Caos planificado, parte 1

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Notas introductorias

Lo característico de esta época de dictadores, guerras y revoluciones es su inclinación anticapitalista. La mayoría de los gobiernos y partidos políticos ansían restringir la esfera de la iniciativa privada y la libre empresa. Es un dogma casi indiscutido que el capitalismo está acabado y que el advenimiento de una completa disciplina de las actividades económicas es al tiempo inevitable y altamente deseable.

Aun así el capitalismo sigue siendo muy vigoroso en el hemisferio occidental. La producción capitalista ha hecho progresos muy notables incluso en estos últimos años. Se han mejorado mucho los métodos de producción. Los consumidores han recibido bienes mejores y más baratos y muchos artículos nuevos inauditos hace poco tiempo. Muchos países han expandido el tamaño y mejorado la calidad de sus manufacturas. A pesar de las políticas anticapitalistas de todos los gobiernos y de casi todos los partidos políticos, el modo capitalista de producción sigue en muchos países cumpliendo su función social de proporcionar a los consumidores más bienes, mejores y más baratos.

Indudablemente no es un mérito de gobiernos, políticos y sindicalistas que los niveles de vida estén mejorando en los países comprometidos con el principio de la propiedad privada de los medios de producción.  No son los negociados ni los funcionarios, sino las grandes empresas las que tienen el mérito de que la mayoría de las familias en Estados Unidos posean un automóvil o una radio. El aumento en el consumo por cabeza en Estados Unidos, comparado con las condiciones hace un cuarto de siglo no es un logro de leyes y decretos. Es un logro de empresarios que aumentaron el tamaño de sus fábricas o construyeron otras nuevas.

Uno debe destacar este punto porque nuestros contemporáneos se inclinan por ignorarlo. Enredados en las supersticiones del estatismo y la omnipotencia del gobierno, están preocupados exclusivamente con las medidas gubernamentales. Esperan todo de la acción autoritaria y muy poco de la iniciativa de los ciudadanos emprendedores. Aun así, el único medio para aumentar el bienestar es aumentar la cantidad de productos. Eso es lo que buscan las empresas.

Es grotesco que se hable mucho más acerca de los logros de la Autoridad del Valle de Tennessee que acerca de todos los logros sin precedentes ni paralelos de las industrias de procesado estadounidenses operadas privadamente. Sin embargo fueron solo estas últimas las que permitieron a las Naciones Unidas ganar la guerra y hoy permiten a Estados Unidos acudir en ayuda de los países del Plan Marshall.

El dogma de que el estado o el gobierno es la encarnación de todo lo que es bueno y benéfico y de que los individuos son subordinados miserables, tratando exclusivamente de infligir daño a los demás y con una necesidad imperiosa de un guardián, es casi indisputado. Es tabú cuestionarlo en lo más mínimo. Quien proclama la bondad del Estado y la infalibilidad de sus sacerdotes, los burócratas, es considerado como un estudioso imparcial de las ciencias sociales. Todos los que plantean objeciones se califican como tendenciosos y estrechos de mente. Los defensores de la nueva religión de la estatolatría no son menos fanáticos e intolerantes de lo que eran los conquistadores mahometanos de África y España.

La historia llamará a nuestra época la era de los dictadores y tiranos. En los últimos años, hemos sido testigos de la caída de dos de estos superhombres hinchados. Pero sobrevive el espíritu que aupó a estos granujas al poder autocrático. Permea libros de texto y periódicos, habla a través de las bocas de maestros y políticos, se manifiesta en programas de partidos y en novelas y obras de teatro. Mientras prevalezca este espíritu, no puede haber ninguna esperanza de una paz duradera, de democracia, de conservación de la libertad o de una mejora constante en el bienestar económico de la nación.

El fracaso del intervencionismo

Nada es hoy más impopular que la economía del libre mercado, es decir, el capitalismo. Todo lo que se considera insatisfactorio en las condiciones actuales se achaca al capitalismo. Los ateos hacen al capitalismo responsable de la supervivencia del cristianismo. Pero las encíclicas papales acusan al capitalismo de la extensión de la irreligión y de los pecados de nuestros contemporáneos y las iglesias y sectas protestantes no son menos vigorosas en su acusación a la avaricia capitalista. Los amigos de la paz consideran a nuestras guerras como una consecuencia del capitalismo. Pero los belicistas más radicales de Alemania e Italia acusaban al capitalismo por su pacifismo “burgués”, contrario a la naturaleza humana y a las inevitables leyes de la historia. Los sermoneadores acusan al capitalismo de romper la familia y promover la promiscuidad. Pero los “progresistas” acusan al capitalismo por la conservación de normas supuestamente anticuadas de restricción sexual. Casi todos los hombres están de acuerdo en que la pobreza es una consecuencia del capitalismo. Por otro lado, muchos deploran el hecho de que el capitalismo, al atender generosamente los deseos de la gente de tener más servicios y una vida mejor, promueve un materialismo zafio. Estas acusaciones contradictorias del capitalismo se anulan entre sí. Pero permanece el hecho de que queda poca gente que no condene completamente el capitalismo.

Aunque el capitalismo es el sistema económico de la civilización occidental moderna, las políticas de todas las naciones occidentales están guiadas por ideas completamente anticapitalistas. El objetivo de estas políticas intervencionistas no es conservar el capitalismo, sino sustituirlo por una economía mixta. Se supone que esta economía mixta no es capitalismo ni socialismo. Se describe como un tercer sistema, tan alejado del capitalismo como del socialismo. Se supone que está a medio camino entre socialismo y capitalismo, manteniendo las ventajas de ambos y evitando los inconvenientes propios de cada uno.

Hace más de medio siglo, el principal hombre del movimiento socialista británico, Sidney Webb, declaraba que la filosofía socialista no se “sino la afirmación consciente y explícita de principios de organización social que ya se han adoptado en buena parte inconscientemente”. Y añadía que la historia económica del siglo XIX era “una historia casi continua del progreso del socialismo”.[1] Unos pocos años después, un eminente estadista británico, Sir William Harcourt, declaraba: “Todos somos ahora socialistas”.[2] Cuando en 1913 un estadounidense, Elmer Roberts, publicó un libro sobre las políticas económicas del gobierno imperial de Alemania llevadas a cabo desde finales de la década de 1870, las llamó “socialismo monárquico”.[3]

Sin embargo no sería correcto identificar simplemente intervencionismo y socialismo. Hay muchos defensores del intervencionismo que lo consideran el modo más apropiado de llegar (paso a paso) al socialismo total. Pero también hay muchos intervencionistas que no son abiertamente socialistas: buscan el establecimiento de la economía mixta como un sistema permanente de gestión económica. Quieren restringir, regular y “mejorar” el capitalismo por interferencia pública con los negocios y con el sindicalismo.

Primero: Si, dentro de una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción, algunos de estos medios son propiedad y están gestionados por el gobierno o por los municipios, esto sigue sin ser un sistema mixto que combinaría socialismo y propiedad privada. Mientras solo ciertas empresas concretas estén controladas públicamente, las características de la economía de mercado que determinan la actividad económica siguen esencialmente inmaculadas. También las empresas de propiedad pública, como compradoras de materiales en bruto, bienes intermedios y mano de obra, y como vendedoras de bienes y servicios, deben ajustarse a los mecanismos de la economía de mercado. Están sujetas a las leyes del mercado, tienen que buscar beneficios o, al menos, evitar pérdidas. Cuando se intenta mitigar o eliminar esta dependencia cubriendo las pérdidas de dichas empresas con subvenciones tomadas de fondos públicos, la única consecuencia es un cambio de esta dependencia en otro lugar. Esto pasa porque los medios para las subvenciones se han tomado de algún sitio. Pueden conseguirse recaudando impuestos. Pero la carga de dichos impuestos tiene sus efectos en el público, no en el gobierno que recauda el impuesto. Es el mercado, y no el departamento de ingresos, el que decide sobre quién recae la carga del impuesto y cómo afecta a la producción y el consumo. El mercado y sus leyes inevitables son supremos.

Segundo: Hay dos patrones para la consecución del socialismo. El patrón uno (podemos llamarlo el patrón marxista o ruso) es puramente burocrático. Todas las empresas económicas son departamentos del gobierno igual que la administración del ejército y la armada o el sistema postal. Cada fábrica, tienda o granja tiene la misma relación con la organización centralizada superior, igual que una oficina de correos con el Cartero General. Toda la nación forma un solo ejército laboral con servicio obligatorio: el comandante de este ejército es el jefe del estado.

El segundo patrón (podemos llamarlo el sistema alemán o Zwangswirtschaft)[4] difiere del primero en que, aparente y nominalmente, mantiene la propiedad privada de los medios de producción, el emprendimiento y el intercambio de mercado. Los llamados empresarios hacen las compras y ventas, pagan a los trabajadores, contraen deudas y pagan intereses y amortizaciones. Pero ya no son empresarios. En la Alemania nazi se les llamaba directores de tienda o Betriebsführer. El gobierno dice a estos falsos empresarios lo que quiere producir y cómo., a que precios comprar y a quién, a qué precios vender y a quién. El gobierno decreta con qué salarios deberían trabajar los obreros y a quién y bajo qué condiciones deberían los capitalistas confiar sus fondos. El intercambio del mercado no es más que una farsa. Como todos los precios, salarios y tipos de interés están fijados por la autoridad, son precios,  salarios y tipos de interés solo en apariencia; de hecho son meramente términos cuantitativos en las órdenes autoritarias que determinan la renta, consumo y nivel de vida de cada ciudadano. La autoridad, no los consumidores, dirige la producción. El consejo general de dirección de la producción es supremo; todos los ciudadanos no son sino servidores civiles. Esto es socialismo con la apariencia externa de capitalismo. Se mantienen algunas etiquetas de la economía capitalista de mercado, pero aquí significan algo completamente distinto de lo que significan en la economía de mercado.

Es necesario apuntar este hecho para evitar una confusión de socialismo e intervencionismo. El sistema de una economía de mercado intervenida, o intervencionismo, difiere del socialismo por el mismo hecho de que sigue siendo economía de mercado. La autoridad busca influir en el mercado por la intervención de su poder coactivo, pero no quiere eliminar completamente el mercado. Desea que la producción y el consumo sigan líneas distintas de las prescritas por el mercado no intervenido y quiere alcanzar su objetivo inyectando en el funcionamiento del mercado órdenes, y prohibiciones para las que tiene dispuesta la aplicación del poder de la policía y su aparato de coacción y compulsión. Pero son intervenciones aisladas: sus autores afirman que no planean combinar estas medidas en un sistema completamente integrado que regule todos los precios, salarios y tipos de interés y que por tanto ponga en el control completo de la producción y el consumo en manos de las autoridades.

