La libertad frente a la Constitución: Las primeras luchas

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[Exztraído del capítulo 5 de Jefferson, de Albert Jay Nock]

La Constitución sonaba bastante bien sobre el papel, pero no era un documento popular: la gente sospechaba de ella y sospechaba de la consiguiente legislación que se iba a crear a partir de ella. Había cierto fundamento en esto. La Constitución se había creado bajo auspicios inaceptables: su historia había sido la de un golpe de estado.

En primer lugar, había sido redactada por hombres que representaban intereses económicos especiales. Cuatro quintos de los mismos eran acreedores públicos, un tercio eran especuladores sobre terrenos y un quinto representaba intereses en transporte, manufacturas y ventas. La mayoría eran juristas. Ninguno de ellos representaba los intereses de los productores: Vilescit origine tali.

En segundo lugar, los viejos Artículos de la Constitución, los cuales habían suscrito de buena fe los estados como acuerdo de trabajo, contenían todas las disposiciones apropiadas para su propia enmienda y ahora estos hombres habían ignorado estas disposiciones, echando sencillamente los Artículos de la Constitución a la papelera y creando un documento completamente nuevo de su propia cosecha.

Repito que cuando se promulgó la Constitución, intereses económicos similares en varios estados se la apropiaron y la impulsaron mediante ratificaciones en convenciones estatales como medida minoritaria, a menudo (de hecho, en la mayoría de los casos) por métodos que evidentemente pretendían derrotar la voluntad popular. Además, y este es el hecho más perturbador de todos, la administración del gobierno bajo la Constitución permanecía totalmente en manos de los hombres que habían ideado el documento o que habían sido líderes en el movimiento por la ratificación en los diversos estados. El nuevo presidente, Washington, había presidido la Convención Constitucional. Todos los miembros del Tribunal Supremo, los jueces de los tribunales del distrito federal y los miembros del gabinete eran hombres que habían estado en vanguardia o bien en la Convención de Philadelphia o en las convenciones ratificadoras del estado. Ocho firmantes de la Constitución estaban en el Senado y muchos más en la Cámara de Representantes. Ahora empezaba a ponerse de manifiesto, como diría posteriormente Madison, quién iba a gobernar el país, lo que equivale a decir en nombre de qué intereses iba a dirigirse el desarrollo del gobierno constitucional estadounidense.

Mr. Jefferson tardó en comprender esto. Hasta entonces había considerado a la Constitución como un documento puramente político y, al tener esta opinión, había hablado tanto a favor como en contra de ella. La había criticado severamente porque no contenía ninguna Declaración de Derechos y no se ponía en contra de la permanencia indefinida en los cargos. Sin embargo con estas omisiones rectificadas por enmiendas, parecía dispuesto a encontrarla satisfactoria. Su carácter económico e implicaciones aparentemente se le escaparon y ahora que por primera vez empezaba, muy lenta e imperfectamente, a entenderla como un documento económico de primer orden, empezaba asimismo a percibir que la distinción entre federalistas y antifederalistas, que había menospreciado en su carta a [Francis] Hopkinson, probablemente significaba algo después de todo.

Partió el 1 de marzo de 1790 a Nueva York, la capital provisional, donde se encontró como un pulpo en un garaje. Washington y su séquito se recibieron cordialmente y el “círculo de ciudadanos principales” le dio la bienvenida como un hombre distinguido y afable. Había mejorado su aspecto al acercarse a la edad madura y su elaborado guardarropa francés le sentaba bien. Sus modales recordaban a Fauquier: era invariablemente afable, cortés e interesante.

La gente de Nueva York podría haberlo hecho de uno de los suyos si no hubieran sentido, como sentían todos en su presencia, que estaba siempre gentil pero firmemente manteniendo las distancias. Aun así, si tuvieron alguna sospecha sobre sus sentimientos y tendencias políticas, la dejaron de lado: su actitud hacia la Revolución Francesa había demostrado que estaba dispuesto a razonar. Sin duda, tan pronto como este hombre de mundo adinerado, educado, muy culto y capaz viera hacia donde iban las corrientes de las nuevas ideas nacionales, fácilmente se uniría a ellas.

