Ésta es una historia acerca de unas pocas personas que he conocido que vivían “al margen” y cómo creo que el pensamiento austriaco se aplica a ellas y probablemente a mucha gente como ellas.
Los estudiantes de la economía austriaca estarán familiarizados con el concepto de marginalidad. La teoría de la utilidad marginal del valor de Carl Menger revolucionó la ciencia económica: todos los libros de texto se ocupan del producto y el coste marginal y es el trabajador marginal el que queda fuera del mercado por culpa del salario mínimo. En su aspecto económico, se han ocupado de la marginalidad con mucho detalle.
Sin embargo, como pasa como muchas de las demás cosas de la economía, hay un aspecto más personal en la teoría del valor que creo que merece más atención de la que ha recibido. Igual que no existe en la realidad una economía en rotación constante, tampoco ha habido una vida vivida uniformemente. En la medida en que se deje de tener en cuenta este elemento más subjetivo, incluso los modelos más rigurosamente teóricos de la acción humana corren el riesgo de sucumbir a una esterilidad intelectual en la que se olvide la humanidad del actor. Una mirada a la significación más profunda de la marginalidad puede ofrecernos una manera de evitar esta trampa en otras áreas.
Hace una década, estuve un año trabajando en un “club residencia” al que llamaré Hampton House, una especie de híbrido ilegítimo entre una hotel de cinco estrellas y un albergue juvenil. Nuestra clientela era principalmente estudiantes extranjeros de programas de estudios en el extranjero subvencionados por los gobiernos, que se dedicaban al turismo y a la visita de bares, actividades entreveradas con ocasionales clases de inglés a las que les obligaban las regulaciones de los visados de estudiante. Como los hoteles céntricos eran prohibitivamente caros, los clubs residencia estaban entre las opciones más atractivas para estos estudiantes. La misma empresa que poseía Hampton House poseía también la mayoría de los demás.
Ocurrían casi diariamente cosas que harían que Fawlty Towers pareciera el Ritz Carlton. Era un lugar en el que la respuesta habitual del director a una queja perfectamente legítima de un cliente era algo parecido a esto. “Bueno, no es culpa mía que usted decidiera alojarse aquí, ¿no?”
Fui testigo personal de tantas tonterías que podría escribir un libro, desde la investigación de la dirección, digna de los polis de Keystone, respecto de quién había meado en el teléfono de la cocina (por supuesto, no fue nadie: estaba cayendo agua de una vieja tubería a través del aislante amarillo sobre la estantería superior), hasta el director adjunto que mintió diciendo que se moría de cáncer y que vagaba por las noches poniendo la oreja en las puertas de los residentes intentando detectar “actividades sospechosas”.
Respecto de las condiciones de trabajo, los empleados compartían habitaciones diminutas y con un mobiliario mínimo, duchas compartidas y un almuerzo para empleados sobre el que no puede decirse nada que quede por escrito. No había cuentas de jubilación, ni vacaciones, ni seguro sanitario. La esclavitud salarial no contaba porque no había salarios y cada nuevo contratado tenía que firmar un formulario consintiendo su desalojo inmediato al terminar el contrato. Un director había sido despedido por vender drogas, otro claramente las estaba consumiendo y un tercero había convertido el sótano en un museo de coches de juguete.
Apenas sorprende que un lugar tan marginal atrajera a solicitantes de empleo lejos de los habituales. Algunos eran como yo: graduados universitarios que había abandonado el hogar con poco más que calderilla en los bolsillos, animados por la engañosa y tentadora perspectiva de buscar fortuna en la gran ciudad. Otros ya habían probado fortuna y habían perdido. Mi compañero de habitación Ted había sido en otro tiempo un multimillonario con un puesto en la Cámara de Comercio de Chicago. Pero perdió todo cuando, después de dos semanas gastando más tiempo con Jack Daniels que con Dow Jones, sonó el teléfono y la voz al otro lado le dijo “¡Margen adicional!” Ahora, tres décadas después, estaba de nuevo al margen, ganándose un dinero extra aquí y allá por 20$ siempre que alguien necesitaba tiempo libre.
Sin embargo para algunos la marginalidad era más que una mera circunstancia: era una forma de vida. Sus currículos incluían habitualmente hospitalizaciones psiquiátricas, a menudo unidas a un régimen externo de antipsicóticos. El miembro más memorable de este grupo era Ben, el educado auditor de la empresa. Amable ante los fallos y listo intelectualmente, Ben era el empleado que llevaba más tiempo en Hampton House desde que se tenía memoria. Durante un tiempo no pude entender cómo alguien de su calibre podía permanecer tan inquebrantablemente leal a un empresario que lo mereciera tan poco. Hasta que apareció en recepción una mañana, pálido y sudoroso, y me pidió que llamara al director. “Tengo hormigas en mi habitación”, dijo. “Millones. Y agentes de la CIA tratando de romper mi ventana y robarme mi computadora. Tienes que llamar a alguien. No puedo contenerles eternamente”.