Sin embargo, todos los métodos de intervencionismo están condenados al fracaso. Esto significa: las medidas intervencionistas deben necesariamente generar condiciones que desde el punto de vista de sus propios defensores son menos satisfactorias que estado previo de cosas que pretende alterar. Estas políticas son por tanto contrarias a sus propósitos.

Los salarios mínimos, ya sean aplicados por decreto del gobierno o por presión y coacción sindical, son inútiles si fijan los salarios al nivel del mercado. Pero si tratan de aumentar los niveles salariales por encima de los que habría determinado el mercado laboral no intervenido, generan desempleo permanente en una buena parte de la potencial fuerza laboral.

El gasto público no puede crear empleo adicional. Si el gobierno proporciona los fondos necesarios gravando a los ciudadanos o tomando prestado del público, deroga con una mano tantos trabajos como crea con la otra. Si el gasto público se financia tomando prestado de los bancos comerciales, significa expansión del crédito e inflación. Si en el curso de esa inflación el aumento en las materias primas excede al aumento en los salarios nominales, caerá el desempleo. Pero lo que hace que disminuya el desempleo es precisamente el hecho de que estén cayendo los salarios reales.

La tendencia propia de la evolución capitalista es a aumentar constantemente los salarios reales. Este es el efecto de la acumulación progresiva de capital por medio del cual se mejoran los métodos tecnológicos de producción. No hay medio por el que pueda aumentarse el nivel salarial para todos los que quieran obtener un salario que no sea el aumento de la cuota por cabeza de capital invertido. Siempre que se detiene la acumulación de capital adicional, queda paralizada la tendencia hacia un mayor aumento en los salarios reales. Si el consumo de capital sustituye a un aumento en el capital disponible, los salarios reales deben caer temporalmente hasta que se eliminen los impedimentos para un mayor aumento de capital. Las medidas del gobierno que retrasen la acumulación de capital o lleven a un consumo de capital (como unos impuestos confiscatorios) van por tanto en perjuicio de los intereses vitales de los trabajadores.

La expansión del crédito puede generar un auge temporal. Pero esa prosperidad ficticia debe acabar con una depresión general del comercio, un declive.

Difícilmente puede afirmarse que la historia económica de las últimas décadas haya ido en contra de las predicciones pesimistas de los economistas. Nuestra época tuvo que afrontar grandes penalidades económicas. Pero no es una crisis del capitalismo. Es la crisis del intervencionismo, de políticas pensadas para mejorar el capitalismo y sustituirlo por un sistema mejor.

Ningún economista se atrevió nunca a afirmar que el intervencionismo pudiera producir otra cosa que desastre y caos. Los defensores del intervencionismo (los principales de entre ellos, la Escuela Histórica Prusiana y los institucionalistas estadounidenses) no eran economistas. Todo lo contrario. Para promover sus planes negaron directamente que existiera una ley económica. En su opinión, los gobiernos son libres para alcanzar todo lo que pretendan sin verse restringidos por una regularidad inexorable en la secuencia de los fenómenos económicos. Como el socialista alemán, Ferdinand Lassalle, mantienen que el Estado es Dios.

Los intervencionistas no se aproximan al estudio de los asuntos económicos con desinterés científico. La mayoría de mueven por una envidioso resentimiento contra aquellos cuyas rentas son superiores a las suyas. Esta inclinación les hace imposible ver las cosas como realmente son. Para ellos, los principal no es mejorar las condiciones de las masas, sino dañar a empresarios y capitalistas incluso si esta política hace víctima a la inmensa mayoría del pueblo.

A los ojos de los intervencionistas, la mera existencia de beneficios es algo objetable. Hablar de beneficio sin ocuparse de su corolario, la pérdida. No comprenden que beneficio y pérdida son los instrumentos por los que los consumidores mantienen con fortaleza las riendas de todas las actividades empresariales. Sin los beneficios y las pérdidas los que hacen a los consumidores supremos en el dirección de los negocios. Es absurdo contrastar producción para el beneficio y producción para el uso. En el mercado no intervenido, un hombre solo puede conseguir ganancias proporcionando a los consumidores de la forma mejor y más barata los bienes que estos quieren usar. Ganancias y pérdidas quitan los factores materiales de producción de las manos de los ineficientes y los ponen en manos de los más eficientes. Su función social es hacer a un hombre más influente en la dirección de los negocios cuanto más éxito tenga en fabricar productos que reclama la gente. El consumidor sufre cuando las leyes del país impiden que los empresarios más eficientes expandan la esfera de sus actividades. Lo que hizo que algunas empresas se convirtieran en “grandes empresas” fue precisamente su éxito en atender mejor la demanda de las masas.

Las políticas anticapitalistas sabotean la operatividad del sistema capitalista de la economía de mercado. El fracaso del intervencionismo no demuestra la necesidad de adoptar el socialismo. Simplemente expone la futilidad de intervencionismo. Todos estos males que los autodenominados “progresistas” interpretan como evidencia del fracaso del capitalismo son el resultado de su supuesta interferencia benéfica en el mercado. Solo los ignorantes, identificando erróneamente intervencionismo y capitalismo, creen que el socialismo es el remedio para estos males.

El carácter dictatorial, antidemocrático y socialista del intervencionismo

A muchos defensores del intervencionismo les desconcierta que uno les diga que al recomendar el intervencionismo ellos mismos están alimentando tendencias antidemocráticas y dictatoriales y el establecimiento de un socialismo totalitario. Protestan diciendo que son creyentes sinceros y se oponen a la tiranía y el socialismo. Lo que buscan es solo la mejora de las condiciones de los pobres. Dicen que les mueven consideraciones de justicia social y están a favor de una distribución más justa de la renta precisamente porque tratan de conservar el capitalismo y su corolario político o superestructura, es decir, el gobierno democrático.

De lo que no se da cuenta esta gente es de que las diversas medidas que sugieren no son capaces de producir los resultados benéficos pretendidos. Por el contrario, producen un estado de cosas que desde el punto de vista de sus defensores es peor que el estado previo que estaba pensado alterar. Si el gobierno,  ante el fracaso de su primera intervención, no está dispuesto a deshacer esta interferencia con el mercado y volver a una economía libre, debe añadir a su primera medida cada vez más regulaciones y restricciones. Procediendo paso a paso en esta vía acaba llegando a un punto en el que ha desaparecido toda libertad económica de los individuos. Entonces aparece el socialismo de patrón alemán, el Zwangswirtschaft.

Ya hemos mencionado el caso de los salarios mínimos. Veamos el asunto con más detalle con un análisis de un caso típico de control de precios.

Si el gobierno quiere hacer posible a padres pobres dar más leche a sus hijos, debe comprar leche al precio del mercado y venderla a esos pobres con una pérdida a un precio más abarato; la pérdida se puede cubrir con los medios recaudados por impuestos. Pero si el gobierno sencillamente fija el precio de la leche a un nivel inferior al de mercado, los resultados obtenidos serán los contrarios a los objetivos del gobierno. Los productores marginales, para evitar pérdidas, cerrarán sus negocios de producir y vender leche. Habrá menos leche disponible para los consumidores, no más. Este resultado es contrario a las intenciones del gobierno. El gobierno interfirió porque consideraba a la leche como una necesidad vital. No quería restringir su oferta.

Ahora el gobierno tiene que afrontar la alternativa: o refrenar sus esfuerzos por controlar los precios o añadir a su primera medida una segunda, es decir, fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de leche. Luego la historia se remite a otro nivel: el gobierno tiene que fijar de nuevo los precios de los factores de producción necesarios para la producción de aquellos factores de producción que se necesitan para la producción de leche. Así que el gobierno tiene ir cada vez más allá, fijando los precios de todos los factores de producción, tanto humanos (trabajo) como materiales, y obligando a cada empresario y a cada trabajador a continuar trabajando con esos precios y salarios. No puede omitirse ninguna rama productiva de esta fijación completa de precios y salarios y esta orden general de continuar con la producción. Si se dejaran en libertad algunas ramas de la producción, el resultado sería un traslado de capital y mano de obra a ellas y una caída  correspondiente en la oferta de bienes cuyos precios había fijado el gobierno. Sin embargo, son precisamente estos bienes los que el gobierno considera especialmente importantes para la satisfacción de las necesidades de las masas.

Pero  cuando se alcanza este estado de control completo de los negocios, la economía de mercado se ha visto reemplazada por un sistema de economía planificada, por socialismo. Por supuesto, no es el socialismo de gestión directa  de toda fábrica por el estado, como en Rusia, sino el socialismo del patrón alemán o nazi.

A mucha gente le fascinaba el supuesto éxito del control alemán de precios. Decían: Solo tienes que ser tan brutal y despiadado como los nazis y conseguirán controlar los precios. Lo que no veía esa gente, ansiosa por luchar contra el nazismo adoptando sus métodos, era que los nazis no aplicaron un control de precios dentro de una sociedad de mercado, sino que establecieron un sistema socialista completo, una comunidad totalitaria.

El control de precios es contrario al fin si se limita solo a algunos productos. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Si el gobierno no deduce de este fracaso la conclusión de que debe abandonar todos los intentos de controlar los precios, debe ir cada vez más allá hasta que sustituya la economía de mercado por una completa planificación socialista.

La producción puede dirigirse o bien por los precios fijados en el mercado por los compradores y por la abstención de comprar por parte del público o puede dirigirse por el consejo central público de gestión de la producción. No hay disponible una tercera alternativa. No hay un tercer sistema social viable que no sea economía de mercado ni socialismo. El control público de solo una parte de los precios debe llevar a un estado de cosas que, sin ninguna excepción, todos consideran como absurdo y contrario a sus fines. Su resultado inevitable es el caos y la inquietud social.

Es esto lo que los economistas tienen en mente al referirse a la ley económica y afirmar que el intervencionismo es contrario a las leyes económicas.

En la economía de mercado, los consumidores son supremos. Sus compras y sus abstenciones de comprar determinan en definitiva lo que producen los empresarios y en qué cantidad y con qué calidad. Determinan directamente los precios de los bienes de consumo e indirectamente los precios de todos los demás bienes de producción, como mano de obra y factores materiales de producción. Determinan la aparición de beneficios y pérdidas y la formación del tipo de interés. Determinan las rentas de cada individuo. El punto focal de la economía de mercado es el mercado, es decir, el proceso de formación de los precios de las materias primas, los salarios y los tipos de interés y sus derivados, ganancias y pérdidas. Hacen que todos los hombres sean responsables ante los consumidores en su capacidad como productores. Esta dependencia es directa con empresarios, capitalistas, granjeros y profesionales e indirecta con gente que trabaja por un salario. El mercado ajusta los esfuerzos de todos los dedicados al suministro de las necesidades de los consumidores a los deseos de aquellos para los que producen, los consumidores. Somete la producción al consumo.

