Caos planificado, parte 2

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La herejía de Trotsky

La doctrina dictatorial enseñada por los bolcheviques rusos, los fascistas italianos y los nazis alemanes implica tácitamente que no puede aparecer ningún desacuerdo con respecto a la cuestión de quién será el dictador. Las fuerzas místicas que dirigen el curso de los acontecimientos históricos designan al líder providencial. Toda la gente honrada ha de someterse a los designios insondables de la historia y arrodillarse ante el trono del hombre del destino. Quienes se nieguen a hacerlo son herejes, abyectos canallas que deben ser “liquidados”.

En realidad el poder dictatorial lo alcanza el candidato que consigue exterminar a tiempo todos sus rivales y ayudantes. El dictador se abre camino al poder supremo sacrificando a todos sus competidores. Conserva su posición preeminente masacrando a todos los que puedan disputársela. La historia de todos los despotismos orientales da testimonio de esto, así como la experiencia de las dictaduras contemporáneas.

Cuando Lenin murió en 1924, Stalin suplantó a su rival más peligroso, Trotsky. Trotsky escapó, estuvo años en diversos países de Europa, Asia y América y fue finalmente asesinado en la ciudad de México. Stalin sigue siendo el gobernante absoluto de Rusia.

Trotsky era un intelectual del tipo marxista ortodoxo. Como tal, trató de presentar su pelea personal con Stalin como un conflicto de principios. Trato de construir una doctrina trotskista distinta de la doctrina estalinista. Calificaba a las políticas de Stalin como apostasía del legado sagrado de Marx y Lenin. Stalin contestó de la misma manera. De hecho, el conflicto era una rivalidad de dos hombres, no un conflicto de ideas y principios antagónicos. Había una pequeña disensión con respecto a los métodos tácticos. Pero en todos los asuntos esenciales Stalin y Trotsky estaban de acuerdo.

Antes de 1917, Trotsky había vivido muchos años en países extranjeros y estaba hasta cierto punto familiarizado con los idiomas principales de los pueblos occidentales. Pasaba por experto en asuntos internacionales. Realmente no sabía nada acerca de la civilización, las ideas políticas y las condiciones económicas occidentales. Como exiliado errante, se había movido casi exclusivamente en los círculos de sus compañeros exiliados. Los únicos extranjeros que había conocido ocasionalmente en cafés y clubes de Europa occidental y central eran doctrinarios radicales, con sus presupuestos marxistas alejados de la realidad. Sus principales lecturas eran libros y periódicos marxistas. Desdeñaba todos los demás escritos como literatura “burguesa”. Estaba absolutamente incapacitado para ver los acontecimientos desde cualquier otro ángulo que no fuera el marxismo. Como Marx, estaba dispuesto a interpretar cualquier huelga grande y cualquier disturbio pequeño como señal del estallido de la gran revolución final.

Stalin es un georgiano sin educación. No tiene el más mínimo conocimiento de ningún idioma occidental. No conoce Europa ni América. Incluso sus logros como autor marxista son cuestionables. Pero fue precisamente el hecho de que, aunque fuera un feroz defensor del comunismo, no estuviera adoctrinado con los dogmas marxistas lo que le hacía superior a Trotsky. Stalin no se engañaba con las ideas espurias del materialismo dialéctico. Cuando afrontaba un problema, no buscaba una interpretación en los escritos de Marx y Engels. Confiaba en su sentido común. Era lo suficientemente juicioso como para entender que la política de revolución mundial que iniciaron Lenin y Trotsky en 1917 había fracasado completamente fuera de las fronteras de Rusia.

En Alemania, los comunistas (liderados por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo) fueron aplastados por destacamentos del ejército regular y voluntarios nacionalistas en una sangrienta batalla en enero de 1919 en las calles de Berlín. La toma comunista del poder en Múnich en la primavera de 1919 los disturbios de Hölz[1] en marzo de 1921 acabaron igualmente en desastre. En Hungría, en 1919, los comunistas fueron derrotados por Horthy y Gömbös el ejército rumano. En Austria, fracasaron varios complots comunistas en 1918 y 1919; un violento levantamiento en julio de 1927 fue abortado fácilmente por la policía de Viena. En Italia, en 1920, la ocupación de las fábricas fue un completo desastre. En Francia y Suiza, la propagando comunista parecía muy poderosa en los primeros años tras el Armisticio de 1918, pero se evaporó muy pronto. En Gran Bretaña, en 1926, la huelga general convocada por los sindicatos acabó con un lamentable fracaso.

Trotsky estaba tan cegado por su ortodoxia que rechazaba admitir que los métodos bolcheviques habían fracasado. Pero Stalin lo entendió muy bien. No abandonó la idea de instigar estallidos revolucionarios en todos los países extranjeros y de conquistar todo el mundo para los soviéticos. Pero era completamente consciente del hecho de que era necesario posponer la agresión unos años y recurrir a nuevos métodos para su ejecución. Trotsky se equivocaba al acusar a Stalin de estrangular el movimiento comunista fuera de Rusia. Lo que hizo realmente Stalin fue aplicar otros medios para alcanzar los fines que tenía en común con otros marxistas.

Como exégeta de los dogmas marxistas, Stalin era sin duda inferior a Trotsky, pero como político sobrepasaba con mucho a su rival. El bolchevismo debe su éxito en política mundial a Stalin, no a Trotsky.

En el campo de la política interior, Trotsky recurría a los trucos tradicionales ya usados que había aplicado los marxistas al criticar las medidas socialistas adoptadas por otros partidos. Lo que hacía Stalin no era verdadero socialismo o comunismo, sino por el contrario, justamente lo opuesto, una monstruosa perversión de los nobles principios de Marx y Lenin. Todas las características desastrosas del control público de la producción y distribución que aparecían en Rusia eran, según la interpretación de Trotsky, producidas por las políticas de Stalin. No eran consecuencias inevitables de los métodos comunistas. Eran fenómenos propios del estalinismo, no del comunismo. Era exclusivamente culpa de Stalin que una burocracia irresponsable absolutista fuera suprema, que una clase de oligarcas privilegiados disfrutaran de lujos mientras las masas vivían al borde del hambre, de que un régimen terrorista ejecutara a la vieja guardia de revolucionarios y condenara a millones a trabajo esclavo en campos de concentración, de que la policía secreta fuera omnipotente, de que los sindicatos no tuvieran poder, de que las masas se vieran privadas de todos los derechos y libertades. Stalin no era un defensor de la igualitaria sociedad sin clases. Era el pionero de una vuelta a los peores métodos del gobierno y la explotación de clase. Una nueva clase dirigente de alrededor del 10% de la población oprimía y explotaba despiadadamente a la inmensa mayoría de esforzados proletarios.

Trotsky no explicaba cómo podía lograr todo esto un solo hombre y sus pocos aduladores. ¿Dónde estaban las “fuerzas productivas materiales” de las que tanto hablaba la materialismo histórico marxista, que (“independientes de las voluntades de los individuos”) determinan el curso de los acontecimientos humanos “con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza”? ¿Cómo podía ocurrir que un hombre estuviera en disposición de alterar la “superestructura judicial y política” que está fijada exclusiva e inalterablemente por la estructura económica de la sociedad? Incluso Trotsky reconocía que ya no había ninguna propiedad privada de los medios de producción en Rusia. En el imperio de Stalin, producción y distribución estaban completamente controladas por la “sociedad”. Un dogma fundamental del marxismo es que la superestructura de tal sistema debe necesariamente ser el éxtasis del paraíso terrenal. En las doctrinas marxistas no hay espacio para una interpretación que culpe a los individuos de un proceso degenerativo que podría convertir la bondad del control público de los negocios en maldad. Un marxista coherente (si la coherencia fuera compatible con el marxismo) tendría que admitir que el sistema político de Stalin era la superestructura necesaria del comunismo.

Todo lo esencial del programa de Trotsky estaba perfectamente de acuerdo con las políticas de Stalin. Trotsky defendía la industrialización de Rusia. Esto era lo que pretendían los planes quinquenales de Stalin. Trotsky defendía la colectivización de la agricultura. Stalin creó el koljoz y liquidó a los kulaks. Trotsky estaba a favor de organizar un gran ejército. Stalin organizó un ejército así.  Tmpoco Trotsky fue un amigo de la democracia cuando estuvo en el poder. Por el contrario, fue un fanático defensor de la opresión dictatorial de todos los “saboteadores”. Es verdad que no previó que el dictador pudiera considerarle a él, a Trotsky, autor de tratados marxistas y veterano del glorioso exterminio de los Romanov, como el saboteador más malvado. Como todos los demás defensores de dictaduras, suponía que el dictador sería él u otro de sus amigos íntimos.

Trotsky criticaba la burocracia. Pero no sugería ningún otro método para dirigir los asuntos en un sistema socialista. No hay otra alternativa a las empresas con ánimo de lucro que la dirección burocrática.[2]

La verdad es que Trotsky solo encontró un defecto en Stalin: que él, Stalin, era el dictador y no él mismo, Trotsky. En su pelea, ambos tenían razón. Stalin tenía razón en mantener que su régimen era la encarnación de los principios socialistas. Trotsky tenía razón al afirmar que el régimen de Stalin había hecho de Rusia un infierno.

