Seguridad social: El Ponzi fiscal del New Deal

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[Extraído de The Great Deformation: The Corruption of Capitalism in America. Publicado por PublicAffairs]

La Ley de Seguridad Social de 1935 prácticamente no tiene nada que ver con el final de la depresión y si tiene algo tuvo un impacto contradictorio. Las retenciones en nómina empezaron en 1937, mientras que los pagos regulares de prestaciones no comenzaron hasta 1940.

Aun así, esta legado fiscal amenaza con el desastre en la época presente porque su principio esencial de “seguro social” da lugar inexorablemente a una máquina de un cataclismo fiscal. Cuando en el contexto de la democracia política moderna el estado ofrece transferencias universales a sus ciudadanos sin prueba de que los necesiten, ofrece así su quiebra (al final).

Por el contrario, una porción pequeña de la legislación de 1935 encarnaba el principio opuesto, es decir, la red de seguridad de evaluación financiera  ofrecida mediante ayuda categórica para los ancianos, ciegos discapacitados y familias dependientes de bajos ingresos. Estos programas eran propiamente autosuficientes, porque los beneficiarios de transferencias con evaluación financiera sencillamente no tienen los recursos (es decir comités de acción política y maquinaria organizada de cabildeo) para “capturar” a políticos y por tanto poner en peligro la bolsa pública.

En la medida en que el bienestar social con evaluación financiera esté basado estrictamente en el efectivo, como defendía contundentemente Milton Friedman en su plan de impuesto negativo de la renta, es incluso más estable fiscalmente. Esas transferencias basadas puramente en efectivo no captan ni movilizan al poder de cabildeo de proveedores y vendedores de asistencia en especie, como servicios de vivienda y médicos.

El seguro social, por otro lado, sufre la doble incapacidad de ser regresivo como asunto distributivo y explosivamente expansionista como asunto fiscal. La fuente de ambos males es el principio de “mantenimiento de rentas” proporcionado mediante socialización obligatoria de enormes grupos de población.

En el aspecto de la financiación, los altos impuestos necesarios para financiar el plan se han hecho viables políticamente por la mitología de que los participantes están pagando una “prima” por una anualidad “ganada”, no un impuesto. Por consiguiente, la financiación con retenciones en la nómina es profundamente regresiva, porque todos los participantes pagan un tipo uniforme independientemente de la renta.

Al mismo tiempo, las prestaciones son asimismo regresivas porque los que tienen los salarios más altos a lo largo de toda su vida obtienen un mayor mantenimiento. Este resultado regresivo se ve solo parcialmente mejorado por los llamados “puntos de curvatura” que proporcionan un mayor mantenimiento sobre el primer dólar de salarios cubiertos que sobre los últimos.

Los filósofos del seguro social del New Deal consiguieron así un acuerdo faustiano. Para conseguir prensiones financiadas por el gobierno y prestaciones de desempleo para los más necesitados, evitaron una evaluación de financiación y, por el contrario, acordaron un generoso mantenimiento de ingresos sobre una base universal. Para financiar el coste masivo de estas prestaciones universales acordaron unas retenciones regresivas en las nóminas disfrazándolas como prima de seguro. Pero los resultados a largo plazo no han podido ser más perversos.

La retención en nómina se ha convertido en un monstruo contra el empleo, pero bajo la bandera de un derecho universal, los sindicatos defienden tenazmente lo que debería ser su enemigo. Al mismo tiempo, las clases prósperas se han llevado una gran porción de estos pagos transferidos y ahora afirma que se los ha ganado, cuando los ciudadanos acomodados no deberían tener ningún derecho sobre la bolsa pública en absoluto.

En el mismo sentido, el seguro social coopta a todas las potenciales fuentes de oposición política, haciendo del mismo una máquina de cataclismo fiscal por sí misma. Era solo cuestión de tiempo, por ejemplo, antes de que sus gigantescas poblaciones de beneficiarios consiguieran controlar la política de prestaciones en ambos partidos y más en concreto cooptar a la oposición fiscal conservadora.

De hecho, en pocas décadas los escrúpulos fiscales republicanos se habían desvanecido completamente. Esto fue más que evidente cuando Richard Nixon no vetó, sino por el contrario sancionó un aumento del 20% en las prestaciones de la Seguridad Social en vísperas de las elecciones de 1972. Peor aún, la propuesta también contenía la infame provisión de “doble indexación” que desde entonces que generado enormes aumentos ocultos en prestaciones al sobre-indexar el historial de nóminas de cada trabajador. El coste fiscal de una interminable expansión de la prestación universal ha llevado a un épico aumento en la retención de nóminas. El tipo inicial de retención de 1937 era en torno al 2% del salario, pero después de numerosos aumentos legislados en las prestaciones, la adición de Medicare en 1965, la explosión de prestaciones de Nixon y los aumentos en las retenciones de la época de Carter y Reagan, el tipo combinado empresario/trabajador está hoy llegando al 16% (incluyendo el impuesto de desempleo).