En todo caso se le debería facilitar todos “Las cortesías de las cenas que me dieron, como un extraño recién llegado entre ellos, me pusieron de inmediato en su sociedad familiar”.[1] Pero cada hora que gastaba así aumentaba su desconcierto. Todos hablaban de política y todos hablaban asiduamente de un gobierno fuerte para Estados Unidos, con todos sus costosos adornos y guarniciones de pompa y ceremonia. Era una gran decepción respecto de Francia, a la que acaba de abandonar

en el primer año de su revolución, en el fervor de los derechos naturales y el celo por la reforma. Mi devoción consciente a estos derechos no puede aumentarse, pero se había levantado y excitado con el ejercicio diario.[2]

Nadie en Nueva York siquiera pensaban en derechos naturales, ya no digamos hablar de ellos. Los “ciudadanos principales” veían con sincero horror la Revolución Francesa. “No puedo describir la sorpresa y mortificación que me produjeron las conversaciones de sobremesa”. “¿Dónde estaba en realidad el viejo alto espíritu, los viejos motivos, el viejo discurso familiar acerca de los derechos naturales, la independencia, el autogobierno? ¿Dónde estaba el idealismo que estos habían estimulado, o la pretensión de idealismo que habían evocado?

Uno no oía más que la necesidad de un gobierno fuerte, capaz de resistir los expolios que el espíritu democrático iba probablemente realizar sobre “los hombres con propiedades” y rápido en corregir sus excesos. Mucha gente hablaba con anhelo de una monarquía. Todo esto, manifiestamente, no era nada a resolver con el arma de juguete de las enmiendas constitucionales  que proporcionarían una Declaración de Derechos y la rotación en los cargos; era evidente que la influyente ciudadanía de Nueva York no hubiera hecho sino alzar las cejas ante una buena concepción teórica de Estados Unidos como una nación en el exterior y una confederación en el interior.

Las ideas de Mr. Jefferson estaban pasadas de moda; a la gente no le importaban nada; podría haberse acordado de París en los días de Calonne, en una soirée de la Ferme générale. Había que aportar otras ideas y cuando se reunió el gabinete de Washington, Mr. Jefferson, se enfrentó al corifeo de esas ideas en la persona de un hombre muy joven y pequeño con una gran nariz, unos modales agitados, infantiles y agresivos, a quien Washington había nombrado secretario del tesoro.

II.

Alexander Hamilton llegó a las colonias con 16 años, desde su casa en la Indias Occidentales, insatisfecho ante la perspectiva de pasar el tiempo en “la servil condición de un oficinista o algo así (…) y estaba dispuesto a arriesgar mi vida, aunque no mi carácter, para mejorar mi condición. (…) Me refiero a preparar el camino al futuro”.

Esto pasaba en 1772. Encontró el país maduro para él. Había algo estimulante en todo momento, algo a lo que un joven emprendedor podía  engancharse con todas las posibilidades de hacerse notar. Con 18 años participó en un mitin público con una arenga sobre la Ley del Puerto de Boston[3] e inmediatamente escribió varios panfletos anónimos sobre cuestiones públicas, uno de los cuales fue atribuido por un público sin sentido crítico a John Jay, quien, como dijo Jefferson, tenía “la mejor pluma de América” y por tanto lamentó la imputación de su autoría con gran disgusto. Mostró su bravura notablemente en dos ocasiones al resistir a la acción de turbas: una para rescatar al presidente tory del King’s College, hoy Columbia y la otra para rescatar a otro tory llamado Thurman.[4]

Vio que la guerra iba a producirse sin duda, mostrando una gran posibilidad de promoción a los pocos en las colonias que hubieran aprendido el comercio de las armas, así que estudió la ciencia de la guerra y el estallido de las hostilidades le encontró establecido como oficial de artillería. Tenía un instinto infalible para ligar su fortuna al carro del vencedor. Percibiendo que Washington sería el hombre del momento, se dirigió directamente a él, se ganó su confianza y permaneció a su lado, convirtiéndose en su secretario militar y ayuda de campo.

Pero la guerra no duraría siempre y Hamilton no tenía ninguna idea de llevar la vida de un soldado en tiempo de paz. Las armas fueron para él un trampolín, no una profesión. Sirvió hasta el final de la campaña de 1781, cuando se retiró con algunos de los atributos de una figura nacional y con el mismo instinto constante de alianza con el poder. Siempre dio un bueno y honorable quid pro quo a sus demandas; tenía gran capacidad y una energía inagotable y derramó ambas pródigamente a cualquier causa que asumiera.

