Escrito por Lysander Spooner. La edición americana original de esta obra fue publicada el 18 de marzo de 1882 en un número de la revista Liberty, dirigida por Benjamín Tucker, bajo el título: Natural Law; or the science of Justice: A treatise on natural law, natural justice, natural rights, natural liberty, and natural society; showing that all legislation whatsoever is an absurdity, a usurpation and a crime (Ver el libro completo en español La ley natural, o la ciencia de la justicia: Un tratado sobre la ley natural, la justicia natural, los derechos naturales, la libertad natural y la sociedad natural; señalando que todo lo que muestra toda la legislación es un absurdo, una usurpación y un crimen).
La portada de la reedición de Boston de julio de 1882 contiene la mención “primera parte”, pero no se conoce una segunda parte del presente tratado. Este escrito fue re-publicado en The Collected Works of Lysander Spooner. M. and S. Press, Weston, Massachusetts, 1971; el mismo que fue parcialmente traducido al portugués como Lysander Spooner. Insultos a chefes de Estado. Fenda ediçoes, Lisboa 1998; que incluye The Constitution of No Authority, de 1870, y Natural Law, de 1882, a partir del cual hemos sacado esta nota introductoria y la traducción que aquí presentamos.
L. Spooner, nace en Massachusetts (EEUU). Jurista de formación y de profesión, milita en las filas de los abolicionistas, desplegando una gran actividad contra el juicio y ejecución de John Brown, en 1859. Ya en 1845 había escrito Unconstitutionality of slavery, ensayo radical contra la esclavitud, y en 1850, A Defense for fugitive Slaves, defendiendo el derecho de fuga de los esclavos. En 1870 escribe The Constitution of No Authority, donde se afirma como pensador anarquista radical: cualquier gobierno es una asociación de ladrones y asesinos; toda legislación se opone al derecho natural y, por tanto, es criminal. Este libro tendrá gran influencia entre los filósofos, y es una de las fuentes ideológicas de varios de los pensadores anarcocapitalistas.
Capítulo I
La ciencia de la justicia
I
La ciencia de lo mío y de lo tuyo -la ciencia de la justicia- es la ciencia de todos los derechos del hombre: de todos los derechos que un hombre posee sobre su persona y sus bienes; de todos los derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Es esta ciencia, y sólo ella, la que dice a cualquier hombre aquello que, sin lesionar los derechos de otra persona, puede y no puede hacer; aquello que puede y no puede tener; aquello que puede y no puede decir.
Es la ciencia de la paz; la única ciencia de la paz; ya que es la única ciencia que nos dice en qué condiciones los hombres pueden vivir en paz, o deberían vivir en paz los unos con los otros.
Tales condiciones son sencillamente las siguientes: primero, que cada hombre hará, en lo que a todos los otros se refiere, todo aquello que la justicia le obliga a hacer; así pagará sus deudas, devolverá cualquier bien tomado como préstamo o robado a su propietario y reparará cualquier daño que haga sufrir a la persona o a los bienes de otro.
La segunda condición consiste en que cada hombre se abstenga de hacer sufrir a otro o de hacer aquello que la justicia prohíba; abstenerse, por tanto, de todo robo, agresión, incendio criminal, asesinato, así como de cualquier otro crimen que perjudique a personas o bienes de otro.
Contando con que estas condiciones sean observadas, los hombres permanecerán en paz unos con otros. A partir del momento en que una de estas condiciones fuera violada, los humanos entrarán en guerra. Y permanecerán necesariamente en guerra hasta que la justicia sea restablecida.
En todos los tiempos, tan atrás como nos informa la historia, y en todas partes, siempre que los hombres se esforzaron por vivir en paz unos con otros, el instinto natural y la sabiduría colectiva de la raza humana reconocieron y prescribieron, como condición indispensable, la obediencia a esta obligación única y universal; a saber, que cada cual tiene o debe de comportarse honestamente en lo que se refiere a todos los demás.
