Como profesor de un instituto público, afronto diariamente la lamentable realidad de la educación monopolio del estado. La apatía estudiantil, el estancamiento metodológico, la ineficiencia burocrática, los cárteles en la publicación de libros de texto, la preocupación obsesiva por las notas, las relaciones coactivas y los programas rígidos y controlados son solo unos pocos de los problemas más obvios, acompañados por la desilusión poco amigable y el gradual agotamiento entre profesores que los acompañan casi inevitablemente.
Aunque resultados como estos son ciertamente trágicos, el proceso que los produce no es exactamente el tema de una tragedia griega. No hay una batalla culminante, ni un desenlace purificador, ni una lección moral salvífica para llevarse a casa cuando cae el telón y raramente hay héroes o villanos identificados. No hay una sola calamidad épica, sino mil defectos triviales diarios, cada uno demasiado mundano y demasiado rápidamente ocultado por su sucesor como para ser considerado notable. Como en una mala película, la educación pública de alguna manera se las arregla para ser al tiempo trágica y aburrida. Solo su resultado acumulado habría impresionado a Sófocles.
Extrañamente, aunque hay un abrumador apoyo público por la educación obligatoria financiada por impuestos, falta notoriamente entusiasmo por lo que pasa realmente en las escuelas públicas. No solo se reconoce generalizadamente que se quedan cortas en sus esfuerzos por producir una ciudadanía ilustrada, sino que incluso se concede que han fracasado en lo que es supuestamente su misión más importante: la provisión de iguales oportunidades para todos mediante un sistema de instrucción masiva en el que todos los alumnos reciben los mismos conocimientos y habilidades básicos. Tampoco esta acusación se ha originado únicamente entre las filas de los opuestos al igualitarismo por principios. Por el contrario, es en buena parte la canción de progresistas amargados para quienes la educación universal “gratuita” ha sido por mucho tiempo el “desiderátum” de la justicia social y que no pueden entender cómo la bestia que han dado a luz y luego criado tan vigorosamente pudo haber traicionado tan completamente su ideal más noble y querido.
Pero paradójicamente, es la fe inexpugnable en la posibilidad de lograr precisamente este ideal de igualdad universal lo que inmuniza a la educación pública contra cualquier argumento razonable planteado contra ella. A pesar de sus manifiestos defectos, ninguno de los cuales ha encontrado remedio a pesar de décadas de reformas legislativas, casi nadie está dispuesto a ver este sistema reemplazado por nada que se parezca a un mercado real en educación, debido a la convicción profundamente mantenida de que lo que tienen menos medios materiales o no serían capaces de pagar una escolaridad basada en el mercado o, en el mejor de los casos, recibirían solo servicios inferiores inadecuados para la tarea de asegurar la igualdad de oportunidades económicas más tarde en la vida. Una paradoja más, aunque poco sorprendente, es que ni el conocimiento económico ni el discernimiento analítico necesario para un examen de estas afirmaciones se han enseñado o se enseñarán nunca en una escuela pública. Ningún emperador enseña voluntariamente a sus propios súbditos a reconocer la desnudez cuando la ven.
Dado este estado de cosas, se transfiere a las personas, tanto dentro como fuera del sistema escolar, educar a otros acerca de la educación. En lo que sigue, trataré de ocuparme de las que veo como las tres objeciones principales contra la idea de una educación basada en el mercado:
- Esos servicios educativos en el mercado se darían con una prima, con precios tan altos como para excluir al menos a los estratos de rentas más bajas de la sociedad.
- Incluso si los menos ricos pudieran pagar parte de la educación basada en el mercado, sería de una calidad sustancialmente inferior a la recibida por los consumidores más ricos de servicios educativos.
- La falta de un programa universal y criterios estandarizados de objetivos haría al mercado incapaz de proporcionar la igualdad de oportunidades que la educación pública, aunque sea insatisfactoriamente, al menos trata de garantizar en principio.
Examinaremos cada uno de estos argumentos. Como se verá, los dos primeros se basan en una mala comprensión de los mercados, mientras que el tercero deriva de un concepto groseramente distorsionado de la educación frente al cual, si se toman tiempo para examinarlo más de cerca, probablemente incluso los más progresistas retrocederían horrorizados.
