El auge del capitalismo

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[Liberty & Property (2009)]

El sistema precapitalista de producción era restrictivo. Su base histórica era la conquista militar. Los reyes victoriosos habían dado el territorio a sus paladines. Estos aristócratas eran señores en el sentido literal del término, ya que no dependían del apoyo de consumidores comprando o absteniéndose de comprar en un mercado.

Por otro lado, ellos mismos eran los principales clientes de las industrias de procesado, que, bajo el sistema de gremios, se organizaban bajo un esquema corporativo. Este esquema era opuesto a la innovación. Prohibía desviarse de los métodos tradicionales de producción. El número de personas para las que había trabajo incluso en la agricultura o en las artes y artesanías estaba limitado. Bajo estas condiciones, muchos hombres, por usar las palabras de Malthus, tenían que descubrir que “en la asombrosa fiesta de la naturaleza no había plaza vacante para ellos” y que “ésta les decía que se fueran”.[1] Pero algunos de estos marginados se las arreglaban para sobrevivir, tener hijos y hacer que el número de indigentes creciera sin esperanzas cada vez más.

Pero luego llegó el capitalismo. Es habitual ver las innovaciones radicales que trajo el capitalismo en la sustitución de los métodos más primitivos y menos eficientes de las tiendas artesanas por las fábricas mecánicas. Es una visión superficial. La característica propia del capitalismo que le distingue de los métodos precapitalistas de producción fue su nuevo principio de marketing.

El capitalismo no meramente producción en masa, sino producción en masa para satisfacer las necesidades de las masas. Las artesanías de los buenos viejos tiempos habían atendido casi exclusivamente los deseos de la gente acomodada. Pero las fábricas producían bienes baratos para la mayoría. Todas las primeras fábricas creadas se diseñaron para servir a las masas, los mismos estratos sociales que trabajaban en las fábricas. Les servían  o bien suministrándoles directamente o bien indirectamente exportando y ofreciéndoles alimentos y material extranjeros. Este principio de marketing fue la señal del capitalismo temprano, como lo es del capitalismo actual.

Los propios empleados son los clientes que consumen la mayor parte de todos los bienes producidos. Son consumidores soberanos que “tienen siempre la razón”. Su compra o abstención de compra determina qué ha de producirse, en qué cantidad y de qué calidad. Al comprar lo que les va mejor hacen que algunas empresas obtengan beneficios y se expandan y otras pierdan dinero y se encojan. Por tanto están continuamente cambiando el control de los factores de producción a las manos de aquellos hombres de negocio que tengan más éxito en atender sus deseos.

Bajo el capitalismo, la propiedad privada de los factores de producción es una función social. Empresarios, capitalistas y terratenientes son los mandatarios, por decirlo así, de los consumidores y su mandato es revocable. Para ser rico, no basta haber ahorrado y acumulado capital una vez. Es necesario invertirlo una y otra vez en aquellas líneas que mejor atiendan los deseos de los consumidores. El proceso de mercado es un plebiscito repetido diariamente y expulsa inevitable de las filas de la gente rentable a quienes no empleen su propiedad de acuerdo con las órdenes dadas por el público. Pero las empresas, objeto de odios fanáticos por parte de todos los gobiernos contemporáneos y los autocalificados como intelectuales, adquieren y mantienen su grandeza solo porque trabajan para las masas. Las fábricas que atienden a los lujos de unos pocos nunca alcanzan a tener un gran tamaño.

El defecto de historiadores y políticos del siglo XIX fue que no se dieron cuenta de que los trabajadores eran los principales consumidores de los productos de la industria. En su opinión, el asalariado era un hombre que trabajaba duramente para el único beneficio de una clase ociosa parásita. Trabajaban bajo el engaño de que las fábricas habían dañado al bloque de los trabajadores manuales. Si hubieran prestado alguna atención a las estadísticas habrían descubierto fácilmente las mentiras de sus opiniones. La mortalidad infantil cayó, la esperanza media de vida se prolongó, la población se multiplicó y el hombre medio común disfrutó de comodidades que ni siquiera los ricos de épocas anteriores habían soñado.