Según la antigua máxima, todo el deber legal de un hombre para con sus semejantes se resume en la sencilla frase siguiente: “Vivir honestamente, no causar daño sea a quien sea, dar a cada uno lo que le es debido”.
En verdad, la totalidad de esta máxima puede reducirse incluso con los términos siguientes: vivir honestamente; porque vivir honestamente es no causar daño a nadie, y dar a cada cual lo que le es debido.
II
El hombre tiene ciertamente para con sus semejantes muchos otros deberes morales; así, tiene que alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos, cobijar a los que no tienen techo, cuidar a los enfermos, proteger a los indefensos, ayudar a los débiles, enseñar a los ignorantes. Pero estos deberes son simples deberes morales, y con relación a ellos cada hombre es el único juez capaz de decidir por sí mismo, en cada caso particular, cómo y hasta qué punto podrá o querrá cumplirlos. Las cosas son diferentes cuando se trata de sus deberes legales -, estos que consisten en una conducta honesta en lo que se refiere a sus semejantes: en este punto, sus semejantes tienen no solamente el derecho a juzgar, sino, en vistas a su propia protección, el deber de hacerlo. Y, en caso que sea necesario, tienen el derecho de obligarlo a cumplir sus deberes legales; lo que se podrá hacer ya sea a título individual o por concertación. Del mismo modo, lo podrán hacer al momento, si la situación lo exige, o después de deliberarlo, y de manera sistemática, si lo juzgaran bueno, y la situación lo permite.
III
Aunque cada uno – cada hombre, o grupo de hombres, en pie de igualdad con cualquier otro – tenga el derecho a rechazar la injusticia y de prestar justicia a sí mismo, y de dispensarla a todos los que se sientan lesionados, para evitar los errores que resultan a veces por la precipitación y la pasión, y a fin de que cualquier hombre que lo desee tenga medios para garantizar su protección sin necesidad de recurrir a la fuerza, es evidentemente deseable que los humanos se asocien – contando que la asociación sea libre y voluntaria – para garantizar la justicia entre sí y para asegurar su protección contra los malhechores venidos del exterior. Es de igual manera sumamente deseable que se pongan de acuerdo sobre un plano o un sistema de proceso judicial que, enjuiciando diferencias, avale la prudencia, la deliberación, una investigación minuciosa y, hasta donde sea posible, la ausencia de cualquier influencia externa, con el simple deseo de hacer justicia.
Ahora bien, semejantes asociaciones solamente serán justas y deseables en la medida en que fueren totalmente voluntarias. Nadie puede ser legítimamente obligado, en contra de su voluntad, a adherirse a una asociación como tal o a apoyarla. Sólo el propio interés, el propio juicio, la consciencia de cada uno determinaran a adherirse, o no, a una asociación, y a ésta en vez de aquélla. Si un hombre elige, en lo que se refiere a la protección de sus derechos, depender tan solo de sí mismo, y de la asistencia voluntaria que otras personas puedan libremente ofrecerle en caso de necesidad, tiene todo el derecho a hacer esta elección. Y semejante actitud deberá proporcionarle una razonable seguridad, con tal de que él mismo manifieste una solicitud recíproca de manera que los hombres, en este caso, puedan ayudar a defender a las personas perjudicadas; y con tal de que él mismo “se comporte honestamente, no cause daño a nadie, y dé a cada uno aquello que le es debido”. Porque un hombre así tendrá buenas razones para creer que siempre se encontrará con amigos y defensores en caso de necesidad, se adhiera o no a una asociación.
Es cierto que en estricta justicia nadie puede ser obligado a adherirse a una asociación cuya protección no desea, ni ser obligado a sustentarla. Del mismo modo, según la razón y la justicia, no podremos esperar de cualquier hombre que se una o apoye una asociación cuyos fines y métodos piense que no serán un modelo para alcanzar el objetivo que la asociación pretende alcanzar, a saber mantener la justicia sin con eso incurrir ella misma en la práctica de la injusticia.
