Los impuestos son un robo, parte 1

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[De Out of Step: The Autobiography of an Individualist]

La Enciclopedia Británica define el sistema tributario como “la parte de los ingresos de un estado que se obtiene por cuotas y cargas obligatorias a sus sujetos”. Es casi tan adecuada y concisa como puede ser una definición: no deja espacio para discutir qué es un sistema tributario. En esa exposición de los hechos, domina la palabra “obligatorias”, sencillamente por su contenido ético. La reacción inmediata es preguntarse por el “derecho” del Estado a este uso del poder. ¿Qué permiso, en términos morales, aduce el Estado para apoderarse de propiedades? ¿Es su ejercicio de la soberanía suficiente por sí mismo?

En esta cuestión de la moralidad hay dos posiciones que nunca pueden reconciliarse. Aquéllos que sostienen que las instituciones políticas provienen de la “naturaleza del hombre”, disfrutando así de una divinidad indirecta, o aquéllos que consideran al Estado como la piedra angular  de la integración social, no encuentran ningún problema en el sistema tributario per se: la toma de propiedades por el Estado se justifica por su existencia o sus resultados benéficos. Por el contrario, quienes sostienen la primacía del individuo, cuya misma existencia es su justificación de derechos inalienables, se inclina por la postura de que en la obtención obligada de cuotas y cargas el Estado está meramente ejerciendo su poder, sin consideraciones morales.

El presente estudio sobre el sistema tributario empieza en la segunda de estas posiciones. Es tan parcial como sería un estudio que empezara con la postura igualmente no probada de que el Estado es una institución natural o socialmente necesaria. La objetividad completa desaparece cuando un postulado ético es la premisa mayor de un argumento, y una discusión sobre la naturaleza del sistema tributario no puede excluir los valores.

Si asumimos que el individuo tiene un indiscutible derecho a la vida, debemos conceder que tiene un derecho similar a disfrutar del fruto de su trabajo. A esto lo llamamos propiedad. El derecho absoluto de propiedad deriva del derecho original a la vida porque no tiene sentido el uno sin el otro: los medios de vida deben identificarse con la vida misma. Si el Estado tiene un derecho prioritario a los frutos de nuestro trabajo, su derecho a la existencia está cualificado. Aparte del hecho de que no puede establecerse dicho derecho prioritario, excepto declarando al Estado como autor de todos los derechos, nuestras inclinaciones (como demuestran nuestros esfuerzos por evitar pagar impuestos) son rechazar este concepto de prioridad. Nuestro instinto está en contra. Protestamos ante la apropiación de nuestra propiedad por una sociedad organizada igual que lo hacemos si una sola unidad de la sociedad realiza este acto. En el último caso, calificaremos sin dudar al acto como un robo, un malum per se. No es la ley la que en primera instancia define el robo, es un principio ético que la ley puede violar, pero no suplantar. Si por necesidades de la vida consentimos la fuerza de la ley, si por una larga costumbre perdemos de vista su inmoralidad, ¿se ha eliminado el principio? Un robo es un robo y ninguna cantidad de palabras puede hacer de él algo distinto.

Observemos los resultados del sistema tributario, los síntomas, para ver si se viola el principio de la propiedad privada y cómo. Para mayor evidencia, examinemos su técnica y tal y como sospechamos la intención de robar a partir de la posesión de herramientas eficaces, igualmente las encontraremos en la técnica del sistema tributario, una historia reveladora. La carga de esta crítica intransigente al sistema tributario será, por tanto, probar su inmoralidad por sus consecuencias y sus métodos.

A modo de introducción, podríamos fijarnos en el origen del sistema tributario, bajo la teoría de que los inicios determinan los finales y aquí encontramos un montón de injusticias. Un estudio histórico de la fiscalidad lleva inevitablemente a botines, tributos, rescates: los propósitos económicos de las conquistas. Los barones que pusieron barreras de peaje en el Rin eran cobradores de impuestos. Como lo eran las bandas que “protegían”, a cambio de un precio fijo, a las caravanas que iban al mercado. Los daneses periódicamente se invitaban a Inglaterra y permanecían como invitados no deseados hasta que se les pagaba el llamado “impuesto danés” (“dane geld”): durante mucho tiempo permaneció como la base de los impuestos de propiedad ingleses. Los conquistadores romanos introdujeron la idea de que lo que recaudaban de los pueblos sometidos era sencillamente un pago por mantener “la ley y el orden”. Durante mucho tiempo, los conquistadores normandos recaudaron tributos arbitrarios a los ingleses, pero cuando, por el proceso natural de amalgama de los dos pueblos, apareció la nación, las recaudaciones se regularizaron mediante costumbres y leyes y se llamaron impuestos. Llevó siglos eliminar la idea de que estas exacciones no servían más que para mantener cómodamente una clase privilegiada y para financiar sus guerras sangrientas: de hecho, este propósito nunca se negó u ocultó hasta que el constitucionalismo difuminó el poder político.

