[The Mainspring of Human Progress (1943)]
El pagano tiene una visión fatalista de la vida. Cree que el individuo está indefenso, que está completamente a merced de las fuerzas despiadadas externas a sí mismo, que no puede hacer nada para mejorar su situación.
La gran mayoría de la gente ha sido siempre pagana. La mayoría sigue siendo pagana. La superstición está muy asentada. Tiene sus inicios en los tiempos prehistóricos.
La mitología dice cómo los dioses especiales estaban al cargo de todo lo que afectaba a la vida humana. Unos dioses controlaban el trueno, otro los rayos, otros la lluvia. Otros controlaban las estaciones, el botín de la cosecha, la multiplicación del ganado y el nacimiento de los niños.
Había dioses del sol, del amor, de los celos, del odio y de la guerra. Los dioses caprichosos y traviesos se ocupaban de todo. Todo lo que podía hacer el hombre era ajustarse a ellos haciendo sacrificios, humanos y de otro tipo, como dictaba la costumbre tribal.
En tiempos antiguos, los dioses paganos se conocían con diversos nombres: Zeus, Isis, Osiris, Eros, Júpiter, Juno, Apolo, Venus, Mercurio, Diana, Neptuno, Plutón, Marte. En tiempos modernos, reciben nombres más modernos, pero la idea subyacente es la misma.
Desde el punto de vista pagano, el hombre no se controla a sí mismo, no es responsable de sus propios actos. El universo pagano es intemporal, permanente, estático. No existe el progreso. Cualquier cambio aparente es meramente una ilusión humana. El hombre es pasivo. Su lugar es fijo. No tiene libre albedrío. Su destino está marcado. Si trata de resistirse, sus esfuerzos serán inútiles.
La creencia pagana es similar a la de un niño muy pequeño. El bebé recién nacido aún no ha aprendido a controlarse. Hay que darle unos golpes para que pueda respirar y durante mucho tiempo se golpeará en lo ojos cuando trate de chuparse los pies. No puede conseguir comida, se le alimenta. Está incómodo y se le de la vuelta. Calidez, comodidad, limpieza: todo se lo da un poder exterior, enormemente más fuerte. Este poder controla las condiciones de su vida, pero no le controla a él. ¿Habéis intentado alguna vez hacer que un bebé deje de berrear cuando quiere hacerlo?
Si lo bebés fueran capaces de pensar y hablar, sin duda cualquier bebé (todos los bebés) dirían que algún gran poder controla las vidas de los bebés. Pero los bebés crecen y con el tiempo el bebé normal se convierte en un ser humano que se controla a sí mismo. Aún así, a lo largo de toda la historia, incluidos los tiempos modernos, pocas personas adultas han descubierto que son realmente libres.
Una antigua superstición
La mayoría de los seres humanos acepta la antigua superstición de que no se controlan a sí mismos y no son responsables de sus propios actos. Durante miles de años, la mayoría ha creído siempre que los hombres son sujetos pasivos controlados por alguna autoridad sobrehumana o superior al individuo, y durante miles de años, la humanidad ha pasado hambre.
Una de las más antiguas, si no la más antigua, de las adoraciones paganas se basaría en la idea de que el destino humano está controlado por la voluntad general de la tribu, en lugar de por la iniciativa y libre albedrío de las personas que constituyen la tribu. Es verdad que los seres humanos deben intercambiar ayuda mutua entre sí en este planeta inhóspito y peligroso. Tal vez por un difuso sentimiento de este parentesco natural (la hermandad de los hombres), los salvajes en tiempos prehistóricos llegaron a creer que estaban gobernados por el espíritu del Demos, una voluntad supraindividual de la “masa”, dotada de un poder y autoridad omnipotentes.
El bienestar de este ser místico se llama “el bien común”, que se supone que es más importante que el bien del individuo, igual que la salud de un cuerpo humano es más importante que el vida en cualquier célula de éste. Es en este concepto donde encontramos el origen de los sacrificios humanos a los dioses paganos. Nadie duda en destruir las células del pelo de su cabeza o las uñas de sus dedos o pies. No son importantes en sí mismas. Su único valor es su uso para el cuerpo en su conjunto. Así, para ese “bien común” se sacrifican sin pensarlo un momento y sin pesar.
Fue precisamente por ese espíritu por el que el antiguo sacerdote azteca clavaba un cuchillo en la víctima humana en el altar y, con cánticos sagrados, sacaba el corazón sangrante. Por esenismo espíritu, los cretenses sacrificaban a sus hijas más queridas al toro minoico y los cartagineses quemaban a sus bebés vivos para aplacar al gran dios, Moloch.
Realmente algunos insectos sí parecen estar controlados por una autoridad exterior a ellos. Por ejemplo, a las abejas parece faltarles la fe en sí mismas y la iniciativa individual. Una voluntad de enjambre parece controlarlas. La vida de la abeja se emplea en un duro trabajo altruista y constante. El propio enjambre parece ser la criatura viviente. Si se quita la reina, mueren cien mil abejas, igual que muere un cuerpo sin cabeza.