El trotsquismo no desapareció por completo con la muerte de Trotsky. También el bulangerismo en Francia sobrevivió durante algún tiempo al fin del general Boulanger. Siguen existiendo carlistas en España, aunque se agotara la descendencia de Don Carlos. Esos movimientos póstumos, por supuesto, están condenados.

Pero en todos los países hay gente que, aunque esté comprometida fanáticamente con la idea de una planificación integral, es decir, con la propiedad pública de los medios de producción, se asusta cuando afronta la cara real del comunismo. Esta gente se decepciona. Sueñan con un Jardín del Edén. Para ellos, el comunismo, o el socialismo, significa una vida fácil y rica y el disfrute completo de todas las libertades y placeres. No se dan cuenta de las contradicciones propias de su imagen de la sociedad comunista. Se han tragado acríticamente todas las lunáticas fantasías de Charles Fourier y todos los absurdos de Veblen. Creen firmemente en la afirmación de Engels de que el socialismo será un reino de libertad sin límites. Acusan al capitalismo de todo lo que les disgusta y están completamente convencidos de que el socialismo les alejará de todo mal. Atribuyen sus propios fracasos y frustraciones a la injusticia de este “loco” sistema competitivo y esperan que el socialismo les asigne ese puesto eminente y esa alta renta que por derecho les corresponde. Son cenicientas esperando al príncipe-sabio que reconocerá sus méritos y virtudes. La aversión al capitalismo y la adoración del comunismo son sus consuelos. Les ayudan a disfrazar su propia inferioridad y a acusar al “sistema” de sus propios defectos.

Al defender la dictadura, esa gente siempre defiende la dictadura de los suyos. Al pedir planificación, lo que tienen siempre en mente es su propio plan, no el de los otros. Nunca admitirán que un régimen socialista o comunista sea verdadero socialismo o comunismo, si no les asigna la posición más elevada y la renta más alta. Para ellos, la característica del verdadero y genuino comunismo es que todos los asuntos se realicen precisamente de acuerdo con su propia voluntad y que todos los que estén en desacuerdo sean sometidos.

Es un hecho que la mayoría de nuestros contemporáneos están imbuidos de ideas socialistas y comunistas. Sin embargo esto no significa que sean unánimes en sus propuestas de socialización de los medios de producción y de control público de la producción y la distribución. Todo lo contrario. Cada camarilla socialista se opone a los planes de todos los demás grupos socialistas. Las distintas sectas socialistas luchan entre sí con gran ardor.

Si el caso de Trotsky y el caso análogo de Gregor Strasser en la Alemania nazi fueran casos aislados, no habría necesidad de ocuparse de ellos. Pero no son incidentes casuales. Son típicos. Su estudio revela las causas psicológicas tanto de la popularidad del socialismo como de su inviabilidad.

La liberación de los demonios

La historia de la humanidad es la historia de las ideas. Pues son ideas, teorías y doctrinas las que guían la acción humana, determinan los fines últimos que buscan los hombres y la elección de los medios para alcanzar dichos fines. Los acontecimientos sensacionales que estimulan las emociones y captan el interés de los observadores superficiales son meramente la consumación de cambios ideológicos. No existen transformaciones abruptas que arrasen con todo en los asuntos humanos. Lo que se llama, en términos bastante equívocos, un “punto de inflexión en la historia” es la llegada a la escena de fuerzas que ya habían estado durante mucho tiempo detrás del escenario. Nuevas ideologías, que ya hacía mucho tiempo que habían desbancado a las viejas, se quitaban su último velo e incluso la gente menos advertida era consciente de los cambios que no había advertido antes.

En este sentido, la toma del poder de Lenin en octubre de 1917 fue sin duda un punto de inflexión. Pero este significado era muy diferente del que le atribuyen los comunistas.

La victoria soviética desempeñó solo un pequeño papel en la evolución hacia el socialismo. Las políticas pro-socialistas de los países industriales de Europa central y occidental tuvieron consecuencias mucho mayores en este aspecto. La plan de seguridad social de Bismarck fue pionero de forma más trascendental en la vía al socialismo que la expropiación de las atrasadas fábricas rusas. Los Ferrocarriles Nacionales Prusianos han proporcionado el único ejemplo de una empresa operada por el gobierno que, al menos por un tiempo, ha evitado un manifiesto fracaso financiero. Los británicos incluso antes de 1914 adoptaron partes esenciales del sistema alemán de seguridad social. En todos los países industriales, los gobiernos siguen políticas proteccionistas que han de acabar en definitiva en el socialismo. El programa alemán de Hindenburg, que, por supuesto, no pudo ejecutarse completamente debido a la derrota alemana, no era menos radical, pero sí estaba mucho mejor diseñado que los muy comentados planes quinquenales rusos.

A los socialistas de los países más industrializados de Occidente, los métodos rusos no podían valerles para nada. Para estos países, la producción de manufacturas para la exportación era indispensable. No podían adoptar el sistema ruso de autarquía económica. Rusia nunca había exportado manufacturas en cantidades dignas de mención. Bajo el sistema soviético, sacaba casi todo del mercado mundial de cereales y materias primas. Ni siquiera los socialistas fanáticos podrían dejar de admitir que Occidente no podría aprender nada de Rusia. Es evidente que los logros tecnológicos de los que se glorían los bolcheviques fueron sencillamente malas imitaciones de cosas logradas en Occidente. Lenin defendía el comunismo como: “el poder soviético más electrificación”. Pero la electrificación indudablemente no era de origen ruso y las naciones occidentales sobrepasan a Rusia en el campo de la electrificación no menos que cualquier otro sector industrial.

La importancia real de la revolución de Lenin ha de verse en el hecho de que fue el estallido del principio de la violencia y la opresión sin restricciones. Fue la negación de todos los ideales políticos que habían dirigido durante tres mil años la evolución de la civilización occidental.

Estado y gobierno son el aparato social de coacción y represión violenta. Tal aparato, el poder policial, es indispensable para impedir que individuos y bandas antisociales destruyan la cooperación social. La prevención y supresión violenta de las actividades antisociales benefician a toda la sociedad y a cada uno de sus miembros. Pero la violencia y la opresión son, a pesar de todo, males y corrompen a los que están al cargo de su aplicación. Es necesario restringir el poder de los que están al cargo para que no se conviertan en déspotas absolutos. La sociedad no puede existir sin un aparato de coacción violenta. Pero tampoco puede existir si los que están al mando son tiranos irresponsables libres para infligir daño sobre aquellos que no les gustan.

La función social de las leyes es limitar la arbitrariedad de la policía. El estado de derecho restringe la arbitrariedad de los funcionarios tanto como sea posible. Limita estrictamente su discreción y por tanto asigna a los ciudadanos una esfera en la que son libres de actuar sin verse frustrados por la interferencia del gobierno.

Libertad significa siempre libertad frente a interferencia policial. En la naturaleza no existe la libertad. Solo existe la firme rigidez de las leyes naturales  las que el hombre debe someterse incondicionalmente si quiere alcanzar algún fin en absoluto. Tampoco había libertad en las condiciones paradisíacas imaginarias que, según la palabrería fantástica de muchos escritores, precedió al establecimiento de límites sociales. Donde no hay gobierno, todos están a merced de su vecino más fuerte. La libertad solo puede conseguirse dentro de un estado establecido dispuesto a impedir a un matón matar y robar a sus conciudadanos más débiles. Pero solo el estado de derecho impide a los gobernantes convertirse en los peores matones.

Las leyes establecen normas de acción legítima. Fijan los procedimientos requeridos para el rechazo o alteración de las leyes existentes y la aprobación de otras nuevas. Igualmente fijan los procedimientos requeridos para la aplicación de las leyes en casos concretos, el proceso apropiado del derecho. Establecen tribunales y juzgados. Así que pretenden evitar una situación en la que los individuos estén a merced de los gobernantes.

Los hombres mortales están sujetos a errores y los legisladores y jueces son hombres mortales. Puede ocurrir que una y otra vez las leyes válidas o su interpretación por los tribunales impida a los órganos ejecutivos recurrir a algunas medidas que podrían ser beneficiosas. Sin embargo, no pueden producir ningún gran daño. Si los legisladores reconocen deficiencias en leyes válidas, pueden alterarlas. Indudablemente es malo que un criminal pueda a veces eludir el castigo porque queda un agujero en la ley o porque el fiscal ha olvidado ciertas formalidades. Pero es un mal menor cuando se compara con las consecuencias de un poder discrecional ilimitado por parte del déspota “benevolente”.

Es precisamente esto lo que los individuos antisociales no consiguen ver. Esa gente condena el formalismo del proceso debido en el derecho. ¿Por qué deberían las leyes impedir que el gobierno recurra a medidas beneficiosas? ¿No es fetichismo hacer supremas las leyes y no la eficacia? Defienden la sustitución del estado de derecho (Rechtsstaat).por el estado de bienestar (Wohlfahrtsstaat). En este estado del bienestar, el gobierno paternalista debería ser libre para hacer todas las cosas que considere beneficiosas para la comunidad. Ninguna “pieza de papel” debería restringir a un gobernante ilustrado en sus intentos de promover el bienestar general. Todos los opositores deben ser aplastados sin piedad para que no frustren la acción benéfica del gobierno. Ninguna formalidad vacía debe protegerlos más frente a su merecido castigo.

