El Sector Público III: la Policía, la Ley y los Tribunales

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Protección policial

El mercado y la empresa privada existen, y por lo tanto la mayoría de la gente puede imaginar sin dificultades un libre mercado de bienes y servicios. Probablemente lo más difícil de visualizar es, sin embargo, la abolición del funcionamiento del gobierno en los servicios de protección: policía, tribunales, etc. –el área relativa a la defensa de la persona y la propiedad contra ataques o invasiones–. ¿Cómo podrían la empresa privada y el libre mercado proveer tal servicio? ¿Cómo sería posible, en una gestión de libre mercado, proporcionar protección policial, sistemas legales, servicios judiciales, aplicación de la ley, un sistema de castigo purgado en prisiones? Ya hemos visto que los diferentes dueños de las calles y áreas terrestres podrían brindar al menos gran parte de la protección policial. Pero ahora debemos hacer un análisis sistemático de esta cuestión.

En primer lugar, hay una falacia común, que sostienen incluso los partidarios del laissez-faire, según la cual el gobierno debe proveer “protección policial”, como si ésta fuera una entidad única y absoluta, una cantidad fija de algo que el gobierno brinda a todos. Pero en realidad no hay ningún bien absoluto denominado “protección policial”, como no hay bienes únicos y absolutos llamados “comida” o “vivienda”. Es cierto que todos pagan impuestos por una cantidad aparentemente fija de protección, pero esto es un mito. En realidad, existen diversos tipos de protección, en grados casi infinitos.

A cualquier persona o negocio, la policía puede proveerle desde un oficial que haga una ronda una vez por noche, dos policías que patrullen constantemente cada cuadra, otros que lleven a cabo la vigilancia en un móvil, hasta uno o incluso varios guardaespaldas personales permanentes. Además, debe tomar muchas otras decisiones cuya complejidad se hace evidente tan pronto como levantamos el velo del mito de la “protección” absoluta. ¿Cómo podría la policía asignar adecuadamente sus fondos, que por supuesto son siempre limitados, como lo son los de todos los individuos, organizaciones y agencias? ¿Cuánto debería invertir en equipamiento electrónico? ¿En equipos para tomar huellas dactilares? ¿En detectives o en policías uniformados? ¿En patrulleros o en agentes que prestan servicio a pie, etcétera?

La cuestión es que el gobierno no tiene forma racional de hacer estas asignaciones de fondos. Todo cuanto sabe es que él tiene un presupuesto limitado. Su asignación de recursos está, pues, sujeta al juego de la política, a la inutilidad e ineficiencia del trabajo burocrático; no hay nada que le indique si el departamento de policía sirve a los consumidores en respuesta a sus deseos o si lo hace en forma eficaz. Otra sería la situación si los servicios policiales fueran provistos en un mercado libre y competitivo. En ese caso, los consumidores pagarían por el grado de seguridad que desearan comprar. Aquellos que quieren ver a un policía de vez en cuando pagarían entonces menos que quienes desean un patrullaje continuo, y mucho menos que los que demandan un servicio de guardaespaldas durante las veinticuatro horas. En el libre mercado, la seguridad sería suministrada en proporción con lo que los consumidores quisieran pagar, y de la manera en que lo prefirieran. La eficiencia estaría asegurada, como siempre sucede en el mercado, por la necesidad de obtener ganancias y evitar pérdidas, y por ende, de mantener costos bajos y satisfacer lo mejor posible las demandas de los consumidores. Una empresa policial ineficiente no tardaría en quebrar y desaparecer.

Uno de los grandes problemas que aquejan a la fuerza policial gubernamental consiste en qué leyes hacer cumplir realmente. Los departamentos de policía teóricamente reciben la orden absoluta de “hacer cumplir todas las leyes”, pero en la práctica la restricción de presupuesto los obliga a asignar su personal y su equipamiento a combatir los delitos más urgentes. No obstante, esa orden absoluta los persigue y conspira contra una asignación racional de los recursos. En el mercado libre, se haría cumplir aquello por lo cual desearan pagar los clientes. Supongamos, por ejemplo, que el señor Jones posee una valiosa gema y cree que en cualquier momento podrían robársela. Puede pedir a la compañía policial una protección constante, hasta el grado que desee, y pagar por ella. También puede tener un camino privado en su propiedad por el cual no quiere que transiten muchas personas, pero es posible que no le preocupen demasiado los intrusos en ese camino. En este caso, no demandará muchos recursos policiales para protegerlo. En el mercado en general, todo depende del consumidor, y como todos somos consumidores, esto significa que cada persona decide individualmente cuánta protección, y de qué tipo, desea y está dispuesta a comprar.

Todo lo que hemos dicho acerca de la policía de los propietarios se aplica a la policía privada en general. En el mercado libre no sólo sería eficiente, sino que también tendría un fuerte incentivo para ser amable y no tratar con brutalidad a sus usuarios, o a los amigos o clientes de sus clientes. Un Central Park privado estaría vigilado de modo eficiente para maximizar su rédito, y no pesaría sobre él una queda prohibitiva impuesta a los paseantes inocentes que, además, pagan por su uso. Un libre mercado policial premiaría una protección eficiente y amable y castigaría cualquier desviación de esta pauta. Ya no existiría la actual disyunción entre el servicio y el pago inherente a todas las operaciones del Estado, una disyunción que significa que la policía, como todas las demás agencias gubernamentales, no obtiene sus réditos de los consumidores, que actúan en forma voluntaria y competitiva, sino de los contribuyentes, sobre quienes se ejerce coerción.

En realidad, como la policía gubernamental se ha hecho cada vez más ineficiente, los consumidores van adoptando de manera creciente formas de protección privadas. Ya hemos mencionado la protección de las manzanas o de los vecindarios. También hay guardias privados, compañías de seguros, detectives privados, y además cajas fuertes, cerraduras y sofisticados dispositivos como circuitos cerrados de televisión y alarmas contra ladrones. La Comisión sobre Aplicación de la Ley de la Presidencia y la Administración de Justicia estimaron en 1969 que la policía gubernamental le costaba al público estadounidense u$s 2.800 millones por año, mientras que éste gastaba u$s 1.350 millones en servicios de protección privada y otros u$s 200 millones en dispositivos de seguridad, o sea que los gastos de la seguridad privada ascendían a más de la mitad de las erogaciones destinadas a la policía gubernamental. Estas cifras deberían hacer vacilar a los crédulos para quienes la protección policial es de alguna manera, por algún místico derecho o poder, necesariamente y para siempre un atributo de la soberanía del Estado.[1]

Todo lector de novelas policiales sabe que los detectives de las compañías de seguros privadas son mucho más eficientes que la policía en la recuperación de bienes robados. Las aseguradoras no sólo tienen el incentivo económico para servir al consumidor –y por consiguiente, procuran evitar el pago de los seguros–, sino que su enfoque es muy diferente del de la policía. Ésta, en defensa de una mítica “sociedad”, está interesada en primer lugar en atrapar y castigar al criminal; restituir a la víctima los bienes robados es algo estrictamente secundario.

Para las compañías de seguros y sus detectives, la preocupación principal es la recuperación de lo robado. La detención y castigo del criminal son secundarios respecto del propósito primordial de ayudar a la víctima. Aquí vemos nuevamente la diferencia entre una empresa privada impulsada a servir al cliente-víctima y la policía pública, que no experimenta tal coacción económica.

No podemos describir un mercado cuya existencia es hipotética, pero resulta razonable creer que en la sociedad libertaria el servicio policial sería suministrado por los propietarios o por las compañías aseguradoras. Como éstas deberían pagar beneficios a las víctimas de delitos, es muy probable que proveyeran un servicio policial como medio para limitar la comisión de crímenes y, por ende, su pago de indemnizaciones. Sea como fuere, el servicio policial probablemente sería pagado en primas regulares mensuales, y se recurriría a la agencia policial –fuese la compañía aseguradora u otra– cuando se la necesitara.

Ésta debería ser la primera respuesta simple a la pregunta típica que expresa el temor de la gente a la que se le habla por primera vez de una policía totalmente privada: “Bueno, eso significa que si a uno lo atacan o le roban, tiene que apresurarse a encontrar un policía y comenzar a negociar acerca de cuánto le costará que lo defienda”. Bastaría un momento de reflexión para darse cuenta de que ningún servicio se suministra de esa manera en el libre mercado. Es obvio que la persona que quiere estar protegida por la Agencia A o la Compañía Aseguradora B pagará primas regulares en lugar de esperar a ser atacada antes de comprar la protección. “Pero supongamos que se produce una emergencia y el policía de la Compañía A ve que alguien es asaltado; ¿se detendría a preguntar si la víctima adquirió el seguro de la Compañía A?” En primer lugar, este tipo de asalto callejero estaría, como ya lo hemos señalado, dentro de la jurisdicción de la policía contratada por el dueño de la calle en cuestión. Pero ¿qué ocurriría en la situación, poco probable, de que un barrio no tuviera servicio policial, y que un policía de la Compañía A viera casualmente que alguien es atacado? ¿Saldría en defensa de la víctima? Eso, por supuesto, dependería de la Compañía A, pero es casi inconcebible que las compañías de policía privada no cultivaran la buena voluntad estableciendo, como política, la ayuda gratuita a las víctimas en situaciones de emergencia y, quizá, pidiendo luego a la persona rescatada un aporte voluntario. En el caso de un propietario que sufriera un asalto o un ataque, por supuesto recurriría a la compañía policial que hubiera contratado. Llamaría a la Compañía Policial A en lugar de a “la policía”, como lo hace ahora.

