Desatando a la Fed

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[Extraído de The Great Deformation: The Corruption of Capitalism in America. Publicado por PublicAffairs]

Así que el escenario estaba listo para la “corrida” final del dólar y para un espectacular impago del proveedor de la “divisa de reserva” nombrado bajo la segunda llegada del patrón intercambio oro. Y al ocurrir, el pueblo estadounidense vio apropiado instalar en la Casa Blanca en enero de 1969 justamente al hombre que aplastó lo que quedaba del dinero basado en oro y la disciplina financiera que permitía.

Richard M. Nixon, como sabemos, tenía múltiples y notables defectos. El principal era su capacidad de resentimiento contra cualquiera que él creyera que le había hecho perder unas elecciones, especialmente cualquier economista, político o espectador al que se pudiera atribuir la suave recesión de 1960 a la que creía responsable de su derrota ante John F. Kennedy.

La vendetta de Nixon sobre el tema de las elecciones de 1960 literalmente no conocía límites. Por ejemplo, insistió en que un funcionario de nivel medio llamado Jack Goldstein, que encabezaba la Oficina de Estadísticas Laborales (OEL), había manipulado el informe mensual de desempleo en vísperas de las elecciones de 190 para dañar su campaña. Ocho años después, Nixon informó al personal de la Casa Blanca que el primer encargo era determinar si Goldstein seguía en la OEL y despedirlo si era así.

Por tanto, no sorprende que Nixon entrara en el Despacho Oval obsesionado por reemplazar al presidente Martin y poner de rodillas a la Fed. Es verdad, que su único interés real en política monetaria era asegurarse de que la gran amenaza al éxito republicano, una tasa de desempleo en aumento, no se produjera en vísperas de unas elecciones.

Aun así, fue ese mismo cinismo lo que le hizo presa de la atractiva doctrina de Milton Friedman del papel moneda flotante. Como se ha visto, Nixon quería una absoluta libertad para hacer que la economía nacional tuviera un auge durante su campaña de reelección de 1972. Los alumnos de Friedman en Camp David le ofrecían precisamente ese regalo y lo envolvían en la doctrina monetaria del principal intelectual conservador de la nación.

La regla de Friedman del crecimiento fijo de la oferta monetaria era una necedad académica

Los que siguen la doctrina monetaria tradicional, siempre han temido apropiadamente la amenaza inflacionista del dinero fiduciario emitido por el estado. Así que cuando el IPC llegó al nivel sin precedentes en tiempo de paz del 6,3% en enero de 1969, fue una advertencia de que la inestable estructura de Bretton Woods estaba llegando a un peligroso punto de inflexión y de que los cimientos monetarios del mundo de posguerra estaban en peligro.

Pero no según el profesor Milton Friedman. Como era típico de los conservadores de la escuela de Chicago, simplemente restó importancia a la inminente crisis inflacionista como producto de los zoquetes de la Fed. El “error” de Martin al sucumbir a las presiones por abrir la espita monetaria para financiar los déficits de LBJ, insistía Friedman, podían arreglarse fácilmente. Literalmente, pulsando un interruptor.

De acuerdo con el vasto archivo de datos históricos del profesor Friedman, la inflación se extinguiría rápidamente si se sujetaba la oferta monetaria a una tasa de crecimiento fija e inflexible, como un 3% anual. Si se seguía constantemente esa disciplina, no hacía falta nada más para desatar la prosperidad capitalista: no la convertibilidad del oro, los tipos fijos de cambio, las líneas de swap de divisas o cualquiera de los demás accesorios de la banca centralizada que habían crecido en torno al sistema de Bretton Woods.

De hecho, una vez que el banco central hiciera que la tasa de crecimiento de la oferta monetaria siguiera un ritmo fijo y fiable, el libre mercado se ocuparía de todo lo demás, incluyendo la determinación del tipo correcto de cambio entre el dólar y todas las demás divisas del planeta. Bajo el deus ex machina monetario de Friedman, por ejemplo, la mano invisible asignaría silenciosa y eficientemente recompensas por éxitos y castigos por fracasos en los mercados bancario y de valores. La necesidad de una regulación burda e ineficiente de las instituciones financieras se eliminaría.