Argumento 1: Asequibilidad
Para entender por qué los servicios educativos en un mercado libre en general tendrían precios al alcance de la mayoría de los perceptores de rentas, debemos preguntar primero por qué el mercado produce algo para esas personas. Como es evidente que los pocos más ricos tienen mucho más poder adquisitivo por cabeza que los que están en los estratos de rentas medias e inferiores, ¿por qué no produce el mercado solo para el primer grupo y deja a los otros dos sin casa y muriendo de hambre? ¿Por qué el azúcar, en un tiempo un lujo de los ricos, hoy es un objeto cotidiano disponible tan ampliamente y tan barato que el gobierno de EEUU se siente obligado a imponer aranceles a las importaciones y a comprar la sobreproducción nacional para mantener el precio artificialmente alto? ¿Por qué el mismo kilobyte de memoria informática que costaba unos 45$ hace veinte años cuesta hoy una fracción de un centavo?
La sencilla respuesta es esta: competencia. Cuando un bien aparece por primera vez en el mercado, su oferta está muy limitada. En la medida en que los consumidores lo valoran lato, pujarán entre sí por las mínimas existencias disponibles, haciendo que el precio aumente hasta que todos, excepto los consumidores más ricos, se alejen del mercado. Mientras no haya expansión de la oferta, y suponiendo que los consumidores no cambien sus valoraciones, el bien seguirá siendo un lujo para ricos.
Sin embargo, es precisamente esta condición la que proporciona a los productores el incentivo para aumentar la producción del producto. El alto precio genera beneficios extraordinarios que atraen a capitalistas y emprendedores a esa línea de producción, aumentando así la oferta, rebajando el precio y, lo que es más importante, trayendo cifras exponencialmente mayores de consumidores al mercado. Este proceso continúa hasta que desaparece esa porción de beneficios que excede a la tasa general que prevalece en otros sectores, finalizando la expansión. Pero para ese momento, el bien hace mucho que ha dejado de ser un juguete para ricos. Parafraseando a Mises, el lujo de ayer se ha convertido en la necesidad de hoy.
Por supuesto, aunque este funcionamiento del proceso es esencialmente el mismo para todos los bienes, algunos de ellos (por ejemplo, los diamantes) tienden a seguir siendo objetos de lujo indefinidamente debido al alto coste de producirlos. Después de todo, son los consumidores los que, en conjunto, deben acabar pagando cualquier expansión duradera del sector. Si los gastos de capital necesarios para la producción de un bien exceden la voluntad o capacidad de los consumidores para compensarlos, no será posible ningún aumento sostenido en la oferta de ese bien.
¿Cómo funcionaría entonces esta dinámica en un mercado de la educación? Suponiendo que los servicios educativos como tal recibieran una alta prioridad en las escalas de valores de la mayoría de los consumidores, ¿mantendría el coste de producirlos un precio más allá de los medios del asalariado típico? Aquí debemos ser especialmente cuidadosos de no caer en lo que los psicólogos llaman pensamiento estático. Debemos preguntaron, no cuánto costaría a los empresarios privados producir programas e instrucción como están constituidos actualmente, sino más bien en qué medida y en qué maneras la escolaridad en su forma actual derrocha recursos y cómo podría simplificarse y mejorarse de alguna manera en el crisol de la libre competencia.