El mercado es una democracia en la que cada penique da un derecho de voto. Es verdad que los diversos individuos no tienen el mismo poder de voto. El hombre rico tiene más votos que el pobre. Pero ser rico y tener una renta superior es, en la economía de mercado, ya el resultado de una elección previa. Los únicos medios para adquirir riqueza y conservarla, en una economía de mercado no adulterada por privilegios y restricciones creados por el gobierno, es servir a los consumidores de la forma mejor y más barata. Los capitalistas y terratenientes que fracasan en esto sufren pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se hacen pobres. Son los consumidores los que hacer pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los consumidores los que fijan los salarios de una estrella de cine y un cantante de ópera a un nivel superior al de un soldador o un contable.

Todo individuo es libre de discrepar con el resultado de una campaña electoral o el proceso del mercado. Pero en una democracia no tiene otro medio de alterar las cosas que la persuasión. Si un hombre dijera: “No me gusta el alcalde elegido por voto mayoritario, por tanto pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero”, difícilmente le llamaríamos demócrata. Pero si se plantean las mismas cosas con respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado torpe como para descubrir las aspiraciones dictatoriales que implica.

Los consumidores han tomado sus decisiones y determinado la renta del fabricante de zapatos, la estrella de cine y el soldador. ¿Quién es el Profesor X para arrogarse el privilegio de anular su decisión? Si no fuera un potencial dictador, no pediría al gobierno que interfiriera. Trataría de convencer a sus conciudadanos para que aumentaran la demanda de los productos de los soldadores y redujera su demanda de zapatos y películas.

Los consumidores no están dispuestos a pagar por el algodón precios que harían rentable a las granjas marginales, es decir,  a las que producen bajo las condiciones menos favorables. Es realmente una desgracia para los granjeros afectados: deben dejar de cultivar algodón y tratar de integrarse de otra manera en toda la producción.

¿Pero qué pensaremos del estadista que interfiere por fuerza para aumentar el precio del algodón por encima del nivel al que llagaría en el mercado libre? Lo que pretende el intervencionista es la sustitución de la decisión de los consumidores por la presión policial. Toda esta palabrería: el estado debería hacer esto o aquello, significa en definitiva: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra manera de como lo  harían espontáneamente. En propuestas como: aumentemos nosotros los precios agrícolas, aumentemos nosotros los salarios, rebajemos nosotros los beneficios, rebajemos nosotros los salarios de los ejecutivos, el nosotros se refiere en último término a la policía. Aun así los autores de estos proyectos protestan diciendo que están planificando para la libertad y la democracia industrial.

En la mayoría de los países no socialistas, se concede a los sindicatos derechos especiales. Se les permite impedir trabajar a no miembros. Se les permite convocar una huelga y, durante la huelga, tienen prácticamente libertad para emplear la violencia contra todos los dispuestos a continuar trabajando, es decir, los esquiroles. Este sistema atribuye un privilegio ilimitado a los dedicados a ramas vitales de la industria. Aquellos trabajadores cuya huelga corta el suministro de agua, luz, alimentos u otras necesidades están de disposición de obtener lo que quieran a coste del resto de la población. Es verdad que en Estados Unidos sus sindicatos hasta ahora han ejercitado cierta moderación para aprovechar estas oportunidades. Otros sindicatos americanos y muchos sindicatos europeos han sido menos cautos. Tratan de forzar aumentos salariales sin preocuparse por el desastre inevitablemente resultante.

Los intervencionistas no son lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que la presión y compulsión sindicales son absolutamente incompatibles con cualquier sistema de organización social. El problema sindical no tiene ninguna relación con el derecho de los ciudadanos a asociarse entre sí en asambleas y asociaciones: ningún país democrático niega este derecho a sus ciudadanos. Tampoco discute nadie el derecho de un hombre a dejar de trabajar e ir a la huelga. La única cuestión es si los sindicatos deberían o no recibir el privilegio de recurrir con impunidad a la violencia. Este privilegio no es menos incompatible con el socialismo que con el capitalismo. Ninguna cooperación social bajo la división del trabajo es posible cuando a alguna gente o sindicatos se les concede e derecho a impedir por violencia que trabaje otra gente. Aplicar por violencia una huelga en sectores vitales de la producción o una huelga general equivale a una destrucción revolucionaria de la sociedad.

Un gobierno abdica si tolera que cualquier agencia no gubernamental utilice la violencia. Si el gobierno renuncia a su monopolio de la coacción y la compulsión, se producen condiciones de anarquía. Si fuera verdad que un sistema democrático de gobierno no es apropiado para proteger incondicionalmente el derecho de todo individuo a trabajar desafiando las órdenes de un sindicato, la democracia estaría condenada. Entonces la dictadura sería el único medio de preservar la división del trabajo y evitar la anarquía. Lo que generó dictaduras en Rusia y Alemania fue precisamente el hecho de que la mentalidad de estas naciones hizo inviable la supresión de la violencia sindical bajo condiciones democráticas. Los dictadores abolieron las huelgas y así doblaron el espinazo del sindicalismo laboral. No hay huelgas en el imperio soviético.

Es ilusorio creer que el arbitraje de disputas laborales pueda incluir a los sindicatos dentro del marco de la economía de mercado y hacer compatible su funcionamiento con la preservación de la paz interior. La resolución judicial de controversias es viable si hay una serie de normas disponibles, según las cuales pueden juzgarse casos individuales. Pero si un código así es válido y sus provisiones se aplican a la determinación de los niveles salariales, ya no es el mercado el que los fija, sino el código y quienes lo legislan. Luego el gobierno es supremo y ya no los consumidores comprando y vendiendo en el mercado. Si no existe ese código, falta un patrón sobre el que poder resolver las disputas entre empresarios y empleados. Es inútil hablar de salarios “justos” en ausencia de dicho código. La idea de justicia no tiene sentido si no se relaciona con un patrón establecido. En la práctica, si los empleados no se rinden a las amenazas de los sindicatos, el arbitraje equivale a la determinación de salarios por el árbitro nombrado por el gobierno. Una decisión autoritaria perentoria sustituye al precio del mercado. Siempre pasa lo mismo: el gobierno o el mercado. No hay una tercera solución.

Las metáforas son a menudo muy útiles para resolver problemas complicados y hacerlos comprensibles a mentes menos inteligentes. Pero se convierten en equívocas y generan sinsentidos si la gente olvida que toda comparación es imperfecta. Es tonto tomar expresiones metafóricas literalmente y deducir de su interpretación características del objeto que uno quería hacer más fácilmente comprensible con su utilización. No hay nada dañino en la descripción de los economistas de la operación del mercado como automática y en su costumbre de hablar de las fuerzas anónimas que operan en el mercado. No podrían prever que alguien fuera tan estúpido como para interpretar literalmente estas metáforas.

Ninguna fuerza “automática” ni “anónima” actúa en el “mecanismo” del mercado. Los únicos factores que dirigen el mercado son los actos voluntarios de los hombres. No hay automatismo: hay hombres buscando conscientemente fines elegidos y recurriendo deliberadamente a medios concretos para alcanzar estos fines. No hay fuerzas mecánicas misteriosas: solo existe la voluntad de cada individuo para satisfacer su demanda de diversos bienes. No hay anonimato: hay tú y yo y Bill y Joe y todos los demás. Y cada uno de nosotros se dedica tanto a la producción como al consumo. Cada uno contribuye en su parte a la determinación de los precios.

El dilema no está entre fuerzas automáticas y acción planificada. Está entre el proceso democrático del mercado, en el que todo individuo tiene su parte, y el gobierno exclusivo de un cuerpo dictatorial. Lo que hace la gente en la economía de mercado es la ejecución de sus propios planes. En este sentido, toda acción humana significa planificación. Lo que defienden quienes se llaman a sí mismos planificadores no es la sustitución de dejar que las cosas sigan curso por la acción planificada. Es la sustitución de los planes de sus conciudadanos por el plan del propio planificador. El planificador es un dictador potencial que quiere privar al resto de la gente del poder de planificar y actuar de acuerdo con sus propios planes. Solo busca una cosa: la preeminencia absoluta exclusiva de su propio plan.

No es menos erróneo declarar que un gobierno que no sea socialista no tiene ningún plan. Todo lo que haga un gobierno es una ejecución de un plan, es decir, de una idea. Uno puede estar en desacuerdo con ese plan. Pero uno no debe decir que no es un plan en absoluto. El profesor Wesley C. Mitchell mantenía que el gobierno liberal británico “planificó no tener ningún plan”.[5] Sin embargo, el gobierno británico en el época liberal indudablemente tuvo un plan concreto. Su plan era la propiedad privada de los medios de producción la libre iniciativa y la economía de mercado. Gran Bretaña fue en verdad muy próspera bajo este plan que según el profesor Mitchell no es “ningún plan”.

Los planificadores pretenden que sus planes son científicos y que no puede haber desacuerdo con respecto a ellos entre la gente bienintencionada y decente. Sin embargo no existe un tendría científico. La ciencia es competente para establecer lo que es. Nunca puede dictar lo que tendría que ser y qué fines debería buscar la gente. Es un hecho que los hombres discrepan en sus juicios de valor. Es insolente arrogarse el derecho a denegar los planes de otra gente y obligarla a someterse al plan del planificador. ¿De quién debería ejecutarse el plan? ¿El plan del director general o el de cualquier otro grupo? ¿El plan de Trotsky o el de Stalin? ¿El plan de Hitler o el de Strasser?

Cuando la gente asume la idea de que en el campo de la religión solo debe adoptarse un plan, se producen guerras sangrientas. Con el reconocimiento del principio de libertad religiosa cesaron estas guerras. La economía de mercado salvaguarda la cooperación económica pacífica porque no usa la fuerza sobre los planes económicos de los ciudadanos. Si un plan maestro sustituye a los planes de cada ciudadano, debe aparecer una lucha sin fin. Quienes estén en desacuerdo con el plan del dictador no tienen otros medios para llevarlo a cabo que derrocar al déspota por la fuerza de las armas.