La competencia asegura eficiencia, precios bajos y alta calidad, y no existe razón alguna para asumir a priori, como lo hace mucha gente, que el hecho de que haya sólo una agencia policial en un área geográfica determinada responde casi a un mandato divino. Los economistas han manifestado a menudo que la producción de ciertos bienes o servicios es un “monopolio natural”, o sea que en un área determinada no podría subsistir más de una agencia privada. Tal vez sea así, pero sólo un mercado totalmente libre podría decidir esta cuestión de una vez y para siempre. Únicamente el mercado puede determinar cuáles y cuántas empresas, y de qué tamaño y calidad, pueden perdurar en activa competencia. Pero nada indica a priori que la protección policial es un “monopolio natural”. Después de todo, las compañías aseguradoras no lo son; y si las compañías de seguros Metropolitan, Equitable, Prudential, etc., pueden coexistir en el mercado, ¿por qué no habrían de poder hacerlo las compañías de protección policial Metropolitan, Equitable y Prudential? Gustave de Molinari, economista francés del siglo xix partidario del libre mercado, fue el primero en la historia que consideró y defendió un libre mercado para la protección policial.[2] Molinari estimó que con el tiempo habría varias agencias policiales privadas que trabajarían simultáneamente en las ciudades, y una agencia privada en cada área rural. Quizá sea así, pero debemos reconocer que la tecnología moderna torna más factible el establecimiento de sucursales de las grandes empresas urbanas, incluso en las zonas rurales más remotas. Por lo tanto, una persona que vive en un pequeño pueblo en Wyoming podría contratar los servicios de una compañía de seguridad local o recurrir a la sucursal cercana de la Compañía de Protección Metropolitan.

“Pero ¿cómo haría una persona pobre para tener protección privada por la cual tuviese que pagar en lugar de recibirla en forma gratuita, como sucede ahora?” Hay varias respuestas a esta pregunta, que es una de las críticas más comunes a la idea de la protección policial totalmente privada. Una es: que esto ocurre con cualquier bien o servicio en la sociedad libertaria, no sólo con la policía. ¿Pero acaso la protección no es necesaria? Tal vez, pero también lo son la comida en sus diferentes formas, la ropa, la vivienda, etc. Sin duda estos bienes son tan vitales, si no más, que la protección policial, y sin embargo casi nadie reclama que el gobierno nacionalice la comida, la vestimenta, la vivienda, etc., y las proporcione en forma gratuita mediante un monopolio compulsivo. A las personas muy pobres las proveería, en general, la caridad privada, tal como vimos en el capítulo sobre bienestar social. Además, en el caso específico de la policía indudablemente habría maneras de proporcionar protección policial voluntaria a los indigentes; lo harían en forma altruista las mismas empresas de seguridad (como lo hacen ahora los hospitales y los médicos) o sociedades especiales de “asistencia policial” que realizarían un trabajo similar al de las sociedades de “asistencia legal” que existen hoy en día. (Las sociedades de asistencia legal brindan voluntariamente asesoramiento legal gratuito a los indigentes que tienen problemas con las autoridades.)

Existen consideraciones adicionales más importantes. Como vimos, el servicio policial no es “gratuito”; lo paga el contribuyente, que con mucha frecuencia es el pobre. Es muy posible que ahora esté pagando más en impuestos para la policía que lo que le costarían las compañías policiales privadas, mucho más eficientes. Además, estas compañías estarían proveyendo a un mercado masivo, con grandes economías de escala, y sin duda la protección policial sería mucho menos costosa de esta manera. Ninguna de ellas desearía cobrar tanto como para quedar excluida de una gran parte de su mercado, y el costo de la protección no sería tanto más caro que, por ejemplo, el costo actual de los seguros. (De hecho, tendería a ser mucho más barato que lo que hoy son los seguros, porque en la actualidad el gobierno fija a las compañías aseguradoras precios que les permiten tener alejados a los competidores cuyos costos son más bajos.)

La mayoría de las personas que han analizado a las agencias de protección privadas manifiestan una última preocupación que consideran decisiva para rechazar la idea. ¿No estarían las agencias en permanente conflicto? ¿No imperaría la “anarquía”, con desacuerdos perpetuos entre las fuerzas policiales cuando una persona llama a “su” policía, mientras el rival llama a la “suya”? Estas cruciales preguntas pueden responderse en varios niveles. En primer lugar, como no habría un Estado que lo incluyera todo, ni un gobierno central ni uno local, al menos estaríamos a salvo del horror de las guerras, con su plétora de armas masivas, superdestructivas, y ahora nucleares. La historia demuestra dolorosamente que el número de personas asesinadas en contiendas aisladas o conflictos vecinales es insignificante si se lo compara con la devastación masiva provocada por las guerras entre Estados. Existen buenas razones para esto. Para no herir susceptibilidades, tomemos dos países hipotéticos, Ruritania y Walldavia. Si ambos se convirtieran en sociedades libertarias, sin gobierno y con innumerables individuos, firmas y agencias policiales privadas, las únicas disputas que podrían surgir serían locales, y el alcance y el poder destructivo del armamento estarían necesaria y estrictamente limitados. Supongamos que en una ciudad ruritana se produjera un enfrentamiento armado entre dos agencias policiales. En el peor de los casos, no habría bombardeos masivos, destrucción nuclear o guerras biológicas, dado que ellas mismas resultarían destruidas en el holocausto. Lo que lleva a la destrucción masiva es la división de varias áreas territoriales en monopolios gubernamentales únicos, dado que si el monopolio gubernamental único de Walldavia se enfrenta a su antiguo rival, el gobierno de Ruritania, cada uno puede utilizar armas de destrucción masiva e incluso armas nucleares, porque los que resultarán destruidos serán el “otro individuo” y el “otro país”.

Además, como ahora todas las personas son súbditos de gobiernos monopólicos, todos los demás gobiernos las identifican irremediablemente con “su” gobierno. El ciudadano de Francia es identificado con “su” gobierno, y por lo tanto, si otro gobierno declara la guerra a Francia, atacará tanto a sus ciudadanos como a su gobierno. Pero si la Compañía A se enfrenta a la Compañía B, todo cuanto puede suceder es que sus respectivos clientes se vean involucrados en la lucha, pero nadie más participará en ella. Por lo tanto, debería resultar evidente que, incluso en el peor de los casos, a saber, que un mundo libertario se convirtiera realmente en un mundo en el que imperase la  “anarquía”, aún estaríamos mucho mejor que ahora, cuando nos encontramos a merced de Estados-naciones desenfrenadamente “anárquicos”, cada uno en posesión de un temible monopolio de armas de destrucción masiva. Nunca debemos olvidar que vivimos, y siempre hemos vivido, en un mundo de “anarquía internacional”, un mundo de Estados-naciones coercitivos a los que no controla ningún gobierno mundial, y no hay perspectivas de que esta situación vaya a cambiar.

Entonces, un mundo libertario, aun en el caso de que fuera anárquico, no estaría sometido a las guerras brutales, a la devastación masiva, a las bombas atómicas que han asolado a nuestro mundo conducido por el Estado. Incluso si las agencias policiales locales provocaran conflictos constantes, jamás se repetirían Dresde ni Hiroshima. Pero queda mucho por decir. Jamás debemos presuponer como posible esta anarquía local. Separemos el problema de los enfrentamientos policiales en partes precisas y diferentes: los desacuerdos honestos, y los intentos de una o más fuerzas policiales de pasar a la ilegalidad y extraer fondos o imponer su gobierno por la fuerza. Asumamos por un momento que serán decentes, y que sólo tendrán diferencias de opinión razonables; dejemos de lado por ahora el problema de una policía que actúe en forma ilegal. Seguramente, uno de los aspectos más importantes del servicio de protección que la policía puede ofrecer a sus respectivos clientes es una seguridad libre de sobresaltos. Todo aquel que compra protección policial desea, por sobre todo, un servicio eficiente y tranquilo, sin conflictos ni disturbios. Toda agencia policial tendría plena conciencia de esta cuestión vital. El hecho de suponer que las agencias policiales se combatirían mutuamente es absurdo, dado que no tiene en cuenta el efecto devastador que ejercería esta “anarquía” caótica sobre los negocios de todas ellas. Concretamente, esos desacuerdos y conflictos las perjudicarían muchísimo. Por ende, en el libre mercado, todas las agencias policiales se preocuparían por evitarlos, y todas las diferencias de opinión se resolverían en tribunales privados, a cargo de jueces o negociadores privados.