El hombre frente a la abeja
Los colectivistas, antiguos y modernos, dicen que la sociedad humana debería organizarse como la colmena. En cierto modo, es un concepto atractivo, al menos para los teóricos, incluyendo a la mayoría de los escritores profesionales. Es mucho más sencillo suponer que los seres humanos se “quedan así” o que debería haber alguna autoridad superior que les haga quedarse así. Pero pensar así es pensar como una abeja (si es que una abeja realmente piensa).
El hecho llano del asunto es que los seres humanos, con sus esperanzas y aspiraciones y la facultad de razonar, son muy distintos de las abejas. El hombre combina una curiosidad consciente con las lecciones de la experiencia y, cuando se le permite hacerlo, hace que la combinación proporcione continuos dividendos. Frente a los animales inferiores, se incluye a sí mismo y a sus asuntos sociales dentro de su ámbito de curiosidad.
Las abejas, a lo largo de eras, continúan actuando como autómatas y siguen construyendo las mismas celdas de cera. Pero la sociedad humana está hecha de relaciones impredecibles entre personas individuales. Es un chico conociendo una chica, la Sra. Jones telefoneando a la Sra. Smith, Robinson comprando un puro, el conductor deteniéndose a comprar gasolina, el ministro haciendo su ronda de llamadas, el cartero entregando correo, el cabildero dando una propina al botones y reuniéndose con un congresista, el escolar comprando chicle, el dentista diciendo “Abra, más la boca, por favor”. La sociedad son las innumerables relaciones de personas en su infinita variedad en el espacio y el tiempo.
El propósito de la sociedad
¿Y cuál es el elemento constante en todas estas relaciones? ¿Por qué quiere una persona conocer a otra? ¿Cuál es el propósito humano en la sociedad?
Es intercambiar un bien por otro bien más deseado. Desde una base personal, es un asunto de beneficiarte obteniendo algo que deseas de otra persona que, al mismo tiempo, se beneficia obteniendo algo que desea de ti. El objeto de dichos contactos es el intercambio pacífico de beneficios, ayuda mutua, cooperación, en beneficio de cada persona. La suma incalculable de todos estos encuentros es la sociedad humana, que es sencillamente todas las acciones humanas individuales que expresan la hermandad de los hombres.
Explicar el bienestar y las responsabilidades de la sociedad como un todo abstracto, como si fuera una colmena de abejas, es una supersimplificación y una fantasía. El mundo humano real está hecho de personas, no de sociedades. El único desarrollo humano es el autodesarrollo de la persona individual. ¡No hay atajos!
Pero incluso hoy, muchas personas civilizadas (gente agradable, con cultura, amable y educada, nuestros amigos y vecinos, casi todos nosotros en algún momento u otro) hemos albergado la creencia pagana de que el sacrificio de la persona individual sirve para un bien superior. La superstición se basa en el faso ideal del altruismo (que destaca la conformidad con la voluntad de la masa) frente a las virtudes cristianas de la autoconfianza, la mejora propia, la fe propia, el respeto a sí mismo, la autodisciplina y una reconocimiento de las obligaciones propias, así como de los derechos propios.
Ese pensamiento se promueve bajo la bandera del reformismo social, pero da lugar a tiranos del “buenismo” (los führer, los dictadores, los señores) que asesinan a sus propios súbditos, la misma que busca en ellos una vida más abundante y protección contra daños.
Hoy en día esas matanzas se califican como “liquidación”, “purgas”, “ingeniería social”, pero se defienden sobre la base de la barbarie pagana: un sacrificio bajo la coartada de lo que se afirma que es el “bien común”.
El humanitario con la guillotina
En su perspicaz libro The God of the Machine, Isabel Paterson señala importantes distinciones entre la bondad cristiana dirigida hacía el alivio de las aflicciones y los erróneos esfuerzos de quienes harían de ella un vehículo para su propio engrandecimiento.
Apunta que la mayoría de los grandes males del mundo los ha causado gente bienintencionada que ignoraba el principio de la libertad individual, excepto la aplicada a ella misma y que estaba obsesionada con celo fanático con mejorar a la humanidad dentro de la masa a través de alguna fórmula propia. “Es en este momento”, dice, “cuando el humanitario prepara la guillotina”.
Aunque impulsado por buenas intenciones, un programa así, es normalmente el resultado de la egomanía estimulada por la autohipnosis. Como se ha indicado antes, se basa en esta idea: “Tengo razón. Quienes están en desacuerdo no la tienen. Si no se les puede obligar a alinearse, deben destruirse”.
El egoísmo, un rasgo humano natural, es constructivo cuando se mantiene dentro de unos límites. Pero es muy presuntuoso que cualquier hombre mortal suponga que está dotado de una capacidad tan fantástica como para gestionar los asuntos de sus congéneres mejor que ellos, como individuos, puedas gestionar sus propios asuntos.
Como observa Paterson, el daño hecho por los criminales, asesinos, gángsteres y ladrones comunes es mínimo comparado con el sufrimiento infligido a seres humanos por los “buenistas” profesionales, que intentan mostrarse como dios en la tierra que impongan despiadadamente sus opiniones a todos los demás, con la correspondiente seguridad de que el fin justifica los medios.
Pero es un error suponer que los buenistas no sean sinceros. El peligro reside en el hecho de que su fe es igual de devota y ardiente como la del antiguo sacerdote azteca.
Publicado el 10 de febrero de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.