El sueño imposible del liberalismo clásico

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Entiendo que haya gente que abrace las ideas del liberalismo clásico. Yo mismo lo hice hace más de cuarenta años. Las personas se convierten en liberales clásicos por dos razones fundamentalmente, las cuales están relacionadas: primero, porque llegan a comprender que los mercados libres “funcionan” mejor que los sistemas económicos controlados por gobiernos a la hora de brindar prosperidad y paz nacional; segundo, porque terminan creyendo que pueden justificar mediante argumentos (más o menos parecidos a los de Locke) los derechos a la vida, la libertad y la propiedad. Ambas razones están relacionadas porque los derechos lockeanos proporcionan el fundamento que los mercados libres necesitan para existir y operar adecuadamente.

Como Locke, los liberales clásicos reconocen que algunas personas pueden llegar a violar los derechos de otros a la vida, la libertad y la propiedad, y que, en consecuencia, se deben emplear algunos medios para defender correctamente estos derechos. En este sentido, aceptan la existencia del gobierno (tal y como lo conocemos), pero sólo bajo la condición de que se limite a proteger a la gente contra la violencia y el fraude que injustamente les privaría de la vida, la libertad y la propiedad. Creen que el gobierno (tal y como lo conocemos) puede llevar a cabo estas funciones, y que los individuos desprovistos de tal gobierno estarían a merced de los depredadores y, por lo tanto, que sus vidas serían, como Hobbes supuso, solitarias, pobres, despreciables, salvajes y breves. Nadie desea una vida así.

Repito, puedo entender los motivos por los cuales alguien pueda convertirse en un liberal clásico. Sin embargo, a medida que han pasado los años, cada vez se me ha hecho más difícil comprender que se pueda seguir siendo un liberal clásico, en lugar de pasar a la posición del auténtico autogobierno, reemplazando así el objetivo de “gobierno limitado” liberal clásico. Mi dificultad no proviene tanto de una sensación de insatisfacción con que al gobierno se le encargue proteger a los ciudadanos de la violencia y el fraude, sino más bien de una convicción cada vez más establecida de que a fin de cuentas el gobierno (tal y como lo conocemos) en realidad no lleva a cabo estas tareas y, lo que es aún peor, ni siquiera intenta acometerlas, sólo de manera aleatoria e hipócrita –de hecho, en forma de ardid o trampa.

A decir verdad, el gobierno tal y como lo conocemos nunca se limitó ni se limitará a proteger a los ciudadanos contra la violencia y el fraude. De hecho, el gobierno es el mayor violador de los justos derechos de la gente a la vida, la libertad y la propiedad. Por cada asesinato o asalto que el gobierno evita, éste comete cien. Por cada derecho de propiedad privada que protege, viola mil. Aunque afirme reprimir y castigar el fraude, el propio gobierno es un fraude a mayor escala –una enorme máquina de saqueo, abuso y caos, todo bendecido por sus propias “leyes” que redefinen sus crímenes como simples actividades gubernamentales–, un chanchullo protegido contra la justicia por medio de sus propios jueces y legiones de asesinos y matones a sueldo.

Enfrentado por estos horrores, el liberal clásico respira profundo y decide buscar “reformas” a las acciones y políticas “erróneas” y “contraproducentes” del gobierno. No obstante, el dedicado liberal clásico se niega categóricamente a reconocer que tales acciones gubernamentales no son en absoluto erróneas; de hecho, el gobierno actúa con el fin de obtener sus verdaderos objetivos cada vez de forma más directa, y rápidamente suspende todo aquello que impida el enriquecimiento y el otorgamiento de poderes tanto a sus líderes como a sus compinches clave en el llamado sector privado (el cual es una especie de mito, dada la interferencia casi total del gobierno en él). Las actuaciones y los programas del gobierno no son, en absoluto, “contraproducentes” una vez que reconocemos que su objetivo declarado de servir al interés público en general nunca tuvo otra intención que la de funcionar como una cortina de humo para el robo e intimidación al público en general. Lo que los economistas y demás llaman el “fracaso del gobierno” no es tal cosa, sino tan sólo un fracaso a la hora de hacer lo que en realidad aquellos que están en la pomada del gobierno nunca tuvieron la más mínima intención de hacer en realidad.

En suma, el liberal clásico que, a la luz de estas realidades, se aferre al mito del gobierno limitado lockeano, parecería ser una persona irracionalmente dedicada sólo a hacerse ilusiones vanas. Los sueños, sin duda, tienen su lugar en la vida de los seres humanos, pero el sueño de un gobierno (tal y como lo conocemos) que se limite a sus funciones lockeanas y que permanezca así limitado nunca pudo ni podrá llevarse a cabo. En algún momento la gente tendrá que abrir sus ojos a esta desnudez del rey[1] –y, de hecho, a su crueldad, brutalidad y absoluta y sistemática injusticia. De no ser así, los liberales clásicos no harán otra cosa que aparecer como objetos de diversión ante los cínicos que controlan el gobierno, y que emplean sus poderes para su propio engrandecimiento y capricho agresivo.

Addendum: cuando digo “gobierno (tal y como lo conocemos)” me estoy refiriendo al gobierno como existe ahora prácticamente en todas partes, y como ha existido en muchos lugares durante miles de años –un gobierno que se arroga el monopolio de la fuerza legítima sobre un cierto territorio, y que no se basa en el consentimiento explícito, individual y voluntario de todo adulto sujeto a su autoridad. Comparo este tipo de gobierno con el “auténtico autogobierno”, el cual posee el consentimiento explícito, individual y voluntario de todo adulto sujeto a su autoridad.


[1] Nota del T.: “…this emperor’s nakedness” en el original, en referencia al cuento de Hans Christian Andersen “El rey desnudo”, cuya moraleja puede resumirse por medio de la fórmula “no necesariamente es verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad”.


El original se encuentra aquí. Traducido del inglés por José Manuel Carballido.