Nunca le interesó el dinero. Aunque creó el sistema financiero que enriqueció a tantos, permaneció toda su vida bastante pobre y pasó a menudo bastantes estrecheces. Incluso en su carrera como abogado en ejercicio, dirigiendo casos importantes para clientes ricos, cobraba tarifas absurdamente bajas.

Su matrimonio en 1780 con una de las vivaces chicas Schuyler de Albany, le hicieron un habitual en “el círculo de ciudadanos principales” de Nueva York: fue una ceremonia de adopción válida.[5] Fue elegido al Congreso en 1782, sirvió como delegado en la Convención Constitucional de 1787 y ahora estaba en el gabinete como jefe reconocible del movimiento centralizador.

Los cuatro grandes poderes generales conferidos por la Constitución al gobierno federal eran el poder de fijar impuestos, el poder de declarar la guerra, el poder de controlar el comercio y el poder explotar la enorme expansión de los territorios en el oeste. La tarea que tenía entonces el Congreso era aprobar la legislación apropiada para poner en ejercicio estos poderes. No había tiempo que perder. El tiempo siempre ha sido el gran aliado del golpe de estado.

Los intereses financieros, especulativos y mercantiles del país iban codo con codo en las grandes poblaciones, sobre todo en la costa; podían comunicarse rápidamente, movilizarse rápidamente y aplicar presión inmediatamente en cualquier punto ventajoso. Los intereses de los productores, que eran principalmente agrarios, eran, por otro lado, escasos; la comunicación entre ellos era lenta y la organización, difícil. Debido a esta ventaja, en cinco de los trece estados la ratificación de la Constitución se había realizado antes de que pudiera desarrollarse ninguna oposición eficaz. Ahora, en esta nueva tarea, que era, en expresión de Madison, administrar el gobierno de tal manera que asegurara la supremacía económica de los intereses no productivos, había una necesidad urgente del mismo aliado poderoso y aquí estaba la oportunidad para los grandes talentos propios que poseía Alexander Hamilton.

Tal vez durante toda su vida, e indudablemente durante la mayor parte de ella, el sentido del deber público de Hamilton fue tan agudo como su ambición personal. Tenía la conciencia formada del arribista en relación con el orden social desde el que había salido él mismo. Un extranjero, sin privilegios, de oscuro origen y nacimiento ilegítimo, “el chico bastardo de vendedor ambulante escocés”, como le llamó impertinentemente John Adams, había ascendido a lo alto solo gracias a su capacidad y voluntad.

En su ascenso había asumido el desprecio del hombre hecho a sí mismo de las circunstancias altamente favorables en las que se había ejercitado su capacidad y voluntad y eso se convirtió en la desconfianza desdeñosa del hombre hecho a sí mismo de los pliegues de la humanidad que había dejado atrás. El pueblo era “una gran bestia”, irracional, apasionado, violento y peligroso, que necesitaba una mano dura para mantenerlo en orden. Reclamando un presidente y senado permanentes, siguiendo lo más posibles el modelo británico de un rey y una Cámara de los Lores, había dicho en la Convención Constitucional que todas las comunidades se dividen entre lo pocos y los muchos, siendo los primeros

los ricos y bien nacidos, los otros la masa del pueblo. (…) El pueblo es turbulento y cambiante; raramente juzga o decide correctamente. Demos por tanto a la primera clase una porción distintiva permanente del gobierno. (…) Solo un cuerpo permanente puede controlar la imprudencia de la democracia. Su disposición turbulenta e incontrolable requiere controles.[6]

No tenía fe en el movimiento republicano, porque, como dijo agudamente el gobernador Morris, “lo confundía con el gobierno democrático y detestaba este último, porque creía que debía acabar en despotismo y sería entretanto destructivo para la moralidad pública”.[7]

Pero aquí estaba el gobierno republicano y él no podía cambiarlo. Entre todos “los ricos y bien nacidos” que hablaban más o menos seriamente de establecer una monarquía, no habían ninguno indudablemente inconsciente de que el sistema republicano difícilmente podía desplazarse, salvo mediante otro golpe de stado que produjera algún disturbio profundo, como una guerra. Hamilton, en todo caso, era muy consciente de ello.

Así que se trataba de asegurar lo sustancial del absolutismo bajo formas republicanas, administrar el gobierno republicano con modos tan absolutistas como permitiera la interpretación más favorable de la Constitución. Había una línea de coincidencia de los objetivos de Hamilton con los de los que habían redactado y promulgado la Constitución como documento económico. Los objetivos no eran idénticos, sino coincidentes.