Es habitual calificar al punto de vista de los defensores del estado del bienestar como el punto de vista “social”, para distinguirlo del punto de vista “individualista” y “egoísta” de los defensores del estado de derecho. Sin embargo, de hecho, los defensores del estado del bienestar son fanáticos completamente anti-sociales e intolerantes. Pues su ideología implica tácitamente que el gobierno ejecutará exactamente lo que ellos mismos consideren justo y benéfico. Desdeñan completamente la posibilidad de que pueda aparecer desacuerdo con respecto a la cuestión de qué es justo y conveniente y qué no. Defienden un despotismo ilustrado, pero están convencidos de que el déspota ilustrado compartirá con todo detalle sus opiniones respecto de las medidas a adoptar. Están a favor de la planificación, pero lo que tienen en mente es exclusivamente su propio plan, no el de otra gente. Quieren exterminar a todos los oponentes, es decir, a todos los que están en desacuerdo con ellos. Son completamente intolerantes y no están dispuestos a permitir ninguna discusión. Todo defensor del estado del bienestar y de la planificación es un dictador potencial. Lo que planea es privar a todos los demás hombres de todos sus derechos y establecer su propia omnipotencia y la de sus amigos. Rechaza convencer a sus conciudadanos. Prefiere “liquidarlos”. Se burla de la sociedad “burguesa” que adora el derecho y el procedimiento legal. Él adora la violencia y el derramamiento de sangre.

El conflicto irreconciliable entre estas dos doctrinas (estado de derecho frente a estado del bienestar) estaba presente en todas las luchas que libraron los hombres por su libertad. Fue una evolución larga y dura. Una y otra vez triunfaban los defensores del absolutismo. Pero finalmente el estado de derecho predominó en el ámbito de la civilización occidental. El estado de derecho o gobierno limitado, salvaguardados por constituciones y declaraciones de derechos, es la señal característica de esta civilización. Fue el estado de derecho el que trajo los maravillosos logros del capitalismo moderno y de (como deberían decir los marxistas coherentes) su “superestructura”: la democracia. Proporcionó a una población en constante aumento un bienestar sin precedentes. Las masas en los países capitalistas actuales disfrutan hoy de un nivel de vida muy por encima del de los ricos de épocas anteriores.

Todos estos logros no han amedrentado a los defensores del despotismo y la planificación. Sin embargo habría sido absurdo para los defensores del totalitarismo mostrar abiertamente las inevitables consecuencias dictatoriales de sus intentos. En el siglo XIX, las ideas de libertad y estado de derecho habían conseguido tal prestigio que parecía una locura atacarlas abiertamente. La opinión pública estaba firmemente convencida de que el despotismo estaba acabado y nunca podría restaurarse. ¿No se había visto forzado el mismo zar de Rusia a abolir la servidumbre, a establecer el juicio con jurado, a conceder una limitada libertad de prensa y a respetar las leyes?

Así que los socialistas recurrieron a un truco. Continuaron explicando la llegada de la dictadura del proletariado, es decir, la dictadura de las ideas propias de cada autor socialista en sus círculos esotéricos. Pero al público en general le hablaban de una manera diferente. El socialismo, afirmaban, traerá la verdadera y completa libertad y democracia. Eliminará todo tipo de coerción y coacción. El estado se “desvanecerá”. En la comunidad socialista del futuro no habrá jueces ni policías, ni prisiones ni mazmorras.

Pero los bolcheviques se quitaron la máscara. Estaban completamente convencidos de que había llegado el día de su victoria final e inquebrantable. Ya no era posible ni necesario más disimulo. El evangelio del derramamiento de sangre podía predicarse abiertamente. Encontraron una respuesta entusiasta entre todos los intelectuales degenerados y de salón que durante muchos años habían vagado en torno a los escritos de Sorel y Nietzsche. Los frutos de la “traición de los intelectuales”[3] llegaban a la madurez. Los jóvenes que habían sido alimentados con las ideas de Carlyle y Ruskin estaban listos para tomar las riendas.

Lenin no fue el primer usurpador. Muchos tiranos le precedieron. Pero sus predecesores estaban en conflicto con las ideas sostenidas por sus contemporáneos más ilustres. Se les oponía la opinión pública porque sus principios de gobierno eran contrarios a los principios aceptado de derecho y legalidad. Fueron desdeñados y detestados como usurpadores. Pero la usurpación de Lenin se vio desde una perspectiva diferente. Era el superhombre brutal  cuya llegada habían anunciado los pseudo-filósofos. Era el sabio falsificado a quien la historia había elegido para traer la salvación a través del derramamiento de sangre. ¿No era el más ortodoxo adepto del socialismo “científico” marxista? ¿No era el hombre destinado a llevar a cabo los planes socialistas para los cuales los débiles estadistas de las decadentes democracias eran demasiado tímidos? Toda la gente bienintencionada reclamaba socialismo; la ciencia, en boca de los infalibles profesores, lo recomendaban; las iglesias predicaban socialismo cristiano; los trabajadores ansiaban la abolición del sistema salarial. Era el hombre que cumpliría todos estos deseos. Era suficientemente juicioso como para saber que no puedes hacer una tortilla sin romper los huevos.

Medio siglo antes, todos los pueblos civilizados habían censurado a Bismarck cuando declaró que los grandes problemas de la historia deben resolverse con sangre y hierro. Ahora la mayoría de los hombres cuasi-civilizados se inclina ante el dictador que estaba dispuesto a derramar mucha más sangre que la que nunca derramó Bismarck.

Este fue el significado verdadero de la revolución de Lenin. Todas las ideas tradicionales de derecho y legalidad fueron abolidas. El gobierno de la violencia sin restricciones y la usurpación sustituyeron al estado de derecho. El “estrecho horizonte de la legalidad burguesa”, como lo calificó Marx, fue abandonado. A partir de entonces ninguna ley podía limitar el poder del elegido. Eran libres de matar ad libitum. Los impulsos innatos del hombre hacia la exterminación violenta de todos los que le disgustan, reprimidos por una evolución larga y tediosa, se hicieron añicos. Se desataron los demonios. Llegaba una nueva era, la era de los usurpadores. Se llamó a la acción a los gánsteres y ellos escucharon la Voz.

Por supuesto, Lenin no quería esto. No quería conceder a otros las prerrogativas que reclamaba para sí mismo. No quería asignar a otros hombres el privilegio de liquidar a sus adversarios. Solo él había sido elegido por la historia y solo a él se le había confiado el poder dictatorial. Era el único dictador “legítimo” porque… se lo había dicho una voz interior. Lenin no fue lo suficientemente brillante como para prever que otra gente, imbuida de otras creencias, podría ser lo suficientemente audaz como para pretender que también ellos fueron llamados por una voz interna. Pero e unos pocos años dos de esos hombres, Mussolini e Hitler, se hicieron bastante conocidos.

Es importante entender que el fascismo y el nazismo fueron dictaduras socialistas. Los comunistas, tanto los miembros registrados de los partidos comunistas como los compañeros de viaje, estigmatizan el fascismo y el nazismo como la etapa más alta, final y más depravada del capitalismo. Esto está perfectamente de acuerdo con su costumbre de calificar a todo partido que no se someta incondicionalmente a los dictados de Moscú (incluso los socialdemócratas alemanes, el partico clásico del marxismo) como mercenario del capitalismo.

Muchas mayores consecuencias tiene que los comunistas hayan conseguido cambiar la connotación semántica del término fascismo. El fascismo, como veremos después, era una variedad italiana del socialismo. Se ajustaba a las condiciones particulares de las masas en la superpoblada Italia. No fue un producto de la mente de Mussolini y sobrevivirá a la caída de Mussolini. Las políticas exteriores del fascismo y el nazismo, desde el principio, fueron bastante opuestas. El hecho de que nazis y fascistas cooperaran estrechamente después de la guerra de Etiopía y fueran aliados en la Segunda Guerra Mundial, no elimina las diferencias entre estas dos ideas como la alianza entre Rusia y Estados Unidos no elimina las diferencias entre el sovietismo y el sistema económico estadounidense. Fascismo y nazismo estaban ambos comprometidos con el principio soviético de la dictadura y la represión violenta de los disidentes. Si uno quiere asignar al fascismo y al nazismo a la misma clase de sistemas políticos, debe llamar a esta clase régimen dictatorial y no debe olvidar asignar a los soviéticos a la misma clase.

En años recientes, las innovaciones semánticas comunistas han ido incluso más allá. Califican a todos los que les desagradan, a todo defensor de un sistema de libre empresa, como fascista. El bolchevismo, dicen, es el único sistema realmente democrático. Todos los países y partidos no comunistas son esencialmente antidemocráticos y fascistas.