Ben acabó dejando de tener alucinaciones después de unos tres días y una conversación con un policía comprensivo y simpático. Pero dejé de preguntarme por su historia como empleado marginal.
Desde entonces, he perdido el contacto con la mayoría de los espíritus torturados que conocí en aquellos tiempos y muchos de sus nombres se han desvanecido en mi memoria. Pero recuerdo muy claramente cómo me sentía respecto de sus circunstancias. La gran mayoría se consideraban explotados y entonces yo compartía esta opinión. Después de todo, Hampton House era prácticamente el niño del póster de una empresa “socialmente irresponsable”. Gracias a su envidiable ubicación y a su aversión al mantenimiento del capital que solo rivalizaba con Alcatraz, podía obtener enormes beneficios incluso operando a menos de la mitad de su capacidad, y esto a pesar de una filosofía de negocio que veía a sus empleados como pasivos, la competencia gestora como un lujo y a los clientes como un mal necesario.
Sin embargo el conocimiento de la filosofía austriaca me ha obligado a revisar casi todo lo que creía antes acerca de Hampton House. ¿Éramos realmente las víctimas de la avariciosa explotación y búsqueda de beneficios capitalista? La teoría de la utilidad muestra esta cuestión de otra manera: ¿Quién elige vivir bajo estas condiciones y por qué? ¿No hemos ido todos a Hampton House precisamente porque ofrecía algo que todos valorábamos lo suficiente como para justificar los costes de oportunidad de estar allí?
A mí me producía beneficios inmensos: beneficios de un tipo que ningún gobierno podría nunca ordenar. Significaba que podía ser independiente financieramente, aunque con muy poco dinero. Significaba que cada vez que salía por la puerta me encontraba en medio de la que sigue siendo la ciudad más deslumbrante y asombrosa que yo haya visto nunca. Sobre todo, significaba unos pocos meses finales preciosos de juventud bien desperdiciada antes de que pudiera al fin tener que sentar la cabeza y “conseguir un empleo real”. Fueran cuales fueran los inconvenientes, Hampton House me ofrecía la mejor oportunidad de lo que los economistas llaman maximizar la utilidad. Y esto debe haber sido igual también para los demás, ya que si no, no hubieran estado allí.
Aún así, la explicación austriaca del valor no es meramente una teoría de la utilidad, sino de la utilidad marginal, un concepto que, cuando se aprecia en su totalidad imbuye a la economía de un significado humano más profundo del que generalmente se les atribuye. Considerémoslo: la mayoría de la gente citaría hoy a Hampton House como un ejemplo de libro del fracaso del mercado en proteger a los débiles. Sería para ellos un repudio de la de libertad como fundamento de un orden social justo, dando mayor justificación a los salarios mínimos, la legislación laboral y la supervisión burocrática.
Pero visto a través de los ojos austriacos, la verdad es justamente la contraria. Por muy contraintuitivo que pueda parecer, la sociedad necesita a sus productores marginales. Por muy malas que puedan haber sido las condiciones, permanece el hecho de que sin Hampton House alguna de la gente que allí trabajaba no hubiera tenido un trabajo en absoluto. Cualquier compañía con una supervisión competente les habría despedido en una semana. Por el contrario, descubrieron que el margen tiene sitio incluso para ellos.
Es verdad que es rara la empresa que pueda ser tan mala como Hampton House y sobrevivir por un periodo extendido de tiempo. Es porque en la mayoría de los casos la competencia echa a esas empresas del mercado, efectuando una transferencia de su capital a manos de productores más capaces: la “soberanía del consumidor” de la cual hablaba tan a menudo Mises. Aún así, como nos recuerda Butler Shaffer en su libro Boundaries of Order, la propia vida “funciona en el margen”. Y de hecho ahí están esos productores marginales que se las arreglar para mantenerse un año tras otro. Algunos incluso prosperan. ¿Por qué? Porque han encontrado un nicho que les necesita. Y porque lo han hecho, la gente más marginal de la sociedad tiene asimismo un lugar que les necesita. Abandonadas a la “compasión” del reformador social o legislador, muchos de ellos no tendrían adónde ir, excepto a un hospital mental del estado. En el mercado, siguen siendo libres de buscar sentido a su vida realizando una contribución productiva, aunque sea modesta, a las vidas de otros.
Es el significado más profundo de la utilidad marginal: que cuando la sociedad es libre, incluso los más marginales entre nosotros no tienen que estar marginados.
Este artículo está dedicado a Ben, que murió en su habitación de Hampton House el pasado año.
Publicado el 22 de noviembre de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.