Hamilton era un excelente financiero, pero no un economista. Aunque tuviera alguna opinión de la economía del gobierno, simplemente dio por sentado que se posicionarían, por supuesto y más o menos automáticamente, para favorecer a “los ricos y bien nacidos”, ya que estos eran naturalmente los patrones y protectores políticos de quienes hacían el trabajo mundano. En un gobierno apropiadamente constituido, esa consideración que se tendría sobre el productor se realizaría principalmente en la forma “noblesse oblige”.

No puede determinarse el grado de su indiferencia respecto de los medios de conseguir la supremacía política y económica para “los ricos y bien nacidos”, aunque siempre mostró francamente que consideraba el exceso de escrúpulos como poco práctico y peligroso. Firme en su creencia de que los hombres solo podían moverse por la fuerza o el interés, aceptó sin temor el corolario de que la corrupción es un instrumento indispensable de gobierno y que por tanto el comportamiento público y privado de un estadista no siempre debe responder al mismo código.

El plan general de Hamilton para salvaguardar la república frente a “la imprudencia de la democracia” era en el fondo extremadamente sencillo. Su idea principal era aunar los intereses de ciertas clases amplias de “los ricos y bien nacidos” con los intereses del gobierno. Empezó con los acreedores del gobierno. Muchos de estos, probablemente la mayoría, eran especuladores que habían comprado los bonos de guerra del gobierno a un precio bajo a los inversores originales que eran demasiado pobres como para mantener sus carteras.

El primer movimiento de Hamilton fue para financiar todas las obligaciones del gobierno por su valor facial, poniendo así los intereses del especulador a la par con los del tenedor original y fusionando ambas clases en un sólido baluarte de apoyo al gobierno. Era inflación a gran escala, pues lo valores representados por los títulos públicos eran en gran parte (probablemente un 60%) notoriamente ficticios y así fueron considerados por sus tenedores. Una minoría débil en el Congreso, liderada por Madison, trató de enmendar la medida de Hamilton en temas menores, proponiendo una justa discriminación contra el especulador, pero sin éxito.

Antes de que se pudiera organizar ninguna oposición popular, la propuesta de Hamilton pasó por el Congreso que contaba con casi la mitad de sus miembros entre tenedores de títulos. Su portavoz en la Cámara, según [el senador William] Maclay, que escuchó el debate, ofreció poca discusión y se contentó con un recurso de estadista a moralidades engañosas.

Ames lanzó una larga cadena de frases estudiadas (…) Incluyó “fe pública”, “crédito público”, “honor y, sobre todo, justicia”, tan a menudo como un indio hablaría del “Gran Espíritu” y, si es posible, como menos sentido para un propósito tan pequeño. Hamilton, a la cabeza de los especuladores, con todos los cortesanos, estaba a un lado. A estos los llamo el partido que actuaba por interés.[8]

La propia defensa de Hamilton de la financiación indiscriminada fue característica: declaró que los empobrecidos tenedores originales deberían haber tenido más confianza en su gobierno en lugar de vender sus carteras y que la subvención de especuladores divulgaría esta saludable lección.

La propuesta de Hamilton contenía una medida suplementaria que alcanzaba a los acreedores de los estados, unidos con la masa de acreedores federales y aplicaba una segunda soldadura. Los varios estados que habían suministrado a su propia costa tropas para el ejército revolucionario, habían tomado prestado dinero de sus ciudadanos para ese fin y ahora Hamilton proponía que el gobierno federal debería asumir estas deudas, de nuevo a su valor facial: otra enorme inflación que generó “veinte millones de efectivo divididos entre los estados favorecidos y añadidos como sustento para el rebaño de intermediarios de bolsa”, como dijo Mr. Jefferson.[9]

Quedaban dos grupos de intereses capitalistas, esperando las atenciones de Hamilton: uno de ellos real y el otro incipiente. Eran el interés del comercio y el interés de capital no comprometido en busca de inversiones seguras. No existía sin embargo esa prisa agobiante respecto de ellos, como había habido con la impenetrable consolidación y asunción de fondos.