Juntarse a una asociación que se cree ineficaz, o apoyarla, sería en efecto, absurdo. Unirse a una asociación que se cree capaz de cometer ella misma una injusticia, dar sustento a esta asociación, sería criminoso. Por tanto, es preciso dejar a cada uno la libertad de adherirse o no adherirse a una asociación que ha sido creada en vistas al efecto referido, tal como se le deja la libertad de adherirse o no a cualquier otra asociación, según le convenga conforme a su interés, a su juicio o a su consciencia.
Una asociación de protección mutua contra la injusticia es como una asociación de protección mutua contra el incendio o el naufragio. No hay ninguna razón para obligar a nadie, sea quien fuera, a apoyar o unirse contra la propia voluntad a una de estas asociaciones, ni para obligar a nadie a reunirse con cualquier otra asociación cuyas ventajas – suponiendo que las tenga – no le interesan o cuyos fines y métodos no aprueba.
IV
No se podrá objetar a estas asociaciones voluntarias el argumento de que les faltaría este conocimiento de la justicia, como ciencia, que les sería necesario para mantener la justicia y evitar que incurran, ellas mismas, en la práctica de la injusticia. La honestidad, la justicia, el Derecho Natural, todo esto es habitualmente un asunto mucho más simple y fácil, a cuya comprensión tienen pleno acceso los espíritus simples. Los que quieren así esclarecer un caso particular no necesitan las más de las veces ir muy lejos para conseguirlo. Es cierto que se trata de una ciencia que es preciso aprender, como cualquier otra. Pero también es verdad que se aprende muy fácilmente. Aunque tan ilimitada en sus aplicaciones como las relaciones y transacciones infinitas que se pueden establecer entre los hombres, la ciencia de la justicia está con todo constituida por un pequeño número de principios simples y elementales, principios cuya verdad y equidad son aprendidas casi intuitivamente por cada espíritu común. Y la mayoría de los hombres tienen la misma percepción de lo que constituye la justicia, o de lo que la justicia exige, aprenden de la misma manera los hechos a partir de los cuales extraerán sus conclusiones.
Aunque quisieran, una vez que los hombres viven en contacto unos con otros y mantienen relaciones entre sí, no podrían evitar aprender una gran parte del Derecho Natural. Las relaciones entre los hombres, sus posesiones separadas y sus necesidades individuales, así como la disposición que cada hombre tiene de exigir con insistencia lo que considera que se le debe y de reprobar y repeler cualquier intrusión en aquello que considera ser su derecho, todo esto le obliga que a cada instante su espíritu se pregunte: ¿Será justo? ¿Será injusto? ¿Será mejor está cosa? ¿O lo será la otra? Pues bien, tales son las cuestiones del Derecho Natural; cuestiones a las que, en la gran mayoría de los casos, el espíritu humano responde del mismo modo.
Los críos aprenden muy pronto los principios fundamentales del Derecho Natural. Así, comprenden rápidamente que un niño, a menos que tenga sus buenas razones, no debe pegar a otro o hacerle daño; ni ejercer un control o un dominio arbitrario sobre otro; ni, por la fuerza, por estafa o robo, apoderarse de un bien que pertenece a otro niño; y que, si hace una cosa que está mal en detrimento de otro, el niño perjudicado tiene no sólo el derecho a resistir, sino también, si es necesario, castigar al agresor obligándole a una reparación como conviene al derecho y al deber moral de todos los otros niños y de todas las demás personas, que ayudarían a la parte perjudicada, defendiendo sus derechos y reparando los daños que hubiera sufrido. Tales son los principios fundamentales del Derecho Natural que rigen los intercambios más importantes del hombre como tal. Ahora bien, los niños lo aprenden incluso antes de saber que tres más tres son seis, o que cinco más cinco suman diez. Ni siquiera sus juegos infantiles serían posible sin el constante respeto a estos principios; y es de la misma manera imposible que personas, sea cual sea su edad, vivan conjuntamente y en paz sin que los mismos principios sean respetados.