Es una ilusión creer que un sistema de socialismo planificado podría funcionar siguiendo métodos democráticos de gobierno. La democracia está inextricablemente ligada al capitalismo. No puede existir donde haya planificación. Refirámonos a las palabras del más eminente de los defensores contemporáneos del socialismo. El profesor Harold Laski declaró que la obtención del poder por el Partido Laborista Británico en la forma parlamentaria normal debe generar una transformación radical del gobierno parlamentario. Una administración socialista necesita “garantías” de que su trabajo de transformación no se vería “interrumpido” por su abolición en caso de su derrota en las urnas. Por tanto, la suspensión de la constitución es “inevitable”.[6] ¡Cómo les hubiera gustado a Carlos I y Jorge III haber conocido los libros del profesor Laski!

Sidney y Beatrice Webb (Lord y Lady Passfield) nos dicen que “en cualquier acción corporativa una leal unidad de pensamiento es tan importante que, si ha de conseguirse algo, la discusión pública debe suspenderse entre la promulgación de la decisión y el cumplimiento de la tarea”. Mientras “el trabajo está en progreso”, cualquier expresión de duda o incluso de miedo a que el plan no tenga éxito, es “un acto de deslealtad o incluso de traición”.[7] Como el proceso de producción no cesa nunca y algún trabajo está siempre en progreso, de esto se deduce que un gobierno socialista nunca debe conceder ninguna libertad de expresión ni de prensa. “Una leal unidad de pensamiento”, ¡qué resonante circunloquio para los ideales de Felipe II y la Inquisición! En este sentido, otro eminente admirador de los soviéticos, Mr. T.G. Crowther, habla sin reservas. Declara lisa y llanamente que la inquisición es “beneficiosa para la ciencia cuando protege a una clase que se alza”,[8] es decir, cuando los amigos de Mr. Crowther recurren a ella. Podrían citarse cientos de declaraciones similares.

En la época victoriana, cuando John Stuart Mill escribió su ensayo Sobre la libertad, opiniones como las sostenidas por el profesor Laski, Mr. y Mrs. Webb y Mr. Crowther se calificaban de reaccionarias. Hoy se califican como “progresistas” y “liberales”. Por otro lado, la gente que se opone a la suspensión del gobierno parlamentario y de la libertad de expresión y de prensa y al establecimiento de la inquisición son desdeñados como “reaccionarios”, como “realistas económicos” y como “fascistas”.

Aquellos intervencionistas que consideran al intervencionismo como un método para llegar al socialismo total paso a paso son al menos coherentes. Si las medidas adoptadas no logran los resultados benéficos esperados y acaban en desastre, piden cada vez más interferencia pública hasta que el gobierno se ha apropiado de la dirección de todas las actividades económicas. Pero aquellos intervencionistas que consideran al intervencionismo como un medio para mejorar el capitalismo y por tanto conservándolo están completamente confundidos.

A los ojos de esta gente, todos los efectos indeseados e indeseables de la interferencia del gobierno con los negocios eran causados por el capitalismo. El mismo hecho de que una medida gubernamental haya producido un estado de cosas que les desagradara era para ellos una justificación de medidas adicionales. Por ejemplo, no entienden que el papel que desempeñan los planes monopolistas en nuestro tiempo es el efecto de la interferencia gubernamental, con cosas como aranceles y patentes. Defienden la acción del gobierno para impedir el monopolio. Uno difícilmente puede imaginar una idea menos realista. Pues los gobiernos a los que piden luchar contra el monopolio son los mismos gobiernos que son devotos del principio del monopolio. Así el gobierno estadounidense del New Deal se embarcó en una organización monopolística completa de todos los sectores estadounidenses de negocios, por medio de la NRA y buscó organizar las granjas estadounidenses como un enorme esquema monopolista, restringiendo la producción agroganadera para sustituir los precios más bajos del mercado por precios de monopolio. Fue una parte de varios acuerdos de control internacional de varias materias primas cuyo objetivo no oculto era establecer monopolios internacionales de varias materias primas. Lo mismo es aplicable a otros gobiernos. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue asimismo parte de algunas de estas convenciones monopolísticas intergubernamentales.[9] Su repugnancia a la colaboración con los países capitalistas no era tan grande como para perder una oportunidad de estimular el monopolio.

El programa de este contradictorio intervencionismo es la dictadura, supuestamente para hacer libre al pueblo. Pero la libertad que predican sus defensores es libertad de hacer lo “correcto”, es decir, las cosas que ellos quieren que se hagan. No solo ignoran el problema económico consecuente. Les falta la facultad del pensamiento lógico.

La justificación más absurda del intervencionismo la proporcionan quienes ven el conflicto entre capitalismo y socialismo como si fuera un concurso sobre la distribución de la riqueza. ¿Por qué no deberían ser más sumisas las clases acaudaladas? ¿Por qué no deberían conceder a los trabajadores pobres una parte de sus amplios ingresos? ¿Por qué deberían oponerse al designio del gobierno de aumentar la parte de los desfavorecidos decretando salarios mínimos y precios máximos y recortando beneficios y tipos de interés hasta un nivel “más justo”? La flexibilidad en esos asuntos, dicen, quitaría aire a los barcos de los revolucionarios radicales y conservaría el capitalismo. Los peores enemigos del capitalismo, dicen, son esos doctrinarios intransigentes que excesiva defensa de la libertad económica, el laissez faire y el manchesterismo hace inútil todo intento de llegar a un compromiso con las demandas de los trabajadores. Estos tercos reaccionarios son los únicos responsables de la amargura de la lucha contemporánea y el odio implacable que genera. Lo que se necesita es la sustitución de la actitud puramente negativa de los realistas económicos por un programa constructivo. Y, por supuesto, lo “constructivo” es, a los ojos de esta gente, solo el intervencionismo.

Sin embargo este modo de razonar es completamente defectuoso. Da por sentado que las diversas medidas de interferencia del gobierno con los negocios alcanzarían los resultados benéficos que sus defensores esperan. Ignora alegremente todo lo que dice la economía acerca de la futilidad en alcanzar los fines buscados y sus consecuencias inevitables e indeseables. La cuestión no es si los salarios mínimos son justos o injustos, sino si producen o no desempleo de una parte de los que desean trabajar. Al llamar justas a estas medidas, el intervencionista no rebate las objeciones planteadas contra su eficacia por los economistas. Simplemente muestra ignorancia sobre el asunto en cuestión.

El conflicto entre capitalismo y socialismo no es un concurso entre dos grupos de reclamantes respecto del tamaño de las porciones a adjudicar a cada uno de ellos de una oferta concreto de bienes. Es una disputa respecto de qué sistema de organización social sirve mejor al bienestar humano. Quienes luchan contra el socialismo no lo rechazan porque envidien a los trabajadores los beneficios que estos puedan supuestamente conseguir del modo socialista de producción. Luchan contra el socialismo precisamente porque están convencidos de que dañaría a las masas al reducirlas al estado de siervos pobres completamente a merced de dictadores irresponsables.

En este conflicto de opiniones todos deben reflexionar y tomar una postura concreta. Todos deben alinearse o con los defensores  de la libertad económica o con los del socialismo totalitario. Uno no puede evitar este dilema adoptando una postura supuestamente intermedia, es decir, el intervencionismo. Pues el intervencionismo no es ni una postura intermedia ni un compromiso entre capitalismo y socialismo. Es un tercer sistema. Es un sistema cuyo absurdo e inutilidad es reconocido no solo por todos los economistas sino incluso por los marxistas.

No existe una defensa “excesiva” de la libertad económica. Por un lado, la producción puede dirigirse por los esfuerzos de cada individuo en ajustar su conducta para atender los deseos más urgentes de los consumidores de la manera más apropiada. Es la economía de mercado. Por otro lado, la producción puede dirigirse por decreto autoritario. Si estos decretos afectan solo a algunos elementos aislados de la estructura económica, no consiguen alcanzar los fines buscados y a sus propios defensores no les gusta su resultado. Si llegan a una reglamentación completa, significa socialismo totalitario.

Los hombres deben elegir entre la economía de mercado y el socialismo. El estado puede conservar la economía de mercado protegiendo vida, salud y propiedad privada contra agresiones violentas o fraudulentas o puede él mismo controlar la dirección de todas las actividades de producción. Alguna agencia debe determinar qué debería producirse. Si no son los consumidores por medio de la oferta y la demanda en el mercado, debe ser el gobierno por coacción.

Socialismo y comunismo

En la terminología de Marx y Engels, las palabras comunismo y socialismo son sinónimas. Se aplican alternativamente sin ninguna distinción entre ellas. Los mismo vale para la práctica totalidad de los grupos y sectas marxistas hasta 1917. Los partidos políticos del marxismo que consideraban al Manifiesto comunista como el evangelio inalterable de su doctrina se llamaban a sí mismos partidos socialistas. El más influyente y numeroso de estos partidos, el alemán, adoptó el nombre de Partido Social Demócrata. En Italia, en Francia y en todos los demás países en que los partidos marxistas ya desempeñaban un papel en la vida política antes de 1917, el término socialista igualmente desbancaba al término comunista. Ningún marxista antes de 917 se habría atrevido a distinguir entre comunismo y socialismo.

En 1875, en su Crítica del Programa de Gotha del Partido Social Demócrata Alemán, Marx distinguía entre una fase inferior (anterior) y una fase superior (posterior) de la futura sociedad comunista. Pero no reservaba la palabra comunismo para la fase superior y no llamaba a la fase inferior socialismo como algo diferenciado del comunismo.

Uno de los dogmas fundamentales de Marx es que el socialismo estaba condenado a llegar “con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza”. La producción capitalista engendra su propia negación y establece el sistema socialista de propiedad pública de los medios de producción. Este proceso “se ejecuta mediante la operación de las leyes inherentes de la producción capitalista”.[10] Es independiente de la voluntad de la gente.[11] Es imposible que los hombres lo aceleren, lo retrasen o lo obstaculicen. Pues “ningún sistema social desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas para cuyo desarrollo de las cuales sea lo bastante amplio y los nuevos métodos superiores de producción nunca aparecen antes de que se hayan nacido las condiciones materiales de su existencia en el seno de la sociedad anterior”.[12]

Por supuesto, esta doctrina es irreconciliable con las propias doctrinas políticas de Marx y con las enseñanzas de usaba para justificar estas actividades. Marx trató de organizar un partido político que por medio de la revolución y la guerra civil debería lograr la transición del capitalismo al socialismo. Lo característico de sus partidos era, a los ojos de Marx y los doctrinarios marxista, que eran partidos revolucionario invariablemente comprometidos con la idea de la acción violenta. Su objetivo era alzarse en rebelión, establecer la dictadura del proletariado y exterminar sin piedad a todos los burgueses. Los hechos de la Comuna de París en 1871 eran considerados como el modelo perfecto de dicha guerra civil. Por supuesto, la revuelta de París había fracasado lamentablemente. Pero se esperaba que alzamientos posterior tuvieran éxito.[13]

Sin embargo las tácticas aplicadas por los partidos marxistas en diversos países europeos se oponían irreconciliablemente c cada una de estas dos variedades contradictorias de las enseñanzas de Karl Marx. No confiaban en la inevitabilidad de la llegada del socialismo. Tampoco confiaban en el éxito de un levantamiento revolucionario. Adoptaron los métodos de la acción parlamentaria. Pedían votos en las campañas electorales y enviaban a sus delegados a los parlamentos. “Degeneraron” en partidos democráticos. En los parlamentos se comportaban como los demás partidos de la oposición. En algunos países entraban en alianzas temporales con otros partidos y ocasionalmente miembros socialistas formaban parte de gabinetes. Posteriormente, después de acabar la Primera Guerra Mundial, los partidos socialistas se convirtieron en mayoritarios en muchos parlamentos. En algunos países gobernaron en solitario, en otros cooperando de cerca con partidos “burgueses”.