Todo eso pasó, salvo que tengamos la temeridad de comparar esta antigua palabrería con reparaciones, extraterritorialidad, cargas para mantener ejércitos de ocupación, huidas con propiedades, toma de recursos naturales, control de vías de comercio y otras técnicas de conquista. Puede argüirse que aunque el sistema fiscal tuviera un principio tan desagradable podría haber rectificado y convertirse en algo ciudadano, decente y útil. Así que debemos aplicarnos a la teoría y práctica de la fiscalidad para probar que en realidad es el tipo de cosa arriba descrita.

Primero, respecto de método de recaudación, los impuestos se dividen en dos categorías: directos e indirectos. Los impuestos indirectos se llaman así porque llegan al estado a través de recaudadores privados, mientras que los directos llegan sin intermediarios. Los primeros se asocian a bienes y servicios antes de que lleguen al consumidor, mientras que los segundos son principalmente demandas ante la acumulación de riqueza.

Veremos que los impuestos indirectos son un precio por un permiso para vivir. No se puede encontrar en el mercado una sola satisfacción a la que no estén asociados varios de estos impuestos, ocultos en el precio y nos vemos en la obligación de pagarlos o irnos sin ellos: como irnos equivale a privarse del sentido de la vida o incluso de la propia vida, pagamos. La inevitabilidad de la existencia de esta carga se expresa en la asociación popular de la muerte y los impuestos. Y es esta característica la que  atribuye los impuestos indirectos al estado, de forma que cuando examinamos los precios de los productos básicos nos asombramos de la desproporción entre el coste de producción y la carga para permitir su compra. Alguien ha estimado el número de impuestos que lleva una barra de pan en más de cien: obviamente algunos no le son atribuibles, porque sería imposible definir en cada barra su parte de impuestos sobre la escoba usada en la panadería o la gasolina utilizada por el camión de reparto. El whisky es probablemente el ejemplo más notorio de la forma en que los productos se han convertido de satisfacciones en objetos de impuestos. El coste de fabricación de un galón de whisky, por el que el consumidor paga alrededor de veinte dólares es de menos de medio dólar: el resto corresponde parcialmente a los costes de distribución, pero la mayoría del dinero que atraviesa el mostrador va a mantener los funcionarios de la ciudad, el condado, el estado y la nación.

El revuelo sobre el coste de la vida tendría más sentido si se dirigiera a los impuestos, el principal componente del coste. Debería también advertirse que aunque el problema del coste de la vida afecta principalmente a los pobres, es además en este segmento de la sociedad donde inciden más los impuestos indirectos. Es necesariamente así, porque quienes están en los estratos de menos ingresos constituye la mayor porción de la sociedad que debe contar con la mayor parte del consumo y por tanto con la mayor parte de los impuestos. El estado reconoce este hecho al gravar bien de uso más extendido. Un impuesto sobre la sal, no importa lo pequeño que sea, comparativamente, recauda mucho más que un impuesto sobre los diamantes y es de mayor significación social y económica.

No es el volumen de la recaudación, ni la certidumbre de su cobro lo que da preeminencia a los impuestos indirectos en el esquema de apropiación del estado. Su cualidad más recomendable es que son subrepticios. Es como si dijéramos tomar mientras la víctima no mira. Quienes se esfuerzan por dar a los impuestos un carácter moral están en la obligación de explicar la preocupación por parte del Estado por esconder los impuestos en el precio de los bienes. ¿Hay en ello una confesión de culpabilidad? En los últimos años, en su búsqueda de ingresos adicionales, el Estado jugueteando con la idea de un impuesto a las ventas, un precio por el permiso a vivir directo e inequívoco: los estadistas más inteligentes se han opuesto a esta medida por razones de conveniencia política. ¿Por qué? Si el Estado sirve a un buen fin los productores difícilmente se opondrán a pagar su sostenimiento.

Simplemente por razón del método, no deliberadamente, la tasación indirecta genera un beneficio a los recaudadores privados y por esta razón difícilmente puede esperarse una oposición a los pagos desde ese rincón. Cuando el impuesto se paga antes de la venta se convierte en un elemento de coste que debe añadirse a todos los demás costes al calcular el precio. Como el beneficio esperado es un porcentaje del total, se aprecia que el propio impuesto se convierte en una fuente de ingresos. Cuando la mercancía debe pasar por las manos de varios procesadores y distribuidores, los beneficios acumulados por el impuesto pueden ser tan altos como la cantidad recaudada por el Estado, o incluso mayores. El consumidor paga el impuesto más los beneficios compuestos. En este aspecto son particularmente notorios los pagos aduaneros. Si seguimos la importación de seda en bruto, del importador al limpiador, el hilador, el tejedor, el acabador, el fabricante, el mayorista, el vendedor, cada uno añadiendo su parte al precio pagado por su predecesor, vemos que en el precio que paga la señora por su vestido hay mucho más de lo que requiere el plan arancelario. Sólo este hecho ayuda a hacer a los mercaderes y fabricantes indiferentes al los males del proteccionismo.