Es verdad que a veces también no socialistas (los últimos vestigios de la vieja aristocracia) jugaron con la idea de una revolución aristocrática siguiendo el patrón de la dictadura soviética. Lenin les había abierto los ojos. ¿Qué tontos hemos ido!, se lamentaban. Nos hemos dejado engañar por la falsa palabrería de la burguesía liberal. Creíamos que no era tolerable desviarse del estado de derecho y aplastar sin piedad a los que desafían nuestro derecho. ¡Qué tontos fueron esos Romanov al conceder a sus enemigos mortales los beneficios de un juicio justo! Si alguien despierta las sospechas de Lenin, está listo. Lenin no duda en exterminar, sin ningún juicio, no solo a cualquier sospechoso, sino también a todos sus parientes y amigos. Pero los zares temían supersticiosamente infringir las normas establecidas por esas hojas de papel llamadas leyes. Cuando Aleksandr Uliánov conspiró contra la vida del zar, solo se le ejecutó a él; su hermano Vladimir se salvó. Así que el propio Alejandro III conservó la vida de Uliánov-Lenin, el hombre que exterminó despiadadamente a su hijo, su nuera y sus hijos y con ellos a todos los demás miembros de la familia que pudo atrapar. ¿No fue la política más estúpida y suicida?

Sin embargo, no podía resultar ninguna acción de los sueños de estos viejos tories. Eran un pequeño grupo de gruñones sin poder. No estaban respaldados por ninguna fuerza ideológica y no tenían seguidores.

La idea de esa revolución aristocrática motivaba al Stahlhelm alemán y a los cagoulards franceses.[4]El Stahlhelm fue simplemente disuelto por orden de Hitler. El gobierno francés pudo encarcelar fácilmente a los cagoulards antes de que tuvieran ninguna oportunidad de producir daños.

La aproximación más cercana a una dictadura aristocrática es el régimen de Franco. Pero Franco fue simplemente una marioneta de Mussolini y Hitler, que querían asegurarse la ayuda española en la inminente guerra contra Francia o al menos la neutralidad “amistosa” de España. Al desaparecer sus protectores, tendrá que adoptar métodos occidentales de gobierno o afrontar su destitución.

La dictadura y la opresión violenta de todos los disidentes son hoy exclusivamente instituciones socialistas. Esto queda claro al mirar más de cerca al fascismo y el nazismo.

Fascismo

Cuando estalló la guerra en 1914, el partido socialista italiano estaba dividido sobre la política a adoptar.

Un grupo se atenía a los rígidos principios del marxismo. Esta guerra, sostenían, es una guerra de los capitalistas. No es posible que los proletarios se alineen con cualquiera de las partes beligerantes. Los proletarios deben esperar a la gran revolución, la guerra civil de los socialistas unidos contra los explotadores unidos. Debían defender la neutralidad italiana.

El segundo grupo estaba profundamente afectado por el odio tradicional a Austria. En su opinión, la primera tarea de los italianos era liberar a sus camaradas no salvados. Solo entonces llegaría el día de la revolución socialista.

En este conflicto, Benito Mussolini, el hombre más importante en el socialismo italiano, eligió al principio la postura marxista ortodoxa. Nadie podía sobrepasar a Mussolini en celo marxista. Era el intransigente defensor del credo más puro, el inflexible defensor de los derechos de los proletarios explotados, el elocuente profeta del gozo socialista en el provenir. Era un firme enemigo del patriotismo, el nacionalismo, el imperialismo, el gobierno monárquico y todas las creencias religiosas. Cuando Italia inició en 1911 la gran serie de guerra con un ataque a traición a Turquía, Mussolini organizó manifestaciones violentas contra el envío de tropas a Libia. Ahora, en 1914, calificaba a la guerra contra Alemania y Austria como una guerra imperialista. Seguía entonces bajo la influencia dominante de Angelica Balabanoff, la hija de un rico terrateniente ruso. La señorita Balabanoff le había iniciado en las sutilezas del marxismo. A sus ojos, la derrota de los Romanov era más importante que la derrota de los Habsburgo. No tenía ninguna simpatía por las ideas del Risorgimento.

Pero los intelectuales italianos eran ante todo nacionalistas. Como en todos los demás países europeos, la mayoría de los marxistas ansiaban guerras y conquistas. Musolini no estaba dispuesto a perder su popularidad. Lo más odiaba era no estar en el lado de la facción victoriosa. Cambió de opinión y se convirtió en el más fánatico defensor del ataque italiano a Austria. Con ayuda financiera francesa, fundó un nuevo periódico para luchar por la causa de la guerra.

Los antifascistas cusan a Mussolini por esta deserción de las enseñanzas del rígido marxismo. Fue sobornado, dicen, por los franceses. Pero incluso esta gente debería saber que la publicación de un periódico requiere fondos. Ellos mismos no hablan de soborno si un estadounidense rico proporciona a alguien el dinero para la publicación de un periódico de un compañero de viaje o si los fondos fluyen misteriosamente a las empresas editoras comunistas. Es un hecho que Mussolini entro en la escena política mundial como un aliado de las democracias, mientras que Lenin entró en ella como un virtual aliado de la Alemania imperial.

Más que cualquier otro, Mussolini fue fundamental en lograr la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial. Su propaganda periodística hizo posible que el gobierno declarara la guerra a Austroa. Solo aquella poca gente que piense que la desintegración del Imperio Austro-Húngaro selló la condena de Europa tiene derecho a encontrar un defecto en esta actitud. Solo aquellos italianos que empiecen por entender que el único medio de proteger a las minorías italohablantes en los distritos litorales de Austria contra las mayorías eslavas iba a preservar la integridad del estado austriaco, cuya constitución garantizaba iguales derechos a todos los grupos lingüísticos son libres de acusar a Mussolini. Mussolini fue una de las figuras más despreciables de la historia. Pero sigue siendo cierto que su primera gran acción política sigue teniendo la aprobación de todos sus compatriotas y de la inmensa mayoría de sus detractores extranjeros.

Cuando la guerra llegó a su fin, la popularidad de Mussolini disminuyó. Los comunistas, muy populares por los acontecimientos en Rusia, seguían adelante. Pero la gran aventura comunista, la ocupación de las fábricas en 1920, acabó con un completo fracaso y las masas desalentadas recordaron al antiguo líder del partido socialista. Acudieron en masa al nuevo partido de Mussolini, el fascista. La juventud alababa con turbulento entusiasmo al pretendido sucesor de los césares. Mussolini presumía en años posteriores de haber salvado a Italia del peligro del comunismo. Sus enemigos responden apasionadamente a sus afirmaciones. El comunismo, dicen, ya no era un factor real en Italia cuando Mussolini tomó el poder. La verdad es que la frustración del comunismo acrecentó las filas de los fascistas e hizo posible que destruyeran todos los demás partidos. La abrumadora victoria de los fascistas no fue la causa, sino la consecuencia del fracaso comunista.

El programa de los fascistas, tal y como se escribió en 191, era vehementemente anticapitalista.[5] Los newdealers más radicales e incluso los comunistas pueden estar de acuerdo con él. Cuando los fascistas llegaron al poder, habían olvidado aquellos puntos de su programa que se referían a la libertad de pensamiento y prensa y al derecho de reunión. En este aspecto eran discípulos conscientes de Bujarin y Lenin. Además, tampoco suprimieron, como habían prometido, las grandes empresas industriales y financieras. Italia necesitaba desesperadamente crédito exterior para el desarrollo de sus industrias. El principal problema del fascismo,  en los primeros años de su gobierno, fue ganarse la confianza de los banqueros extranjeros. Habría sido suicida destruir las grandes empresas italianas.

La política económica fascista (al principio) no se diferenciaba esencialmente de las de otras naciones occidentales. Era una política de intervencionismo. Con el paso de los años, se aproximó cada vez más al patrón nazi del socialismo. Cuando Italia, tras las derrota de Francia, entró en la Segunda Guerra Mundial, su economía estaba en buena parte modelada siguiendo el patrón alemán. La principal diferencia era que los fascistas eran menos eficientes e incluso más corruptos que los nazis.

Pero Mussolini no podía permanecer sin una filosofía económica de su propia invención. El fascismo se planteaba como una nueva filosofía, inaudita hasta entonces y desconocida para todas las demás naciones. Afirmaba ser el evangelio que el resucitado espíritu de la antigua Roma traía a los decadentes pueblos democráticos cuyos bárbaros antepasados habían destruido una vez el Imperio Romano. Era al tiempo la consumación del Renacimiento y del Risorgimento, la liberación final del genio latino del yugo de las ideologías extranjeras. Su brillante líder, el incomparable Duce, estaba llamado a encontrar la solución definitiva a los acuciantes problemas de la organización económica de la sociedad y la justicia social.

Del basurero de utopías socialistas descartadas, los intelectuales fascistas rescataron el programa del socialismo gremial. El socialismo gremial fue muy popular entre los socialistas británicos en los últimos años de la Primera Guerra Mundial y los primeros años que siguieron al Armisticio. Era tan impracticable que desapareció muy pronto de la literatura socialista. Ningún estadista serio prestó nunca atención a los planes contradictorios y confusos del socialismo gremial. Estaba casi olvidado cuando los fascistas lo agregaron a una nueva etiqueta y proclamaron pomposamente al corporativismo como la nueva panacea social. La gente dentro y fuera de Italia quedó cautivada. Se escribieron  innumerables libros, panfletos y artículos alabando al stato corporativo. Los gobiernos de Austria y Portugal declararon muy pronto que seguirían los nobles principios del corporativismo. La encíclica papal Quadragesimo Anno (1931) contenía algunos párrafos que podrían interpretarse (no necesariamente) como una aprobación del corporativismo. En Francia sus ideas encontraron muchos defensores elocuentes.

