El tabú contra la verdad

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[Publicado originalmente como “he Taboo Against Truth: Holocausts and the Historians”, en Liberty, septiembre de1989]

“Decir la verdad al poder” no es fácil cuando apoyas ese poder. Quizá sea esta la razón por la que tan pocos historiadores occidentales deseen decir toda la verdad acerca de los crímenes de estado durante este siglo.

El pasado otoño, el Moscow News informó del descubrimiento de dos fosas comunes por parte de dos historiadores-arqueólogos en Kuropaty, cerca de Minsk, en la república Soviética de Bielorrusia.[1] Los investigadores estimaron en principio que las víctimas fueron alrededor de 102.000, cifra que se revisó posteriormente hasta 250.000-300.000.[2] Entrevistas con los personas mayores de la villa revelaron que, de 1937 a junio de 1947, cuando se produjo la invasión germana, las matanzas no se detuvieron. “Durante cinco años, no podíamos dormir por la noche debido a todos esos tiros”, dijo un testigo.

Más tarde, en marzo, una comisión soviética concedió finalmente que las fosas comunes en Bykovnia, en las afuera de Kiev, fueron consecuencia, no de los nazis, como se había mantenido oficialmente, sino del trabajo de la policía secreta de Stalin. Entre 200.000 y 300.000 personas fueron asesinadas en Bykovnia, de acuerdo con estimaciones no oficiales.[3]

Estas fosas representan una pequeña fracción del sacrificio humano que una élite de marxistas revolucionarios ofreció a su fetiche ideológico. No está claro cuántos murieron sólo bajo Stalin, por fusilamientos, hambrunas y campos de trabajos forzados. Escribiendo en un periódico soviético, Roy Medvedev, el marxista soviético disidente, puso un cifra en torno a los 20 millones, cifra que el sovietólogo Stephen F. Cohen considera conservadora.[4] La estimación de Robert Conquest está entre 20 y 30 millones o más,[5] mientras que Anton Antonov-Ovseyenko sugiere 41 millones de muertes entre 1930 y 1941.[6]

Para todos, la mayoría de las víctimas fueron asesinadas antes de que Estados Unidos y Gran Bretaña dieran la bienvenida a la unión Soviética como su aliado, en junio de 1941. Aún así, para entonces estaba disponible para quien quisiera escuchar la evidencia respecto de al menos grandes matanzas comunistas muy generalizadas.

Si se produce la glasnost y sale a la luz toda la verdad acerca de las eras de Lenin y Stalin, la opinión culta en occidente debería verse obligada a reevaluar algunas de sus opiniones más queridas. En tono menor, simpatizantes estalinistas como Lillian Hellman, Frieda Kirchwey y Owen Lattimore tal vez sean tan seguidos como antes. Lo que es más importante es que tendría que haber una reevaluación de lo que significó que los gobiernos británico y estadounidense se amistaran con la Rusia soviética en la Segunda Guerra Mundial y acumularan grandes alabanzas a su líder. Esa guerra perdería inevitablemente algo de su gloria como la cruzada prístinamente pura liderada por los inmortales héroes Winston Churchill e Franklin D. Roosevelt. Asimismo, aparecerían inevitables comparaciones con lo que comúnmente se conoce como Holocausto.

La “disputa de los historiadores”

Esas comparaciones han estado en el centro de la agria controversia en la República Federal de Alemania que ha sido llamada la Historikerstreit, o disputa de los historiadores, y ahora se ha convertido en una célebre causa internacional. Apareció principalmente por la obra de Ernst Nolte, de la Universidad Libre de Berlín, autor de la muy aclamada El Fascismo en su época, publicada en 1963. En varios ensayos importantes, en un gran libro publicado en 1987, La guerra civil europea, 1917-1945 y en un volumen de respuestas a sus críticos,[7] Nolte se negaba a tratar la masacre nazi de judíos en la forma convencional.