No sería extravagante mantener que, en la mayor parte de los casos, sino en todos, la humanidad, en el conjunto de sus miembros, jóvenes y viejos, aprende este Derecho Natural mucho antes de aprender el sentido de las palabras por medio de las cuales lo describimos. En realidad sería imposible hacer que los hombres comprendieran el sentido real de las palabras si no empezaran por comprender el sentido verdadero de las propias cosas. Hacer comprender el sentido de las palabras justicia e injusticia antes de conocer la naturaleza de estas cosas sería tan imposible como hacerles comprender el sentido de las palabras caliente y frío, húmedo y seco, luz y tinieblas, blanco y negro, uno y dos, antes de conocer la naturaleza de esas cosas. Los hombres deben necesariamente conocer los sentimientos y las ideas no menos que los objetos materiales, antes de conocer el sentido de las palabras por medio de las cuales los describimos.
Capítulo II
La ciencia de la justicia
(continuación)
I
Si la justicia no es un principio natural, no es un principio. Si no es un principio natural, pura y simplemente no existe. Si la justicia no es un principio natural, todo lo que los hombres hubieran dicho y escrito acerca de la justicia, desde tiempos inmemoriales, hubiera sido escrito sobre una cosa que no existe. Si la justicia no es un principio natural, todas las llamadas a la justicia que siempre oímos, fueron llamadas y luchas por una cosa puramente imaginaria, por una fantasía de la imaginación, y no por una realidad.
Si la justicia no es un principio natural, tampoco la injusticia existe; y todos los crímenes que fueron cometidos en este mundo nada tuvieron de crímenes, no pasando de simples acontecimientos, como el caer de la lluvia o el sol que se pone; acontecimientos de los que las víctimas no tienen más razones para quejarse que aquellas que tendrían para hacerlo acerca del curso de los ríos o del crecimiento de la vegetación.
Si la justicia no es un principio natural, los gobiernos (como se les llama) no tienen más derecho ni razón de conocerla, o de pretender profesarla y conocerla, que de conocer cualquier otro objeto inexistente; y cuando profesan establecer la justicia, o mantener la justicia, o tener la justicia en cuenta, profesan una palabrería de imbéciles o un fraude de impostores.
Si por el contrario la justicia es un principio natural, entonces necesariamente es un principio inmutable; y que no puede ser alterado – por un poder inferior al establecido – del mismo modo que tampoco pueden serlo la ley de la gravitación o de la luz, los principios de las matemáticas, o cualquier otro principio natural o ley natural; y todas las tentativas o pretensiones, por parte de cualquier hombre o grupo de hombres – bajo el nombre de gobierno o bajo cualquier otro nombre – de intentar sustituir la justicia por su propio poder, voluntad, placer o juicio en lo que se refiere a la regulación del comportamiento de quien fuere, son un absurdo, una usurpación, y una tiranía tan grande como serían sus esfuerzos para establecer su poder, voluntad, placer o juicio en lugar de cualquiera de las leyes físicas, mentales o morales del universo.
II
Si existe un principio de justicia, se trata necesariamente, de un principio natural; y que es, como tal, materia de ciencia: puede ser aprendido y aplicado como cualquier otra ciencia. Pretender prolongarlo o restringirlo por medio de una legislación es tan falso, ridículo y absurdo como pretender por medio de una legislación prolongar o restringir las matemáticas, la química o cualquier otra ciencia.
III
Si existe un principio de justicia, toda la legislación de que la raza humana entera es capaz en nada puede aumentar o restringir su autoridad suprema. Y todas las tentativas de la raza humana, o de una porción de esta raza, intentando aumentar o restringir en lo que sea, y en el caso que sea la suprema autoridad de la justicia, no obligaría a los simples individuos más de lo que obliga el viento que pasa.