El primer grupo ya había recibido un pequeño douceur en forma de un arancel moderado, principalmente para ingresos, aunque reconociera explícitamente el principio de protección; bastó para mantenerles contentos hasta que se pudiera hacer más por ellos. Considerando el segundo grupo, Hamilton ideó un plan para un banco federal con un capital de 10.000.000$, un quinto del cual debería suscribir el gobierno y el resto distribuirse al público inversor en participaciones de 400$ cada una. Esto aunaba las fortunas de inversores individuales con las fortunas del gobierno y les daba un interés propio en mantener la estabilidad del gobierno; asimismo, y mucho más importante, tendía poderosamente a adoctrinar al público con la idea de la asociación cercana de banca y gobierno como algo natural.

Quedaba un gran interés especulativo, el mayor de todos, al cual Hamilton no veía necesario prestar especial atención. La posición del monopolista de recursos naturales era tan impenetrable bajo la Constitución como ilimitadas sus oportunidades en el entorno natural del país. De ahí la asociación entre capital y monopolio se produciría automáticamente. Nada podría impedirla o disolverla y un tipo de interés fijo en la tierra de un país es un interés fijo en la estabilidad del gobierno  de ese país, así que con respecto a estos dos deseos principales, Hamilton podía estar tranquilo.

Así que, en resumen, el desarrollo primero del republicanismo en América, en su mayor parte bajo la dirección de Alexander Hamilton, en la práctica protegió al monopolista, el capitalista y el especulador. Sus instituciones adoptaron los intereses de estos tres grupos y abrieron el camino para su progreso armonioso en asociación. El único interés que quedaba abierto a libre explotación era el del productor. Excepto en la medida en que el productor pudiera incidental y parcialmente mostrar características de monopolista, capitalista y especulador, su interés no se estaba considerando.


[1] Thomas Jefferson, The Anas / From the Writings of Thomas Jefferson: Volume 1, ed. Albert Ellery Bergh (Washington, DC: Thomas Jefferson Memorial Association, 1903): p. 270.

[2] Ibíd.

[3] 14 Geo. 3 c.19. Una de las llamadas “leyes intolerables” aprobadas por el Parlamento Británico en respuesta a la Rebelión del Té de Boston; la ley derraba el puerto hasta que se indemnizara al tesoro del rey y la Compañía de las Indias Orientales.

[4] Una referencia probable a Ralph Thurman, un mercader de Nueva York que ignoró un boicot colonial de bienes ingleses. Los Hijos de la Libertad “trataron de embrearlo y emplumarlo, pero huyó”. Ver Willard Sterne Randall, Alexander Hamilton: A Life (Nueva York: Harper Collins, 2003): p. 86.

[5] Hamilton se casó con Elizabeth Schuyler (1757-1854),la segunda hija de Philip Schuyler, un antiguo general de división en el Ejército Continental o posteriormente senador de EEUU.

[6] Esto se basa en un relato del discurso de Hamilton a la Convención el 18 de junio de 1787, por Robert Yates, un compañero delegado representando a Nueva York. Las notas originales de Yates son las siguientes: “Todas las comunidades se dividen entre lo pocos y los muchos. Los primeros son los ricos y bien nacidos, los otros la masa del pueblo. Se ha dicho que la voz del pueblo es la voz de Dios y aunque por lo general se ha citado y creído esta máxima, en realidad no es cierta. El pueblo es turbulento y cambiante; raramente juzga o decide correctamente. Demos por tanto a la primera clase una porción distintiva permanente del gobierno. Ella controlará la inestabilidad de la segunda y como no puede obtener ninguna ventaja por un cambio siempre mantendrá un buen gobierno. ¿Puede una asamblea democrática que se centre anualmente en la masa del pueblo, ser supuestamente estable en buscar el bien público? Solo un cuerpo permanente puede controlar la imprudencia de la democracia. Su disposición turbulenta e incontrolable requiere controles”. Ver “Notes of the Secret Debates of the Federal Convention of 1787, Taken by the Late Hon Robert Yates, Chief Justice of the State of New York, and One of the Delegates from That State to the Said Convention“.

[7] Anne Cary Morris, ed., The Diary and Letters of Gouvernur Morris, vol. 2 (Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1888): p. 523.

[8] Edgar S. Maclay, ed., Journal of William Maclay, United States Senator from Pennsylvania 1789-1791 (Nueva York: D. Appleton & Co., 1890): p. 197.

[9] Jefferson, The Anas, p. 276.


Publicado el 21 de abril de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.