Esto es, rechazaba ocuparse de ella metafísicamente, como un sujeto único de maldad, existente sólo en un pequeño segmento de la historia, en un vacío casi perfecto, como mucho con relación ideológica con el pensamiento racista y darvinista social del siglo anterior. Por el contrario, sin negar la importancia de la ideología, intentaba ubicar el Holocausto en el contexto de la historia de Europa en las primeras décadas del siglo XX. Su objetivo no era en modo alguno disculpar la matanza masiva de judíos o disminuir la culpabilidad de los nazis por este crimen terrible más allá de las palabras. Pero insistía en que esta matanza masiva no debería llevarnos a olvidar otras, particularmente de aquéllas que podrían tener una relación causal con ella.

En pocas palabras, la tesis de Nolte es que fueron los comunistas los que introdujeron en la Europa moderna el terrible hecho y la aterrorizadora amenaza de la muerte de civiles a gran escala, implicando la exterminación de categorías enteras de personas. (Un viejo bolchevique, Zinoviev, hablaba abiertamente ya en 1918 de la necesidad de eliminar 10.000.000 de personas en Rusia). En los años y décadas que siguieron a la Revolución Rusa, las clases medias y altas, los católicos y otros europeos conocían perfectamente este hecho y especialmente para ellos la amenaza era muy real. Esto ayuda a entender el odio violento mostrado contra sus comunistas nacionales en los distintos países europeos por parte de católicos, conservadores, fascistas e incluso socialdemócratas.

La tesis de Nolte continúa: quienes se convirtieron en la élite nazi conocían bien los acontecimientos de Rusia, a través de los rusos blancos y los emigrantes alemanes del Báltico (que incluso exageraron el grado de las primeras atrocidades leninistas). En su mente, como en general en las de todos los derechistas, los actos bolcheviques e transformaron irracionalmente en actos judíos, una transformación facilitada por la existencia de una gran proporción de judíos entre los primeros líderes bolcheviques. (Inclinados al antisemitismo desde el principio, los derechistas ignoraron el hecho de que, como apunta Nolte, la proporción entre mencheviques era mayor y que, por supuesto, la gran mayoría de los judíos europeos no fue nunca comunista). Sin embargo, se produjo un desplazamiento similar ideológicamente obligado entre los propios comunistas: después del asesinato de Uritsky y el intento de homicidio de Lenin por los Revolucionarios Sociales, por ejemplo, cientos de rehenes “burgueses” fueron ejecutados.

Los comunistas nunca dejaron de proclamar que todos sus enemigos eran herramientas de una única conspiración de la “burguesía mundial”.

También los hechos relativos a la hambruna del terror de Ucrania a principios de la década de 1930 y el gulag estalinista eran conocidos en sus rasgos generales en los círculos de la derecha europea. Por todo esto, concluye Nolte, “el gulag fue antes que Auschwitz”. Si no hubiera sido por lo que pasó en la Rusia soviética, el fascismo europeo, especialmente el nazismo y la masacre nazi de judíos,[8] probablemente no habría sido lo que fue.

El ataque a Nolte

La obra anterior de Nolte sobre la historia del socialismo difícilmente le habría hecho persona grata a los intelectuales de izquierdas de su propio país. Entre otras cosas, destacaba el carácter arcaico y reaccionario del marxismo y el antisemitismo de muchos de los primeros socialistas y se había referido al “capitalismo liberal” o a la “libertad económica”, en lugar de al socialismo, como “la verdadera revolución modernizadora”.

El ataque a Nolte lo lanzó el filósofo izquierdista Jürgen Haberlas, quien no se ocupó de la historiografía de Nolte (su ensayo demostraba que Haberlas no estaba en posición de juzgarla), sino de lo que consideraba sus implicaciones ideológicas. Haberlas atacaba asimismo a otros historiadores alemanes y añadía a la acusación otros puntos, como el plan de establecer museos de historia alemana en Berlín Oeste y Bonn. Pero Nolte y sus tesis han seguido estando en el centro de la Historikerstreit. Fue acusado de “historicizar” y “relativizar” el Holocausto y reprendido por cuestionar su “singularidad”.