Sin embargo, la teoría monetaria de la “regla fija” de Friedman tenía defectos esenciales por razones que Martin había descubierto hacía mucho en las trincheras de los mercados financieros. El asesino era que la Reserva Federal no podía controlar la única variable de Friedman, es decir la “oferta monetaria” medida por la suma de depósitos a la vista y moneda física (M1).

Durante casi dos décadas en el cargo, Martin aprendió que lo único que podía calibrar aproximadamente la Fed era el nivel de reservas bancarias en el sistema. Más allá, sencillamente no había ninguna relación aritmética, empezando por el “multiplicador monetario”.

Este último medía la relación entre reservas bancarias, que son dinero potencial, y depósitos bancarios, que son dinero real. Sin embargo, como se ha indicado antes, los bancos comerciales no crean dinero real (depósitos de cuenta corriente) directamente: dan préstamos y luego acreditan lo concedido en cuentas de clientes. Así que el proceso de transmisión entre reservas bancarias y oferta monetaria atraviesa los departamentos de préstamos bancarios y el proceso de creación del crédito.

No hace falta decir que la Fed no podía controlar los espíritus animales de sus prestamistas o prestatarios: eso era tarea para los tipos de interés del mercado libre. Consiguientemente, los bancos utilizarían sus reservas agresivamente durante periodos de fuerte demanda de préstamos hasta que la exuberancia de prestatarios se viera ahogada por los altos tipos de interés. Por el contrario, las reservas bancarias quedarían en barbecho en tiempos de demanda baja de préstamos y tipos bajos en el mercado libre. Por tanto, el “multiplicador monetario” variaba enormemente, dependiendo de las condiciones económicas y financieras.

Además, aunque la “oferta monetaria” resultante pudiera medirse y controlarse apropiadamente, lo que no era el caso, no tendría una “velocidad” fija o tampoco relación con la actividad económica o el PIB. De hecho, en tiempos inflacionistas de débil expansión del crédito, la velocidad tendía a caer, lo que significaba menos nuevo PIB por cada dólar del M1. Por el contrario, en tiempos inflacionistas de rápida expansión del crédito bancario tendería a aumentar, generando mayores ganancias en el PIB por dólar de crecimiento en el M1.

Así que la cadena causal era larga y opaca. Las relaciones entre operaciones en el mercado abierto (sumadas a las reservas bancarias) con la creación de dinero de los bancos comerciales (sumada a la oferta monetaria) con el gasto adicional alimentado con crédito (sumado al PIB) no mostraba nada más que un volante flojo de un viejo automóvil: girar el volante no significa necesariamente que se evite la cuneta.

Lo más probable era que no hubiera ninguna razón para creer que el M1 pudiera dirigirse a una certera tasa de crecimiento del 3% y que, en todo caso, mantener el crecimiento del M1 en ese estrecho margen llevara a cualquier tipo predecible de actividad económica o mezcla de crecimiento real e inflación. En resumen la regla de crecimiento de la oferta monetaria de una sola variable fija de Friedman era básicamente una necedad académica.

Por supuesto, los monetaristas tenían lista una respuesta a todas estas incapacidades, que era que había “altibajos” en la transmisión de la política monetaria y que si se les daba tiempo suficiente, los multiplicadores y la velocidad del dinero regresarían a una tasa estándar. Pero esa advertencia del “tiempo suficiente” tenía dos efectos inevitables: significaba que la regla fija de Friedman no podía implantarse en el mundo diario real de mercados financieros en rápido movimiento y, más importante, revelaba la profunda e inútil ingenuidad política de los monetaristas y especialmente del profesor Friedman.