Una cosa está clara: cuanto mayores y más numerosas sean las ineficiencias del sistema actual, más radical será su transformación por el mercado. ¿Y cuánto es de ineficiente el sistema actual? Bueno, ¿quién lo dirige? ¿Sobre qué principios opera? ¿Permite, por ejemplo, a los alumnos la libertad de tomar los cursos que más le interesan y renunciar a temas que no quieren estudiar? ¿O más bien los ata a un programa hinchado de talla única prodigiosamente lleno de habilidades e información que no necesitan ni quieren, creando así una demanda artificial de maestros y personal administrativo, estimulando la creación de instalaciones innecesariamente grandes (o simplemente innecesarias), estimulando el consumo de energía y los costes de mantenimiento de capital, etc.? Para obtener una idea de los tipos de “competencias prácticas” en los actuales institutos públicos y regulados por el estado que se espera (y pretende) que dominen y asimilen para su uso posterior,[1] he aquí una extracto tomado al azar de la deslumbrante epístola “Texas Essential Knowledge and Skills for Mathematics”, enviada por la Agencia de Educación de Texas:
§111.35. Precálculo (Medio a un Crédito)
c. Conocimiento y habilidades
a. El estudiante define funciones, describe características de funciones y las traduce en representaciones verbales, numéricas, gráficas y simbólicas de funciones, incluyendo funciones polinómicas, racionales, potenciales (incluyendo raíces), exponenciales, logarítmicas, trigonométricas y definidas por partes. Se espera que el alumno:
A. describa las funciones madre simbólica y gráficamente, incluyendo f(x) = xn, f(x) = 1n x, f(x) = log x, f(x) = 1/x, f(x) = ex, f(x) = |x|, f(x) = ax, f(x) = sen x, f(x) = arcsen x, etc.;
B. determinar el dominio y rango de funciones utilizando gráficos, tablas y símbolos;
C. describir la simetría de los gráficos de funciones pares e impares;
D. reconocer y usar conexiones entre valores significativos de una función (ceros, valores máximos, valores mínimos, etc.), puntos en el gráfico de una función y la reprsentación simbólica de una función;
E. investigar los conceptos de continuidad, comportamiento final, asíntotas y límites y relacionar estas características con funciones representadas gráfica y numéricamente.
¿Habéis entendido todo?
Por supuesto, los costes administrativos y las restricciones en la entrada y la flexibilidad en el mercado laboral también impactan en el coste-eficacia. ¿Cómo se encuentran las escuelas públicas en estas áreas? ¿Son sus reglas y procedimiento operativos claros, concisos y fáciles de seguir? ¿O hace falta, digamos 670 páginas y cuadros completos de juristas, consultores y personal administrativo de apoyo para implantar un solo programa? Respecto de la entrada, ¿cómo de fácil es obtener la cualificación como profesor? ¿Se da a cualquiera de demuestre una aptitud potencial la oportunidad de intentarlo? ¿O se restringe la inclusión en el club mediante cuotas legales y requisitos de entrada que requieren una formación formal larga y cara?
¿Y cómo de flexible es el mercado laboral? ¿Puede un empleado de bajo rendimiento o incompetente ser sustituido fácilmente? ¿O más bien incluso una simple suspensión requiere una audiencia ante una comisión de tres miembros?[2]
No tenemos aquí espacio para especular sobre todas las innovaciones optimizadoras que podrían plantear empresarios creativos y hacerlo sería en todo caso algo presuntuoso. Como ha apuntado John Hasnas, si pudiéramos pronosticar adecuadamente el mercado futuro, nuestra misma habilidad de hacerlo será la mayor justificación posible de la planificación centralizada.[3] Baste con decir que las actuales escuelas públicas y privadas reguladas por el gobierno desperdician recursos con una prodigalidad que haría sonrojarse a Luis II. Así que difícilmente podemos afirmar que estas instituciones (cuyos costes se externalizan en toda la sociedad) sean ejemplos de asequibilidad. Aun así, la educación no es un sector intensivo en capital y la competencia del mercado sin duda eliminaría la mayoría de este despilfarro en poco tiempo, permitiendo a los empresarios educativos reducir sus costes, rebajar sus precios y aprovechar las economías de escala. Respecto de los pocos que siguieran siendo incapaces de pagar, precios más bajos significaría que habría disponibles escolaridades privadas, becas y préstamos estudiantiles en mayor abundancia que hoy y esto último no requeriría diez años de servidumbre obligatoria para pagarlos.
Igual que pasa con el azúcar, los automóviles y los teléfonos celulares,[4] también en educación los beneficios iniciales traerían competencia, aumentarían la oferta, reducirían el coste y multiplicarían la innovación. No hay razón para que sean prohibitivamente caros los servicios educativos dirigidos por el mercado ajustados concretamente a los deseos de quienes los consuman.[5]
Argumento 2: Calidad
Un segundo argumento contra dejar la educación al mercado es que hacerlo generaría graves disparidades en la calidad del servicio. Los ricos, se dice, se quedarían con el bistec, mientras que los pobres se comerían la rabadilla. Por supuesto, hay una parte de verdad en ello. Cuanto más dispuesto estés a ofrecer por algo, más calidad estás en disposición de reclamar. El mercado es en realidad en lugar en el que prevalece el principio incluido en el cliché “Tienes lo que pagas”.