Era mera palabrería. Los fascistas nunca hicieron ningún intento de llevar a cabo el programa corporativista, el autogobierno industrial. Cambiaron el nombre de las cámaras de comercio por consejos corporativos. Llamaron corporazione a las organizaciones obligatorias de los diversos sectores industriales que eran las unidades administrativas para la ejecución del patrón alemán del socialismo que habían adoptado. Pero no hubo nada de autogobierno de las corporazione. El gabinete fascista no toleraba la interferencia de nadie en su control autoritario absoluto de la producción.  Todos los planes para el establecimiento del sistema corporativo quedaron como letra muerta.

El principal problema de Italia es su relativa superpoblación. En esta época de barreras al comercio y la emigración, los italianos están condenados a subsistir permanentemente en un nivel inferior de vida al de los habitantes de los países más favorecidos por la naturaleza. Los fascistas solo veían un medio para arreglar esta desgracia situación: la conquista. Eran demasiado estrechos de mente como para entender que la reparación que recomendaban era falsa y peor que el mal a combatir. Estaban además tan completamente cegados por el engreimiento y la vanagloria que no se dieron cuenta de que sus discursos provocativos eran sencillamente ridículos. Los extranjeros a los que retaban insolentemente sabían muy bien lo insignificantes que eran las fuerzas militares de Italia.

El fascismo no fue, como presumían sus defensores, un producto original de la mente italiana. Empezó como una escisión en las filas del socialismo marxista, que indudablemente era una doctrina importada. Su programa económico se tomó del socialismo alemán no marxista y su agresividad fue igualmente copiada a alemanes, los Alldeutscher o pangermanos, antecesores de los nazis. Su dirección de los asuntos públicos era una réplica de la dictadura de Lenin. El corporativismo, su muy publicitado adorno ideológico, era de origen británico. El único ingrediente local del fascismo era el estilo teatral de sus desfiles, espectáculos y festivales.

El efímero episodio fascista acabó en sangre, miseria e ignominia. Pero las fuerzas que generaron el fascismo no están muertas. El nacionalismo fanático es una característica común a todos los italianos actuales. Los comunistas sin duda no están dispuestos a renunciar a su principio de opresión dictatorial de todos los disidentes. Tampoco los partidos católicos defienden la libertad de pensamiento, de prensa o de religión. Hay en Italia solo unas pocas personas que comprenden de verdad que el requisito indispensable de la democracia y los derechos del hombre es la libertad económica.

Puede ser que el fascismo resucite bajo una nueva etiqueta y con nuevos lemas y símbolos. Pero si ocurre esto, las consecuencias serían nocivas. Pues el fascismo no es, como proclamaban los fascistas, una “nueva forma de vida”,[6] es más bien una vieja forma de destrucción y muerte.

Nazismo

La filsofía de los nazis, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, es la manifestación más pura y coherente del espíritu anticapitalista y socialista de nuestro tiempo. Sus ideas esenciales no son alemanas o “arias” en su origen, no son propias de los alemanes actuales. En el árbol genealógico de la doctrina nazi, latinos como Sismondi y Georges Sorel, y anglosajones como Carlyle, Ruskin y Houston Stewart Chamberlain eran más importantes que cualquier alemán. Incluso el vestido ideológico más conocido del nazismo, la fábula de la superioridad de la raza aria, no era de origen alemán: su autor era un francés, Gobineau. Alemanes descendientes de judíos, como Lassalle, Lasson, Stahl y Walter Rathenau contribuyeron más a las ideas esenciales nazis que hombres como Sombart, Spann y Ferdinand Fried. El lema en que los nazis condensaban su filos´fia económica, que era Gemeinnutz geht vor Eigennutz (es decir, la comunidad está por encima del beneficio privado) es igualmente la idea subyacente del New Deal estadounidense y de la gestión soviética de los asuntos económicos. Implica que los negocios con ánimo de lucro dañan los intereses vitales de la inmensa mayoría y que es tarea sagrada del gobierno popular impedir la aparición de beneficios mediante el control público de la producción y la distribución.

En único ingrediente específicamente alemán en el nazismo fue su esfuerzo de conquista de Lebensraum. Y este también fue resultado de su acuerdo con las ideas que guiaban las políticas de los partidos políticos más influyentes de todos los demás países. Estos partidos proclaman la igualdad de rentas como lo principal. Los nazis hacen lo mismo. Los caracteriza a los nazis es el hecho de que no están dispuestos a aceptar un estado den cosas en el que los alemanes estén condenados para siempre a estar “prisioneros”, como ellos dicen, en un área comparativamente pequeña y sobrepoblada en la que la productividad del trabajo deba ser menor que en los países comparativamente infrapoblados, que están mejor dotados de recursos naturales y bienes de capital. Apuntan a una distribución más justa de los recursos naturales de la tierra. Como nación que “no tiene”, ven la riqueza de las naciones más ricas con los mismos sentimientos con los que mucha gente en los países occidentales ven las rentas superiores de algunos de sus compatriotas. Los “progresistas” en los países anglosajones afirman que “no merece la pena tener libertad” para los desfavorecidos por la pequeñez comparativa de sus rentas. Los nazis dicen lo mismo respecto de las relaciones internacionales. En su opinión, la única libertad que importa es la Nahrungsfreiheit (es decir, la libertad para importar comida). Buscan la adquisición de un territorio tan grande y ricos en recursos naturales que puedan vivir en autosuficiencia económica a un nivel no inferior al de ninguna otra nación. Se consideran revolucionarios luchando por sus derechos naturales inalienables frente a los intereses creados de un grupo de naciones reaccionarias.

Es fácil para los economistas explotar las falsedades incluidas en las doctrinas nazis. Pero quienes desdeñan la economía por “ortodoxa y reaccionaria” y apoyan fanáticamente las falsas creencias del socialismo y el nacionalismo económico, están perdidos para refutarlas. Pues el nazismo no era más que la aplicación lógica de sus propias ideas a las condiciones particulares de la comparativamente superpoblada Alemania.

Durante más de setenta años, los profesores alemanes de ciencias políticas, historia, derecho, geografía y filosofía imbuyeron ansiosamente a sus discípulos un odio histérico al capitalismo y predicaron la guerra de “liberación” frente al Occidente capitalista. Los “socialistas de cátedra” alemanes, muy admirados en todos los países extranjeros, fueron los que marcaron el paso en las dos guerras mundiales. Al cambiar el siglo, la inmensa mayoría de los alemanes ya eran partidarios radicales del socialismo y el nacionalismo agresivo. Ya estaban entonces firmemente comprometidos con los principios del nazismo. Lo que faltaba y se añadió después fue solo un nuevo término para distinguir su doctrina.

Cuando las políticas soviéticas de exterminación masiva de todos los disidentes y de violencia despiadada eliminaron las inhibiciones contra el asesinato integral, que aún preocupaban a algunos alemanes, nadie puedo ya detener el avance del nazismo. Los nazis se apresuraron a adoptar los métodos soviéticos. Importaron de Rusia: el sistema de partido único y la preeminencia del partido en la vida política; la posición preeminente asignada a la policía secreta; los campos de concentración; la ejecución o encarcelamiento administrativos de todos los opositores; la exterminación de las familias de sospechosos y exiliados; los métodos de propaganda; la organización de partidos filiales en el exterior y su empleo para luchar contra los gobiernos locales y el espionaje y sabotaje; el uso del servicio diplomático y consular para fomentar la revolución y muchas otras cosas más. No hubo en ningún sitio discípulos más dóciles de Lenin, Trotsky y Stalin que los nazis.

Hitler no fue el fundador del nazismo: fue su resultado. Era, como la mayoría de sus colaboradores, un gánster sádico. No tenía formación y era un ignorante; había suspendido incluso en los primeros años de instituto. Nunca tuvo ningún empleo honrado. Es mentira que haya sido nunca empapelador. Su carrera militar en la Primera Guerra Mundial fue bastante mediocre. La Cruz de Hierro de Primera Clase se le dio después de la guerra como recompensa por sus actividades como agente político. Era un maníaco obsesionado con la megalomanía. Pero profesores educados alimentaron su vanidad. Werner Sombart, que una vez proclamó que su vida se había dedicado a luchar contra las ideas de Marx,[7] Sombart, a quien la American Economic Association había elegido como miembro honorario y muchas universidades habían otorgado títulos honorarios, declaraba ingenuamente que el Führertum significa una revelación permanente y que el Führer recibía sus órdenes directamentde Dios, el Führer supremo del Universo.[8]

El plan nazi era más completo y por tanto más pernicioso que el de los marxistas. Apuntaba a la abolición del laissez faire no solo en la producción de bienes materiales, sino asimismo en la producción de hombres. El Führer no solo era el director general de todas las industrias: era asimismo el director general de la granja de cría que buscaba crear hombres superiores y eliminar a los inferiores. Se iba a poner en práctica un grandioso plan de eugenesia de acuerdo con principios “científicos”.