Seamos aun más específicos y realistas: en primer lugar, tal como lo hemos dicho, las disputas estarían reducidas a un mínimo porque el dueño de la calle tendría sus guardias, el comerciante, los suyos, el arrendador, los suyos y el propietario, su propia compañía policial. En la vida diaria no habría muchas oportunidades para los choques directos entre las agencias policiales. Pero supongamos que, como sucederá de vez en cuando, dos propietarios vecinos pelean, cada uno acusa al otro de iniciar el ataque o la violencia, y cada uno llama a su propia agencia policial, si pertenecen a diferentes compañías. ¿Qué podría pasar entonces? También en este caso carecería de sentido y sería económica y físicamente autodestructivo para las compañías policiales resolver el conflicto en forma violenta. Por el contrario, cada una de ellas, para preservar sus negocios, estipularía como condición sine qua non de su servicio el recurso a tribunales o negociadores privados para decidir quién tiene la razón.

Los Tribunales

Ahora, supongamos que el juez o el árbitro decide en una disputa que Smith actuó mal y que agredió a Jones. Si Smith acepta el veredicto, cualesquiera que sean los daños o el castigo que se le imponga, la teoría de la protección libertaria no sufre menoscabo. Pero ¿qué sucede si no lo acepta? O pongamos otro ejemplo: Jones sufre un robo. Solicita a su compañía policial que investigue para rastrear al criminal. La compañía descubre que el delincuente es un tal Brown. ¿Qué ocurre entonces? Si Brown reconoce su culpa, nuevamente no hay inconvenientes y se procede al castigo judicial, cuyo propósito es que el criminal restituya a la víctima. Pero ¿y si Brown niega su culpabilidad?

Estos casos nos llevan fuera del ámbito de la protección policial y nos introducen en otra área vital de la protección: el servicio judicial, es decir, la provisión, de acuerdo con procedimientos generalmente aceptados, de un método para determinar de la mejor manera posible quién es el criminal, o quién incumplió un contrato, en cualquier tipo de delito o disputa. Muchas personas, incluso aquellas que reconocen que podría haber un servicio privado competitivo de policía en el libre mercado, se oponen a la idea de tribunales totalmente privados. ¿Cómo puede haber tribunales privados? ¿Cómo podrían emplear la fuerza en un mundo carente de gobierno? ¿No surgirían entonces conflictos interminables y “anarquía”?

En primer lugar, los tribunales monopólicos del gobierno están sujetos a los mismos problemas e ineficiencias graves y al mismo desprecio por el consumidor que cualquier otra agencia gubernamental. Es por todos conocido que a los jueces, por ejemplo, no se los elige por su erudición, probidad o eficiencia en el servicio del consumidor, sino que desempeñan funciones clave para el proceso político. Además, las cortes de justicia son monopolios; si, por ejemplo, los tribunales de un pueblo o de una ciudad se corrompen, se venden, se tornan opresivos o ineficientes, el ciudadano no dispone hoy en día de recurso alguno. La única instancia que le queda al ciudadano de Deep Falls, Wyoming, que ha sido perjudicado, es el tribunal local de Wyoming; no hay otra. En una sociedad libertaria habría muchos tribunales, muchos jueces a los cuales podría recurrir. Otra vez, no hay razón para presuponer que existe un “monopolio natural” de la erudición judicial. El ciudadano de Deep Falls podría, por ejemplo, recurrir a la sucursal local de la Prudential Judicial Company.

¿Cómo se financiarían los tribunales en una sociedad libre? Hay muchas posibilidades. Una de ellas es que cada individuo se suscribiera a un servicio judicial, pagando una prima mensual, y luego recurriera al tribunal cada vez que lo necesitase. O, puesto que probablemente sería preciso recurrir a las cortes de justicia con menos frecuencia que a los policías, podría pagar una cuota siempre que decidiera recurrir al tribunal, y el delincuente o el incumplidor del contrato debería restituir a la víctima o al demandante. Una tercera posibilidad sería que los tribunales fueran contratados por las agencias policiales para resolver las disputas, o incluso podría haber empresas “verticalmente integradas” que proveyeran servicio policial y judicial: la Prudential Judicial Company podría tener una división policial y otra judicial. Sólo el mercado será capaz de decidir cuál de estos métodos resultará más apropiado.

Todos deberíamos estar más familiarizados con el uso cada vez más frecuente del arbitraje privado, incluso en nuestra sociedad actual. Los tribunales gubernamentales están tan congestionados y se han hecho tan ineficientes y antieconómicos que hay cada vez más litigantes que recurren a árbitros privados para resolver sus disputas de manera más barata y rápida. Recientemente, el arbitraje privado se ha convertido en una profesión pujante y muy exitosa. Además, como se contrata a voluntad, las reglas de arbitraje pueden ser decididas rápidamente por las partes, sin tener que recurrir a un complejo y tedioso marco legal aplicable a todos los ciudadanos. En consecuencia, el arbitraje permite que los juicios sean realizados por personas expertas en la materia u ocupación involucrada. Actualmente, la American Arbitration Association, cuyo lema es “Un apretón de manos es más poderoso que un puñetazo”, tiene 25 oficinas regionales en todo el país, con 23.000 árbitros. En 1969, la Asociación llevó a cabo más de 22.000 arbitrajes. También se recurre más a menudo, y con más éxito, a árbitros privados en casos de reclamos por accidentes automovilísticos.

Se podría argumentar que, si bien los árbitros privados cada vez realizan una mayor parte de las funciones judiciales, sus decisiones siguen siendo puestas en vigor por los tribunales, o sea que una vez que las partes en discordia concuerdan en recurrir a un árbitro, su decisión se cumple de acuerdo con la ley. Esto es cierto, pero no era así antes de 1920, y entre 1900 y 1920 la profesión del arbitraje creció a una tasa igualmente rápida. De hecho, el movimiento moderno de arbitraje comenzó a su máxima potencia en Inglaterra durante la época de la Guerra Civil de los Estados Unidos, cuando los comerciantes utilizaban cada vez más los “tribunales privados” provistos por árbitros voluntarios, aun cuando sus decisiones no eran legalmente vinculantes. Hacia 1900, el arbitraje voluntario comenzó a establecerse en los Estados Unidos. De hecho, en la Inglaterra medieval, toda la estructura del derecho comercial, que era administrado de manera torpe e ineficiente por las cortes gubernamentales, creció en los tribunales comerciales privados. Éstos estaban formados por árbitros puramente voluntarios, y sus decisiones no eran legalmente vinculantes. ¿Entonces, cómo pudieron tener éxito?

La respuesta es que los comerciantes, en la Edad Media y hasta 1920, confiaban únicamente en el ostracismo y el boicot hacia los otros comerciantes de la zona. En otras palabras, si un comerciante se negaba a someterse al arbitraje o ignoraba una decisión, los otros hacían público este hecho en el mercado y se negaban a tratar con él, obligándolo a comportarse correctamente. Wooldridge menciona un ejemplo medieval:

Los comerciantes lograron que sus tribunales funcionaran sencillamente acordando respetar sus decisiones. Aquel que quebrara ese entendimiento seguramente no sería enviado a la cárcel, pero tampoco podría seguir siendo comerciante, por el acatamiento exigido por sus colegas, y se demostró con toda evidencia que el poder que éstos tenían sobre sus bienes era más efectivo que la coerción física. Veamos el caso de John de Homing, que se ganaba la vida vendiendo pescado al por mayor. Cuando John vendió un lote de arenques manifestando que era acorde con una muestra de tres barriles, pero sus colegas comerciantes descubrieron que en realidad se trataba de una mezcla de “peces espinosos y arenques podridos”, pagó su falta con el dolor del ostracismo económico.[3]

En nuestra época, el ostracismo se hizo aun más efectivo porque nadie ignoraba que cualquiera que desacatara la decisión de un árbitro nunca más podría beneficiarse con los servicios de arbitraje. El industrial Owen D. Young, titular de General Electric, llegó a la conclusión de que la censura moral de otros empresarios era mucho más efectiva que la sanción y la aplicación forzosa de la ley. Hoy en día, la tecnología moderna, las computadoras y las valuaciones de solvencia hacen que ese ostracismo a escala nacional sea mucho más eficaz que en el pasado.

Aun si el arbitraje puramente voluntario es suficiente en lo que respecta a las disputas comerciales, ¿qué ocurre con las actividades abiertamente delictivas: el asalto, el hurto, el robo de bancos? En estos casos, hay que admitir que el ostracismo probablemente no sería suficiente, a pesar de que, como debemos recordar, también incluiría la prohibición, por parte de los dueños de las calles privadas, de que esos delincuentes entraran en sus zonas. Para los casos criminales, entonces, se hacen necesarios los tribunales y la aplicación forzosa de las leyes.

¿Cómo funcionarían, entonces, las cortes de justicia en una sociedad libertaria? En particular, ¿cómo harían cumplir sus decisiones? Además, deberían observar en todas sus funciones la regla libertaria esencial de que no se puede utilizar la fuerza contra nadie que no haya sido declarado culpable de un crimen; en caso contrario, quienes lo hicieran, fuesen la policía o los tribunales, serían pasibles de ser declarados culpables de agresión si la persona contra la cual utilizaron la fuerza resultara inocente. En contraste con los sistemas estatistas, ningún policía o juez podría gozar de inmunidad especial para utilizar la coerción, no más que cualquier otro miembro de la sociedad.