¿Pero qué pagas exactamente? La respuesta a esta pregunta no es necesariamente evidente. Para explicarlo, ofrezco un ejemplo personal.
Hace muchos años, trabajé en un restaurante de tipo taberna que formaba parte de una cadena nacional. Con su menú ecléctico, precios modestos y cañas de cerveza por un dólar, era un lugar al que podían ir familias sin gastar mucho y bebedores de fin de semana a emborracharse. No era exactamente Alain Ducasse, pero sí ofrecía un bistec (creo que era una chuleta) por unos 10$. Lo interesante era que en el local contiguo había un asador más elegante que también servía chuletas, solo que aquí costaban unos 22$. No era nada raro, pero lo curioso era que ambos restaurantes eran de la misma empresa y ambos servían exactamente las mismas chuletas.
A primera vista, parece absurdo. ¿Por qué competiría una empresa contra sí misma? ¿Y por qué, en este sentido, alguien en sus cabales pagaría 22$ por un bistec que podría conseguir por menos de la mitad solo cruzando el estacionamiento? Situaciones como esta han llevado a reclamar que los gobiernos intervengan y “protejan” a los consumidores frente a su propia “irracionalidad”. Pero aquí no hay nada irracional. Los dos restaurantes no compiten, porque sirven a clientelas diferentes y los comensales tienen razones concretas para sus decisiones acerca de a qué restaurante acudir. Los nuestros querían quitar las florituras, sentarse en la barra y ahorrar dinero; los suyos estaban dispuestos a pagar más del doble del precio por mejores asientos, un entorno más tranquilo y camareros con esmoquin. Sin embargo, lo esencial es que todos estaban comiendo el mismo bistec.
Por tanto la relación entre precio y calidad no es tan directa como podríamos imaginar. Indudablemente es verdad que tienes lo que pagas, pero también es cierto que pagas por lo que consigues. Es verdad que en el mercado de la educación, los que tengan recursos podrían acudir a escuelas equipadas con piscinas climatizadas, pistas de tenis, teatros y TI actual. Pero esto no significa que nadie más pueda triunfar con menos extravagancias y obteniendo el mismo servicio básico.
Por supuesto, todo esto no sugiere en modo alguno que la calidad de los servicios educativos sería idéntica. Esa conclusión sería absurda. Lo que he explicado es simplemente el razonamiento falaz que hay detrás de la suposición común de que donde el precio es bajo, el producto debe ser insatisfactorio. Lo que no satisface no es rentable. Los productos y servicios que no cumplen las necesidades de los consumidores (ricos y pobres) pronto tendrán, no un precio bajo, sino ningún precio.
Argumento 3: Oportunidad
Nos ocupamos ahora de un argumento final a favor de la educación pública que va más allá de la economía, aunque aquí haya también un paralelismo. Profundamente enraizada en la creencia de que justicia significa igualdad e igualdad significa circunstancias idénticas, esta opinión sostiene que los estándares y programas educativos deben ser esencialmente uniformes para todos si hay que dar a los estudiantes las mismas oportunidades de triunfar en la vida. Aquí el fracaso anticipado del mercado reside, no en sus altos precios o es su calidad dispar, sino en su presumiblemente excesiva flexibilidad y diversidad. Esencialmente, este argumento no más que un caso especial del desprecio socialista más general por la división del trabajo. ¿Pero qué es la “división del trabajo” en educación? ¿Cuál es su significado y por qué deberíamos temer su aparición?
Estamos acostumbrados a concebir la educación, no como una abstracción, sino como “algo real” que existe en el mundo, un producto poseído por cierta gente a la que llamamos “maestros” y transferido, más o menos mecánicamente, a otra gente llamada “estudiantes”. Este hábito de pensamiento se refleja en nuestro leguaje: es mucho más común hablar de conseguir una educación que de ser educados. Aun así los más grandes pensadores en esta área han destacado repetidamente que la educación es, en realidad un proceso de conversión. Esto es lo que Maria Montessori quería decir cuando dijo que si nuestra definición de educación sigue
las mismas líneas anticuadas de una mera transmisión de conocimiento, poco puede esperarse de ella en la mejora del futuro del hombre. ¿Cuál es la utilidad de transmitir conocimiento si el desarrollo total del individuo queda atrás?