El apoyo tácito a los impuestos indirectos deriva de otro subproducto. Cuando un desembolso considerable en impuestos es un prerrequisito para iniciar un negocio, las grandes acumulaciones de capital tienen una evidente ventaja competitiva y difícilmente podríamos esperar de estos capitalistas que defiendan una rebaja en los impuestos. Cualquier granjero puede fabricar whisky y muchos lo hacen, pero la inversión necesaria en timbres fiscales y distintas tasas de licencia hacen que apertura de una destilería y la organización de agencias de distribución sea un negocio sólo para grandes capitales. Los impuestos han obligado a las agradables cantinas de propiedad individual a dar paso al bar de lujo bajo hipoteca a la cervecera o la destilería. Igualmente, la fabricación de cigarrillos se ha concentrado en las manos de unas pocas corporaciones gigantescas con la ayuda de nuestro sistema fiscal: cerca de tres cuartas partes del precio de venta de un paquete de cigarrillos son una recarga por impuestos. Realmente sería extraños que esos intereses fueran a oponerse a los impuestos indirectos (lo que nunca harán), así que el consumidor desinformado, sin voz y desorganizado se ve forzado a pagar el precio superior generado por la competencia limitada.

Los impuestos directos se diferencian de los indirectos no sólo en la forma de recaudación, sino asimismo en el hecho más importante de que no pueden trasladarse: quienes los pagan no pueden reclamar su reembolso a otros. La incidencia de los impuestos directos recae principalmente en rentas y acumulaciones, en lugar de en bienes en el proceso de intercambio. Se nos grava por lo que tenemos, no por lo que compramos, en las ganancias empresariales o los pagos por servicios ya prestados, no los ingresos anticipados. Así que no hay manera de pasar la carga. El pagador no tiene alternativa.

Los impuestos directos claros son los que se recaudan en rentas, herencias, donaciones, valor del terreno. Veremos que esas apropiaciones se prestan a la propaganda de que paguen los ricos y se apoyan en la envidia de los incompetentes, la amargura de la pobreza, la sensación de injusticia que engendra nuestra economía monopolística. Se ha defendido la fiscalidad directa desde los tiempos coloniales (junto con el sufragio universal), como una implantación necesaria para la democracia, como el instrumento esencial de “nivelación”. La oposición de los ricos a los impuestos directos añadió virulencia a los reformistas que defendían éstos. En tiempos normales, el Estado es incapaz de superar esta oposición bien trenzada, organizada y plena de recursos. Pero cuando la guerra o la necesidad de mejorar la pobreza masiva exprimen la bolsa del Estado hasta su límite y nuevos impuestos indirectos se hacen imposibles o amenazan la paz social, la oposición debe ceder. El Estado nunca renuncia completamente a las prerrogativas que adquiere durante una “emergencia” y así, después de una serie de guerras y depresiones, los impuestos directos se convirtieron en parte integrante de nuestra política fiscal y aquellos en quienes recaen deben contentarse con recortar los gravámenes o tratar de transferirlos de un hombro a otro.

Aunque se había previsto, durante los debates del impuesto sobre la renta en la primera parte del siglo, la etiqueta de que paguen los ricos resultó ser un término malévolamente equivocado. Era imposible que el Estado se contuviera una vez que este instrumento de obtener ingresos adicionales estuviera en sus manos. Una renta es una renta, venga de dividendos, operaciones del mercado negro, ganancias del juego o simples salarios. A medida que aumentan los gastos del Estado, lo que siempre ocurre, las inhibiciones legales y consideraciones de justicia o compasión se dejan de lado y el estado mete mano a todos los bolsillos. Así, en Filadelfia, el poder político reclama que el empresario deduzca una cantidad del sobre de la paga, no sólo como retención del salario, sino aún más mediante los llamados impuestos de seguridad social. Por cierto que éstos demuestran la completa inmoralidad del poder político. Los impuestos de seguridad social no son sino impuestos a los salarios en toda su extensión y se les dio un nombre equívoco deliberada y maliciosamente. Incluso la parte que “paga” el empresario acaba siendo abonada por el trabajador en el precio de los bienes que consume, pues es obvio que esta parte es un mero coste de operación y se repercute con un recargo. La recaudación de los impuestos de la seguridad social no se deja aparte para pagar “beneficios” sociales, sino que se incluye en el fondo fiscal general, sujeto a cualquier apropiación, y cuando se acaba autorizando una miseria a un anciano, se paga con la recaudación fiscal actual. No es comparable en modo alguno con un seguro, ficción que se ha abierto paso en nuestra política fiscal, sino que es un impuesto directo a los salarios.