Es verdad que estos socialistas domesticados antes de 1917 nunca abandonaron la retórica de los principios rígidos del marxismo ortodoxo. Repetían una y otra vez que la llegada del socialismo es inevitable. Destacaban el carácter inherentemente revolucionario de sus partidos. Nada podía provocar más su ira que cuando alguien se atrevía a discutir su firme espíritu revolucionario. Sin embargo, en realidad eran partidos parlamentarios como todos los demás partidos.

Desde un punto de vista marxista correcto, como se expresa en los últimos escritos de Marx y Engels (pero no aún en el Manifiesto Comunista), todas las medidas pensadas para restringir, regular y mejorar el capitalismo eran simplemente tonterías “pequeño burguesas” que derivan de la ignorancia de las leyes inmanentes de la evolución capitalista. Los verdaderos socialistas no deberían poner ningún obstáculo en el camino de la evolución capitalista. Pues solo la completa madurez del capitalismo podría engendrar el socialismo. No solo es vano, sino dañino para los intereses de los proletarios recurrir a esas medidas. Ni siquiera el sindicalismo laboral es un medio adecuado para la mejora de las condiciones de los trabajadores.[14] Marx no creía que el intervencionismo pudiera beneficiar a las masas. Rechazaba violentamente la idea de que medidas como salarios mínimos, precios máximos, restricciones en los tipos de interés, seguridad social y otras fueran pasos preliminares en la llegada del socialismo. Apuntaba a la abolición radical del sistema de salarios que solo podía conseguirse en el comunismo en su fase superior. Habría ridiculizado con sarcasmo la idea de abolir el “carácter de producto” de la mano de obra dentro del marco de la sociedad capitalista mediante la aplicación de una ley.

Pero los partidos socialistas tal y como operaban en los países europeos no estaban en la práctica menos comprometidos con el intervencionismo que la Sozialpolitik de la Alemania del káiser y el New Deal estadounidense. Fue contra esta política contra la que dirigieron sus ataques George Sorel y el sindicalismo. Sorel, un intelectual tímido con trasfondo burgués, deploraba la “degeneración de los partidos socialistas por lo que consideraba una penetración de intelectuales burgueses. Quería ver el espíritu de agresividad despiadada, propio de las masas, reavivado y libre de la custodia de los cobardes intelectuales. Para Sorel nada importaba salvo los disturbios. Defendía la action directe, es decir, el sabotaje y la huelga general, como pasos iniciales hacia la gran revolución final.

Sorel tuvo éxito principalmente entre intelectuales snobs y ociosos y no menos snobs y ociosos herederos de empresarios ricos. No movió de forma perceptible a las masas. Para los partidos marxistas en Europa occidental y central, su crítica apasionada era poco más que una molestia. Su importancia histórica consistió principalmente en el papel que desempeñaron sus ideas en la evolución del bolchevismo ruso y el fascismo italiano.

Para entender la mentalidad de los bolcheviques debemos referirnos de nuevo a los dogmas de Karl Marx. Marx estaba completamente convencido de que el capitalismo es una etapa de la historia económica que no se limita solo a unos pocos países avanzados. El capitalismo tiene la tendencia a convertir todas las partes del mundo en países capitalistas. La burguesía obliga a todas las naciones a convertirse en naciones capitalistas. Cuando suene la hora final del capitalismo, todo el mundo estará uniformemente en la etapa de capitalismo maduro, listo para la transición al socialismo. El socialismo aparecería al mismo tiempo en todas las partes del mundo.

Marx se equivocaba en este punto no menos que todas sus demás declaraciones. Hoy ni siquiera los marxistas pueden negar ni niegan que aún prevalezcan enormes diferencias en el desarrollo del capitalismo en diversos países. Aprecian que hay muchos países que, desde el punto de vista de la interpretación marxista de la historia, deben describirse como precapitalistas. En estos países la burguesía aún no ha conseguido un puesto gobernante y no ha establecido aún el escenario histórico del capitalismo que es el necesario requisito previo de la aparición del socialismo. Por tanto, estos países deben realizar antes su “revolución burguesa” y deben pasar por todas las fases del capitalismo antes de que pueda plantearse transformarlos en países socialistas. La única política que podían adoptar los marxistas en esos países sería apoyar incondicionalmente a los burgueses, primero en sus esfuerzos de hacerse con el poder y luego en sus aventuras capitalistas. Un partido marxista podría durante mucho tiempo no tener otra tarea que servir al liberalismo burgués. Esta es la única misión que el materialismo histórico, correctamente aplicado, podría asignar a los marxistas rusos. Estarían obligados a esperar tranquilamente hasta que el capitalismo hiciera a su nación madura para el socialismo.

Pero los marxistas rusos no querían esperar. Recurrieron a una nueva modificación del marxismo según la cual era posible que una nación saltara una de las etapas de la evolución histórica. Cerraron sus ojos al hecho de que la nueva doctrina no era una modificación del marxismo sino más bien la negación de lo único que quedaba de él. Era un retorno indisimulado a las enseñanzas pre-marxistas y anti-marxistas, según las cuales los hombres son libres de adoptar el socialismo en cualquier momento si lo consideran un sistema más beneficioso para la comunidad que el capitalismo. Reventaba completamente todo el misticismo incluido en el materialismo dialéctico y el supuesto descubrimiento marxista de las leyes inexorables de la evolución económica de la humanidad.

Habiéndose emancipado del determinismo marxista, los marxistas rusos era libres de discutir las tácticas más apropiadas para el logro del socialismo en su país. Ya no se preocupaban de problemas económicas. Ya no tenían que investigar si había llegado el momento o no. Solo tenían que cumplir una tarea, apropiarse de las riendas del gobierno.

Un grupo mantenía que el éxito duradero solo podía esperarse si podía conseguirse el apoyo de un número suficiente de gente, aunque no necesariamente la mayoría. Otro grupo no estaba a favor de un procedimiento que hacía perder tanto tiempo. Sugería un golpe de efecto. Podía organizarse un pequeño grupo de fanáticos como la vanguardia de la revolución. La disciplina estricta y la obediencia incondicional al jefe harían que estos revolucionarios profesionales estuvieran listos para un ataque repentino. Deberían suplantar el gobierno zarista y luego gobernar el país de acuerdo con los métodos tradicionales de la policía del zar.

Los términos utilizados para designar estos dos grupos, bolcheviques (mayoría) para lo últimos y mencheviques (minoría) para los primeros, se refieren a un voto realizado en 1903 en una reunión para discutir estos asuntos tácticos. La única diferencia que dividía a estos dos grupos era este método táctico. Ambos estaban de acuerdo con respecto al fin último: el socialismo.

Ambas sectas trataban de justificar sus respectivos puntos de vista citando pasajes de los escritos de Marx y Engels. Por supuesto, esta es la costumbre marxista. Y cada secta estaba en disposición de descubrir en estos libros sagrados frases que confirmaban su propia postura.

Lenin, el jefe bolchevique, conocía a sus compatriotas mucho mejor que sus adversarios y su líder, Plejánov. No cometió, como Plejánov, el error de aplicar a los rusos los patrones de las naciones occidentales. Recordaba cómo mujeres extranjeras había usurpado por dos veces el poder supremo y gobernado tranquilamente durante toda su vida. Conocía el hecho de que los métodos terroristas de la policía secreta del zar tuvieron éxito y confiaba en que podía mejorar considerablemente dichos métodos. Fue un dictador despiadado y sabía que a los rusos les faltaba el valor para resistir la opresión. Como Cromwell, Robespierre y Napoleón, fue un usurpador ambicioso y confiaba completamente en la ausencia de espíritu revolucionario en la inmensa mayoría. La autocracia de los Romanov estaba condenada porque el desgraciado Nicolás II era débil. El abogado socialista Kerensky fracasó porque estaba comprometido con el principio del gobierno parlamentario. Lenin tuvo éxito porque nunca buscó otra cosa que su propia dictadura. Y los rusos anhelaban un dictador un sucesor de Iván el Terrible.

El gobierno de Nicolás II no acabó por un levantamiento revolucionario real. Se desplomó en los campos de batalla. Se generó una anarquía que Kerensky no pudo controlar. Una refriega en las calles de San Petersburgo derrocó a Kerensky. Poco tiempo después Lenin tuvo su 18 de brumario. A pesar de todo el terror practicado por los bolcheviques, la Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal de hombres y mujeres, solo tenía un 20% de miembros bolcheviques. Lenin disolvió la Asamblea Constituyente por la fuerza de las armas. El efímero interludio “liberal” se liquidó. Rusia pasó de las manos de los ineptos Romanov a las de un autócrata real.

Lenin no se contentó con la conquista de Rusia. Estaba completamente convencido de que estaba destinado a llevar el gozo del socialismo a todas las naciones, no solo a Rusia. El nombre oficial que eligió para su gobierno (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) no contiene ninguna referencia a Rusia. Estaba pensado como el núcleo de un gobierno mundial. Era implícito que todos los camaradas extranjeros debían por derecho lealtad a este gobierno y que todos los burgueses extranjeros que se atrevieran a resistirse eran culpables de alta traición y merecían la pena capital. Lenin no dudaba en lo más mínimo que todos los países occidentales estaban en vísperas de la gran revolución final. Esperaba diariamente su estallido.

