Se ha permitido funcionar a oferta y demanda (al menos de forma limitada) en los mercados energéticos, generando alzas y bajas en los precios de la gasolina. La fuerte demanda junto con las restricciones regulatorias de la oferta, que se vieron empeoradas por varios huracanes, hicieron que aumentaran los precios de la gasolina. Cuando se repararon las refinerías dañadas por los huracanes, los precios de la gasolina empezaron a caer.
No ha habido escaseces significativas, gracias a la ausencia de controles de precios, pero el Congreso está trabajando diligentemente para acabar con ese resultado. Urgido por una opinión pública económicamente ignorante, el Congreso realizó una de sus periódica Grandes Inquisiciones de los ejecutivos de las petroleras para reclamar una respuesta a la pregunta: “¿Cómo se atreven a beneficiarse del sistema estadounidense de libre empresa?”
Abundan las acusaciones de “inflar los precios” (es decir, permitir que las fuerzas de mercado fijen los precios), igual que la reclamación de controles de precios. No siempre se les llama “controles de precios”, sino algún tipo de eufemismo hábil como “legislación contra el aumento de precios”. Es lo mismo.
El alegato contra los controles de precios no es meramente un ejercicio académico, restringido a los libros de texto económicos. Hay una historia de cuatro mil años de una catástrofe económica tras otra causadas por controles de precios. Esta historia está parcialmente documentada en un excelente libro titulado Forty Centuries of Wage and Price Controls, de Robert Schuettinger y Eamon Butler, publicado por primera vez en 1979.
Los autores empiezan citando a Jean-Philippe Levy, autor de La economía antigua, apuntando que en Egipto durante el siglo III a de C. “había una omnipresencia real del estado” al regular la producción y distribución del grano. “Todos los precios se fijaban por decreto a todos los niveles”. Este control “tomó proporciones alarmantes. Había todo un ejército de inspectores”.
Los granjeros egipcios llegaron a enfurecerse tanto con los inspectores de control de precios que muchos de ellos simplemente abandonaron sus granjas. Al final del siglo la “economía egipcia se derrumbó, igual que su estabilidad política”.
En Babilonia hace 4.000 años el Código de Hammurabi era un laberinto de regulaciones de control de precios. “Si un hombre contrata a un campesino, la dará ocho gur de grano al año”; “Si un hombre contrata un pastor, le dará seis gur de grano al año”; Si un hombre alquila un barco de sesenta toneladas, dará la sexta parte de un sekhel diario por su alquiler”. Y así sucesivamente. Esas leyes “ahogaron el progreso económico en el imperio por muchos siglos”, como cuenta la historia. Una vez se derogaron estas leyes, “hubo un notable cambio en las fortunas de la gente”.
La antigua Grecia también impuso controles de precios en el grano y estableció “un ejército de inspectores de grano nombrados para el fin de establecer el precio del grano a un nivel que el gobierno de Atenas pensaba que era justo”. Los controles de precios de los griegos llevaron inevitablemente a escaseces en el grano, pero los antiguos empresarios salvaron a miles de morir de hambre eludiendo estas leyes injustas. A pesar de la imposición de la pena de muerte por eludir las leyes griegas de control de precios, las leyes “eran casi imposibles de aplicar”. Las escaseces creadas por el control de precios crearon oportunidades de beneficio en los mercados negros que beneficiaban a la gente.
En el año 284 el emperador romano Diocleciano creó inflación poniendo en circulación demasiado dinero y luego “fijó los precios máximos a los que podían venderse carne, grano, huevos, ropa y otros artículos y prescribió la pena de muerte para quienes dispusiera de sus productos por un precio superior” Los resultados, explican Schuettinger y Butler citando a un historiador antiguo, fueron que “la gente dejó de llevar provisiones a los mercados, ya que no podían obtener un precio razonable para ellas y esto aumentó mucho la escasez, hasta que, tras morir mucha gente por ello, tuvo de abandonarse la ley”.