Es inútil que los defensores de la eugenesia protesten diciendo que no querían decir lo que hicieron los nazis. La eugenesia busca colocar a algunos hombres, respaldados por el poder policial, con una control completo de la reproducción humana. Sugiere que los métodos aplicados a los animales domésticos se aplique a los hombres. Esto es precisamente lo que los nazis trataron de hacer. La única objeción que puede plantear un eugenista es que su propio plan difiere del de los intelectuales nazis y que quiere crear otro tipo de hombres distintos del de los nazis. Como todo defensor de la planificación económico busca solo la ejecución de su propio plan, todo defensor de la planificación eugenésica  busca la ejecución de su propio plan y quiere él mismo actuar como criador de ganado humano.

Los eugenistas pretenden que quieren eliminar a las personas criminales. Pero la calificación de un criminal depende de las leyes existentes en un país y varía con el cambio en las ideologías sociales y políticas. Jan Hus, Giordano Bruno y Galileo Galilei fueron criminales desde el punto de vista de las leyes que aplicaron sus jueces. Cuando Stalin robo varios millones de rublos del Banco del Estado Ruso, cometió un crimen. Hoy en Rusia es un delito estar en desacuerdo con Stalin. En la Alemania nazi, las relaciones sexuales entre “arios” y miembros de una raza “inferior” eran un crimen. ¿A quienes quieren eliminar los eugenistas, a Bruto o a César? Ambos violaron las leyes de su país. Si los eugenistas del siglo XVIII hubieran impedido que los adictos al alcohol hubieran generado hijos, su planificación habría eliminado a Beethoven.

Debe destacarse de nuevo: no existe un tendría científico. El qué hombres son superiores y qué hombres son inferiores solo puede dilucidarse con juicios personales de valor no verificables ni falsables. Los eugenistas se engañan al suponer que ellos mismos serán llamados a decidir  qué cualidades han de conservarse en el ganado humano. Son demasiado tontos como para tener en cuenta la posibilidad de que otra gente podría tomar la decisión de acuerdo con sus propios juicios de valor.[9] Para los nazis, el asesino brutal (la “bestia rubia”) es el espécimen más perfecto de la humanidad.

Las matanzas masivas perpetradas en los campos nazis del horror son demasiado terribles como para ser descritas adecuadamente con palabras. Pero son la aplicación lógica y coherente de doctrinas y políticas exhibidas como ciencia aplicada y probadas por algunos hombres que en un sector las ciencias naturales han mostrado perspicacia y habilidad técnica en la investigación en el laboratorio.

Las enseñanzas de la experiencia soviética

Mucha gente en todo el mundo afirma que el “experimento” soviético han proporcionado evidencias concluyentes a favor del socialismo y ha desmentido todas, o al menos la mayoría, de las objeciones planteadas contra él. Los hechos, dicen, hablan por sí mismos. Ya no es permisible prestar ninguna atención a espurio razonamiento apriorístico de economías de sofá criticando los planes socialistas. Un experimento esencial ha destrozado sus mentiras.

Antes que nada es necesario entender que en el campo de la acción humana voluntaria y las relaciones sociales, no puede hacerse nunca ningún experimento. El método experimental al que las ciencias naturales deben todos sus logros es inaplicable a las ciencias sociales. Las ciencias naturales están en disposición de observar en el experimento de laboratorio las consecuencias de un cambio aislado en solo un elemento, mientras los demás elementos permanecen inalterables. Su observación experimental se refiere en último término a ciertos elementos aislables en la experiencia sensorial. Lo que las ciencias naturales llaman hechos son las relaciones causales mostradas en dichos experimentos. Sus teorías e hipótesis deben estar de acuerdo con estos hechos.

Pero la experiencia con la que tienen que tratar las ciencias de la acción humana es esencialmente distinta. Es experiencia histórica. Es una experiencia de fenómenos complejos, de los efectos conjuntos producidos por la cooperación de una multitud de elementos. Las ciencias sociales no están nunca en disposición de controlar las condiciones de cambio y aislarlas entre sí en la forma en que el experimentador procede al realizar sus experimentos. Nunca disfrutan de la ventaja de observar las consecuencias de un cambio en un solo elemento, en igualdad de condiciones. Nunca afrontan los hechos en el sentido en que las ciencias naturales emplean esta palabra. Todo hecho y toda experiencia con la que tienen que tratar las ciencias sociales están abiertos a interpretaciones diversas. Los hechos históricos y la experiencia histórica nunca pueden probar o refutar una afirmación en la forma en que los prueba o refuta un experimento.

La experiencia histórica nunca se comenta a sí misma. Tiene que interpretarse desde el punto de vista de teorías construidas con la ayuda de observaciones experimentales. No hay necesidad de entrar en un análisis epistemológico de los problemas lógicos y filosóficos implicados. Baste con referirse al hecho de que nadie (científico o lego) procedió nunca de otra manera al tratar de la experiencia histórica. Toda explicación de la relevancia y significado de hechos históricos pasa muy pronto a ser una explicación de principios abstractos generales, que anteceden lógicamente a los hechos resolver e interpretar. La referencia a la experiencia histórica nunca puede resolver ningún problema o responder a ninguna pregunta. Los mismos acontecimientos históricos y las mismas cifras estadísticas se presentan como confirmaciones de teorías contradictorias.

Si la historia pudiera probar y enseñarnos algo, sería que la propiedad privada de los medios de producción es un requisito necesario de la civilización y el bienestar material. Todas las civilizaciones hasta ahora se han basado en la propiedad privada. Solo las naciones comprometidas con el principio de propiedad privado han superado la penuria y producido ciencia, arte y literatura. No hay experiencia que demuestre que ningún otro sistema social pueda proporcionar a la humanidad ninguno de los logros de la civilización. Sin embargo poca gente considera esto como una refutación suficiente e indiscutible del programa socialista.

Por el contrario, hay incluso gente que argumenta todo lo contrario. Se afirma frecuentemente que el sistema de propiedad privada está condenado precisamente porque fue el sistema que aplicaron los hombres en el pasado. Por muy beneficioso que un sistema pueda haber sido en el pasado, dicen, puede no serlo también en el futuro: una nueva era requiere un nuevo modo de organización social. La humanidad ha alcanzado la madurez, sería peligroso que se atuviera a los principios a los que recurría en las etapas anteriores de su evolución. Indudablemente es el abandono más radical del experimentalismo. El método experimental puede afirmar: como a produjo en el pasado el resultado b, lo producirá también en el futuro. Nunca debe afirmar: como a produjo en el pasado el resultado b, queda probado que no puede producirlo más veces.

A pesar del hecho de que la humanidad no tuvo ninguna experiencia con el modo socialista de producción, los escritores socialistas han creado varios esquemas de sistemas socialistas basados en el razonamiento apriorístico. Pero tan pronto como alguien se atreve a analizar estos proyectos y revisarlos con respecto a su viabilidad y capacidad de aumentar el bienestar humano, los socialistas protestan airadamente. Estos análisis, dicen, son simplemente especulaciones apriorísticas ociosas. No pueden refutar la corrección de nuestras declaraciones y la conveniencia de nuestros planes. No son experimentales. Uno debe intentar el socialismo y luego los resultados hablarán por sí mismos.

Lo que piden estos socialistas es absurdo. Llevada a sus consecuencias lógicas últimas, su idea implica que los hombres no son libres de refutar ningún plan mediante razonamiento (aunque no tenga sentido o sea contradictorio o impracticable) que cualquier reformador quiera sugerir. Según su punto de vista, el único método admisible para la refutación de un plan como ese (necesariamente abstracto y apriorístico) es probarlo reorganizando toda la sociedad de acuerdo con sus designios. Tan pronto como un hombre diseñe el plan para un mejor orden social, todas las naciones están obligadas a probarlo y ver qué pasa.

Ni siquiera los socialistas más recalcitrantes pueden dejar de admitir que hay varios planes para la construcción de la futura utopía, incompatibles entre sí. Está el patrón soviético de socialización completa de todas las empresas y su abierta gestión burocrática; está el patrón alemán del Zwangswirtschaft, hacia cuya completa adopción están tendiendo manifiestamente los países anglosajones; esta el socialismo gremial, bajo el nombre de corporativismo aún popular en algunos países católicos. Hay muchas otras variedades. Los defensores de la mayoría de estos planes en competencia afirman que los resultados benéficos esperables de su propio plan aparecerán solo cuando todas las naciones lo hayan adoptado; niegan que el socialismo en un solo país pueda proporcionar ya los beneficios que atribuyen al socialismo. Los marxistas declaran que el éxtasis del socialismo aparecerá solo en su “fase superior”, que, dan a entender solo aparecerá después de que la clase trabajadora haya pasado “por largas luchas, por una serie de procesos históricos, transformando completamente tanto circunstancias como hombres”.[10] La consecuencia de todo esto es que uno debe entender el socialismo y esperar tranquilamente durante mucho tiempo hasta que lleguen sus beneficios prometidos. Ninguna experiencia desagradable en el periodo de transición, no importa lo largo que pueda ser este periodo, puede rebatir la afirmación de que el socialismo el mejor de todos los modos concebibles de organización social. El que crea, se salvará.