Había en opinión de Lenin solo un grupo que podía (aunque sin ninguna perspectiva de éxito) tratar de impedir el levantamiento revolucionario: los depravados miembros de la intelectualidad que habían usurpado el liderazgo de los partidos socialistas. Lenin hacía mucho que odiaba a estos hombres por su adicción al procedimiento parlamentario y su reticencia a apoyar sus aspiraciones dictatoriales. Clamaba contra ellos porque los hacía responsables del hecho de que los partidos socialistas habían apoyado los esfuerzos bélicos en sus países. Ya en su exilio suizo, que acabó en 1917, Lenin empezó de dividir a los partidos socialistas europeos. Ahora creaba una nueva Tercera Internacional, que controlaba de la misma forma dictatorial en que dirigía a los bolcheviques rusos. Para este nuevo partido, Lenin escogió el nombre de Partido Comunista. Los comunistas iban a luchar hasta la muerte con los diversos partidos socialistas europeos, esos “traidores sociales” e iban a disponer la liquidación inmediata de la burguesía y apropiarse del poder mediante los trabajadores armados. Lenin no diferenciaba entre socialismo y comunismo como sistemas sociales. El objetivo que buscaba no se llamaba comunismo en oposición al socialismo. El nombre oficial del gobierno soviético es Unión de Repúblicas Socialistas (no Comunistas) Soviéticas. En este sentido, no quería alterar la terminología tradicional que consideraba los términos como sinónimos. Simplemente llamó a sus partidarios, los únicos seguidores sinceros y coherentes de los principios revolucionarios del marxismo ortodoxo, comunistas y a sus métodos tácticos comunismo porque quería distinguirlos de los “mercenarios traidores de los explotadores capitalistas”, los malvados líderes socialdemócratas como Kautsky y Albert Thomas. Estos traidores, destacaba, ansiaban conservar el capitalismo. No eran verdaderos socialistas. Los únicos marxistas genuinos eran los que rechazaban el nombre de socialistas, irremediablemente caídos en desgracia.

Así se creó la distinción entre comunistas y socialistas. Aquellos marxistas que no se sometieron al dictador en Moscú se llamaron a sí mismos socialdemócratas o, abreviado, socialistas. Lo que les caracterizaba era la creencia de que el método más apropiado para llevar a cabo sus planes para establecer el socialismo, el objetivo final común para ellos y los comunistas, era conseguir el apoyo de la mayoría de sus conciudadanos. Abandonaron los lemas revolucionarios y trataron de adoptar métodos democráticos para conseguir el poder. No les preocupaba el problema de si un régimen socialista es compatible o no con la democracia. Pero para alcanzar el socialismo estaban resueltos a aplicar procedimientos democráticos.

Por el contrario los comunistas estaban en los primeros años de la Tercera Internacional firmemente comprometidos con el principio de la revolución y la guerra civil. Solo eran leales a su jefe ruso. Expulsaban de entre sus filas a todo el que fuera sospechoso de sentirse obligado por cualquiera de las leyes de su país. Conspiraban incesantemente y derrochaban sangre en tumultos sin éxito.

Lenin no podía entender por qué los comunistas fracasaban en todas partes fuera de Rusia. No esperaba mucho de los trabajadores estadounidenses. En Estados Unidos, pensaban los comunistas, a los trabajadores les faltaba el espíritu revolucionario porque estaban echados a perder por el bienestar y embargados en el vicio de hacer dinero. Pero Lenin no dudaba de que las masas europeas tenían conciencia de clase y por tanto estaban completamente comprometidas con las ideas revolucionarias. La única razón por la que la revolución no se había llevado a cabo era en su opinión la inadecuación y cobardía de los cargos comunistas. Destituía una y otra vez a sus vicarios y nombraba nuevos hombres. Pero no tenía más éxito.

En los países anglosajones y latinoamericanos, los votantes socialistas confiaban en los métodos democráticos. Aquí el número de personas que buscan seriamente una revolución comunista es muy pequeño. La mayoría de quienes proclaman públicamente su adhesión a los principios del comunismo se sentirían extremadamente infelices si se produjera la revolución y pusiera en peligro sus vidas y propiedades. Si los ejércitos rusos marcharan en sus países o si los comunistas locales tomaran el poder haciéndoles luchar, probablemente se alegren al esperar ser recompensados por su ortodoxia marxista. Pero ellos mismos no ansían laureles revolucionarios.

Es un hecho que en estos treinta años de apasionado activismo pro-soviético ningún país fuera de Rusia se ha hecho comunista por voluntad de sus ciudadanos. Europa Oriental se convirtió al comunismo solo cuando los acuerdos diplomáticos de las potencias políticas internacionales la convirtieron en una esfera de influencia y hegemonía exclusiva de Rusia. Es improbable que Alemania Occidental, Francia, Italia y España adopten el comunismo si Estados Unidos y Gran Bretaña no adoptan una política de absoluto desinterés diplomático. Lo que da fuerza al movimiento comunista en estos y algunos otros países es la creencia de que Rusia está dirigida por un “dinamismo” inquebrantable, mientras que las potencias anglosajonas son indiferentes y no están muy interesadas en su destino.

Marx y los marxistas se equivocaron lamentablemente cuando supusieron que las masas ansiaban un derrocamiento revolucionario del orden “burgués” de la sociedad. Los comunistas militantes solo se encuentran en las filas de quienes viven del comunismo esperan que una revolución avance en sus ambiciones personales.  Las actividades subversivas de estos conspiradores profesionales son peligrosas precisamente debido a la ingenuidad de quienes solo están flirteando con la idea revolucionaria. Esos simpatizantes confusos y equivocados que se llaman “liberales” a sí mismos y a quienes los comunistas llaman “tontos útiles”, compañeros de viaje e incluso la mayoría de los miembros oficialmente registrados del partido, estarían terriblemente asustados si descubrieran un día que sus jefes quieren decir negocios cuando predican la sedición. Pero entonces puede ser demasiado tarde para evitar el desastre.

Por ahora, el ominoso peligro de los partidos comunistas en Occidente reside en su postura en asuntos exteriores. La nota distintiva de todos los partidos comunistas actuales es su devoción por la agresiva política exterior de los soviéticos. Siempre que deben elegir entre Rusia y su propio país, no dudan en preferir a Rusia. Su principio es: Con razón o sin ella, mi Rusia. Obedecen estrictamente a todas las órdenes dictadas desde Moscú. Cuando Rusia era un aliado de Hitler, los comunistas franceses saboteaban el esfuerzo de guerra de su propio país y los comunistas estadounidenses se oponían apasionadamente a los planes del presidente Roosevelt de ayudar a Inglaterra y Francia en su lucha contra los nazis. Todos los comunistas del mundo calificaban a todos los que se defendían contra los invasores alemanes como “belicistas imperialistas”. Pero tan pronto como Hitler atacó Rusia, la guerra imperialista de los capitalistas pasó de la noche a la mañana a ser una guerra justa de defensa. Siempre que Stalin conquista un país más, los comunistas justifican esta agresión como un acto de autodefensa contra “fascistas”.

En su ciega adoración de todo lo que es ruso, los comunistas de Europa occidental y Estados Unidos sobrepasan con mucho los peores excesos cometidos por los chauvinistas. Se extasían con las películas rusas, la música rusa y los supuestos descubrimientos de la ciencia rusa. Hablan con euforia de los logros económicos de los soviéticos. Atribuyen la victoria de la ONU a los hechos de fuerzas armadas rusas. Rusia, dicen, ha salvado al mundo de la amenaza fascista. Rusia es el único país libre, mientras que todas las demás naciones están sometidas a la dictadura de los capitalistas. Solo los rusos son felices y disfrutan de la dicha de vivir una vida completa: en los países capitalistas, la inmensa mayoría sufren frustraciones y deseos insatisfechos. Igual que el musulmán piadoso anhela peregrinar a la tumba del Profeta en La Meca, el intelectual comunista  anhela una peregrinación a los sagrados santuarios de Moscú como el acontecimiento de su vida.

Sin embargo, la distinción en el uso de los términos comunista y socialista no afectaba al significado de los términos comunismo y socialismo aplicados al objetivo final de las políticas comunes a ambos. Fue solo en 1928 cuando el programa de la Internacional Comunista, adoptado por el sexto congreso en Moscú,[15] empezó a diferenciar entre comunismo y socialismo (y no solamente entre comunistas y socialistas).

De acuerdo con esta nueva doctrina, hay, en la evolución económica de la humanidad, entre la etapa histórica del capitalismo y la del comunismo, una tercera etapa, que es la del socialismo. El socialismo es un sistema social basado en el control público de los medios de producción y la dirección completa de todos los procesos de producción y distribución por una autoridad panificadora centralizada. En este aspecto, es igual que el comunismo. Pero difiere del comunismo en la medida en que no hay igualdad en las porciones asignadas de cada individuo para su propio consumo. Siguen pagándose salarios a los camaradas y estos niveles salariales se gradúan de acuerdo con el interés económico que la autoridad central considere necesario para garantizar la mayor producción de productos. Lo que Stalin llama socialismo se corresponde en buena medida con lo que Marx llamaba la “fase temprana” del comunismo. Stalin reserva el término comunismo exclusivamente para lo que Marx llamaba la “fase superior” del comunismo. El socialismo, en el sentido en que Stalin ha utilizado últimamente el término, se mueve hacia el comunismo, pero en sí mismo no es aún comunismo. El socialismo se convertirá en comunismo tan pronto como el aumento en la riqueza que cabe esperar del funcionamiento de los métodos socialistas de producción haya aumentado el nivel más bajo de vida en las masas rusas al nivel superior del que disfrutan los distinguidos poseedores de cargos importantes en la Rusia actual.[16]

El carácter justificativo de esta nueva práctica terminológica es evidente. Stalin encuentra necesario explicar a la gran mayoría sus súbditos por qué su nivel de vida es extremadamente bajo, mucho más bajo que el de las masas de los países capitalistas e incluso menor que el de los proletarios rusos en los tiempos del gobierno zarista. Quiere justificar el hecho de que los salarios sean desiguales, de que un pequeño grupo de cargos soviéticos disfrute de todos los lujos que puede proporcionar la tecnología actual, que un segundo grupo, más numeroso que le primero, pero menos numeroso que la clase media en la Rusia imperial, vive en un estilo “burgués”, mientras que las masas, harapientas y descalzas, sobreviven en barriadas congestionadas y están mal alimentadas. Ya no puede acusar al capitalismo de este estado de cosas. Así que se ve obligado a recurrir a un nuevo parche ideológico.

El problema de Stalin era más acuciante ya que los comunistas rusos en los primeros días de su gobierno habían proclamado apasionadamente la igualdad de renta como un principio a aplicar desde el primer momento de la toma del poder por los proletarios. Además, en los países capitalistas, el truco demagógico más poderoso aplicado por los partidos comunistas patrocinados por Rusia es excitar la envidia de la gente con rentas más bajas contra todos los que tengan rentas superiores. El principal argumento aportado por los comunistas para apoyar su tesis de que el nacionalsocialismo de Hitler no era un socialismo genuino, sino, por el contrario, la peor variedad del capitalismo, era que había desigualdad en los niveles de vida en la Alemania nazi.

