La mayoría de la gente (de los jóvenes a los viejos y en todos los extremos del espectro político) está unida por un nexo común. La idea de que los bancos merezcan el apoyo del contribuyente se considera por ellos como moralmente repugnante. Los dueños de empresas ven los rescates bancarios como una ventaja injusta que no se extiende a todos los negocios. Los que están normalmente en la izquierda política lo ven como un apoyo al orden establecido y un sopapo en la cara de la gente humilde. Quienes se ubican más bien en la derecha política lo ven como otra forma de bienestar: una redistribución de riqueza del segmento que trabaja duro de la población a la imprudente clase apostadora de los banqueros.
A pesar de este desdén común por los banqueros, hay un considerable desacuerdo sobre cómo ocuparse de ellos. Un grupo ve a la menor regulación como la solución: dejar que funcionen las fuerzas del mercado hará que prevalezcan las virtudes de la prudencia y la laboriosidad. Esta formulación ve a estas mismas fuerzas del mercado como limitadoras naturales del tamaño de la empresa para evitar el tema del “demasiado grande para caer”, mediante muchos de los mismo incentivos que fomentan el avance económico competitivo.
Otro grupo ve la solución en más regulación. La tendencia natural en los negocios, según este grupo, es que se formen grandes monopolios. Al aumentar de tamaño las compañías, ganan influencia política, así como un aura de indispensabilidad. La consecuencia es que no solo una empresa se llegará a ver como demasiado grande como para caer, sino que será asimismo suficientemente influyente políticamente como para acudir a ese recurso si aparecen problemas.
Como en la mayoría de las respuestas, la verdad se encuentra en algún lugar intermedio.
El primer grupo señala correctamente que hay dos defectos concretos en la creciente regulación. Por un lado, las políticas regulatorias de “talla única” (como es habitual a nivel federal) raramente son capaces de manjar las complicaciones y dinámicas de los negocios. También tienen el efecto de relajar la atención que dedican individuos y empresas a su propio comportamiento. Bajo la pretensión de que el estado ha aprobado regulaciones sabias, los individuos ven poca necesidad de controlar activamente a las empresas para asegurarse de que se comportan de forma responsable. También los negocios sucumben a esta mentalidad. Cumpliendo el régimen regulatorio existente, se consuelan sabiendo que cualquier ataque a su integridad puede esquivarse alegando que el ataque corresponde más propiamente a los fallos en el cuerpo regulador.
Por otro lado, la creciente regulación alimenta el problema de lo que los economistas llaman “riesgo moral”. Una actividad es arriesgada moralmente cuando una parte puede cosechar los beneficios de una acción sin incurrir en los costes. El sector financiero se ve claramente afectado hoy por el riesgo moral.
Los bancos y otras empresas financieras han cumplido en buna parte la ley. Me aventuraría a decir que no hay sector más regulado que el de los servicios financieros y que no hay sector que dedique más tiempo y recursos a asegurarse de que cumple con este complejo laberinto regulatorio. Deben mantenerse los niveles de capital, los informes deben ser puntuales y transparentes y ciertos tipos de activos deben comprarse o no. Los bancos que sigan estas regulaciones se entiende que sobrevivirán, si no florecen, siempre que funcionen dentro de los confines de las leyes.
Sin embargo es cada vez más evidente que las regulaciones financieras puestas en marcha en las últimas décadas son desgraciadamente inapropiadas para mantener una sector financiero sano. A pesar de (o quizá debido a) todas estas regulaciones, hay muchísimas empresas que son, diríamos, menos que solventes. ¿A quién hay que echar la culpa entonces? Sería sencillo echar la culpa a las propias empresas, salvo porque hicieron todo lo que los reguladores les dijeron que hicieran.
¿Por qué no considerar al menos relajar las regulaciones? Hacerlo tendría una doble ventaja.
Por un lado, las empresas serían evidentemente más responsables de la inestabilidad que han creado ahora. Por otro, sin regulaciones más empresas imprudentes o torpemente dirigidas habrían ido ya a la quiebra, al faltarles un “padre” regulador que les regañara por sus errores. El resultado sería menos empresas inestables y más atención a los peligros de las acciones propias.
Mencionaba antes que ambas partes tienen razón hasta cierto punto, lo que implica que los que piden más regulación tienen cierto valor en sus argumentos. Y esto es cierto. Sin embargo, parafraseando a Íñigo Montoya, cuando usan la palabra “regulación” no creo que signifique lo que ellos creen que significa.
Es verdad que no todas las empresas juegan con el campo nivelado. En el sector de los servicios financieros, y particularmente en el sector bancario, esto es especialmente evidente. A los bancos se les concede un privilegio especial de “reservas fraccionarias”. La consecuencia es que los bancos se comportan de una manera que es fundamentalmente distinta de cualquier otro tipo de negocio y que fácil de diagnosticar como “regulación inadecuada”.