IV
Si existe un principio de justicia, o de Derecho Natural, se trata del principio o Ley que nos dice qué derechos pertenecen a cada ser humano por razón de su nacimiento; y por consiguiente qué derechos inherentes en cuanto a ser humano continuarán necesariamente perteneciéndole como adquiridos a lo largo de toda su vida; derechos que podrán ser pisoteados, pero que no pueden ser extinguidos, aniquilados, separados o eliminados de su naturaleza de ser humano; y que tampoco pueden ser privados de la autoridad o de la fuerza de la obligación que les son inherentes.
Por el contrario, si no existe principio de justicia o de Derecho Natural, entonces cada uno de los seres humanos llega al mundo completamente desprovisto de derechos; llegando al mundo desprovisto de derechos, así seguirá necesariamente y para siempre. Porque si nadie, al nacer, llega al mundo con algún derecho, está claro que nadie tendrá nunca cualquier derecho que le sea propio, de la misma manera que jamás reconocerá derecho a otro. La consecuencia sería que la humanidad jamás tendría derecho; hablar de sus derechos sería, por parte de los hombres, hablar de lo que nunca tuvo existencia, de lo que nunca lo tendrá ni jamás podrá tener.
V
Si existe un principio de justicia, este principio es necesariamente la más elevada de las leyes, y por consiguiente la ley única y universal para todas las materias y la que sea naturalmente aplicable. Por consiguiente, toda la legislación humana nunca pasa de una simple toma de autoridad y dominio, sin que exista cualquier derecho a la autoridad o a la dominación. Nunca pasa de una intrusión, de un absurdo, de una usurpación y de un crimen.
Por otro lado, si no existe principio natural de justicia, entonces tampoco existe injusticia. Si no existe principio natural de honestidad, tampoco existe la deshonestidad; y ningún acto de fuerza o de fraude cometido por un hombre contra la persona o los bienes de otro hombre podrá ser llamado, en ningún caso, injusto o deshonesto; no podrá ser objeto de una queja; no podrá ser prohibido o castigado como tal. En suma, si no existe principio de justicia, tampoco existen crímenes; y todas las pretensiones de los gobiernos o de aquello que lleva este nombre, afirmando que si existen, es, en todo o en parte, para castigar o prevenir los crímenes, son pretensiones a una existencia que contempla el castigo y la prevención de lo que nunca ha existido y nunca existirá. Estas pretensiones son pues el reconocimiento de que, en lo que se refiere a los crímenes, los gobiernos no tienen razón de ser; que nada tienen a hacer en esta materia y que nada hay en esta materia que puedan hacer. Son el reconocimiento de que los gobiernos existen en vistas al castigo y la prevención de actos que son, por naturaleza, puras imposibilidades.
VI
Si existe en la naturaleza un principio de justicia, un principio de honestidad, principios que describimos por medio de los términos “lo mío” y “lo tuyo”, principios de los derechos naturales del hombre sobre su persona y sus bienes, entonces tenemos una ley inmutable y universal; una ley que podemos aprender como aprendimos cualquier otra ciencia; una ley que sobrepasa y excluye todo lo que está en conflicto con ella; una ley que nos dice lo que es justo y lo que es injusto, lo que es honesto y lo que no lo es, lo que es mío y lo que es tuyo, lo que son mis derechos sobre mi persona y mis bienes y lo que son los tuyos sobre tu persona y tus bienes, y donde queda el límite entre mis derechos y los tuyos, así como entre cada uno de los míos y cada uno de los tuyos. Esta ley es la ley suprema y es la misma en todos los rincones del mundo entero, en todos los tiempos y para todos los pueblos; y será la misma única ley suprema en todos los tiempos y para todos los pueblos, mientras en la tierra haya seres humanos.