La nueva distinción entre socialismo y comunismo de Stalin está en abierta contradicción con la política de Lenin y no menos con las ideas de la propaganda de los partidos comunistas fuera de las fronteras rusas. Pero esas contradicciones no importan en el reino de los soviets. La palabra del dictador es la decisión definitiva y nadie está tan loco como para atreverse a oponerse.

Es importante apreciar que la innovación semántica de Stalin afecta solamente a los términos comunismo y socialismo. No altera el significado de los términos socialista y comunista. El partido bolchevique es igual que antes de ser llamado comunista. Los partidos rusófilos fuera de las fronteras de la Unión Soviética se llaman a sí mismos partidos comunistas y luchan violentamente con los partidos socialistas que, a sus ojos, son simplemente traidores sociales. Pero el nombre oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no ha cambiado.

La agresividad de Rusia

Los nacionalistas alemanes, italianos y japoneses justificaban sus políticas agresivas en su falta de espacio vital (Lebensraum). Sus países ataban comparativamente superpoblados. Estaban mal dotados naturalmente y dependían de la importación de alimentos y materias primas del exterior. Debían exportar manufacturas para pagar estas importaciones necesarias. Pero las políticas proteccionistas adoptadas por los países que producían un exceso de alimentos y materias primas cierran sus fronteras a la importación de manufacturas. El mundo tiende manifiestamente hacia un estado de completa autarquía económica de cada nación. En un mundo así, ¿qué destino aguarda a aquellas naciones que no pueden alimentar no vestir a sus ciudadanos con sus recursos locales?

La doctrina del Lebensraum de los supuestos pueblos que “no tienen” destaca que hay en América y Australia millones de acres de tierras sin utilizar mucho más fértiles que el suelo estéril que cultivan los granjeros de las naciones que no tienen. Las condiciones naturales para la minería y las manufacturas son igualmente mucho más propicias que los países de los que no tienen. Pero los campesinos y trabajadores alemanes, italianos y japoneses ven prohibido el acceso a esas áreas favorecidas por la naturaleza. Las leyes de inmigración de los países comparativamente infrapoblados impiden su emigración. Esas leyes aumentan la productividad marginal del trabajo y por tanto los salarios en los países infrapoblados y los rebajan en los países superpoblados. El alto nivel de vida en Estados Unidos y los dominios británicos se paga con una rebaja en el nivel de vida de los países congestionados de Europa y Asia.

Los verdaderos agresores, dicen estos nacionalistas alemanes, italianos y japoneses, son aquellas naciones que por medio de las barreras al comercio y la emigración se han arrogado la parte del león de las riquezas naturales del mundo. ¿No ha declarado el propio papa[17] que la cusa raíz de las guerras mundiales es “ese egoísmo frío y calculador que tiende a atesorar los recursos económicos y materiales destinados al uso de todos hasta el punto de que a las naciones menos favorecidas por la naturaleza no se les permite acceder a ellos”?[18]La guerra que iniciaron Hitler, Mussolini e Hirohito era desde este punto de vista una guerra justa, pues su único objetivo era dar a los que no tienen lo que, por derecho natural y divino, las pertenece.

Los rusos no pueden aventurarse a justificar su política agresiva con esos argumentos. Rusia es un país comparativamente infrapoblado. Su tierra está mucho mejor dotada por la naturaleza que la de cualquier otra nación. Ofrece las condiciones más ventajosas para el cultivo de todo tipo de cereales, frutas, semillas y plantas. Rusia posee inmensos pastos y bosques casi inagotables. Tiene los más ricos recursos para producir oro, plata, platino, hierro, cobre, níquel, magnesio y todos los demás metales y petróleo. Pero por el despotismo de los zares y la lamentable inadecuación del sistema comunista, su población hace mucho que podía haber disfrutado del máximo nivel de vida. Indudablemente no es la falta de recursos naturales no que empuja a Rusia a la conquista.

La agresividad de Lenin era consecuencia de su convicción de que era el líder dela revolución mundial final. Se consideraba como el legítimo sucesor de la Primera Internacional, destinada a cumplir la tarea en la que habían fracasado Marx y Engels. Había sonado la hora del capitalismo y ninguna maquinación capitalista podría retrasar más la expropiación de los expropiadores. Solo hacía falta el dictador del nuevo orden social. Lenin estaba dispuesto a asumir la carga sobre sus hombros.

Desde los tiempos de las invasiones mongolas, la humanidad no ha tenido que afrontar una aspiración tan resulta y total de supremacía mundial sin límites. En todos los países, los emisarios rusos y los quintacolumnistas comunistas estaban trabajando fanáticamente en el “Anschluss” con Rusia. Pero a Lenin le faltaban las primeras cuatro columnas. Las fuerzas militares de Rusia eran en ese momento deleznables. Cuando atravesaron las fronteras rusas fueron detenidas por los polacos. No pudieron avanzar más hacia el oeste. La gran campaña para la conquista del mundo se extinguió.

Resulta ocioso discutir los problemas de si el comunismo en un país es posible o deseable. Los comunistas habían fracasado completamente fuera de las fronteras rusas. Se vieron obligados a quedarse en casa.

Stalin dedicó todas sus energías a la organización de un ejército regular de un tamaño que el mundo nunca había visto antes. Pero no tuvo más éxito que Lenin y Trotsky. Los nazis derrotaron fácilmente a su ejército y ocuparon la parte más importante del territorio de Rusia. Rusia fue salvada por las fuerzas británicas y, sobre todo, por las estadounidenses. El programa estadounidense de préstamo y alquiler permitió a los rusos pisar los talones a los rusos cuando la escasez de equipamiento y la amenaza de invasión estadounidense les obligó a salir de Rusia. Pudieron incluso derrotar alguna vez la retaguardia de los nazis en retirada. Pudieron conquistar Berlín y Viena cuando los aviones estadounidenses hubieron machado las defensas alemanas. Cuando los estadounidenses hubieron aplastado a los japoneses, los rusos pudieron apuñalarlos tranquilamente por la espalda.

Por supuesto, los comunistas dentro y fuera de Rusia y sus compañeros de viaje responden apasionadamente que Rusia derrotó a los nazis y liberó Europa. Pasa de puntillas por el hecho de que la única razón por la que los nazis no pudieron capturar Moscú, Leningrado y Stalingrado fue su falta de municiones, aviones y gasolina. Fue el bloqueo el que hizo imposible que los nazis suministraran a sus ejércitos el equipamiento necesario y construir en el territorio ocupado ruso un sistema de transporte que pudiera enviar este equipamiento a la muy lejana línea de frente. La batalla decisiva de la guerra fue la batalla del Atlántico. Los grandes acontecimientos estratégicos en la guerra contra Alemania fueron la conquista de África y Sicilia y la victoria en Normandía. Stalingrado, cuando se mide con los patrones gigantescos de esta guerra, fue poco más que un éxito táctico. En la lucha contra los italianos y los japoneses, la participación de Rusia fue nula.

Pero los despojos de la victoria van solo a Rusia. Mientras que la demás Naciones Unidas no buscan agrandar su territorio, los rusos están en su apogeo. Se han anexionado las tres repúblicas bálticas, Besarabia, la provincia de Checoslovaquia de Carpato-Rusia,[19] una parte de Finlandia, una buena parte de Polonia y enormes territorios en Extremo Oriente. Reclaman el reto de Polonia, Rumanía, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria, Corea y China como su esfera exclusiva de influencia. Ansían establecer en estos países gobiernos “amigos”, es decir, gobierno títeres. Si no fuera por la oposición de Estados Unidos y Gran Bretaña, hoy gobernarían toda Europa continental, Asia continental y norte de África. Solo los baluartes estadounidenses  británicos en Alemania cierran el paso a los rusos hasta las orillas del Atlántico.

Hoy, no menos que después de la Primera Guerra Mundial, la amenaza real para Occidente no reside en el poder militar de Rusia. Gran Bretaña podría rechazar fácilmente un ataque ruso y sería una completa locura que los rusos lanzaran una guerra contra Estados Unidos. No son los ejércitos rusos, sino las ideologías comunistas las que amenazan a occidente. Los rusos lo saben muy bien y confían, no en su propio ejército, sino en sus partidarios extranjeros. Quieren derrocar las democracias desde dentro, no desde fuera. Sus armas principales son las maquinaciones pro-rusas de sus quintacolumnistas. Son las divisiones de choque del bolchevismo.

Los escritores y políticos comunistas dentro y fuera de Rusia explican las políticas agresivas de esta como mera autodefensa. Dicen que no es Rusia la que planea la agresión, sino, por el contrario, son las decadentes democracias capitalistas. Rusia solo quiere defender su propia independencia. Es un método antiguo y muy usado para justificar la agresión. Luis XIV y Napoleón I, Guillermo II y Hitler fueron los más amantes de la paz de todos los hombres. Cuando invadían países extranjeros, solo lo hacían en justa autodefensa. Rusia estaba tan amenazada por Estonia o Letonia como Alemania por Luxemburgo o Dinamarca.

Una consecuencia de este cuento de la autodefensa es la leyenda del cordón sanitario. La independencia política de los países pequeños vecinos de Rusia, se dice, es simplemente una argucia capitalista para impedir que las democracias europeas se vean infectadas con el germen del comunismo. Por tanto, se concluye, estas naciones pequeñas han renunciado a su derecho a la independencia. Pues Rusia tiene el derecho inalienable a reclamar que sus vecinos (e igualmente los vecinos de sus vecinos) deban estar gobernados solo por gobiernos “amigos”, es decir, estrictamente comunistas. ¿Qué pasaría con el mundo su todas las grandes potencias tuvieran la misma pretensión?

La verdad es no son los gobiernos de las naciones democráticas los que buscan derrocar el actual sistema ruso. No promueven quintas columnas pro-democracia en Rusia y no incitan a las masas rusas contra sus gobernantes. Pero los rusos trabajan noche y día fomentando la agitación en todos los países.

La muy tímida y apocada intervención de la naciones aliadas en la Guerra Civil Rusa no fue una aventura pro-capitalista y anti-comunista. Para las naciones aliadas, implicadas en su lucha a vida o muerte con los alemanes, Lenin era en ese momento simplemente un peón de sus enemigos mortales. Ludendorff había enviado a Lenin a Rusia para derrocar el régimen de Kerensky y producir la derrota de Rusia. Los bolcheviques luchaban con armas contra todos aquellos rusos que querían continuar la alianza con Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Desde un punto de vista militar, era imposible para las naciones occidentales permanecer neutrales mientras sus aliados rusos se estaban defendiendo desesperadamente contra los bolcheviques. Para las naciones aliadas, estaba en juego el frente oriental. La causa de los generales “blancos” era su propia causa.