Sin embargo, este enriquecimiento sin precedentes de las masas era meramente un derivado de la Revolución Industrial. Su principal logro fue la transferencia de la supremacía económica de los propietarios de tierras a la totalidad de la población. El hombre común ya no sería un esclavo que tuviera que contentarse con las migajas que caen de las mesas de los ricos. Desparecieron las tres castas de parias que eran características de las eras precapitalistas (los esclavos, los siervos y esa gente a la que se referían como los pobres los autores patriotas y escolásticos, así como la legislación británica de los siglos que van del XVI al XIX). Sus vástagos se convirtieron, en esta nueva disposición de los negocios, no solo en trabajadores libres, sino también en consumidores.

El cambio radical se reflejó en el énfasis puesto en los mercados por parte de los negocios. Lo que necesitan en primer lugar los negocios son mercados y más mercados. Era la palabra clave de la empresa capitalista. Mercados, lo que significa clientes, compradores, consumidores. Bajo el capitalismo hay una vía para la riqueza: servir a los consumidores mejor y más barato que otra gente.

Dentro de la tienda y la fábrica el propietario (en las corporaciones, el representante de los accionistas, el presidente) es el jefe. Pero esta jefatura es meramente aparente y condicional. Está sujeta a la supremacía de los consumidores. El consumidor es el rey, el jefe real y el fabricante esta listo si no supera a sus competidores en servir mejor a los consumidores.

Fue esta gran transformación económica la que cambió la faz del mundo. Muy pronto transfirió el poder político de las manos de una minoría privilegiada a la del pueblo. El voto adulto se siguió al voto industrial. El hombre común, a quien el proceso de mercado había dado el poder de elegir el empresario y los capitalistas, adquirió el poder análogo en el campo del gobierno. Se convirtió en votante.

Muchos eminentes economistas, creo que el primero fue el último Frank A. Fetter, han observado que el mercado es una democracia en la que cada penique da un derecho de voto. Sería más correcto decir que el gobierno representativo por el pueblo es un intento de disponer los asuntos constitucionales de acuerdo con el modelo del mercado, pero este diseño no puede conseguirse nunca completamente. En el campo político siempre prevalece la voluntad de la mayoría y las minorías deben someterse a él. Sirve asimismo a las minorías, siempre que no sean tan insignificantes en número como para ser insignificantes. La industria  del vestido produce ropa no solo para gente normal, sino también para la gente corpulenta y los editores no publican solo novelas del oeste y de detectives para las masas, sino asimismo libros para lectores refinados.

Hay una segunda diferencia importante. En la esfera política, no hay medio para que un individuo o un pequeño grupo de individuos desobedezcan la voluntad de la mayoría. Pero en el campo intelectual la propiedad privada hace posible la rebelión. El rebelde tiene que pagar un precio por su independencia: no hay en este universo premios que puedan obtenerse sin sacrificios. Pero si un hombre está dispuesto a pagar el precio, es libre de desviarse de la ortodoxia o neo-ortodoxia gobernante.

¿Cuáles habrían sido las condiciones en la sociedad socialista para herejes como Kierkegaard, Schopenauer, Veblen o Freud? ¿O para Monet, Courbet, Walt Whitman, Rilke o Kafka? En todas las épocas, los pioneros de nuevas formas de pensar y actuar solo podían actuar porque la propiedad privada hacía posible el desprecio de las formas de la mayoría. Solo unos pocos de estos separatistas eran económicamente suficientemente independientes como para desafiar al gobierno en las opiniones de la mayoría. Pero encontraron en el clima de la economía libre a gente pública lista para ayudarles y apoyarles. ¿Qué habría hecho Marx sin su patrocinador, el fabricante Friedrich Engels?


[1] Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, 2ª ed. (Londres, 1803), p. 531. [Publicado en España como Ensayo sobre el principio de la población (Madrid: Akal (1990)]

Publicado el 31 de agosto de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.