Retomemos ahora el caso que mencionamos antes. El señor Jones es asaltado, la agencia de detectives que contrató determina que un tal Brown cometió el crimen pero éste se niega a aceptar su culpabilidad. ¿Qué ocurre entonces? En primer lugar, debemos reconocer que ya no existe una corte internacional ni un gobierno mundial que aplique sus decretos; sin embargo, mientras vivimos en un estado de “anarquía internacional”, prácticamente no hay problemas en las disputas entre los ciudadanos privados de dos países. Supongamos que ahora, por ejemplo, un ciudadano de Uruguay sostiene que ha sido estafado por un ciudadano de la Argentina. ¿A qué tribunal decide recurrir? Recurre al suyo, es decir, al del demandante. El caso procede en la corte uruguaya, y su decisión es aceptada por el tribunal argentino. Lo mismo sucede si un estadounidense alega que ha sido estafado por un canadiense, etc. En Europa, después de la dominación romana, cuando las tribus germanas vivían como vecinas en las mismas regiones, si un visigodo consideraba que había sido perjudicado por un franco, presentaba el caso en su propio tribunal, cuya decisión era generalmente aceptada por los francos. En la sociedad libertaria también es procedente ir al tribunal del demandante, dado que éste es el agraviado, y quien naturalmente lleva el caso a su propia corte. Por lo tanto, en nuestro ejemplo, Jones iría a Prudential Court Company para acusar de robo a Brown.

Es posible, por supuesto, que Brown también sea cliente de Prudential Court, y en este caso no hay ningún inconveniente. La decisión de Prudential cubre a ambas partes y se hace obligatoria. Pero hay una estipulación importante, y es que no se puede utilizar ningún poder citatorio coercitivo contra Brown, porque debe ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario. No obstante, Brown podría ser beneficiado con una citación voluntaria, una notificación de que se lo está juzgando por tales y cuales cargos, y se lo invita, a él o a su representante legal, a comparecer. Si no lo hace, será juzgado en ausencia, y esto resultará obviamente menos favorable para él, dado que su parte del caso no será expuesta en la corte. Si Brown es declarado culpable, la corte y los oficiales de justicia emplearán la fuerza para atraparlo e imponerle el castigo que se haya decidido, que obviamente se centrará de modo primordial en la restitución al damnificado.

Sin embargo, ¿qué sucede si Brown no reconoce a Prudential Court? ¿Qué ocurre si es cliente de Metropolitan Court Company? Aquí la cuestión se complica. ¿Qué pasará entonces? Primero, Jones, la víctima, presenta su caso en Prudential Court. Si a Brown se lo considera inocente, esto pone fin a la controversia. Supongamos, sin embargo, que se lo declara culpable. Si no hace nada, el juicio de la corte procede en su contra. Pero si Brown presenta su caso en Metropolitan Court Company, aduciendo ineficiencia y venalidad por parte de Prudential, será entonces analizado por Metropolitan. Si Metropolitan también halla culpable a Brown, esto pone fin a la controversia y Prudential procederá contra Brown de manera expeditiva. Supongamos, sin embargo, que Metropolitan encuentra que Brown es inocente. ¿Qué ocurre entonces? ¿Ambos tribunales y sus alguaciles armados lo resolverán violentamente en las calles?

Esto sería, nuevamente, un comportamiento irracional y autodestructivo por parte de los tribunales. Un aspecto esencial del servicio judicial es la provisión de decisiones justas, objetivas y pacíficas a sus clientes –la manera mejor y más objetiva de llegar a la verdad respecto de quién cometió el crimen–. Los clientes no considerarían que se les presta un servicio valioso si se toma una decisión y luego se da paso a un enfrentamiento armado. Por ende, una parte esencial de cualquier servicio judicial sería un procedimiento de apelación. En resumen, cualquier tribunal estaría de acuerdo en regirse por un juicio de apelación, según lo decida un árbitro voluntario al cual se dirigirían Metropolitan y Prudential. El juez de apelación tomaría su decisión, y el resultado de este tercer juicio se consideraría obligatorio para el culpable. El tribunal de Prudential, entonces, procedería a aplicar el castigo.

¡Un tribunal de apelaciones! ¿Pero esto no significa volver a establecer un monopolio gubernamental compulsivo? No, porque no hay nada en el sistema que requiera que una persona o corte sea el tribunal de apelaciones. En resumen, en los Estados Unidos actualmente la Suprema Corte se establece como la última instancia de apelación, por lo cual sus jueces se convierten en los árbitros definitivos, sean cuales fueren los deseos del demandante o del demandado. Por el contrario, en la sociedad libertaria, las varias cortes privadas que compiten entre sí podrían recurrir a cualquier juez de apelaciones que crean justo, experto y objetivo. Ningún juez de apelaciones o ningún grupo de jueces sería impuesto por la fuerza.

¿Cómo se financiarían los jueces de apelaciones? Entre las varias maneras posibles, la más probable es que les pagaran las cortes originales, que cobrarían a sus clientes por los servicios de apelaciones en sus primas y cuotas.

Pero supongamos que Brown insiste en que haya otro juez de apelaciones, y después otro. ¿No podría escapar al juicio apelando ad infinitum? Obviamente, en una sociedad los procedimientos legales no pueden continuar en forma indefinida; debe haber algún punto de corte. En la actual sociedad estatista, en la cual el gobierno monopoliza la función judicial, la Corte Suprema es designada arbitrariamente como punto de corte. En la sociedad libertaria también tendría que haber algún punto de corte convenido, y como en cualquier delito o disputa hay sólo dos partes –el demandante y el demandado–, parece más sensato que el código legal declare que la decisión a la cual lleguen dos tribunales, cualesquiera que sean, será obligatoria. Esto abarca las dos situaciones posibles: una, cuando tanto el tribunal del demandante como el del demandado llegan a la misma decisión; la otra, cuando una corte de apelaciones decide sobre un desacuerdo entre los dos tribunales originales.

La Legislación y los Tribunales

Ahora resulta claro que tendrá que haber un código en la sociedad libertaria. ¿Pero cómo? ¿Cómo puede haber un código, un sistema legislativo sin un gobierno que lo promulgue, un sistema de jueces que lo instrumente o una legislatura que vote las leyes? Para comenzar, ¿un código es coherente con los principios libertarios?

Para responder la última pregunta en primer lugar, debe quedar claro que un código implica necesariamente el establecimiento de líneas de acción precisas para los tribunales privados. Si, por ejemplo, la Corte A decide que todos los pelirrojos son inherentemente malos y deben ser castigados, es obvio que se trata de una decisión opuesta al libertarianismo, que una ley semejante constituiría una invasión a los derechos de los pelirrojos. Entonces, cualquier decisión de este tipo sería ilegal en términos del fundamento libertario, y no podría ser sostenida por el resto de la sociedad. Por lo tanto, se haría necesaria la existencia de un código generalmente aceptado y que los tribunales se comprometieran a respetar. El código, sencillamente, insistiría en el principio libertario de no agresión contra la persona o la propiedad, definiría los derechos de propiedad según los principios libertarios y establecería las reglas de evidencia (como las que funcionan en la actualidad) para decidir quiénes son los culpables en una determinada disputa y establecer un castigo máximo para cada crimen. En el marco de ese código, los tribunales particulares competirían por los procedimientos más eficientes, y el mercado decidiría entonces si los jueces, los jurados, etc., son los métodos más eficientes para proveer los servicios judiciales.

¿Es posible tener códigos tan estables y consistentes cuando sólo hay jueces que compiten entre sí para desarrollarlos y aplicarlos, y no existe un gobierno y una legislatura? No sólo son posibles, sino que a lo largo de los años las mejores y más exitosas partes de nuestro sistema legal se desarrollaron precisamente de esta manera. Las legislaturas, al igual que los reyes, fueron arbitrarias, invasivas e incoherentes. Todo cuanto hicieron fue introducir anomalías y despotismo en el sistema jurídico. En realidad, el gobierno no está más calificado para desarrollar y aplicar la ley que para proveer cualquier otro servicio; y así como se separó la religión del Estado, y la economía puede separarse de él, lo mismo puede hacerse con cualquier otra función estatal, incluyendo la policía, los tribunales y la ley misma.