Consiguientemente, las retenciones en nómina federales y estatales para el seguro social generan 1,2 billones de dólares anuales en ingresos, cuatro veces más que el impuesto de sociedades. Así que con los costes laborales más altos del mundo, EEUU impone gravámenes rigurosos en las nóminas. Así permanece rehén de una casualidad política, es decir, el acuerdo destructivo alcanzado hace ocho décadas cuando los altos muros arancelarios, no los contendores cargados con productos baratos fabricados por manos de obra barata, rodeaban a sus puertos.

Pero hay más y es peor. Las actuales retenciones rigurosas en nómina son en realidad muy bajas, es decir, infrafinancian drásticamente las prestaciones futuras debido a tasas indudablemente ficticias de crecimiento económico supuestas en las proyecciones actuariales a 75 años. Como consecuencia, la estructura de prestaciones avanza con el político automático sin afrontar ninguna oposición política en absoluto. Entretanto, se aproxima rápidamente el día del juicio, que se oculta ligeramente mediante ficciones contables de fondos de reserva.

En realidad, los fondos de reserva no tienen sentido y están quebrados al mismo tiempo. Los pagos de prestaciones anuales ya exceden a los impuestos recaudados en más de 50.000 millones de dólares anuales, mientras que los llamados fondos de reserva (3 billones de dólares de ficticios bonos del tesoro acumulados en décadas anteriores) son meras promesas de usar los poderes generales de gravamen del gobierno de EEUU para hacer buena la creciente marea de prestaciones.

La mitología del seguro social del New Deal de anualidades “ganadas” en primas “pagadas” que se han ido acumulando en “reservas” de fondos es por tanto un engaño fiscal sin paliativos. En realidad, la Seguridad Social es en realidad solo un sistema de pago de transferencias intergeneracionales.

Además, esto último se predica sobre la errónea creencia de que pueden incluirse nuevos trabajadores y salarios en el sistema más rápido que el crecimiento de las prestaciones. Durante los emocionantes días de 1967, por ejemplo, Paul Samuelson y sus acólitos keynesianos en la administración Johnson todavía creían que la economía estadounidense era capaz de tener un crecimiento sostenido a un ritmo anual del 5%. El Nobel aseguraba así a los lectores de su columna en Newsweek que pagar prestaciones extraordinarias no merecidas a actuales beneficiarios de la seguridad social no era ningún esfuerzo: “La belleza del seguro social es que es poco sólido actuarialmente. Todos (…) reciben privilegios en prestaciones que exceden con mucho lo que hayan pagado”.

Samuelson preguntaba retóricamente cómo era posible esto y respondía sucintamente a su propia pregunta: “El producto nacional está creciendo a un tipo de interés compuesto y puede esperarse que lo haga hasta donde llega la vista. (…) La seguridad social se basa directamente en el interés compuesto (…) el mayor juego de Ponzi jamás inventado”.

Cuando el 5% de crecimiento real resultó ser una ilusión keynesiana y el crecimiento en la producción decayó a un tipo anual del 1-2% después del cambio de siglo, el fundamento actuarial del juego de Ponzi de Samuelson se desplomó. Ahora resulta evidente que Washington no puede disminuir ni frenar la máquina de cataclismo fiscal que tiene bajo sus pies.

La catástrofe fiscal incluida en el plan de seguro social del New Deal no era inevitable. Un programa de jubilación con evaluación financiera y financiado con ingresos generales fue recomendado explícitamente por los expertos analíticamente competentes comisionados por la Casa Blanca de Roosevelt en 1935. Pero la camarilla de FDR de reformadores laborales sociales liderada por la Secretaria de Trabajo, Frances Perkins, pensaba que una evaluación financiera era degradante, sin tener ni idea de que una evaluación financiera es la única defensa real disponible para la bolsa pública en una democracia con estado del bienestar.

Cuando la economía estadounidense estaba por las nubes en 1960, el Ponzi de Paul Samuelson estaba sacando ingresos por retenciones equivalentes al 2,8% del PIB. Medio siglo después, tras una devastadora huida de empleos a Asia Oriental y otras economías emergentes, la retención en nóminas saca de dos a una y media veces más, llevándose casi un 6,5% del PIB. Así que lo notable no que los confundidos idealistas que redactaron la ley de 1935 sucumbieran al acuerdo fáustico del momento de la seguridad social. Lo sorprendente es que 75 años después (con los terribles hechos completamente conocidos) permanezca en la izquierda la convicción doctrinaria de que el seguro social es el principal logro del New Deal. De hecho es su error más costoso.


Publicado el 10 de junio de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.