Muchos de los principales nombres de entre los historiadores académicos en la República Federal y luego también en Gran Bretaña y Estados Unidos, se unieron a la cacería, lanzándose con entusiasmo contra algunas de las expresiones menos felices y puntos menores más débiles de Nolte. En Berlín, unos radicales pegaron fuego a su coche; en Oxford, el Wolfson College anuló una invitación para dar una conferencia, después de recibir presiones, al tiempo que una importante empresa alemana que concede becas de investigación rescindió un compromiso con Nolte bajo presión israelí. En la prensa estadounidense, los editores ignorantes, a quienes de todas formas les importa un comino, permiten que habitualmente se presente a Nolte como un defensor del nazismo.

No puede decirse que Nolte haya probado la verdad de sus tesis (su logro es más bien haber apuntado asuntos importantes que requieren más investigación) y su presentación es defectuosa en algunos aspectos. Aún así, bien podríamos preguntarnos de qué se le acusa para justificar tal histeria. La comparación entre la atrocidades nazis y soviéticas se ha producido a menudo entre prestigiosos estudiosos. Por ejemplo, Robert Conquest dice:

Para los rusos (y es sin duda correcto decir que esto sería igual para el mundo en su conjunto), Kolymá [una parte del gulag] es una palabra de horror totalmente comparable a Auschwitz (…) en verdad mató a unos tres millones de personas, una cifra en el rango de la de las víctimas de la Solución Final.[9]

Otros han llegado a afirmar una conexión causal. Paul Johnson mantiene que importantes elementos de los campos de trabajos forzados soviéticos fueron copiados por los nazis y propone un enlace entre la hambruna ucraniana y el Holocausto:

El sistema de campos lo importaron los nazis de Rusia. (…) Igual que las atrocidades de Roehm empujaron a Stalin a su imitación, a su vez la escala de sus atrocidades masivas animó a Hitler en sus planes de guerra a cambiar toda la demografía de la Europa del Este (…) La “solución final” de Hitler para los judíos tuvo su origen no sólo en su enfebrecida mente sino asimismo en la colectivización del campesinado soviético.[10]

Nick Eberstadt, experto en demografía soviética, concluye que “la Unión Soviética no es sólo el estado asesino original, sino también el modelo”.[11] Respecto de la tendencia en la derecha europea después de 1917 a identificar el régimen bolchevique con los judíos, la evidencia es interminable.[12] De hecho fue un error inmensamente trágico del que fueron responsables incluso mucha gente fuera de los círculos de la derecha. En 1920, después de una visita a Rusia, Bertrand Russell escribió a Lady Ottoline Morell:

El bolchevismo es una tiránica burocracia cerrada, con un sistema de espionaje más complejo y terrible que el de los zares y una aristocracia igual de insolente e insensible, compuesta por judíos americanizados.[13]

Pero a pesar de la existencia de un contexto investigador favorable a la postura de Nolte, sigue siendo acosado en su país nativo, con sólo unas pocas personas aisladas, como Joachim Fest, acudiendo en su defensa. Si las publicaciones recientes en inglés sirven de indicador fiable, su situación no mejorará cuando la controversia se extienda a otros países.

¿Por qué los cielos no se oscurecieron?

La reciente obra de Arno J. Mayer, de Princeton, así titulada, Why Did the Heavens Not Darken?[14] es ilustrativa en algunos aspectos;[15] aunque sobre todo es un perfecto ejemplo de por qué la obra de Nolte era tan necesaria.

Podemos dejar aparte la aproximación de Mayer a los orígenes del “judeocidio” (como lo llama), que es “funcionalista” en lugar de “intencionalista”, en la jerga actual y que provocó una dura crítica.[16] Lo que nos importa ahora es su presentación de las matanzas de judíos europeos como una derivación del odio feroz al “judeobolchevismo” que supuestamente perneaba toda la sociedad “burguesa” alemana y europea después de 1917, llegando a su culminación en el movimiento y gobierno nazi. Esta postura apoya la tesis de Nolte.