Por ejemplo, como ya lo hemos dicho, todo el derecho mercantil fue desarrollado por tribunales comerciales privados, no por el Estado ni en cortes estatales, y el gobierno se hizo cargo de él mucho después. Lo mismo sucedió con las leyes del almirantazgo, toda la estructura del derecho marítimo, los transportes, los salvamentos, etc. Tampoco aquí el Estado era parte interesada y no tenía jurisdicción en alta mar, por lo cual los fletadores llevaron a cabo no solamente la tarea de aplicar toda la estructura del derecho de almirantazgo en sus propios tribunales privados, sino también la de desarrollarla. Sólo mucho más tarde el gobierno se apropió de la ley de almirantazgo para aplicarla en sus tribunales. Por último, el cuerpo troncal del derecho anglosajón, el justamente célebre derecho común (common law), fue desarrollado durante centurias por jueces competentes que aplicaban principios sancionados a lo largo del tiempo en lugar de los cambiantes decretos del Estado. Estos principios no fueron decididos en forma arbitraria por ningún rey o legislatura; evolucionaron por siglos mediante la aplicación de principios racionales –y muy a menudo libertarios– a los casos que se presentaban. La idea de seguir los precedentes no fue un mero tributo al pasado; tuvo su origen en que todos los jueces de épocas pasadas habían tomado sus decisiones aplicando los principios del derecho común, generalmente aceptados, a casos y problemas específicos. La opinión unánime era que los jueces no hacían el derecho (como suele suceder hoy); su tarea, su experiencia, consistía en encontrar la ley dentro de los principios aceptados del derecho común, y luego aplicar ese derecho a casos específicos o  a nuevas condiciones tecnológicas o institucionales. La permanencia del derecho común a lo largo de siglos es testimonio de su éxito.

Los jueces del derecho común, además, actuaban de manera muy similar a los árbitros privados, como expertos en derecho a los cuales acudían con sus pleitos las entidades privadas. No había ninguna “corte suprema” arbitrariamente impuesta cuya decisión fuera obligatoria, ni ningún precedente, aunque sancionado por el tiempo, se consideraba como de cumplimiento automáticamente obligatorio. En este sentido, el jurista libertario italiano Bruno Leoni escribió:

[… ] las cortes de justicia en Inglaterra no podían sencillamente promulgar reglas arbitrarias propias, como tampoco estaban jamás en posición de hacerlo en forma directa, es decir, de la manera usual, súbita, ampliamente variable e imperiosa en que lo hacen los legisladores. Más aun, había tantos tribunales de justicia en Inglaterra y eran tan celosos uno de otro que incluso el famoso principio del precedente vinculante no fue abiertamente reconocido como válido hasta hace poco tiempo. Además, nunca podían decidir nada que no les hubiese sido sometido antes por personas privadas. Por último, eran comparativamente pocas las personas que solían dirigirse a las cortes para solicitarles normas que decidieran sus casos.[4]

Y sobre la ausencia de “cortes supremas”:

[…] no se puede negar que la ley de los abogados o el derecho judicial pueden tender a adquirir las características de la legislación, incluyendo aquellas que son indeseables, toda vez que los juristas o los jueces tienen la potestad de decidir definitivamente sobre un caso […]. En nuestros tiempos, el mecanismo de la judicatura en ciertos países donde hay “cortes supremas” resulta en la imposición de puntos de vista personales de los miembros de esas cortes, o de una mayoría de ellos, a todas las personas involucradas, siempre que hay un alto grado de desacuerdo entre la opinión de los primeros y las convicciones de los últimos. Pero […] esta posibilidad, lejos de estar necesariamente implícita en la naturaleza de la ley de los abogados o del derecho judicial, es una desviación de ella […].[5]

Con excepción de esas aberraciones, los puntos de vista personales impuestos por los jueces estaban reducidos al mínimo: a) porque los jueces sólo podían tomar decisiones cuando los ciudadanos privados les presentaban casos, b) la decisión de cada juez sólo servía para un caso particular y c) las decisiones de los jueces y los abogados del derecho común siempre consideraban los precedentes, cuya vigencia databa de siglos. Además, tal como lo destaca Leoni, en contraste con las legislaturas o el ejecutivo, donde las mayorías dominantes o los grupos de presión avasallan a las minorías, los jueces, por su misma posición, están obligados a escuchar y sopesar los argumentos de las partes contendientes en cada disputa. “Ante el juez, ambas partes son iguales, en el sentido de que tienen la libertad de presentar argumentos y evidencias. No constituyen un grupo en el cual las minorías disidentes ceden el paso a las mayorías triunfantes […].” Y Leoni señala la analogía entre este proceso y la economía de libre mercado: “Por supuesto, los argumentos pueden ser más fuertes o más débiles, pero el hecho de que cada parte puede producirlos es comparable con el hecho de que todos pueden individualmente competir con los demás en el mercado para comprar y vender”.[6]

El profesor Leoni descubrió que, en el área del derecho privado, los jueces de la antigua Roma actuaban de la misma manera que los tribunales del derecho común inglés:

El jurista romano era una suerte de científico; los objetos de su investigación eran las soluciones de los casos que los ciudadanos le presentaban para estudiar, al igual que los industriales de hoy podrían someter a un físico o a un ingeniero un problema técnico referente a sus plantas o a su producción. Así, el derecho privado romano era algo que debía ser descripto o descubierto, no puesto en ejecución –un mundo de cosas que estaban allí, como parte de la herencia común de todos los ciudadanos romanos–. Nadie promulgaba ese derecho; nadie podía cambiarlo por ningún ejercicio de su voluntad personal […]. Éste es el concepto de largo plazo o, si se prefiere, el concepto romano, de la certeza de la ley.[7]

Por último, el profesor Leoni pudo utilizar su conocimiento de las funciones del derecho antiguo y del derecho común (common law) para responder a la vital pregunta: En una sociedad libertaria, “¿quién designaría a los jueces […] para permitirles realizar la tarea de definir la ley?” Su respuesta es: la propia gente, los que fueran a ver a los jueces con mayor experiencia y erudición en cuanto al conocimiento y aplicación de los principios legales comunes básicos de la sociedad:

En realidad, es bastante irrelevante establecer por adelantado quién designará a los jueces, porque, en cierto sentido, todos podrían hacerlo, tal como sucede de alguna manera cuando las personas recurren a árbitros privados para resolver sus propios pleitos […]. Porque la designación de jueces no es un problema tan especial como podría ser, por ejemplo, el de “designar” físicos o médicos u otras personas instruidas y experimentadas. La aparición de buenos profesionales en cualquier sociedad se debe sólo en apariencia a designaciones oficiales, si alguna vez es así. De hecho, se basa en el amplio consentimiento por parte de los clientes, los colegas y el público en general –un consentimiento sin el cual ninguna designación es realmente efectiva–. Por supuesto, la gente puede equivocarse acerca del verdadero valor de aquel a quien se ha elegido, pero estas dificultades en su elección son inevitables en cualquier tipo de decisión.[8]

Por supuesto, en la futura sociedad libertaria, el código básico no tendría como fundamento la ciega costumbre, gran parte de la cual bien podría ser anti-libertaria. Debería ser establecido sobre la base del reconocimiento del principio libertario de no agresión contra la persona o la propiedad de otros; en resumen, sobre la base de la razón en lugar de la mera tradición, por más lógicos que sean sus lineamientos generales.

Sin embargo, puesto que tenemos como punto de partida un cuerpo de principios de derecho común, la tarea de la necesaria corrección y reforma sería mucho más sencilla que si intentáramos construir un código de la nada.

El ejemplo histórico más destacable de una sociedad con leyes y tribunales libertarios, sin embargo, ha sido ignorado hasta ahora por los historiadores. Y no sólo los tribunales y la ley eran ampliamente libertarios, sino que operaban dentro de una sociedad puramente libertaria y sin Estado. Nos referimos a la antigua Irlanda –que persistió en este camino libertario durante aproximadamente mil años, hasta su brutal conquista por parte de Inglaterra en el siglo xvii–. Y, en contraste con tribus primitivas cuyo funcionamiento era similar (como los ibos en África occidental, y muchas tribus europeas), la Irlanda anterior a la conquista no era “primitiva” en ningún sentido: era una sociedad sumamente compleja que, durante siglos, fue la más avanzada, erudita y civilizada de toda la Europa occidental.

Durante mil años la antigua Irlanda celta no tuvo nada que se pareciera a un Estado. Según la principal autoridad en materia de antiguo derecho irlandés: “No había legislatura, ni alguaciles, ni policía, ni aplicación pública forzosa de la ley […]. No había ni rastros de la justicia administrada por el Estado”.[9]

¿Cómo, entonces, se aseguraba el cumplimiento de la ley? La unidad política básica de la antigua Irlanda era el tuath. Todos los “hombres libres” dueños de tierras, todos los profesionales y todos los artesanos podían convertirse en miembros de un tuath. Los miembros de cada tuath formaban una asamblea anual que decidía todas las políticas comunes, declaraba la guerra o la paz sobre otro tuath, y elegían o deponían a sus “reyes”. Un punto importante era que, en contraste con las tribus primitivas, nadie estaba ligado o limitado a un determinado tuath, por parentesco o por ubicación geográfica. Los integrantes individuales eran libres de separarse de un tuath y unirse a otro, y generalmente lo hacían. Por lo general, dos o más tuaths decidían unirse en una unidad más eficiente. El profesor Peden dice: “El with fue, así, el cuerpo de personas unidas en forma voluntaria con fines socialmente benéficos, y la suma total de las propiedades terrestres de sus miembros constituían su dimensión territorial”.[10] En resumen, allí no existía el Estado moderno, con su demanda de soberanía sobre un área territorial dada (por lo común, en expansión), separada de los derechos de propiedad de sus integrantes sobre la tierra; por el contrario, los tuaths eran asociaciones voluntarias que sólo comprendían los bienes raíces de sus miembros voluntarios. Históricamente, en un momento dado coexistieron entre 80 y 100 tuaths a lo largo de Irlanda.