Tan pronto como llegó a su fin la guerra contra Alemania en 1918, los aliados perdieron el interés en los asuntos rusos. Ya no había ninguna necesidad de un frente oriental. No les importaban nada los problemas internos de Rusia. Querían la paz y ansiaban dejar de luchar. Por supuesto, se preocupaban porque no sabían cómo liquidar sus aventuras con decoro. Sus generales lamentaban abandonar a sus compañeros de armas que habían luchado con todas sus fuerzas en una causa común. Dejar a estos hombres en la estacada era en su opinión nada menos que cobardía y deserción.  Esas consideraciones de honor militar retrasaron por un tiempo la retirada de los inadvertidos destacamentos aliados y la cesación de envíos a los blancos. Cuando se hizo finalmente, lo estadistas aliados se sintieron aliviados. Desde entonces, adoptaron una política de estricta neutralidad con respecto a los asuntos rusos.

Es realmente muy desafortunado que las naciones aliadas se hayan implicado, guste o no, en la Guerra Civil Rusa. Habría sido mejor si la situación militar de 1917 y 1918 no les hubiera obligado a interferir. Pero uno no debe olvidar el hecho de que el abandono de la intervención en Rusia era equivalente al fracaso final de la política del presidente Wilson. Estados Unidos había entrado en guerra para hacer al mundo “seguro para la democracia”. La victoria había aplastado al káiser y sustituido en Alemania la autocracia imperial comparativamente suave y limitada por un gobierno republicano. Por otro lado, había hecho que se estableciera en Rusia una dictadura comparada con la cual el despotismo de los zares podría calificarse de liberal. Pero los aliados no ansiaban hacer a Rusia segura para la democracia como habían tratado de hacer en Alemania. Después de todo, la Alemania del káiser tenía parlamentos, ministros responsables ante los parlamentos, juicios con jurados, libertad de pensamiento, de religión y de prensa no mucho más limitadas que en Occidente y muchas otras instituciones democráticas. Pero la Rusia soviética era un despotismo ilimitado.

Estadounidenses, franceses y británicos no veían las cosas desde este ángulo. Pero las fuerzas antidemocráticas en Alemania, Italia, Polonia, Hungría y los Balcanes pensaban de otra manera. Tal y como lo interpretaban los nacionalistas de estos países, la neutralidad de las potencias aliadas con respecto a Rusia era evidencia del hecho de que su preocupación por la democracia había sido una mera fachada. Los aliados, argumentaban, habían luchado contra Alemania porque envidiaban la prosperidad económica de esta y perdonaban a la nueva autocracia rusa porque no temían el poder económico ruso. La democracia, concluían estos nacionalistas, no era nada más que una cómoda disculpa para engañar al pueblo inocente. Y les asustaba que la apelación emocional de este lema se usara algún día como disfraz para ataques insidiosos contra su propia independencia.

Desde el abandono de la intervención, Rusia sin duda ya no tenía ninguna razón para temer a las grandes potencias occidentales. Tampoco los soviéticos temían una agresión nazi. Las afirmaciones en contrario, muy populares en Europa Occidental y en Estados Unidos derivaban de una completa ignorancia de los asuntos alemanes. Pero los rusos conocían Alemania y a los nazis. Habían leído Mein Kampf. Aprendieron de su libro no solo que Hitler codiciaba Ucrania, sino también que la idea estratégica fundamental de este era dedicarse a la conquista de Rusia solo después de haber aniquilado definitivamente y para siempre a Francia. Los rusos estaban completamente convencidos de que era vana la expectativa de Hitler, expresada en el Mein Kampf, de que Gran Bretaña y Estados Unidos se quedarían fuera de esta guerra y dejarían tranquilamente que destruyera Francia. Estaban seguros de que una nueva guerra mundial como esa, en la que planeaban mantenerse neutrales, acabaría con una nueva derrota alemana. Y esta derrota, argumentaban, dejaría a Alemania (si no a toda Europa) en manos del bolchevismo. Siguiendo esta opinión, Stalin ya en tiempos de la República de Weimar, contribuyó al entonces secreto rearme alemán. Los comunistas alemanes ayudaron a los nazis todo cuanto pudieron en sus esfuerzos por socavar el régimen de Weimar. Finalmente Stalin entró en agosto de 1939 en una alianza abierta con Hitler, para que tuviera las manos libres contra Occidente.

Lo que Stalin (como el resto de la gente) no previó fue el abrumador éxito de los ejércitos alemanes en 1940. Hitler atacó Rusia en 1941 porque estaba completamente convencido de no solo Francia sino también Gran Bretaña estaban arruinadas y que Estados Unidos, amenazada en su retaguardia por Japón no sería lo suficientemente fuerte como para interferir con éxito en los asuntos europeos.

La desintegración del Imperio Habsburgo en 1918 y la derrota nazi en 1945 han abierto las puertas de Europa a Rusia. Rusia es hoy la única potencia militar en el continente europeo.  ¿Pero por qué los rusos están tan decididos a conquistar y anexionar? Indudablemente no necesitan los recursos de estos países. Tampoco a Stalin le mueve la idea de que esas conquistas aumentarían su popularidad entre las masas rusas. Sus súbditos son indiferentes a la gloria militar.

No era a las masas a quienes quería aplacar Stalin con su política agresiva, sino a los intelectuales. Pues su ortodoxia marxista está en juego, el mismo fundamento del poderío soviético.

Estos intelectuales rusos eran suficientemente estrechos de mente como para soportar modificaciones en el credo marxista que eran de hecho un abandono de las enseñanzas esenciales del materialismo dialéctico, siempre que estas modificaciones halagaran su chauvinismo ruso. Se tragaron la doctrina de que su santa Rusia podía saltar una de las etapas inevitables de la evolución económica descritas por Marx. Se enorgullecían de ser la vanguardia del proletariado y la revolución mundial que, al alcanzar el socialismo primero solo en un país, establecían un ejemplo glorioso para todas las demás naciones. Pero es imposible explicarles por qué las demás naciones no siguieron finalmente a Rusia. En los escritos de Marx y Engels, que uno no puede alejar de sus manos, descubren que los padres del marxismo consideraban a Gran Bretaña y Francia e incluso Alemania como los países más avanzados en la civilización y en la evolución del capitalismo. Estos estudiosos de las universidades marxistas pueden ser muy tontos como para comprender las doctrinas filosóficas y económicas del evangelio marxista, pero no lo suficiente como para no ver que Marx consideraba a esos países occidentales como mucho más avanzados que Rusia.

Luego algunos de estos estudiosos de políticas económicas y estadísticas empiezan a sospechar que el nivel de vida de las masas es mucho más alto en los países capitalistas que en su propio país. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué hay condiciones más propicias en Estados Unidos, que (aunque destacado en la producción capitalista) está más retrasado en despertar la conciencia de clase en los proletarios?

La conclusión de estos hechos parece inevitable. Si los países más avanzados no adoptan el comunismo y les va bastante bien bajo el capitalismo, si el comunismo se limita a un país al que Marx consideraba como atrasado y no produce riqueza en absoluto, ¿no es quizá la interpretación correcta que el comunismo es una característica de los países atrasados y genera una pobreza general? ¿No debe el patriota ruso lamentar el hecho de que su país esté comprometido con este sistema?

Esos pensamientos son muy peligrosos en un país despótico. Quienquiera que se atreva a expresarlos sería liquidado sin piedad por la G.P.U. Pero, aunque no se expresen, están en la punta de la lengua de cualquier hombre inteligente. Perturban el sueño de los cargos supremos y quizá incluso el del gran dictador. Sin duda tiene poder para aplastar a cualquier opositor. Pero las consideraciones de conveniencia hacen poco recomendable erradicar a toda esta gente de alguna manera juiciosa y dirigir al país con solo tarugos estúpidos.

Esta es la crisis real del marxismo ruso. Todo día que pasa sin traer la revolución mundial se agrava. Los soviéticos deben conquistar el mundo o si no están amenazados en su propio país por un abandono de la intelectualidad. Es la preocupación sobre el estado ideológico de las mejores mentes de Rusia lo que empuja a la Rusia de Stalin a una resuelta agresión.


[1] Sidney Webb en Fabian Essays in Socialism, publicado por primera vez en1889 (Edición estadounidense, Nueva York, 1891, p. 4).

[2] Cf. G.M. Trevelyan, A Shortened History of England (Londres, 1942), p. 510.

[3] Elmer Roberts, Monarchical Socialism in Germany (Nueva York, 1913).

[4] Zwang significa obligación, Wirtschaft significa economía. El equivalente en español a Zwangswirtschaft es algo así como economía obligatoria.

[5] Wesley C. Mitchell, “The Social Sciences and National Planning” en Planned Society, ed. Findlay Mackenzie (Nueva York, 1937), p. 112.

[6] Laski, Democracy in Crisis (Chapel Hill, 1933), pp. 87–88.

[7] Sidney and Beatrice Webb, Soviet Communism: A New Civilization? (Nueva York, 1936), Vol. II, pp. 1038-1039.

[8] T.G. Crowther, Social Relations of Science (Londres, 1941), p. 333.

[9] La recopilación de estas convenciones fue publicada por la Oficina Internacional del Trabajo, bajo el título Intergovernmental Commodity Control Agreements (Montreal, 1943).

[10] Marx, Das Kapital, 7ª ed. (Hamburgo, 1914), Vol. I, p. 728. [El capital].

[11] Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, ed. Kautsky (Stuttgart, 1897), p. xi. [Contribución a la crítica de la economía política]

[12] Ibíd., p. xii.

[13] Marx, Der Bürgerkrieg in Frankreich, ed. Pfemfert (Berlín, 1919), passim. [La guerra civil de Francia]

[14] Marx, Value, Price and Profit, ed. Eleanor Marx Aveling (Nueva York, 1901), pp. 72-74. [Salario, precio y ganancia].

[15] Blueprint for World Conquest as Outlined by the Communist International, Human Events (Washington y Chicago, 1946), pp. 181-182.

[16] David J. Dallin, The Real Soviet Russia (Yale University Press, 1944), pp. 88-95.

[17] Pío XII (i939-1958).

[18] Mensaje de Nochebuena, New York Times, 25 de diciembre de 1941.

[19] La anexión de Carpato-Rusia explota completamente su hipócrita indignación respecto de los acuerdos de Múnich de 1938.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Véase tambien el libro en PDF y DOC.

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