¿Pero cuál de los muchos planes socialistas, que se contradicen entre sí, debería adoptarse? Toda secta socialista proclama vehementemente que su propia rama es el único socialismo genuino y que todas las demás sectas defienden medidas falsas, completamente perniciosas. Al luchar entre sí, las diversas facciones socialistas recurren a los mismos métodos de razonamiento abstracto que estigmatizan como un vano apriorismo siempre que se aplica a sus propias declaraciones y la conveniencia y viabilidad de sus propios planes. Por supuesto, no hay otro método disponible. Las mentiras implícitas en un sistema de razonamiento abstracto (como el socialismo) no pueden aplastarse salvo mediante razonamiento abstracto.

La objeción fundamental señalada contra la viabilidad del socialismo se refiere a la imposibilidad del cálculo económico. Se ha demostrado de una manera irrefutable que una comunidad socialista no estaría en disposición de aplicar el cálculo económico. Donde no hay precios de mercado para los factores de producción porque no se compra ni vende nada, es imposible recurrir al cálculo al planear la acción futura y determinar el resultado de la acción pretérita. Una gestión socialista de la producción sencillamente no sabría si lo que planifica y ejecuta es el medio más apropiado o no para alcanzar los fines buscados. Operaría en la oscuridad, por decirlo así. Desperdiciaría los factores escasos de producción, tanto materiales como humanos (trabajo). Se producirán inevitablemente caos y pobreza.

Todos los primeros socialistas eran tan estrechos de miras como para no ver este punto esencial. Tampoco los primeros economistas entendieron toda su importancia. Cuando este escritor demostró en 1920 la imposibilidad del cálculo económico bajo el socialismo, los apologistas del socialismo se dedicaron a la búsqueda de un método de cálculo aplicable a un sistema socialista. Fracasaron completamente en el intento. La inutilidad de los planes que produjeron puede demostrarse fácilmente. Aquellos comunistas que no estaban completamente intimidados por el miedo a los ejecutores soviéticos, como Trotsky, admitieron espontáneamente que el cálculo económico es impensable sin relaciones de mercado.[11] La quiebra intelectual de la doctrina socialista ya no puede ocultarse. A pesar de su popularidad sin precedentes, el socialismo está condenado. Ningún economista puede ya cuestionar su inviabilidad. La manifestación de ideas socialistas es hoy la prueba de una completa ignorancia de los problemas básicos de la economía. Las afirmaciones socialistas son tan vanas como las de astrólogos y magos.

Con respecto al problema esencial del socialismo, es decir, al cálculo económico, el “experimento” ruso no vale para nada. Los soviéticos están operando en un mundo cuya mayor parte sigue en una economía de mercado. Basan los cálculos sobre los que toman sus decisiones en los precios establecidos en el extranjero. Sin la ayuda de estos precios, sus acciones no tendrían objetivos ni planes. Solo en la medida en que se refieren a sistemas extranjeros de precios son capaces de calcular, mantener contabilidades y preparar sus planes. En este aspecto, uno puede aceptar la declaración de varios autores socialistas y comunistas de que el socialismo en un país o en unos pocos no es todavía verdadero socialismo. Por supuesto, estos autores dan un significado bastante distinto a su afirmación. Quieren decir que todas las bendiciones del socialismo solo pueden cosecharse en una comunidad socialistas que abarque todo el mundo. Los familiarizados con las enseñanzas de la economía deben, por el contrario, reconocer que el socialismo generará un completo caos precisamente si se aplica a la mayor parte del mundo.

La segunda objeción principal planteada contra el socialismo es que es un modo de producción menos eficiente que el capitalismo y que afectaría a la productividad del trabajo. Por consiguiente, en una comunidad socialista el nivel de vida de las masas será bajo comparado con las condiciones que prevalecen bajo el capitalismo. No cabe duda de que esta objeción no ha sido rebatida por la experiencia soviética. El único hecho cierto de los asuntos rusos bajo el régimen soviético con respecto al cual todos están de acuerdo es: que el nivel de vida de las masas rusas es muy inferior que el de las masas en el país que es considerado universalmente como el modelo de capitalismo: los Estados Unidos de América. Si consideráramos al régimen socialista como un experimento, tendríamos que decir que el experimento ha demostrado claramente la superioridad del capitalismo y la inferioridad del socialismo.

Es verdad que los defensores del socialismo están decididos a interpretar el inferior nivel ruso de vida de una manera diferente. Tal y como ven las cosas, no fue causado por el socialismo, sino que (a pesar del socialismo) se produjo por otras causas. Se refieren a varios factores, como la pobreza de Rusia bajo los zares, los desastrosos efectos de las guerras, la supuesta hostilidad de las naciones democráticas capitalistas, el supuesto sabotaje de los restos de la aristocracia y burguesía rusas y de los kulaks. No hace falta entrar en el examen de estos asuntos. Pues no pretendemos que ninguna experiencia histórica pueda probar o refutar una declaración teórica en la forma en que un experimento crucial puede verificar o negar una declaración respecto a acontecimientos naturales. No son los críticos del socialismo, sino sus fanáticos defensores, los que mantienen que el “experimento” soviético prueba algo con respecto a los efectos del socialismo. Sin embargo, lo que están haciendo realmente al tratar los hechos manifiestos e indiscutibles de la experiencia rusa es apartarlos mediante trucos intolerables y silogismos falaces. Repudian los hechos evidentes comentando sobre ellos de tal manera que niegan interés y su importancia respecto de la pregunta a responder.

Supongamos por un momento que su interpretación sea correcta. Pero aun así seguiría siendo absurdo afirmar que el experimento soviético haya evidenciado la superioridad del socialismo. Todo lo que podría decirse es : el hecho de que el nivel de vida de las masas sea bajo en Rusia no proporciona evidencias concluyentes de que el socialismo sea inferior al capitalismo.

Una comparación con la experimentación en el campo de las ciencias naturales puede aclarar el tema. Un biólogo quiere probar una nueva comida patentada. Alimenta a varias cobayas. Todos pierden peso y finalmente mueren. El experimentador cree que su debilitamiento y muerte no están causados por la comida patentada, sino por una infección accidental por neumonía. Sin embargo sería absurdo que proclamara que su experimento había demostrado el valor nutritivo del compuesto porque los resultados desfavorables han de atribuirse a acontecimientos accidentales, no ligados causalmente a lo dispuesto experimentalmente. Lo más que puede decir es que el resultado del experimento no fue concluyente, que no prueba nada contra el valor nutritivo del alimento probado. Las cosas son, podría decir, como si no se hubiera realizado ningún experimento en absoluto.

Aunque el nivel de vida de las masas rusas fuera mucho más alto que el de los países capitalistas, esto seguiría sin ser una prueba concluyente de la superioridad del socialismo. Puede admitirse que el hecho indiscutible de que el nivel de vida en Rusia sea menos que el del Occidente capitalista no puede demostrar concluyentemente la inferioridad del socialismo. Pero no está lejos de ser una idiotez anunciar que la experiencia de Rusia ha demostrado la superioridad del control público de la producción.

Tampoco el hecho de que los ejércitos rusos, después de haber sufrido muchas derrotas, finalmente (con armamento fabricado por grandes empresas estadounidenses y donado por los contribuyentes americanos) pudieran ayudar a los estadounidenses en la conquista de Alemania prueba la preeminencia del comunismo. Cuando las fuerzas británicas tuvieron que soportar un revés temporal en el norte de África, el profesor Harold Laski, ese máximo defensor radical del socialismo se apresuró a anunciar el fracaso final del capitalismo. No fue lo suficientemente coherente como para interpretar la conquista alemana de Ucrania como l fracaso final del comunismo ruso. Tampoco se retractó de su condena del sistema británico cuando su país resultó vencedor en la guerra. Si los acontecimientos militares han de considerarse como la prueba de excelencia de cualquier sistema social, es más bien el sistema americano que el ruso el que deben considerar.

No ha ocurrido nada en Rusia desde 1917 que contradiga cualquiera de las afirmaciones de los críticos del socialismo y el comunismo. Incluso si uno basa su juicio exclusivamente en los escritos de comunistas y compañeros de viaje, no puede descubrir ninguna característica en las condiciones rusas que hable a favor del sistema social y político soviético. Todas la mejoras tecnológicas de las últimas décadas se originaron en países capitalistas. Es verdad que los rusos han tratado de copiar algunas de estas innovaciones. Pero eso mismo hicieron también todos los pueblos orientales subdesarrollados.

Algunos comunistas ansían que creamos que la despiadada opresión de los disidentes y la abolición radical de la libertad de pensamiento, expresión y prensa no son características propias del control público de los negocios. Son, argumentan, solo fenómenos accidentales del comunismo, su firma en un país que (como pasaba en Rusia) nunca disfrutó de libertad de pensamiento y conciencia. Sin embargo, estos defensores del despotismo totalitario no explican cómo podrían salvaguardarse los derechos del hombre bajo la omnipotencia del gobierno.