Hay más gente en los tramos de bajos ingresos que en los altos; hay más legados pequeños que grandes. Por tanto, en el total, aquellos que son menos capaces de soportar las cargas de que paguen los ricos, son los que las sufren. El intento de ocultar esta desigualdad por un sistema de graduaciones no es real. Incluso un pequeño impuesto a una renta de mil dólares anuales causará al pagador alguna dificultad, mientras que un impuesto del 50% sobre cincuenta mil dólares deja suficiente para vivir confortablemente. Hay una enorme diferencia entre arreglárselas sin un nuevo automóvil y seguir usando unos pantalones con remiendos. También debería recordarse que el ingreso del trabajador casi siempre está limitado a los salarios, que son fáciles de registrar, mientras que las grandes rentas derivan principalmente de negocios u operaciones de juego y no son tan fáciles de percibir; ya sea por intentar pagar todo el impuesto o por las necesarias ambigüedades que hacen que la cantidad exacta sea asunto de conjeturas en la contabilidad, quienes tengan grandes rentas se ven favorecidos. Son los pobres los que pagan más por los impuestos para que paguen los ricos.

Los impuestos de todo tipo desalientan la producción. El hombre trabaja para satisfacer sus deseos, no para financiar el Estado. Cuando se le quitan los resultados de sus trabajos, sea por bandidos o por la sociedad organizada, su inclinación es limitar su producción a la cantidad que puede quedarse y disfrutar. Durante la guerra, cuando se introdujo la retención en las nóminas, los trabajadores tuvieron que adivinar la paga que llagaba a casa y se despedían cuando este neto, después de impuestos, no mostraba ningún incremento comparado con el trabajo extra que costaría: el ocio también es una satisfacción. El que busca premios rechaza otro compromiso lucrativo porque el ingreso adicional llevaría a su renta anual a un tramo impositivo más alto. De forma parecida, todo empresario debe tener en consideración, cuando sopesa el riesgo y la posibilidad de ganancia en una nueva empresa, la certidumbre de una compensación en impuestos en caso de éxito, y el tamaño de las acumulaciones de capital abortadas por los impuestos de sucesiones.

Mientras nos ocupamos del asunto del desaliento de la producción por los impuestos, no deberíamos olvidar el mayor peso de los impuestos indirectos, aunque esto no sea tan obvio. El nivel de producción de una nación viene determinado por el poder de compra de sus ciudadanos y en la medida en que este poder viene minado por los gravámenes, el nivel de la producción se reduce proporcionalmente. Es un silogismo estúpido y perfectamente indecente mantener que lo que recauda el Estado lo gasta y que por tanto no hay rebaja en el poder total de compra. Los ladrones también gastan su botín con mucha más generosidad que los verdaderos propietarios y basándose en el gasto podríamos hacer una defensa del valor social del robo. Es la producción, no el gasto, lo que engendra producción. Sólo mediante la aportación de contribuciones comercializables al fondo general de riqueza se aceleran los engranajes de la industria. Por el contrario, toda deducción de este fondo general de riqueza ralentiza la industria y todo gravamen a los ahorros desanima la acumulación de capital. ¿Por qué trabajar si no se gana nada? ¿Por qué abrir un negocio para sostener a los políticos?

En principio, como percibieron los redactores de la Constitución, el impuesto directo es el peor, pues niega directamente la sacralidad de la propiedad privada. Por su mismo sigilo, el impuesto indirecto es un reconocimiento ambiguo del derecho del individuo a sus ganancias: el Estado se acerca sigilosamente al propietario, por decirlo así, y se lleva lo que necesita alegando dicha necesidad, pero no tiene la temeridad de cuestionar el derecho del propietario a sus bienes. Sin embargo el impuesto directo proclama rotunda y descaradamente el derecho prioritario del Estado sobre todas las propiedades. La propiedad privada se convierte en una concesión temporal y revocable. El ideal jeffersoniano de derechos inalienables se ve así liquidado y sustituido por el concepto marxista de la supremacía del estado. Es mediante la política fiscal, más que mediante la revolución violenta o la apelación a la razón o la educación popular o cualquier fuerza histórica ineluctable, mediante la que se lleva a cabo lo sustancial del socialismo. Advirtamos cómo se ha logrado la centralización que deseaba Alexander Hamilton a partir de la implantación del impuesto federal sobre la renta, cómo se ha disuelto en la práctica la unión de comunidades independientes. Las comunidades se han reducido al estado de distritos, el individuo ya no es un ciudadano de su comunidad, sino un súbdito del gobierno federal.


Publicado el 2 de abril de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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