Montessori reclamaba una aproximación a la pedagogía que ayudara “a un completo desenvolvimiento de la vida” y “rigurosamente (…) evitar impedir los movimientos espontáneos y la imposición de tareas arbitrarias”.
John Dewey expresaba opiniones similares. En su obra seminal Democracia y educación, Dewey pone la responsabilidad de la educación directamente sobre los hombros del estudiante individual:
Uno es mentalmente un individuo solo si tiene su propio objetivo y problema y crea su propio pensamiento. El expresión “¡piensa por ti mismo!” es un pleonasmo. Salvo que uno lo haga por sí mismo, no es pensamiento. Solo por las observaciones, reflexiones, marcos y pruebas de sugerencias del propio alumno puede amplificarse y rectificarse lo que ya conoce. Pensar es algo tan individual como la digestión de la comida. [Además,] hay variaciones de punto de vista, de atractivo de temas y de modo de atacarlos para cada persona. Cuando se suprimen estas variaciones por el supuesto interés de la uniformidad y se intenta tener un único molde de método de estudio y recitado, se genera inevitablemente confusión mental y artificialidad. La originalidad se destruye gradualmente, la confianza en la propia calidad de operación mental se ve socavada y se inculca un sometimiento dócil a la opinión de otros o si no las ideas se vuelven locas. (pp. 311-312)
Para ambos, Dewey y Montessori, la educación empieza desde dentro y avanza hacia fuera.[6] Su propósito es estimular el descubrimiento y el desarrollo de recursos personales interiores latentes al permitir al alumno experimentar las múltiples posibilidades de usarlos para generar creatividad en el mundo externo.
Esto significa que educarse no se refiere a adquirir pasivamente lo que te den, sino de descubrir activamente lo que uno tiene que dar. Significa que la educación no crea la oportunidad: la oportunidad crea la educación.
La disciplina y uniformidad deben por tanto abandonarse completamente: el individuo debe ser supremo dentro de la esfera de su propio desarrollo. La función de la escuela es proporcionar un entorno estable, rico en estímulos en un amplio espectro de asignaturas, mientras que el papel del maestro se convierte principalmente en el de un observador que mira lo más de cerca (e interviene tan esporádicamente) como sea posible.
De esto se deduce que ningún par de individuos puede educarse exactamente de la misma manera. Las exploraciones intelectuales, estéticas y espirituales autodirigidas de millones de personal simultáneamente resultan así en una inextricable diversificación de intereses y actividades que equivalen a una “división del trabajo” educativo, una que apoya y mejora la división del trabajo en el economía de mercado y es de hecho su precursora lógica.
Debe indudablemente ser evidente que tal filosofía es en todos sus aspectos completamente incompatible con sistemas de escuela obligatoria o universal que buscan “igualar las oportunidades” y, además, que incluso el uso de la palabra oportunidad en relación con la obligación o la disciplina es un abuso del lenguaje, ya que si no podríamos igualmente reinstaurar la esclavitud en nombre de proporcionar iguales “oportunidades de empleo”.
La educación, si ha de merecer el nombre, requiere un método opuesto esa dirección burocrática y completamente irreconciliable con ella. Requiere flexibilidad, parsimonia, innovación y, sobre todo, una manera de someter a los productores de servicios educativos a la competencia de sus iguales y la aprobación o desaprobación de sus clientes.
En otras palabras, requiere libre mercado.
Conclusión
En Eslovenia, donde doy clases, el verbo “aprender” significa literalmente “enseñarse a uno mismo”. Si se reconociera ampliamente la verdad que encierra esta convención lingüística, desacreditaría la misma premisa sobre la que se basan todos los sistemas de educación pública. Pero, como advirtió el gran economista Frédéric Bastiat hace más de un siglo y medio, hay una tendencia pronunciada cuando se afrontan cuestiones importantes a considerar solo lo que se ve e ignorar lo que no se ve. Y esto es igual de cierto en educación que en economía. Vemos a estudiantes ir a la escuela un día tras otro durante 12 años, hacer lo que se les dice, obtener sus títulos y finalmente yendo a hacer algo con sus vidas. Tal vez desde nuestro punto de vista privilegiado no parezca tan malo. Pero lo que no vemos es en qué se podrían haber convertido si se les hubiera permitido ser los arquitectos de su propio destino desde el principio.
Publicado el 28 de junio de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.