La libertad de pensamiento y conciencia es una farsa en un país en el que las autoridades pueden exiliar a cualquiera que les disguste al Ártico o al desierto y asignarle trabajos forzados de por vida. El autócrata puede siempre tratar de justificar esos actos arbitrarios pretendiendo que están motivados exclusivamente por consideraciones de bienestar público y conveniencia económica. Solo él es el árbitro supremo que decide en todos los asuntos referidos a la ejecución del plan. La libertad de prensa es ilusoria cuando el gobierno posee y opera todas las papeleras, imprentas y editoriales y decide en último término qué se imprime y qué no. El derecho de reunión en inútil si el gobierno posee todas las salas de reunión y determina para qué propósito se usarán. Y lo mismo pasa con todas las demás libertades. En uno de sus periodos de lucidez, Trotsky (por supuesto el Trotsky perseguido en el exilio, no el despiadado comandante del Ejército Rojo) veía las cosas de manera realista y declaraba: “En un país en el que el único empresario es el Estado, la oposición significa la muerte lenta por hambre. El viejo principio: quien no trabaje, no comerá, se ha visto reemplazado por uno nuevo: quien no obedezca, no comerá”.[12] Esta confesión resuelve el tema.

Lo que muestra la experiencia rusa es un muy bajo nivel de vida de las masas y un ilimitado despotismo dictatorial. Los defensores del comunismo tratan de explicar estos hechos indiscutibles como solo accidentales; son, dicen, no el fruto del comunismo, sino que ocurren a pesar del comunismo. Pero incluso si uno aceptara estas excusas, no tendría sentido mantener que el “experimento” soviético haya demostrado nada a favor del comunismo y socialismo.

La supuesta inevitabilidad del socialismo

Mucha gente cree que la llegada del totalitarismo es inevitable. La “ola del futuro”, dicen, “lleva a la humanidad inexorablemente hacia un sistema bajo el cual los asuntos humanos se dirigen por dictadores omnipotentes. Es inútil luchar contra las leyes insondables de la historia”.

La verdad es que a la mayor parte de la gente le falta la capacidad intelectual y el coraje para resistirse a un movimiento popular, por muy pernicioso e irreflexivo que sea. Bismarck deploraba una vez la falta de lo que llamaba coraje cívico, es decir, bravura en ocuparse de los asuntos civiles por parte de sus compatriotas. Pero tampoco los ciudadanos de otras naciones muestran más coraje y juicio cuando afrontan la amenaza de una dictadura comunista. O ceden el paso silenciosamente o plantean tímidamente algunas objeciones insignificantes.

No se lucha contra el socialismo criticando solo algunas características accidentales de sus planes. Al atacar muchas posturas socialistas obre el divorcio y el control de la natalidad o sus ideas sobre arte y literatura, no se refuta el socialismo. No basta con desaprobar las afirmaciones marxistas de que la teoría de la relatividad o la filosofía de Bergson o el psicoanálisis son tonterías “burguesas”. Los que solo encuentran defectos en el bolchevismo y el nazismo en sus inclinaciones anticristianas apoyan implícitamente todo el resto de estos sangrientos programas.

Por otro lado, es una completa estupidez alabar a los regímenes totalitarios por supuestos logros que no tienen ninguna relación con sus principios políticos y económicos. Es cuestionable si las observaciones de que en la Italia fascista los trenes llegan a su hora y los insectos en los hoteles de segunda categoría están disminuyendo, sea correcto o no, pero en todo caso no importa nada para el problema del fascismo. Los compañeros de viaje se extasían con las películas rusas, la música rusa y el caviar ruso. Pero ha habido músicos más grandes en otros países y bajo otros sistemas sociales; se han filmado buenas películas también en otros países y sin duda no es mérito del Generalísimo Stalin que el sabor del caviar sea delicioso. Tampoco la belleza de las danzarinas rusas de ballet  o la construcción de una gran central eléctrica en el Dnieper expían la masacre masiva de kulaks.

A los lectores de revistas de cine y fanáticos del cine les encanta lo pintoresco. Las bellezas operísticas de fascistas y nazis y el desfiles de batallones de mujeres del Ejército Ruso son de gusto. Es más divertido escuchar los discursos radiofónicos de un dictador que estudiar tratados económicos. Los empresarios y tecnólogos que abren el camino a la mejora económica trabajan en silencio: su obra no es apropiada para verse en pantalla. Pero los dictadores, deseosos de extender la muerte y la destrucción, están espectacularmente a la vista del público. Vestidos militarmente, eclipsan a los descoloridos burgueses con ropa común a la vista de los espectadores de cine.

Los problemas de la organización económica de la sociedad no son apropiados para la charla casual en cócteles de moda. Tampoco puede tratarse adecuadamente por demagogos arengando a las agrupaciones de masas. Son cosas serias. Requieren un estudio meticuloso. No deben tomarse a la ligera.

La propaganda socialista nunca encontró una oposición decidida. La crítica devastadora con la que los economistas destrozaron la inutilidad e imposibilidad de los planes y doctrinas socialistas no llegó a los moldeadores de la opinión pública. Las universidades estaban principalmente dominadas por socialistas e intervencionistas pedantes, no solo en la Europa continental, no eran propiedad y estaban gestionadas por los gobiernos, sino incluso en los países anglosajones. Políticos y estadistas, ansiosos por no perder popularidad, fueron tibios en su defensa de la libertad. La política de apaciguamiento, tan criticada cuando se aplicó en el caso de nazis y fascistas, se practicó universalmente durante muchas décadas con respecto a otros tipos de socialismo. Fue este derrotismo el que hizo que las nuevas generaciones creyeran que la victoria del socialismo es inevitable.

No es verdad que las masas reclamen vehementemente socialismo y que no haya manera de resistirlas. Las masas están a favor del socialismo porque creen en la propaganda socialista de los intelectuales. Los intelectuales, no el pueblo, están moldeando la opinión pública. Es una mala excusa para los intelectuales decir que deben rendirse a las masas. Ellos mismos han generado las ideas socialistas y adoctrinado a las masas con ellas. Ningún proletario o hijo de proletario ha contribuido a la elaboración de los programas intervencionistas y socialistas. Sus autores fueron todos de origen burgués. Los esotéricos escritos del materialismo dialéctico, de Hegel, padre tanto del marxismo como del agresivo nacionalismo alemán, los libros de Georges Sorel, de Gentile y de Spengler no los leyó el hombre medio; no movieron directamente a las masas. Fueron los intelectuales los que los popularizaron.

Los líderes intelectuales de los pueblos han producido y propagado las mentiras que están a punto de destruir la libertad y la civilización occidental. Solo los intelectuales son responsables de las matanzas masivas que son propias de nuestro siglo. Solo ellos pueden invertir la tendencia y abrir el camino a una resurrección de la libertad.

No son las míticas “fuerzas productivas materiales”, sino la razón y las ideas las que determinan el curso de los asuntos humanos. Lo que hace falta para detener la tendencia al socialismo y el despotismo es sentido común y coraje moral.


[1] Los disturbios de Hölz fueron un levantamiento comunista en Alemania (en marzo de 1921 en Mansfeldischen), liderados por el veterano de la Primera Guerra Mundial, Max Hölz (1889–1933). Hölz fue condenado por ello a cadena perpetua, fue amnistiado en 1928 y luego abandonó  Alemania rumbo a la Unión Soviética.

[2] Mises, Bureaucracy (Yale University Press, 1944). [Burocracia] [3] Benda, La trahison des clercs (Paría, 1927). [La traición de los intelectuales] [4] El Stahlhelm era una asociación de veteranos alemanes de la Guerra Mundial, establecida en 1918. Los cagoulards eran miembro de una organización terrorista francesa de extrema derecha, la Cagoule. Fue responsable de varios asesinatos de socialistas y antifascistas italianos y colaboró con los nazis y el gobierno francés de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial (nota del editor).

[5] Este programa de reimprimió en inglés en el libro del conde Carlo Sforza, Contemporary Italy, traducido por Drake y Denise de Kay (Nueva York, 1944), pp. 295-296.

[6] Por ejemplo, Mario Palmieri, The Philosophy of Fascism (Chicago, 1936), p. 248.

[7] Sombart, Das Lebenswerk yon Karl Marx (Jena, 1909), p. 3.

[8] Sombart, A New Social Philosophy, trad. y ed. K. F. Geiser (Princeton University Press, 1937), p. 194.

[9] La devastadora crítica de la eugenesia, por H.S. Jennings, The Biological Basis of Human Nature (Nueva York, 1930), pp. 223-252.

[10] Marx, Der Bürgerkrieg in Frankreich, ed. Pfemfert (Berlin, 1919), p. 54. [La guerra civil de Francia] [11] Hayek, Individualism and the Economic Order (Chicago University Press, 1948), pp. 89-91. [Individualismo y orden económico] [12] Citado por Hayek, The Road to Serfdom (1944), Capítulo  IX, p. 119. [Camino de servidumbre]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Véase tambien el libro en PDF y DOC.