Sin embargo, el problema es que Mayer no ofrece ninguna justificación real para el odio que tantos dedicaron al bolchevismo, aparte de la amenaza de que el bolchevismo suponía abstractamente a sus “interés de clase” estrechos y retrógrados. Prácticamente la única atrocidad soviética importante a la que se alude en las 449 páginas del texto (no hay, extraña e inexcusablemente, notas)[17] es la deportación de unos 400.000 judíos de los territorios anexionados después del pacto entre Hitler y Stalin. Incluso aquí, Mayer se apresura a asegurarnos que la política no era “específicamente antisemita y no impedía a los judíos asimilados y secularizados continuar en posiciones importantes en la sociedad civil y política (…) un número desproporcionado de judíos tuvo puestos en la policía secreta y sirvieron como comisarios políticos en el servicio militar”. Vale, mazel tov.

El miedo y asco al comunismo que, pro ejemplo, polacos, húngaros y rumanos sintieron en el periodo de entreguerras, fuertemente apoyado por sus iglesias nacionales, es calificado por Mayer como “obsesivo” y limitado a las “clases dirigentes”, presas de una “demonización” antibolchevique. Pero el recurso a términos clínicos  y teológicos no es un sustitutivo de la comprensión histórica y la fórmula de Mayer (comunismo soviético eliminando los asesinatos), impide esa comprensión.

Consideremos el caso de Clemens August, conde von Galen, arzobispo de Munster.

Como apunta Mayer, Galen lideró a los obispos católicos en Alemania en 1941 en su protesta pública por la política alemana de matar a pacientes con problemas mentales. La protesta se organizó muy bien y resultó tener éxito: Hitler suspendió las matanzas. Aún así, como apunta Mayer más tarde, el arzobispo Galen (deplorablemente) “consagró” la guerra contra la Rusia soviética. ¿Por qué?

Por citar otro ejemplo: el almirante Horthy, Regente de Hungría, se oponía a matar a los judíos e intentó, dentro de sus limitados medios, salvar a los judíos de Budapest. Aún así continuó haciendo que sus tropas lucharan contra los soviéticos junto a los alemanes mucho después de que la derrota se hiciera evidente. ¿Por qué? ¿Podría ser posible que, en ambos casos, la previa historia sangrienta del comunismo soviético tuviera algo que ver con su actitud? En la explicación de Mayer, los asesinatos de los cruzados en Jerusalén en el año 1096 son parte importante de la historia, pero no los asesinatos de los bolcheviques en las décadas de 1920 y 1930.

En el libro de Mayer parecen acusaciones de crímenes soviéticos. Pero se ponen en boca de Hitler y Goebbels, sin comentarios de Mayer, señalando así su carácter “fanático” y “obsesivo”, p. ej. “el fhürer despotricaba acerac del bolchevismo caminando más profundamente en sangre que el zarismo” (en realidad, lo que aquí decía Hitler es difícilmente discutible).

De hecho, parece probable que Mayer simplemente no crea que hubiera algo similar a diez millones de víctimas del régimen soviético. Por ejemplo, escribe sobre “un nexo de hierro entre la guerra total y el asesinato político a gran escala en Europa Oriental”. Pero la mayoría de los asesinatos políticos estalinistas a gran escala se produjeron cuando en la Unión Soviética reinaba la paz. Mayer se refiere a las agitaciones masivas, con su consiguiente terror y matanzas en masa que caracterizaron a la historia soviética en las décadas de 1920 y 1930 en unos términos tan increíblemente anodinos como “la transformación general de la sociedad política y civil”. En otras palabras, Mayer hace “revisionista” cualquier evidencia de la hambruna en Ucrania, el Gran Terror y el gulag. Es un aspecto del libro de Mayer que los críticos de la prensa ortodoxa tendrían obligación de apuntar, pero han omitido hacerlo.