El cono monetarista: Silly Putty en los gráficos de la Casa Blanca

Respecto del aspecto práctico, tuve un encuentro en tiempo real con ella durante los años de Reagan cuando el puesto de responsable de la política monetaria del Tesoro lo ostentaba un discípulo religioso de Friedman: Beryl Sprinkel. Semana tras semana en las reuniones económicas de la Casa Blanca presentaba un gráfico basado en el patentado “cono monetarista”. El gráfico consistía en dos líneas de puntos en pendiente hacía arriba con una fecha común de inicio que mostraba dónde debería estar la oferta monetaria si hubiera estado creciendo en un límite superior del, digamos, 4% y un límite inferior del, digamos, 2%.

Lo que daba a entender era que si la Fed estuviera siguiendo la regla del profesor Friedman, el camino de la oferta monetaria real entraría cómodamente dentro del “cono” que se extendía sobre meses y trimestres, indicando así que todo estaba tranquilo en el frente monetario, lo único que importaba. Excepto que la línea gruesa en el gráfico que señalaba el crecimiento real semanal de la oferta monetaria giraba salvajemente y estaba casi siempre fuera del cono, a veces en la parte alta y a veces en la parte baja.

En otras palabras, el más grande banquero central de los tiempos modernos, Paul Volcker, estaba suspendiendo los exámenes monetaristas semana tras semana, haciendo que Sprinkel se dedicara a ataques alternativos de puñetazos en la mesa porque la Fed estaba peligrosamente demasiado laxa o demasiado rígida. Por suerte, los gráficos de Sprinkel no llevaron a gran cosa: el presidente Reagan se vería confuso, Jim Baker, el jefe de personal, bostezaría y el consejero de política nacional, Ed Meese, sugeriría pasar al siguiente asunto.

Lo que es más importante es que Volcker podía explicar fácilmente las múltiples complejidades y anomalías en el movimiento a corto plazo de las cifras reportadas de la oferta monetaria y que sobre esa base “ajustada” estaba realmente dentro del cono. Aparte de eso, el crecimiento del crédito estaba ralentizándose agudamente, de una tasa del 12% en 1979 a un 7% en 1981 y un 3% en 1982. Eso hizo que la economía cediera temporalmente y la inflación cayera de las dobles cifras a por debajo del 4% en menos de veinticuatro meses. Volcker estaba haciendo el trabajo, cumpliendo o no con el cono monetarista.

En realidad, el cono monetarista era solo un ejercicio numérico de Silly Putty, representando tipos de cambio anualizados desde una fecha arbitraria de inicio que se iba reiniciando debido a una supuesta anomalía u otra. El imperativo mucho más importante era ralentizar la peligrosa expansión del balance de la Fed. Se había doblado de 60.000 millones de dólares a 125.000 millones en los nueve años anteriores a la llegada de Volcker al Eccles Building, saturando así el sistema bancario con reservas recién acuñadas y el recurso al crecimiento inflacionista del crédito.

Volcker alcanzó este verdadero objetivo contra la inflación con prontitud. Al recortar la tasa de crecimiento del balance de la Fed a menos del 5% en 1982, Volcker convenció a los mercados de que la Fed no continuaría validando pasivamente la inflación, como habían hecho Burns y Miller y que especular sobre aumentar los precios ya no era una apuesta en una sola dirección. Volcker rompía así la espiral inflacionista mostrando la resolución del banco central, no a través de centrarse en una sola variable de una estadística monetaria elástica llamada M1.

Volcker demostró asimismo que la tasa de crecimiento del M1 a corto plazo era bastante irrelevante e imposible de gestionar, pero que la Fed podía de todas maneras contener las furias inflacionistas mediante una dura disciplina de su propio balance. Pero ese mismo éxito iba directamente contra un defecto aún peor en la regla del crecimiento monetario fijo de los monetaristas: Friedman nunca explicó cómo la Fed, una vez liberada de la disciplina interna del patrón oro de Bretton Woods, estaría constantemente dirigida por estadistas con voluntad de hierro como Volcker y cómo podrían permanecer en el cargo aparecieran presiones como durante la contracción monetaria de 1982.