¿Qué ocurría con el “rey” elegido? ¿Era una especie de dirigente del Estado? Principalmente, su función era la de sumo sacerdote, que presidía los ritos del tuath, el cual funcionaba como una organización voluntaria religiosa, a la vez que social y política. Al igual que en los sacerdocios paganos, anteriores al cristianismo, la función real era hereditaria, lo cual se mantuvo hasta las épocas de la cristiandad. El rey era elegido por el tuath entre un grupo de la familia real que tenía a su cargo la función sacerdotal hereditaria. Desde el punto de vista político, sin embargo, sus funciones eran estrictamente limitadas: era el líder militar del tuath y presidía sus asambleas, pero sólo podía conducir las operaciones de guerra o las negociaciones de paz como agente de esas asambleas; por lo demás, no era soberano en modo alguno y no tenía el derecho de administrar justicia a los miembros de los tuaths. No podía dictar leyes, y cuando él mismo tomaba parte en un pleito legal, debía someter su caso ante un árbitro judicial independiente.

Nuevamente, nos preguntamos cómo se desarrollaba la ley y se mantenía la justicia. En primer lugar, la ley se basaba en un cuerpo de tradiciones antiguas e inmemoriales, transmitidas oralmente y luego escritas, por una clase de juristas profesionales llamados brehons. Éstos no eran en modo alguno funcionarios públicos o gubernamentales; sencillamente eran elegidos por las partes en litigio sobre la base de su reputación como eruditos y conocedores del derecho tradicional, y de la integridad de sus decisiones. El profesor Peden destaca:

[…] los juristas profesionales eran consultados por las partes en disputa en busca de asesoramiento respecto de cuál era la ley en casos particulares; por lo general, también actuaban como árbitros entre querellantes. Siempre se manejaron como personas privadas, no como funcionarios públicos; su funcionamiento dependía de su conocimiento de la ley y de la integridad de sus reputaciones judiciales.[11]

Además, los brehons no tenían conexión alguna con los tuaths o con sus reyes. Eran asesores absolutamente privados, de alcance nacional, y recurrían a ellos los querellantes de toda Irlanda. Más aun, y éste es un punto vital, en contraste con el sistema romano de abogados privados, en la antigua Irlanda el brehon era el único juez; fuera de él, no existían jueces “públicos”. Los brehons eran los instruidos en el derecho, y los que agregaban comentarios a la ley y la adaptaban a las condiciones cambiantes. Además, los juristas brehons no ejercían un monopolio, en ningún sentido; en cambio, existían varias escuelas de jurisprudencia, que competían por las tradiciones del pueblo irlandés.

¿Cómo se aplicaban las decisiones de los brehons? A través de un elaborado y voluntariamente desarrollado sistema de “seguros”, o garantías. Las personas estaban vinculadas entre sí a través de diversas relaciones de garantías, mediante las cuales se garantizaban unos a otros la compensación de los perjuicios y la aplicación de la justicia y de las decisiones de los brehons. En resumen, cabe reiterar que los brehons no estaban involucrados en la aplicación de sus decisiones; ésta se hallaba a cargo de los individuos privados vinculados mediante garantías. Había varias clases diferentes de garantías. Por ejemplo, el garante aseguraba con su propiedad el pago de una deuda, y luego se unía al demandante en un juicio por deudas si el deudor se negaba a pagar. En ese caso, el deudor debía pagar una doble indemnización: una a su acreedor original, y otra como compensación a su garante. Este sistema funcionaba en todos los delitos, agresiones y asaltos, así como también en los contratos comerciales; en resumen, se aplicaba a todos los casos de lo que llamaríamos derecho “civil” y “penal”. Todos los criminales eran considerados como “deudores”, los cuales debían una restitución y una compensación a sus víctimas, que se convertían así en sus “acreedores”. El damnificado reunía a sus garantes y procedía a atrapar al criminal o a proclamar su demanda públicamente y a exigir que el acusado se sometiera al fallo del litigio a través de los brehons. El demandado podía enviar a sus garantes a negociar un arreglo o hacer un acuerdo para someter la disputa a los brehons. Si no lo hacía, era considerado “proscripto” por toda la comunidad; ya no podía realizar ningún reclamo propio ante los tribunales, y era objeto de oprobio en toda la comunidad.[12]

Seguramente, hubo “contiendas” ocasionales en los mil años de la Irlanda celta, pero eran reyertas menores, despreciables en comparación con las devastadoras guerras que asolaron al resto de Europa. El profesor Peden señala que, “sin el aparato coercitivo del Estado, que a través de los impuestos y el servicio militar ogligatorio podía movilizar grandes cantidades de armamento y hombres, los irlandeses eran incapaces de sostener cualquier fuerza militar en gran escala en el campo de batalla durante mucho tiempo. Las guerras irlandesas […], desde el punto de vista de los europeos, no eran más que lastimosas reyertas y depredaciones”.[13]

De este modo, hemos demostrado que es perfectamente posible, en teoría e históricamente, que haya una policía eficiente y afable, jueces competentes y eruditos, y un corpus de leyes sistemática y socialmente aceptado –y ninguna de estas cosas enmarcada por un gobierno coercitivo–. El Estado –que demanda un monopolio compulsivo de la protección sobre un área geográfica y obtiene sus ingresos mediante la fuerza– puede ser excluido completamente del campo de la protección. No es más necesario para proveer este vital servicio que para proporcionar cualquier otra cosa. Y no hemos destacado un hecho crucial respecto del gobierno: que su monopolio sobre las armas coercitivas lo ha llevado, a lo largo de los siglos, a matanzas y actos tiránicos y opresivos infinitamente mayores que los que podría haber cometido cualquier agencia privada descentralizada. Si consideramos las masacres, la explotación y la tiranía perpetradas históricamente por los gobiernos, no debemos ser renuentes a abandonar al Estado Leviatán y… probar la libertad.

Protectores Criminales

Hemos dejado este problema para el final: ¿Qué ocurriría si la policía, los jueces y los tribunales fueran corruptos o parciales –si, por ejemplo, sus decisiones estuvieran influidas por el deseo de favorecer a los clientes más adinerados–? Hemos demostrado cómo podría funcionar un sistema legal y judicial libertario en un mercado puramente libre, asumiendo la existencia de honestas diferencias de opinión, pero, ¿qué pasaría si uno o más policías o tribunales se convirtieran, en efecto, en criminales?

En primer lugar, los libertarios no vacilan ante esa pregunta. En contraste con utópicos como los marxistas o los anarquistas de izquierda (anarco-comunistas o anarco-sindicalistas), los libertarios no presuponen que su soñada sociedad puramente libre también traerá consigo a un nuevo, y mágicamente transformado, Hombre Libertario. No creemos que el león descansará junto al cordero, o que nadie lucubrará planes criminales o fraudulentos para con su vecino. Cuanto “mejor” sea la gente, por supuesto, mejor funcionará cualquier sistema social, y sobre todo, menos trabajo tendrá la policía o los tribunales. Pero no nos basamos en un supuesto semejante. Sostenemos que, dado cualquier grado particular de “bondad” o “maldad” entre los hombres, la sociedad puramente libertaria sería la más moral y la más eficiente, la menos criminal y la más segura para la persona y la propiedad.

Consideremos en primer lugar el problema de un juez o un tribunal corrupto o deshonesto. ¿Qué sucedería con las cortes de justicia que favorecieran a sus clientes adinerados? En primer lugar, un favoritismo semejante sería muy improbable, debido a los premios y castigos que caracterizan a la economía de libre mercado. La vida misma del tribunal, la subsistencia del juez, dependerán de su reputación de integridad, equidad, objetividad y búsqueda de la verdad en cada caso. Ésta es su “marca”. Si trascendiera alguna sospecha de corrupción, inmediatamente perdería clientes y los consumidores no recurrirían a ese tribunal, porque incluso aquellos cuyas actividades fueran delictivas difícilmente auspiciarían a una corte cuyas decisiones ya no serían tomadas seriamente por el resto de la sociedad, o cuyos propios miembros deberían estar en prisión por acuerdos deshonestos o fraudulentos. Si, por ejemplo, Joe Zilch es acusado de un crimen o de incumplimiento de un contrato, y recurre a un “tribunal” dirigido por su cuñado, nadie, y mucho menos los tribunales honestos, tomaría en serio las decisiones de aquél. Nadie lo consideraría un “tribunal”, excepto Joe Zilch y su familia.

Comparemos este mecanismo autocorrectivo con el de las actuales cortes gubernamentales. Los jueces son designados o elegidos por largos períodos, sus cargos son incluso vitalicios, y se les otorga el monopolio de la toma de decisiones en su área particular. Resulta casi imposible, excepto en aquellos casos en los cuales la corrupción salta a la vista, hacer algo con respecto a la venalidad de los jueces. Su poder de tomar decisiones y ponerlas en vigor continúa sin controles año tras año. Se siguen pagando sus salarios mediante la coerción ejercida sobre el contribuyente. Pero en una sociedad totalmente libre, cualquier sospecha sobre la conducta de un juez o de un tribunal hará que sus clientes desaparezcan y que sus “decisiones” sean ignoradas. Este sistema es mucho más eficaz para preservar la honestidad de los jueces que el mecanismo del gobierno.