Mayer se impacienta con cualquier sugerencia de que se haya producido cualquier gran crimen contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas. Aquí se une a la vasta mayoría de sus contemporáneos, profesionales y similares, así como al propio Tribunal de Nuremberg.

El tabú de los crímenes de guerra de los aliados

Si las atrocidades de los soviéticos ofrecen un contexto histórico para los crímenes nazis, lo mismo pasa con una serie de crímenes que pocos, dentro o fuera de la república Federal, parecen desear introducir en el debate: los perpetrados, planeados o conspirados por los aliados occidentales.

Estuvo en primer lugar la política de bombardeos de terror de las ciudades alemanas, iniciados por los británicos en 1942. El Secretario Adjunto Principal del Ministerio del Aire alardeaba posteriormente por la iniciativa británica en la masacre de civiles desde el aire.[18] En conjunto, la RAF y el Cuerpo del Aire del Ejército de EEUU mataron alrededor de 600.000 civiles alemanes,[19] cuyas muertes fueron apropiadamente calificadas por el historiador militar británico y teniente general J.F.C. Fuller como “atroces carnicerías, que hubieran deshonrado a Atila”.[20]Un historiador militar británico recientemente ha concluido: “El coste del bombardeo ofensivo en vida, dinero y superioridad moral sobre el enemigo superaba trágicamente los resultados que consiguió”.[21]

La planeada atrocidad de los aliados, aunque abortada, que era el Plan Morgenthau, preparado por el Secretario del Tesoro de EEUU, Henry Morgenthau y firmado por Roosevelt y Churchill en la Segunda Conferencia de Québec en septiembre de 1944. El plan tenía como objetivo transformara a la Alemania de la posguerra en un país agrícola y ganadero, incapaz de hacer la guerra al no tener industria. Incluso las minas de carbón del Ruhr se inundarían. Por supuesto, en el proceso habrían muerto diez millones de alemanes. La locura del plan llevó rápidamente a los principales asesores de Roosevelt a presionarle para que lo abandonara, pero no antes de que se hiciera público (su abandono, no).

Unido a la política de “rendición incondicional” anunciada al principio de 1943, el Plan Morgenthau avivó la ira nazi.”Goebbels y la controlada prensa nazi se ensañaron (…) ‘Roosevelt y Churchill aprueban en Québec el Plan Asesino Judío’ y ‘Detalles del malvado plan de destrucción: Morgenthau, el portavoz del judaísmo mundial’”.[22]

Hay dos crímenes masivos más relacionados con los gobiernos aliados que merecen ser mencionados (limitándonos a teatro europeo de operaciones). Hoy se conoce bastante bien que, cuando la guerra terminó, los líderes políticos y militares británicos y estadounidenses ordenador la repatriación de miles de soviéticos (y la rendición de otros, como los cosacos, que nunca habían sido súbditos del estado soviético). Muchos fueron ejecutados, la mayoría enviados al gulag. Solzhenitsyn tuvo duras palabras para los líderes occidentales que entregaron a Stalin los restos del Ejército de Liberación Ruso de Vlasov:

En sus países, Se honra a Roosevelt y Churchill como encarnación de las virtudes del estadista. Para nosotros, en nuestras conversaciones en las prisiones rusas, su constante miopía y estupidez resultaba asombrosamente evidente (…) cuál era el sentido militar o político de su rendición a la destrucción a manos de Stalin de cientos de miles de ciudadanos soviéticos  armados determinados a no rendirse.[23]

Sobre Winston Churchill, Alexander Solzhenitsyn escribió:

Entregó al mando soviético las fuerzas cosacas compuestas por 90.000 hombres. Junto con ellas, entregó varios vagones de ancianos, mujeres y niños (…) Este gran héroe, cuyos monumentos cubrirían con el tiempo toda Inglaterra, ordenó que también ellos se rindieran hasta su muerte.[24]