De hecho, la renovación de Volcker al año siguiente fue por los pelos porque la mayoría del personal de la Casa Blanca y el líder del Senado republicano querían acabar con él, debido a las considerables molestias políticas del trauma recesionista que habían producido sus políticas. El líder del Senado, Howard Baker, por ejemplo, reclamaba con enfado que Volcker “quitara ahora mismo el pie del cuello de los negocios estadounidenses”.

Volcker solo sobrevivió debido a la terca (y correcta) creencia de Reagan de que la larga historia de prodigalidad de la Fed había causado inflación que solo un periodo de dolorosa parsimonia monetaria podía curarla. Las siguientes décadas probarían sin embargo, de forma categórica que el proceso de gobernanza estadounidense poruce pocos Reagan y aún menos Volcker.

Así que Friedman desató el demonio del dinero de tipo flotante basado en la opinión ingenua de que los habitantes del Eccles Building podrían seguir y seguirían sus reglas monetarias. Era una postura sorprendente, debido al espléndido conocimiento de Friedman del mercado libre, que se remontaba a su crítica pionera de los controles de alquileres de Nueva York a finales de la década de 1940 y que estaba imbuida de un duradero escepticismo sobre los políticos y todas sus malas artes.

Pero al desatar a la Fed de las limitaciones de los tipos fijos de cambio y la redención de los títulos en dólares por oro, la doctrina monetaria de Friedman en realidad dio a los políticos un magnífico nuevo premio. Hacía triviales por comparación los males debidos a la florida variedad de insultos al mercado libre, como el control de rentas o la regulación del tráfico interestatal de camiones.

El gobierno implícito de los eunucos monetarios

La teoría monetaria de Friedman en realidad ponía las existencias de reservas bancarias, dinero y crédito de la nación bajo el influjo ilimitado de lo que equivalía a un politburó monetario. Una vez liberado de la disciplina externa del patrón oro, la rama de la banca central del estado tenía así un ámbito ilimitado para extender su misión a la dirección plena de todo el PIB de la nación y para una intervención profunda, persistente y en último término sofocante en los mercados monetarios y de capitales.

Por supuesto, no hace falta decir que el profesor libertario no estaba diseminando un plan estatista. Así que la implicación era que la Fed estaría dirigida por abnegados eunucos monetarios que nunca se verían tentados para desviarse de la regla del crecimiento monetario fijo o por cualquier otra manifestación de misión subrepticia. No hace falta decir que Friedman nunca buscó una franquicia para formar y nombrar a esos gobernadores, ni propuso ninguna reforma importante con respecto el proceso de selección o la manera en que se llevaban a cabo sus operaciones normales.

Sin embargo, esta flagrante omisión es lo que hacía aún más peligroso el monetarismo de Friedman. Su obra monetaria, Una historia monetaria de los Estados Unidos, se publicó solo cuatro años antes de que sus discípulos, liderados por George Shultz, entraran en la Casa Blanca Nixon en 1969.

Poseídos por el celo de los recién convertidos, pronto crearon un experimento en el mundo real de la gran teoría de Friedman. Al hacerlo, estaban también apostando implícitamente por una proposición improbable: que el monetarismo funcionaría debido a los nombramientos políticos de gente común. Banqueros, economistas, hombres de negocios y expolíticos que entonces se sentaban en el Comité Federal de Mercados Abiertos (CFMA), junto con sus sucesores se verían atraídos para siempre por la lógica del crecimiento anual del 3% de la oferta monetaria.

El gran regalo de Friedman a Wall Street

La misma idea de que la CFMA funcionaría como fieles eunucos monetarios, centrando su atención en calibrar el M1 y ajustar hábilmente el dial en cualquier dirección ante cualquier desvío del objetivo del 3%, era una completa fantasía. Y no solo debido a su ingenuidad política, algo que el maltrato de Nixon al pobre Arthur Burns expresaba convenientemente.