Mas si, por el contrario, no existe en la naturaleza cualquier principio de justicia, cualquier principio de honestidad, cualquier principio regulador de los derechos naturales del hombre sobre su persona y sus bienes, entonces los términos de justicia e injusticia, honestidad y deshonestidad, todos los términos como “lo mío” y “lo tuyo”, los que significan que tal objeto es propiedad de tal hombre y que tal otro es propiedad de tal otro; los términos que son usados para describir los derechos naturales del hombre sobre su persona y sus bienes, o para describir las injusticias y los crímenes; todas estas palabras deberían ser excluidas de todas las lenguas humanas como desprovistas de sentido; y sería preciso declarar, de una vez por todas, que los mayores actos de fuerza y los mayores fraudes son en adelante la ley suprema y única que gobierna las relaciones entre los hombres; y que, se le deja a todas las personas o grupos (aquellos que se atribuyen el nombre de gobiernos) la libertad de practicar entre sí todos los actos de fuerza y todos los fraudes de que sean capaces.
VII
Si no existe principio de justicia, no puede existir ciencia de gobierno; y todo lo que el mundo alguna vez podrá ver, en materia de gobierno legítimo, es toda la rapacidad y la violencia por cuyo medio y a través de los tiempos y en todas las naciones, un pequeño número de corruptos se conjuraron a fin de obtener el poder sobre los demás seres humanos, los redujeron a la pobreza y a la esclavitud, y establecieron aquello que denominan gobiernos, procurando mantenerlos en la sujeción.
VIII
Si existe en la naturaleza un principio de justicia, este es necesariamente el único principio político que jamás existió o existirá. Todos los otros principios llamados políticos, principios que los hombres tienen el hábito de inventar, nada tienen de principios. O son puras vanaglorias de simples de espíritu que imaginan haber descubierto cualquier cosa mejor que la verdad, la justicia y la ley universal, o las astucias y pretextos a los que recurren los egoístas y perversos a fin de obtener la gloria, el poder y el dinero.
Capítulo III
El Derecho Natural contra la legislación
I
Una vez que el Derecho Natural, la justicia natural, es un principio naturalmente aplicable y apropiado para las justas soluciones de todas las controversias que pueden sobrevenir en el interior del género humano; una vez que, además de esto, es el único criterio por medio del cual cualquier controversia entre seres humanos puede ser legítimamente resuelta; toda vez que es un principio que cada uno decide aplicar cuando se trata de sí mismo, tenga o no el deseo de aplicarlo a los demás; dado que, en fin, es un principio inmutable, en todas partes y siempre igual, en todos los tiempos y todas las naciones; un principio que se impone con evidencia en todas las épocas y pueblos; un principio tan enteramente imparcial y equitativo para todos; tan indispensable para la paz de la humanidad en todos los sitios; tan esencial para la salvaguarda y para el bienestar de cada ser humano; principio, en fin, tan fácilmente aprendido, tan generalmente conocido, y tan simplemente conservado por las asociaciones voluntarias que todas las personas honestas pueden fácilmente y de manera legítima constituir; siendo este el mismo principio pues, que vengo diciendo, hay una cuestión que salta: ¿Por qué no prevalece un derecho universal, o casi universal? ¿Cómo es posible que no haya sido establecido de mucho antes en el mundo entero como única y exclusiva ley que obligue legítimamente a cada hombre, y a todos los hombres, a obedecerla? ¿Cómo es posible que un ser humano haya alguna vez podido concebir que un objeto tan evidentemente superfluo, falso, absurdo y abominable como la legislación debiera ser o pudiera ser de algún provecho para el género humano, o tener un lugar que ocupar en los asuntos humanos?
II
La respuesta a esta pregunta es que, a lo largo de toda la historia, siempre que un pueblo ha superado el estado salvaje y ha aprendido a aumentar sus medios de subsistencia a través del cultivo de la tierra, ha habido un número, más o menos grande de hombres, en el interior de este mismo pueblo, que se ha asociado y organizado en bando de asaltadores para despojar y dominar a los demás hombres que tenían acumulado algún bien que era posible arrancarles, o que habían demostrado, con su trabajo, que se les podría obligar a contribuir al sustento o al placer de aquellos que se preparaban para dominarlos.