El gran crimen que hoy está prácticamente olvidado fue la expulsión iniciada en 1945 de los alemanes de sus tierras natales seculares en Prusia Oriental, Pomerania, Silesia, los Sudetes y otros lugares. Se desplazó a unos 16 millones de personas, muriendo unos 2 millones durante el proceso.[25] Es un hecho que, como apunta secamente el investigador legal estadounidenses Alfred de Zayas, “ha escapado por alguna razón a la atención que merece”.[26] Aunque los directamente culpables fueron principalmente los soviéticos, polacos y checos (los últimos, liderados por el famoso demócrata y humanista, Eduard Benes), los líderes británicos y estadounidenses autorizaron enseguida el principio de la expulsión de los alemanes y así allanaron el camino para lo que ocurrió al final de la guerra. Anne O’Hare McCormick, corresponsal del New York Times, que fue testigo del éxodo de los alemanes, informaba en 1946:

La escala de este reasentamiento y las condiciones en que tiene lugar no tienen precedentes en la historia. Nadie que vea sus horrores directamente puede dudar de que es un crimen contra la humanidad por el que la historia reclamará una terrible compensación.

McCormick añadía: “Compartimos responsabilidades por horrores sólo comparables a las crueldades nazis.[27]

Tener en cuenta todos los terrorismos de estado

Hoy en la República Federal, mencionar cualquier de estos crímenes aliados (o incluso soviéticos) con el mismo énfasis que con los nazis es invitar a una devastadora acusación de intentar un Aufrechnen, una contraposición o equivalencia. La deducción es que alguien busca de alguna forma disminuir la indudable culpabilidad de los nazis por el Holocausto apuntando la culpabilidad de otros gobiernos por otros crímenes.

Todas las matanzas masivas (todas las de terroristas de estado a gran escala, cualquiera que sea su etnicidad o la de las víctimas) deben presentarse ante el tribunal de la historia. Es intolerable dejar algunas fuera, aun cuando los actos de otros puedan ser calificados de únicos en su descarada aceptación de la maldad y su nauseabundo horror. Como dijo Lord Acton, el historiador debería ser un juez ejecutor, pues la musa de la historia no es Clío, sino Radamante, el vengador de sangre inocente.

Hubo un tiempo en Estados Unidos en que los escritores famosos sentían la obligación de recordar a sus conciudadanos las fechorías criminales de su gobierno, incluso contra los alemanes. Así, el valeroso radical Dwight Macdonald condenó la guerra aérea contra civiles alemanes durante la guerra.[28] En el otro extremo del espectro, el respetado periodista conservador William Henry Chamberlin, en un libro publicado por Henry Regnery, atacó el genocida Plan Morgenthau y calificó a la expulsión de los alemanes orientales como “una de las acciones más bárbaras en la historia europea”.[29]

Hoy día la única publicación que parece preocuparse por estos viejos errores es el Spectator (el real, por supuesto), que resulta ser también la revista política mejor editada en inglés. El Spectator ha publicado artículos de escritores británicos reconociendo honorablemente la lástima que sienten al ver las ruinas de grandes ciudades de Alemania, una vez famosas en los anales de la ciencia y el arte. Otros contribuidores han apuntado el significado de la pérdida de viejas poblaciones alemanas del área a la que hoy está de moda referirse comoMitteleuropa. Un escritor húngaro, G.M. Tamas, escribía recientemente:

Los judíos fueron asesinados y llorados. (…) ¿Pero quién ha llorado por los alemanes? ¿Quién siente alguna culpabilidad por los millones expulsados de Silesia y Moravia y la región del Volga, masacrados durante su larga caminata, muertos de hambre, recluidos en campos de concentración, violados, asustados, humillados? (…) ¿Quién se atreve a recordar que la expulsión de los alemanes hizo a los partidos comunistas muy populares en la década de 1940? ¿Quién se rebela porque los pocos alemanes que quedaron atrás, cuyos ancestros construyeron catedrales, monasterios, universidades y estaciones de ferrocarril, hoy no puedan tener escuelas primarias en su propio lenguaje? El mundo espera que Alemania y Austria “acepten” su pasado. Pero nadie nos acusará a polacos, checos y húngaros de hacer lo mismo. El oscuro secreto de la Europa del Este sigue siendo secreto. Se ha destruido un universo de cultura.[30]

Aún más notable, Auberon Waugh dirigió la atención al ferviente apoyo dado por los generales británicos los generales nigerianos durante la Guerra Civil (1967-70), en un momento “en que la Cruz Roja Internacional son aseguraba que estaban muriendo de hambre 10.000 biafreños al día”, víctimas de una política consciente y calculada.[31] Su observación era una contraposición de la masacre de la Plaza de Tinanmen y la execración casi universal de los líderes chinos; algo revelador.

