué hay del mayor bien para el mayor hombre?” El utilitarismo es solo otra variación sobre el tema del colectivismo de que algunos pueden ser victimizados para beneficiar al grupo. “El mayor bien para el mayor número” es el mantra de todo caníbal y todo socialista (¿o estoy siendo redundante?).

La premisa utilitaria nunca ha sido la premisa operante en la política. Ha sido usada aún como otra desviación – como el “bien común”, “bienestar general”, etc. – para enmascarar la promoción de intereses especiales detrás de la fachada de intereses colectivos. Así tales ideas han sido usadas para el avance de tales intereses corporativos como defender a los contratistas, a los bancos, compañías de seguro, fabricantes de autos, compañías farmacéuticas, etc., en sus esfuerzos para obtener, a través del poder estatal, lo que ellos no pueden obtener en un mercado libre. Las corporaciones más grandes nunca han sido promotores de la sociedad libre, prefiriendo ponerse del lado de las fuerzas del poder estatal para estabilizar sus intereses contra las fuerzas del cambio que atienden a las condiciones de la libertad. Las letras de una canción del musical Li’l Abner – parafraseando al ex-presidente de General Motors Charles Wilson – expresa la moderna mentalidad corporativa: “lo q es bueno para para el General Bullmoose, es bueno para los Estados Unidos”.

Una estructura política colectivista, en cualquier forma que se manifieste, debilita y anula a los individuos, privando a cada uno de nosotros de nuestra unicidad biológica y experimental. Éste, por supuesto, es su propósito. Mientras los hombres y mujeres piensen de sí mismos como poco más que unidades fungibles en un grupo de pensamiento monolítico, ellos y sus hijos van a continuar siendo convertidos en una pasta común útil sólo para sus amos. El colectivismo es una religión para perdedores; es un sistema de creencias que permite al estado dirigir la riqueza y las energías de la gente en una redistribución coercitiva hacia aquellos a los que favorece.

Barack Obama no inventó este concepto vulgar y anti-vida que asiduamente trata de expandir. La proposición colectivista ha estado rondando por largo tiempo desde que George W. Bush reveló sus sentimientos en la frase: “si no estás con nosotros, estás contra nosotros”. Tampoco se oye a las unidades protoplásmicas (tú y yo) cuestionar los propósitos o los costos de nuestra subordinación a lo que es la premisa básica de todo sistema político. El estado se escuda de tales preguntas bajo la excusa de que la “seguridad nacional” sería amenazada. Los esfuerzos de Ron Paul y otros para “auditar la Reserva Federal” son recibidos con las más arrogantes de las súplicas para mantener la discreción gubernamental (el hecho de que revelar al público la naturaleza del timo llevado a cabo por la Fed pondría en peligro su “independencia”). Para los estatistas, tales cuestiones no pueden ser toleradas al igual que un dueño de una plantación no puede sentirse obligado a entretener las consultas de sus esclavos sobre el precio del algodón.

Uno de mis estudiantes recientemente me preguntó la más frecuente de las preguntas: “¿qué puedo hacer para cambiar todo esto?” Mi respuesta fue ésta: “¿estás tú capacitado para cambiar cualquier cosa que está más allá de tu control? ¿Está el contenido de tú pensamiento dentro de tu control? ¿Puedes darte cuenta de la naturaleza condicionada de tu mente?”.

Nuestros problemas no tienen sus orígenes en Washington, D. C., ni tampoco esas soluciones van a ser encontradas allí. Nosotros somos los autores de nuestros mundos distópicos, y son nuestras mentes las que debemos reparar si queremos salvarnos de las terribles y destructivas premisas que hemos plantado allí. Podemos empezar por reconocer que nuestra individualidad es todo lo que tenemos en común los unos con los otros, y que la supresión de esa igualdad en el nombre de algún presunto propósito colectivo es esencial para la creación de todo sistema político.


Traducido del inglés por Julián Fernando Marzaro. El articulo original se encuentra aquí.

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