Estas bandas de ladrones, inicialmente en pequeño número, aumentaron su poder uniéndose unas con otras, inventando armas y una disciplina guerrera, perfeccionando su organización de manera que constituyeron un ejército y dividieron entre ellos el producto de sus saqueos (incluidos los prisioneros), según una proporción acordada de antemano, o según las órdenes de los jefes (siempre deseosos de aumentar el número de sus clientes).
Estas bandas de ladrones no tuvieron dificultad para triunfar, dado que aquellos a los que despojaban y dominaban se encontraban comparativamente sin defensa; se dispersaban por la región totalmente invadidos, y sirviéndose de instrumentos rudimentarios y mediante un duro trabajo, arrancaban con esfuerzo su subsistencia de la tierra; no poseían otras armas de guerra aparte de palos y piedras; ignoraban la disciplina y la organización militar, y no disponían de medios que les permitiesen concentrar sus fuerzas o actuar coordinadamente cuando se veían atacados por sorpresa.
En estas condiciones, la única solución que les quedaba para salvar cuando menos su vida o la de sus hijos era la de ceder no solamente las cosechas y la tierra que cultivaban, sino también sus propias personas y los miembros de sus familias, reducidos a la esclavitud.
En adelante su suerte consistiría en cultivar para otros, como esclavos, la tierra que hasta entonces habían cultivado para sí mismos. Como estaban constantemente obligados a trabajar, la riqueza iba creciendo poco a poco, pero caía por entero en manos de los tiranos.
Estos tiranos, que vivían sólo del saqueo y del trabajo de sus esclavos, y dedicaban toda su energía a capturar nuevos botines y a someter a otros seres humanos indefensos; y que, además de lo dicho, aumentaban en número, perfeccionaban su organización y multiplicaban sus armas de guerra, estos tiranos, decía, prolongaron sus conquistas hasta tal punto que, hoy, les es necesario actuar de manera sistemática y cooperar entre sí tanto para conservar lo que ya poseen como para mantener a sus esclavos en la sumisión.
Ello sólo es posible por medio de la instauración de lo que llaman un gobierno y de la proclamación de lo que llaman leyes.
Todos los grandes gobiernos de la tierra – los que hoy existen como los que han ido desapareciendo – han tenido el mismo carácter. No pasan de simples bandas de ladrones que se han asociado con el fin de despojar, conquistar y someter a sus semejantes. Sus leyes, como acostumbran a llamarlas, no son más que pactos que juzgan útil concertar entre sí con el fin de conservar su organización, de ponerse de acuerdo para despojar y dominar a los demás, y de garantizar la parte del botín a repartir.
Tales leyes no pueden obligar más que los pactos que los asaltadores, bandidos y piratas establecen unos con otros a fin de perpetrar más fácilmente sus crímenes y poder compartir con la máxima tranquilidad el producto de sus robos.
Así, por tanto, en lo fundamental, toda la legislación del mundo tiene por origen la voluntad de una clase de hombres empeñados en el expolio y la dominación de los otros, la manera de cómo hacer de estos últimos propiedad suya.
III
Con el tiempo, la clase de los ladrones, o propietarios de esclavos – que se había apoderado de todas las tierras, y poseía todos los medios de creación de riqueza – empezó a comprender que la manera más fácil de manejarlos y de explotarlos no era poseyéndolos, como antes, separadamente, teniendo cada propietario un cierto número de esclavos como si de otras tantas cabezas de ganado se tratase; sino que era preferible dar a los esclavos un estrecho margen de libertad, que hiciera posible imponerles la responsabilidad de hacer frente a su propia subsistencia, obligándoles al mismo tiempo a vender su trabajo a los propietarios de las tierras -los antiguos señores- de quienes recibirían como paga lo que ellos tuvieran a bien darles.
Está claro que, ya que los nuevos liberados (como algunos equivocadamente les llamaron) no tenían ni tierra ni cualquier otra propiedad o medio de subsistencia, no les quedaba otra elección, si no querían morir de hambre, que la de vender su trabajo a los propietarios de las tierras, recibiendo como paga apenas el medio de satisfacer las necesidades vitales más imperiosas, y a veces menos que eso.