El contexto

De hecho, tanto las matanzas masivas soviéticas como las nazis deben ubicarse en un contexto más amplio. Igual que es improbable que la ideología racista nazi por sí misma pueda explicar el asesinato de los judíos (y muchos otros) probablemente el amoralismo leninista probablemente no sea suficiente para explicar los crímenes bolcheviques. El hecho histórico crucial que interviene bien puede ser las matanzas masivas de la Primera Guerra Mundial, de millones de soldados, pero también de miles de civiles en alta mar pro submarinos alemanes y de cientos de civiles en Europa central por el bloqueo de alimentos británico.[32] Arno Mayer se ocupa de este importante punto en relación con la Primera Guerra Mundial de que “esta inmensa sangría (…) contribuyó a habituar a Europa a las matanzas masivas del futuro”. Dice esto en relción con los nazis,  pero probablemente sea también aplicable a los propios comunistas, testigos d elos resultados de una guerra generada por el “imperialismo capitalista”. Por supuesto, nada de esto excusa a ninguno de los posteriores criminales de estado.

De hecho, todos los grandes estados han sido estados asesinos en este siglo, en mayor o menor medida. Naturalmente, importa la “medida”, a veces muchísimo. Pero no tiene sentido aislar una atrocidad masiva, histórica y moralmente, y luego concentrarse en ella hasta la virtual exclusión de todas las demás. El resultado de un moralismo así pervertido sólo puede ser elevar a la categoría de héroes a líderes que más bien merecerían ser colgados y reforzar la engañosa rectitud de estados que serían siempre los más propensos a asesinar, pues la historia “prueba” que son los estados “buenos”.


[1] Washington Post, 23 de octubre de 1988.

[2] Robert Conquest en The Independent (Londres), 5 de diciembre de 1988.

[3] New York Times, 25 de marzo de 1989.

[4] New York Times, 4 de febrero de 1989. Stephen F. Cohen, “The Survivor as Historian: Introduction”, en Anton Antonov-Ovseyenko, The Time of Stalin: A Portrait in Tyranny, traducido por George Saunders (Nueva York: Harper and Row, 1980), p. vii.

[5] Robert Conquest, The Great Terror: Stalin’s Purge of the Thirties (Londres: Macmillan, 1968), p. 533. Ver también nota 2.

[6] Ibid., p. 213.

[7] El primer ensayo de Nolte para abrir fuego apareció originalmente en inglés: “”Between Myth and Revisionism? The Third Reich in the Perspective of the 1980s”, en un importante libro editado por H.W. Koch, Aspects of the Third Reich (Londres: Macmillan, 1985), pp. 17–39.Algunas de las contribuciones de Nolte al debate, así como las de muchos otros autores aparecen en la útil colección “Historikerstreit”: Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigartigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung (Munich: Piper, 1987). Der europaeische Buergerkrieg, 1917–1945. Nationalsozialismus und Bolschewismus (Frankfurt/ Main: Propylen, 1987), de Nolte no se ha traducido aún. Sus contestaciones a algunos de los ataques están contenidas en su Das Vergehen der Vergangenheit. Antwort an meine Kritiker im sogenannten Historikerstreit (2ª ed.,: Berlin: Ullstein, 1988).

[8] Por supuesto, los nazis fueron responsables de la muerte de millones de no judíos, especialmente prisioneros de guerra polacos y rusos. Sin embargo, el genocidio judío ha sido el centro de la discusión.