La versión austera y reglamentada de Friedman de una banca central discrecional también ignoraba completamente la posibilidad de que la Fed fuera capturada por los gestores de bonos de Wall Street y la vasta red de bancos miembros, grandes y pequeños, que mantenían allí en depósito sus reservas de efectivo. Pero una vez que la Fed ya no tuvo que preocuparse por proteger el valor de cambio del dólar en el extranjero y la reserva de oro de EEUU, tuvo un ámbito mucho más amplio para seguir políticas de represión financiera, como bajos tipos de interés y una curva de rendimientos más empinada, lo que alimentaba así la prosperidad de Wall Street.

En realidad, la deriva de la Fed hacia estas políticas que agradaban a Wall Street se vio temporalmente paralizada por la épica campaña de Volcker contra la Gran Inflación. Al extinguir la inflación a las bravas, mediante una brutal rigidez en las condiciones del mercado monetario, Volcker había creado la pesadilla concreta que aborrecían Wall Street y el sistema bancario: una inversión violenta y sin precedentes de la curva de rendimientos.

Con los tipos de interés a corto plazo en el 20% o más y muy por encima de los rendimientos de los bonos a largo plazo (12-15%), significaba que especuladores y bancos no podía hacer dinero en el “carry trade” y que el valor de los inventarios de valores y títulos del dealer se verían pulverizados: tipos de interés altos y crecientes significan valores bajos y en disminución para los activos financieros. Por tanto la Fed de Volcker ni siquiera soñó con hacer levitar la economía mediante los “efectos riqueza” o mimando a los especuladores de Wall Street.

Pero una vez que Volcker consiguió un éxito inicial y fue echado sin ceremonias por el Departamento del Tesoro de Baker (en 1987), el ataque anti-inflación pasó a un mecanismo más simpático, es decir, el ejército industrial de Mr. Deng y la deflación del “precio chino” que atravesó la economía de EEUU en las décadas de 1990 y posteriores. Con el rigor en la lucha contra la inflación no teniendo ya esa urgencia inmediata, no se tardó mucho hasta que la Fed de Greenspan adoptara una agenda de promoción de la prosperidad.

Sin embargo, primero tenía que librarse de cualquier vestigio de restricciones debidas a la regla del crecimiento monetario fijo de Friedman. Esta última de eliminó fácilmente con un cambio regulatorio a principios de la década de 1990, que permitía a los bancos ofrecer cuentas “sweep”, es decir, cuentas de crédito por el día que se convertían en cuentas de ahorro por la noche. Así que el M1 del profesor Friedman ya no podía medirse adecuadamente.

Lo que no se ve aparentemente no se tiene en centa: durante las últimas dos décadas, el banco central que hizo Friedman que se liberara de la supuesta tiranía de Bretton Woods de forma que pudiera prestar juramente al crecimiento fijo de la oferta monetaria ni siquiera se ha preocupado por revisar o mencionar la oferta monetaria. De hecho, la Fed de Greenspan y Bernanke ha estado completamente preocupada con la manipulación del precio del dinero, es decir, los tipos de interés, y ha relegado toda la teoría cuantitativa del dinero de Friedman al vertedero de la historia. ¡Y Bernanke afirma haber sido su discípulo!

No limitada por el oro ni por una regla de crecimiento monetario fijo, la Fed en su momento se declaró como el comité de mercados abiertos para la dirección y planificación del PIB de toda la nación. Por supuesto, en este empeño propio de Brobdingnag los vendedores de bonos de Wall Street serían la correa esencial de transmisión que traería la prosperidad alimentada por el crédito a Main Street y entregaría el elixir de la inflación de activos a las clases especuladoras. Por consiguiente, en lo que respecta a Wall Street, la Fed se hizo solícita al principio y cobarde al final.

Los apologistas pueden afirmar que Milton Friedman no podía haber previsto que el gran experimento de la banca central discrecional desatado por sus discípulos en la Casa Blanca de Nixon acabaría con la abyecta capitulación ante Wall Street que se produjo durante la era de Greenspan y se haría una realidad nociva e inflexible bajo Bernanke. Pero los estadistas financieros de una época anterior habían abrazado el patrón oro por una buena razón: era el baluarte definitivo contra las pretensiones y engaños de los banqueros centrales.


Publicado el 19 de junio de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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