Además, la tentación de caer en la venalidad y someterse a las influencias sería mucho menor por otra razón: las empresas comerciales en el libre mercado no subsisten gracias a los clientes ricos, sino por la masa de los consumidores. Macy’s obtiene sus ingresos del grueso de la población, no de unos pocos clientes adinerados. Lo mismo sucede hoy con Metropolitan Life Insurance, y también sucedería con cualquier sistema de tribunales “Metropolitan” en el futuro. En realidad, sería una tontería que las cortes de justicia se arriesgaran a perder su predicamento con el grueso de los consumidores por los favores de unos pocos clientes acaudalados. Pero hagamos una comparación con el sistema actual, donde los jueces, como todos los demás políticos, se sienten obligados con los contribuyentes opulentos que financiaron las campañas de sus partidos políticos.

Se afirma que el “Sistema Estadounidense” posee un excelente régimen de “equilibrio y contrapesos” entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial mediante el cual todos se equilibran y controlan entre sí, para que el poder no pueda acumularse indebidamente en un solo grupo. Pero esto es un mito y, en gran medida, un fraude, dado que cada una de estas instituciones es un monopolio coercitivo en su área, y todas forman parte de un gobierno encabezado por un partido político en un tiempo dado. Además, en el mejor de los casos hay sólo dos partidos, cada uno semejante al otro en ideología y personal, que por lo común actúan en connivencia, y las actividades cotidianas de la administración del gobierno están a cargo de una burocracia del servicio civil que no puede ser desplazada por los votantes. ¡Comparemos este equilibrio y este contrapeso míticos con los que realmente provee la economía de libre mercado! Lo que hace que A&P siga actuando con honestidad es la competencia, real y potencial, de Safeway, Pioneer y otros  innumerables almacenes. Se mantienen honestas por la capacidad de los consumidores de poner fin a su patrocinio.

En un mercado libre, los jueces y los tribunales seguirían siendo honestos por la probabilidad de que los consumidores buscaran otro juez u otro tribunal si existieran sospechas sobre alguno en particular. Seguirían siendo honestos por la real posibilidad de que sus clientes los dejaran fuera del negocio. Éstos son los verdaderos y activos equilibrios y contrapesos de la economía de libre mercado y de la sociedad libre.

El mismo análisis puede aplicarse a la posibilidad de que una fuerza policial privada se pusiera fuera de la ley, utilizando sus poderes de coacción para obtener tributos, establecer un “sistema de protección” fraudulento para extorsionar a sus víctimas, etc. Por supuesto, podría suceder algo así. Pero, en contraste con la sociedad actual, se dispondría inmediatamente de equilibrios y contrapesos; habría otras fuerzas policiales que podrían utilizar sus armas para unirse y eliminar a los agresores de sus clientes. Si los miembros de Metropolitan Police Force se convirtieran en delincuentes y exigieran tributos, entonces el resto de la sociedad podría recurrir a las fuerzas policiales de Prudential, Equitable, etc., que se unirían para sacarlos de circulación. Y esto contrasta claramente con el Estado. Si un grupo de mafiosos se adueñara del aparato estatal, incluyendo su monopolio del uso de la fuerza, en la actualidad nada podría detenerlos, con excepción de un proceso revolucionario, inmensamente difícil de realizar. En una sociedad libertaria no habría necesidad de una revolución masiva para poner fin a la depredación de Estados mafiosos; sería suficiente el rápido recurso a fuerzas policiales honestas para controlar y eliminar a quienes se han vuelto delincuentes.

Y, de hecho, ¿qué es el Estado sino una mafia organizada? ¿Qué es el impuesto sino el robo a una escala descontrolada y gigantesca? ¿Qué es la guerra sino un asesinato masivo en proporciones inconcebibles para las fuerzas policiales privadas? ¿Qué es el servicio militar obligatorio sino la esclavización en masa de los ciudadanos? ¿Puede alguien imaginar una fuerza policial privada que tuviera una mínima parte de la impunidad con que han actuado, y actúan habitualmente, los Estados, año tras año, siglo tras siglo?

Hay aun otra consideración vital por la cual sería casi imposible que una fuerza policial deshonesta realizara nada parecido a los actos de bandolerismo liso y llano que practican los gobiernos modernos. Uno de los factores cruciales para que los gobiernos lleven a cabo las monstruosidades que habitualmente cometen es el sentido de legitimidad que les confiere un público que no tiene cabal conciencia de la realidad.

Al ciudadano promedio pueden no gustarle las políticas y exacciones de su gobierno –incluso puede oponerse fuertemente a ellas–, pero, cuidadosamente adoctrinado por siglos de propaganda gubernamental, está imbuido de la idea de que el gobierno es su soberano legítimo, y que sería traición o locura negarse a obedecer sus dictados. Este sentido de legitimidad ha sido forjado durante años por los intelectuales del Estado, ayudados e instigados por todos los atavíos con que se reviste la legitimidad: banderas, rituales, ceremonias, premios, constituciones, etc. Una banda de mafiosos –aun si todas las fuerzas policiales conspiraran en forma conjunta para constituirla– jamás podría obtener semejante legitimidad. El público la consideraría delincuente; sus extorsiones y tributos nunca serían vistos como “impuestos” legítimos aunque onerosos que hay que pagar en forma automática. Los ciudadanos se resistirían rápidamente a esas exigencias ilegítimas y los malhechores serían derrotados. Una vez que el público hubiera experimentado las alegrías, la prosperidad, la libertad y la eficiencia de una sociedad libertaria, sin Estado, sería casi imposible que un Estado volviera a adherirse parasitariamente a ella. Cuando se ha disfrutado plenamente la libertad, no es tarea sencilla obligar a la gente a abandonarla.

Pero supongamos –simplemente supongamos– que a pesar de todos estos impedimentos y obstáculos, a pesar del amor de la gente por su recién descubierta libertad, a pesar de los equilibrios y contrapesos inherentes al libre mercado, el Estado de todos modos lograra restablecerse. ¿Qué pasaría entonces? En ese caso, todo cuanto habría sucedido es que tendríamos otra vez un Estado. No estaríamos peor que lo que estamos ahora, con nuestro Estado actual. Y, tal como lo manifestó un filósofo libertario, “al menos el mundo habrá tenido unas gloriosas vacaciones”. La clamorosa promesa de Karl Marx se aplica mucho más a una sociedad libertaria que al comunismo: Al intentar lograr la libertad, al abolir al Estado, no tenemos nada que perder y todo por ganar.

Defensa Nacional

Llegamos ahora al que habitualmente es el argumento final en contra de la postura libertaria. Todo libertario ha oído decir a un oyente comprensivo pero crítico: “Está bien, me doy cuenta de cómo se podría aplicar con éxito este sistema para la policía y los tribunales locales. Pero ¿cómo haría una sociedad libertaria para defendernos de los rusos?”

Por supuesto, esta pregunta lleva implícitos varios supuestos inciertos. Uno de ellos es que los rusos se inclinan por la invasión militar a los Estados Unidos, un supuesto que en el mejor de los casos es dudoso. Otro es el de que cualquier deseo de ese tipo se mantendrá cuando los Estados Unidos se hayan transformado en una sociedad puramente libertaria.

Esta idea pasa por alto la lección de la historia, que nos enseña que las guerras son el resultado de conflictos entre Estados-naciones, cada uno armado hasta los dientes, cada uno sospechando un ataque inevitable por parte del otro. Pero si Estados Unidos fuera un país libertario, es obvio que no constituiría una amenaza para nadie, no porque no tuviera armas sino porque su deseo sería no agredir a ninguna persona o a ningún país. Al dejar de ser un Estado-nación, lo cual es inherentemente amenazador, habría pocas posibilidades de que sufriera un ataque por parte de otro país. Uno de los grandes males del Estado-nación es que a todos sus ciudadanos se los identifica con él; por lo tanto, en cualquier guerra interestatal los civiles inocentes, los ciudadanos de cada país, están sujetos a la agresión del Estado enemigo. Pero en una sociedad libertaria no existiría tal identificación, y en consecuencia habría pocas posibilidades de que se produjera una guerra devastadora. Supongamos, por ejemplo, que Metropolitan Police Force se ha puesto fuera de la ley y ha comenzado a agredir no sólo a los estadounidenses sino también a los mexicanos. Si México tuviera un gobierno, éste sabría perfectamente que los estadounidenses en general no están implicados en los crímenes de Metropolitan y no están identificados con ésta. Si la policía mexicana llevara a cabo una expedición punitiva contra Metropolitan, no estaría en guerra con los estadounidenses en general, como sí ocurriría ahora. En realidad, es muy probable que otras fuerzas estadounidenses se unieran a los mexicanos para eliminar al agresor. Por lo tanto, la idea de una guerra interestatal contra un país o un área geográfica libertaria muy probablemente desaparecería.