[9] Robert Conquest, Kolyma: The Arctic Death Camps (Nueva York: Viking, 1978), pp. 15–16.

[10] Paul Johnson, Tiempos modernos (Madrid: Homo Legens, 1983), pp. 304–305 (edición estadounidense). Sin embargo, Johnson no ofrece ninguna fuente relevante para esta afirmación.

[11] Nick Eberstadt, Prólogo a Iosif G. Dyadkin, Unnatural Deaths in the U.S.S.R., 1928–1954 (New Brunswick, N.J.: Transaction Books, 1983), p. 4.

[12] Ver Arno J. Mayer, Why Did the Heavens Not Darken? The “Final Solution” in History (Nueva York: Pantheon, 1988), pass.

[13] Bertrand Russell, The Autobiography of Bertrand Russell, II, 1914–1944 (Boston: Uttle, Brown, 1968), p. 172.

[14] Ver nota 12.

[15] Mayer concluye que el ataque de Hitler a la Unión Soviética no pretendía ser un paso hacia la “dominación del mundo”, sino que era la culminación de sus planes para proveer a Alemania el Lebensraum, o espacio vital, que creía, en su forma arcaica, que era un requisito esencial para la supervivencia y prosperidad de Alemania.

[16] Daniel Jonah Goldhagen, “False Witness”, The New Republic, 17 de abril de 1989, pp. 39–44. Puede encontrarse una explicación equilibrada de las diferencias entre intencionalistas y funcionalistas en el prólogo de Saul Friedlander a Gerald Fleming Hitler and the Final Solution (Berkeley: University of California Press, 1982).

[17] Las notas presumiblemente habrían aumentado el tamaño del libro, pero el autor podría haber compensado esta omisión repitiendo la bien conocida historia política y militar del periodo.

[18] J. M. Spaight, citado en J.F.C. Fuller, The Second World War, 1939–45. A Strategical and Tactical History (Londres: Eyre and Spottiswoode, 1954), p. 222.

[19] Max Hastings, Bomber Command (Nueva York: Dial, 1979), p. 352.

[20] Fuller, The Second World War, p. 228.

[21] Hastings, Bomber Command. La mejor introducción breve al asunto es la crítica del libro de Hastings por el competente periodista londinense Geoffrey Wheatcroft, The Spectator, 29 de septiembre de 1979, reimpresa en Inquiry, 24 de diciembre de 1979. Es la única crítica que ha reimpreso nunca Inquiry.

[22] Anne Armstrong, Unconditional Surrender. The Impact of the Casablanca Policy upon World War II (1961; repro. Westport, Conn.:Greenwood, 1974), p. 76. Sobre el Plan Morgenthau, ver ibid., pp. 68–77. Para el texto del plan, ver Alfred de Zayas, Nemesis at Potsdam. The Anglo-Americans and the Expulsion of the Germans. Background, Execution, and Consequences (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1977), pp. 229–232.

[23] Alexander I. Solzhenitsyn, Archipelago Gulag.

[24] Ibid.

[25] Alfred de Zayas, Nemesis at Potsdam, p. xix.

[26] Ibid.

[27] Ibid., p. 123.

[28] Muchos de los ensayos de Dwight Macdonald críticos con la conducción de la guerra por parte de los aliados se recogieron en sus Memoirs of a Revolutionist (Nueva York: Farrar, Straus, and Cudahy, 1957).

[29] William Henry Chamberlin, America‘s Second Crusade (Chicago: Henry Regnery, 1950), pp. 304, 310, 312.

[30] G.M. Tamas, “The Vanishing Germans”, The Spectator, 6 de mayo de 1989.

[31] The Spectator, 10 de junio de 1989.

[32] Sobre el bloqueo británico de alimentos y sus probables efectos en ayudar a desarrollar la brutalidad nazi, ver mi contribución “The Politics of Hunger: A Review”,  The Review of Austrian Economics, III (1988), pp. 253–259.


Publicado el 4 de junio de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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