Los nuevos liberados, o así llamados, no estaban mucho menos esclavizados que antes. Sus medios de subsistencia tal vez fueran todavía más precarios que en otros tiempos, cuando era interés de los propietarios de esclavos mantenerlos con vida. Los ex esclavos corrían ahora el riesgo de ser despedidos, echados de sus casas, privados de empleo y hasta de la posibilidad de ganarse la vida mediante su trabajo, en el caso de que este fuese el interés o el capricho del propietario.
Muchos de ellos quedaban así reducidos por la necesidad a mendigar o a robar para no morir de hambre; lo que, bien entendido, amenazaba los bienes y la tranquilidad de sus antiguos señores.
Por consiguiente, los anteriores propietarios juzgaron necesario, en vistas a la seguridad de sus personas y de sus bienes, perfeccionar de nuevo su organización en cuanto gobierno, y hacer leyes que mantuvieran sumisa a la nueva clase peligrosa. Por ejemplo, leyes que fijaban el precio por el cual sus miembros estaban obligados a trabajar, y ordenaban terribles castigos, sin excluir la misma muerte, para los robos y otros delitos a los que podían verse inducidos como único medio para no morir de hambre.
Tales leyes fueron aplicadas durante siglos, o, en determinados países, milenios; todavía hoy siguen siendo aplicadas, con mayor o menor severidad, en casi todos los países del mundo.
El fin y los efectos de estas leyes fueron siempre los de conservar entre las manos de la clase de los ladrones, propietarios de esclavos, un monopolio sobre todas las tierras, y en la medida de lo posible, sobre todos los otros medios de creación de riqueza, manteniendo así a la gran masa de los trabajadores en un estado de pobreza y de dependencia que los obligara a vender su trabajo a los tiranos por el precio más bajo con tal que fuera suficiente para conservar la vida.
El resultado ha sido que la poca riqueza que existe en el mundo se encuentra enteramente en manos de un pequeño número – en las manos de la clase que hace las leyes y posee los esclavos; clase que es hoy tan esclavista en espíritu como antes; pero así como antes cada propietario mantenía sus propios esclavos como otras tantas cabezas de ganado, hoy la clase de los propietarios efectúa sus designios por medio de las leyes que dicta a fin de mantener a los trabajadores en estado de sumisión y dependencia.
Así, la legislación en su conjunto, que alcanza hoy proporciones gigantescas, tiene su origen en las conspiraciones que siempre existieron por parte de unos pocos para mantener a la mayoría dominada, para extorsionarle su trabajo y todos los beneficios de este trabajo.
Los motivos reales y el espíritu que cimentaron el conjunto de la legislación – a pesar de todos los pretextos y disfraces destinados a esconderlos – son hoy los mismos que hubo en otros tiempos y que siempre existieron. El fin de la legislación es simplemente mantener a una clase de hombres bajo la dependencia y el servicio en beneficio de otra clase de hombres.
IV
Siendo esto así, ¿qué es pues la legislación? Es la toma, por parte de un solo hombre o grupo de hombres, de un poder absoluto, irresponsable, sobre todos los demás hombres a los que sea posible someter. Es una conquista, por un hombre o grupo de hombres, del derecho a someter a todos los demás a su voluntad y a su servicio. Es la apropiación, por un hombre o grupo, del derecho de abolir de un solo golpe todos los derechos naturales, toda la libertad natural de los otros hombres; de hacer de todos los demás hombres esclavos; de dictar arbitrariamente a todos los otros hombres lo que pueden o no pueden hacer; lo que pueden o no pueden tener; lo que pueden o no pueden ser. Es, en una palabra, la conquista del derecho a desterrar de la tierra el principio de los derechos del hombre, el propio principio de la justicia, y de poner en su lugar la voluntad, placer o intereses personales de un hombre o de un grupo de hombres. Todo esto, nada menos, es inherente a la idea de que puede existir una legislación humana que obligue a aquellos a quienes es impuesta.
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