Un depositante pone dinero en su banco. El resultado es un depósito y el depositante tiene un derecho a esta suma de dinero en cualquier momento. Uno pensaría que el banco estaría obligado a mantener a mano el dinero, de la misma manera que todos los demás bienes depositados (como el grano en un silo) debe mantenerse a mano. La ley empieza a diferir. Los bancos están obligados a mantener solo una porción o fracción de ese depósito en sus arcas y son libres de usar la suma restante como quieran. Canadá y Estados Unidos son ejemplos de países en los que no hay requisito legal para un banco de mantener ningún porcentaje de esos depósitos originales en sus arcas. En Estados Unidos, si un banco tiene cuentas netas de transacción (depósitos y cuentas pendientes) de menos de 12,4 millones de dólares, el porcentaje de reserva también se fija en cero. Esto difiere de los silos en los que la ley indica estrictamente que el dueño de dicho silo debe mantener el 100% del grano depositado allí.
Hay dos consecuencias de la práctica de la banca de reserva fraccionaria, ninguna de las cuales es positiva para el ciudadano medio.
Primera, los bancos se hacen más grandes porque tienen acceso a una fuente de financiación que de otra manera no estaría disponible si se rigieran por las mismas leyes que los demás negocios. Cuando los comentaristas dicen “los bancos son diferentes”, hay algo de verdad en esta declaración. Tienen un privilegio legal que el permite crecer en ámbito más allá de lo que podrían de forma natural. Esto explica también por qué muchos bancos y empresas de servicios financieros llegan a verse como demasiado grandes como para caer.
Segunda, los bancos se hacen más arriesgados. Cada vez que un depósito no está respaldado al 100%, el depositante está expuesto a la posibilidad de que no se le devuelva completo. Si un banco usa un depósito para financiar una hipoteca y el prestatario quiebra y no puede devolverla al banco, hay un riesgo de que el depositante original pierda parte de su dinero. Un caso más común es una corrida bancaria, en la que muchos depositantes tratan de sacar dinero al mismo tiempo. La consecuencia serían fondos insuficientes para atender simultáneamente todas las demandas de reembolso. Esto pasó en diversos bancos en Islandia, Irlanda, Gran Bretaña y Chipre en los últimos cuatro años.
Sin embargo a poca gente le preocupa este último problema debido al primero. Como los bancos se han convertido en demasiado grandes como para caer, se nos asegura que si uno va a l quiebra, como depositantes no vamos perder personalmente. El gobierno se ha comprometido implícita o incluso explícitamente mediante garantías de depósito, a acudir y rescatar a los actores irresponsables.
El resultado es el confuso estado de cosas que tenemos hoy con ambos bandos argumentando sobre lo mismo (la estabilidad bancaria) mediante dos medios diametralmente opuestos. El bando de “más regulación” se enfrenta al banco de “menos regulación”.
Una solución
Estos dos bandos no son mutuamente exclusivos. Podemos resolver los problemas del riesgo moral y “demasiado grande para caer” de un solo golpe acabando con la banca de reserva fraccionaria.
Acabando con este privilegio legal, eliminamos la capacidad de los bancos de crecer a esos tamaños tan descomunales. Cumpliendo con los mismos principios legales (o “regulaciones”, si queréis) que cualquier otra empresa que tome depósitos, los bancos no tendrían ventajas injustas. Si los bancos disminuyen en tamaño, se elimina o al menos se reduce mucho la doctrina del “demasiado grande para caer”. Esto significa que depositantes y banqueros sabrán que si se produce una pérdida en su banco, afrontan personalmente una pérdida.
El riesgo de pérdida es una fuerza importante para eliminar el riesgo moral. Recordad que solo aparece cuando la capacidad de ganancia de una persona no se ve limitada por la amenaza de pérdida. Conscientes de las pérdidas pertinentes, los depositantes reclamarán que sus bancos sigan principios operativos más prudentes y los banqueros se verán obligados a atender estas reclamaciones.
Los críticos preocupados por el “demasiado grande para caer” tienen razón. En cierto modo, no necesitamos más “regulaciones”. Necesitamos que los bancos estén regulados por los mismos principios legales respecto del fraude que cualquier otro negocio. Los críticos preocupados por el riesgo moral también tienen razón. Necesitamos menos regulación del otro tipo.
Arreglar un sistema bancario estropeado no tiene que verse obstaculizado por diferencias políticas irreconciliables. Reconocer qué está de verdad en juego (el privilegio legal y la toma de riesgos sin limitaciones) permite a uno aunar a defensores de soluciones ampliamente distintas en un grupo coherente. Hacer que los bancos estén de acuerdo con todo esto es otra historia.
Publicado el 20 de mayo de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.