Hay, además, un grave error filosófico en la formulación misma de esta pregunta respecto de los rusos. Cuando analizamos cualquier sistema nuevo, sea el que fuere, primero debemos decidir si queremos verlo puesto en práctica. Para poder decidir si nos interesa el libertarianismo o el comunismo, o el anarquismo de izquierda, o una teocracia, o cualquier otro sistema, primero debemos dar por sentado que se ha establecido, y luego considerar si podría funcionar, si podría mantenerse, y cuán eficiente sería. En mi opinión, hemos demostrado que un sistema libertario, una vez instituido, podría funcionar, ser viable y, al mismo tiempo, mucho más eficiente, próspero, moral y libre que cualquier otro sistema social. Pero no hemos dicho nada respecto de cómo pasar del sistema presente al ideal, dado que hay dos cuestiones totalmente separadas: la de cuál es nuestro objetivo ideal, y la de nuestras estrategias y tácticas para pasar del sistema actual a nuestro objetivo. En la pregunta sobre los rusos se mezclan estos dos niveles de discurso, porque no se da por sentado que el libertarianismo se ha establecido en todo el mundo, sino que, por alguna razón, sólo rige en los Estados Unidos y en ninguna otra parte. Pero ¿por qué presuponer esto? ¿Por qué no sostener primero que se ha instituido en todas partes y ver si nos satisface? Después de todo, la filosofía libertaria es atemporal, no está sujeta al tiempo ni al espacio. Abogamos por la libertad para todos, en todo lugar, no sólo en los Estados Unidos. Si alguien llega a la conclusión de que una sociedad libertaria mundial, una vez establecida, es lo mejor que puede concebir, que funcionaría bien, que sería eficiente y moral, dejemos que se convierta en libertario, que acepte con nosotros que la libertad es el objetivo ideal, y luego se una a nosotros en la tarea diferente –y obviamente difícil– de planear el modo de hacerlo realidad.

Si pasamos a la estrategia, es obvio que cuanto más grande sea el área en la cual se establezca la libertad por primera vez, mejores serán sus posibilidades de sobrevivir y de resistir cualquier intento de derrocamiento violento. Si se instaurara en forma instantánea en todo el mundo, por supuesto no habría ningún problema de “defensa nacional”. Todo se reduciría a disputas policiales internas. Si,  empero, sólo Deep Falls, Wyoming, adoptara el libertarianismo, mientras que el resto de los Estados Unidos y los demás países del mundo continuaran siendo estatistas, sus probabilidades de sobrevivir serían mínimas. En el caso de que llevara a cabo su secesión del gobierno de los Estados Unidos y estableciera una sociedad libre, habría grandes probabilidades de que la nación –dada su crueldad para con los secesionistas, como lo demuestra la historia– invadiera y aplastara rápidamente a la nueva sociedad libre, y poco podría hacer la policía de Deep Falls para impedirlo. Entre estos dos casos polares hay una gama infinita de grados, y, obviamente, cuanto más grande fuese el área libertaria, mejor podría resistir cualquier amenaza externa. La “cuestión rusa” es entonces más un problema de estrategia que de decisión sobre los principios básicos y el objetivo hacia el cual deseamos dirigir nuestros esfuerzos.

Pero después de haber analizado todo esto, volvamos de todos modos a la pregunta inicial. Supongamos que la Unión Soviética realmente tomara la firme decisión de atacar a una población libertaria dentro de los actuales límites de los Estados Unidos (por supuesto, ya no habría un gobierno para conformar un único Estado-nación). En primer lugar, la forma en que se llevaría a cabo la defensa y los gastos que implicaría serían decididos por los consumidores estadounidenses. Aquellos que prefieren los submarinos Polaris y temen una amenaza soviética, se inclinarían por el financiamiento de esas naves. Los que consideran eficaz un sistema ABM invertirían en esa clase de misiles defensivos. Aquellos que no toman en serio una amenaza semejante o los pacifistas no contribuirían a ningún servicio de defensa “nacional”. Se aplicarían diferentes teorías de defensa en proporción con quienes estuvieran de acuerdo con las diferentes teorías que se ofrecieran y las apoyasen. Dadas las pérdidas enormes que hay en todas las guerras y en los preparativos de defensa en todos los países a lo largo de la historia, seguramente no es irrazonable pensar que los esfuerzos de defensa privada, voluntaria, serían mucho más eficientes que las inútiles asignaciones del gobierno. Sin duda, estos esfuerzos serían infinitamente más morales.

Pero supongamos que ocurriera lo peor, y que la Unión Soviética finalmente invadiera y conquistara el territorio de los Estados Unidos. ¿Qué pasaría entonces? Debemos darnos cuenta de que las dificultades de la Unión Soviética apenas habrían comenzado. La razón principal por la cual un país conquistador puede gobernar a un país derrotado es que este último cuenta con un aparato estatal que transmite y pone en ejecución las órdenes del vencedor. Inglaterra, aunque mucho más pequeña en superficie y población, pudo gobernar la India durante siglos porque fue capaz de transmitir órdenes a los príncipes indios gobernantes, quienes a su vez podían hacerlas cumplir a la población sometida. Pero en aquellos casos en los cuales el país conquistado carecía de gobierno, la administración del territorio se hizo extremadamente difícil. Cuando los británicos conquistaron África occidental, por ejemplo, debieron enfrentar grandes dificultades para gobernar a la tribu Ibo (que luego constituiría Biafra), porque era esencialmente libertaria y no había jefes tribales que transmitieran las órdenes a los nativos. Y quizá la principal razón por la cual los ingleses tardaron siglos en conquistar a la antigua Irlanda es que los irlandeses no tenían Estado, y por lo tanto no había ninguna estructura gubernamental imperante que hiciera cumplir los tratados, transmitiera las órdenes, etc. Por esta razón denunciaron permanentemente a los “salvajes” e “incivilizados” irlandeses como “desleales”, porque no cumplían los tratados con los conquistadores ingleses. Nunca pudieron comprender que, carentes de cualquier tipo de Estado, los guerreros irlandeses que firmaban acuerdos con los ingleses sólo podían hablar por sí mismos, pero jamás comprometer a cualquier otro grupo de la población irlandesa.[14]

Además, a los conquistadores rusos la vida se les haría muy difícil debido al inevitable surgimiento de una guerra de guerrillas en la población estadounidense. El siglo xx ha dado una clara lección –que demostraron por primera vez los revolucionarios estadounidenses que derrotaron al poderoso imperio británico–, y es que ninguna fuerza de ocupación puede someter por mucho tiempo a una población decidida a resistir. Si los Estados Unidos, un país gigantesco, con una gran productividad y un enorme poder de fuego, no pudo sojuzgar a una población pequeña y relativamente desarmada como la de Vietnam, ¿cómo podría la Unión Soviética tener éxito en avasallar a la población estadounidense? Ningún invasor ruso estaría a salvo de la ira de un pueblo en rebeldía.

Se ha demostrado que la guerra de guerrillas es una fuerza irresistible precisamente porque no surge de un gobierno central dictatorial, sino del pueblo mismo, que lucha por su libertad y su independencia contra un Estado extranjero. Y sin duda, al prever este sinnúmero de dificultades, así como los enormes e inevitables costos y pérdidas que habrían de producirse, se detendría en sus etapas iniciales cualquier intento de una hipotética conquista militar por parte del gobierno soviético.



[1] Véase Wooldridge, op. cit., pp. 111 ss.

[2] Cf. De Molinari, Gustave. The Production of Security. Nueva York, Center for Libertarian Studies, 1977.

[3] Wooldridge, op. cit., p. 96. Veáse también pp. 94 n.

[4] Leoni, Bruno. Freedom and the Law. Los Angeles, Nash Publishing Co., 1972, p. 87

[5] Ibíd, pp. 23-24.

[6] Ibíd., p. 188.

[7] Ibíd., pp. 84-85.

[8] Ibíd., p. 183.

[9] Citado en la mejor introducción de que se dispone sobre  las antiguas y anarquistas instituciones irlandesas, Peden, Joseph R. “Property Rights in Celtic Irish Law”. Journal of Libertarian Studies 1 (primavera de 1977), p. 83; véanse también pp. 81-95. Para un resumen, véase Peden, J. R. “Stateless Societies: Ancient Ireland.” The Libertarian Forum (abril de 1971), pp. 3-4.

[10] Peden, “Stateless Societies”, p. 4.

[11] Ibíd

[12] El profesor Charles Donahue, de Fordham University, ha sostenido que la parte secular del antiguo derecho irlandés no fue sencillamente una tradición fortuita, sino que estaba conscientemente enraizada en la concepción estoica del derecho natural, que el hombre puede descubrir mediantela razón. Donahue, Charles. “Early Celtic Laws” (trabajo inédito, presentado en el Seminario de Historia Legal y Pensamiento Político de Columbia University, otoño de 1964), pp. 13 ss.

[13] Peden, “Stateless Societies”, p. 4.

[14] Peden, “Stateless Societies”, p. 3; véase también la introducción de Kathleen Hughes a Otway-Ruthven, A. Jocelyn. A History of Medieval Ireland. Nueva York, Barnes & Noble, 1968.

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