Acercándonos más a los tiempos modernos, el ejército revolucionario de George Washington estuvo cerca de morir de hambre en el campo gracias a los controles de precios en la comida que impusieron los gobiernos de Pennsylvania y otras colonias. Pennsylvania impuso en concreto controles de precios sobre “los productos que necesitara usar el ejército”, creando desastrosas escaseces de todo lo que necesitare el ejército. El Congreso Continental adoptó sabiamente una resolución contra el control de precios el 4 de junio de 1778 que decía: “Al saberse por experiencia que las limitaciones en los precios de las materias primas no solo son ineficaces para el propósito buscado, sino asimismo producen consecuencias muy negativas – resolvió que debe recomendarse a los distintos estados revocar o suspender todas las leyes limitando, regulando o restringiendo el precio de cualquier artículo”. Y, escriben Schuettinger y Butler, “al acabar 1778 el ejército estaba bastante bien provisto como consecuencia directa de este cambio de política”.
Los políticos franceses repitieron los mismos errores después de su revolución, poniendo en vigor la “ley del Máximo” en 1793, que impuso primero controles de precio en el grano y luego en una larga lista de otros productos. Como era previsible, “en algunos pueblos [franceses] la gente estaba tan mal alimentada que se derrumbaban en la calle por falta de sustento”. Una delegación de varias provincias escribió al gobierno de París que antes de la nueva ley de control de precios “nuestros mercados estaban provistos, pero tan pronto como fijamos el precio del trigo y el centeno dejamos de ver esos granos. Los otros tipos no sujetos al máximo eran los únicos que aparecían”. El gobierno francés se vio forzado a abolir su malhadada ley de control de precios después de matar literalmente a miles. Cuando Robespierre era trasladado por la calles de Paría en camino a su ejecución, la masa gritaba. “¡Ahí va el sucio Máximo!” Ojalá nuestros políticos contemporáneos aprendieran esta lección.
Al acabar la Segunda Guerra Mundial, los planificadores centrales eran aún más totalitarios en lo que se refería a la política económica de lo que lo eran los antiguos nazis. Durante la ocupación de posguerra de Alemania, a los “planificadores” estadounidenses les gustaron bastante los controles económicos nazis, incluyendo los controles de precios, que estaban en realidad impidiendo la recuperación económica. ¡Incluso el nazi Hermann Goering le contaba esto al corresponsal de guerra estadounidense Henry Taylor! Según relatan Schuettinger y Butler, Goering dijo:
Su América está haciendo muchas cosas en el campo económico que hemos descubierto que nos causaban muchos problemas. Están tratando de controlas los salarios y precios de su gente, el trabajo de la gente. Si hacen eso deben controlar la vida de la gente. Y ningún país puede hacer eso parcialmente. Yo lo intenté y fracasé. Tampoco ningún país puede hacerlo totalmente. Yo lo intenté y fracasé. Ustedes no son mejores planificadores que nosotros. Debería pensar que sus economistas entenderían lo que pasó aquí.
Los controles de precios finalmente terminaron en Alemania por parte de Ministro de Economía Ludwig Erhardt en 1948, un domingo, cuando las autoridades de ocupación estadounidenses estaban fuera de sus oficinas y eran incapaces de detenerle. Eso engendró el “milagro económico alemán”.
Los controles de precios fueron la causa de la “crisis energética” de la década de 1970 y de la crisis energética de California en la década de 1990 (allí solo se desreguló el precio al por mayor de la electricidad; había controles en los precios al por menor). Durante más de cuatro mil años dictadores, déspotas y políticos de todos los colores han visto a los controles de precios como la promesa definitiva al público de “algo por nada”.
Agitando la varita o aplicando el bolígrafo legislativo, prometen hacer todo más barato. Y durante más de cuatro mil años los resultados han sido exactamente los mismos: escaseces, a veces de consecuencias catastróficas, deterioro de la calidad del producto, proliferación de mercados negros en los que los productos son realmente más altos y los sobornos abundan, destrucción de la capacidad productiva de una nación en los sectores en que se controlaban los precios, grandes distorsiones de los mercados, la creación de burocracias opresivas y tiránicas de control de precios y una peligrosa concentración de poder político en manos de los controladores de precios.
Esto es lo que los ignorantes económicamente entre la opinión pública estadounidense están reclamando al Congreso en relación el sector energético actual. Esperemos que las recientes “audiencias” en el Congreso sobre los precios de la gasolina solo sean otra charada de relaciones públicas.
Publicado el 10 de noviembre de 2005. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.