Theodore Roosevelt y la presidencia moderna

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[Publicado por primera vez en Reassessing the Presidency, ed. John Denson]

En 1896, Brooks Adams escribió un libro titulado The Law of Civilization and Decay. Como la mayoría de los comentaristas del siglo XIX, creía que su país estaba acercándose a un punto de inflexión en su historia. Pero salvo que Estados Unidos tuviera un líder fuerte, el centro del poder mundial, que pensaba que estaba a punto de cambiar de Inglaterra a Estados Unidos, se trasladaría en cambio a Rusia. En muchos aspectos, Theodore Roosevelt (que leyó con interés el libro de Adams) probaría ser este líder, revigorizando el ejecutivo tanto en la arena nacional como internacional. Al hacerlo, se convirtió en el primer presidente moderno.

Roosevelt estaba bien dotado para este papel. Filosóficamente era el progresista consumado, decidido a traer eficacia e inteligencia coordinada para luchas contra los trusts, contra expoliadores del entorno natural y contra el desorden internacional. Fue, como dijo un historiador, “el primer gran presidente-reformista de la era industrial moderna”.[1] Por tanto tuvo poca paciencia con el federalismo y de hecho con la mayoría de los impedimentos constitucionales que se interponían entre él y la construcción de un nuevo estado estadounidense. Políticamente era un decidido nacionalista. Así que apenas podía hablar de Thomas Jefferson, al que aborrecía, y todavía en la década de 1880 seguía condenando a Jefferson Davis por traidor. Le enfurecía la causa confederada, al negar que su propia justificación fuera una gran nación consolidada. Roosevelt trajo a la oficina presidencial una filosofía minuciosa y coherente de dicha presidencia. De lo que un presidente anterior podía haber hecho vacilantemente y sin alharacas, Theodore Roosevelt lo hizo un asunto de principios. Merece el mérito de la innovación, incluso, paradójicamente, en los casos en que estaba ejercitando una prerrogativa ejecutiva de la que uno de sus predecesores recientes había de hecho sido pionero.

El experto presidencial Edward Corwin ha hablado de la “personalización de la presidencia”, con lo que quiere decir que el accidente de la personalidad ha desempeñado un papel considerable en dar forma al cargo. Y de hecho es dif´cil pensar en una personalidad más fuerte que la de Theodore Roosevelt que haya actuado nunca como presidente. Un experto presidencial observaba que Roosevelt dio al cargo “el drama absorbente de una película del oeste”.[2] Y no sorprende que Mark Twain, que se reunió dos veces con el presidente, lo declarara “claramente loco”. En cierto modo, Roosevelt fijó el tono de su vida pública por venir con 20 años, cuando, después de una discusión con su novia, fue a su casa y mató al perro de su vecino.[3] Dijo a un amigo en 1884 que cuando se puso su traje especial de vaquero, que llevaba un revólver y un rifle, “me sentí capaz de afrontar cualquier cosa”.[4] Cuando mató su primer bisonte “se abandonó a una completa histeria” como dijo el historiador Edmund Morris “gritando y chillando mientras su guía le miraba con asombro imperturbable”. Su reacción fue similar en 1898 cuando mató a su primer español.[5]

Odiaba la inactividad. En un momento durante la década de 1880, escribió a un amigo que había estado últimamente trabajando tan duro que para el mes siguiente no iba a hacer nada salvo relajarse… y escribir una biografía de Oliver Cromwell. Henry Adams dijo que

Todos los amigos de Roosevelt sabían que su energía inagotable y combativa era más que anormal. Roosevelt, más que cualquier otro hombre vivo dentro del ámbito de la notoriedad, mostraba la cualidad primitiva singular que pertenece de la materia definitiva (la cualidad que la teología medieval atribuía a Dios), era pura acción.[6]

Se dice que uno de sus hijos había remarcado: “Padre siempre quiso ser la novia en la boda y el muerto en el funeral”.[7]

Al llevar tal personalidad a la presidencia, Roosevelt aumentó muy significativamente la visibilidad del cargo y la fascinación popular por la persona del presidente. Un historiador presidencial lo explicaba así:

Como ningún presidente recordado y probablemente ninguno hasta entonces, Theodore Roosevelt se convirtió en una “personalidad”, un político del que todas sus acciones parecían notables y excitantes. Su familia, sus amigos, sus invitados, sus grandes dientes, sus gruesas gafas, su caza de venados y su equitación, todos eran fuentes de atención y placer mediáticos. En una manera que no había realizado Washington y Lincoln, e incluso Jackson había evitado, Theodore Roosevelt se convirtió en un muy visible tribuno de la plebe, un defensor popular cuya personalidad parecía inmediata, directa y comprometida con su servicio personal.[8]

La tendencia moderna a microgestionar incluso asuntos que claramente debería atender la sociedad civil, a relegar incluso los asuntos más triviales a la decisión del ejecutivo, con la presunción implícita contra la capacidad de los individuos y cuerpos intermedios de gestionar sus asuntos también encuentra un precedente importante en la administración Roosevelt. El ejemplo clásico se produjo en 1905, cuando Theodore Roosevelt reunió a personal deportivo de Harvard, Princeton y Yale en la Casa Blanca para reformar las normas del fútbol universitario para hacer más seguro el juego. La temporada 1903 había generado varias docenas de muerte por un juego excesivamente duro. La pequeña convocatoria de Roosevelt fue un incidente menor, es verdad, pero fue el primer paso de una larga serie por la que la presidencia asumiría una presencia agresiva y visible en la vida de la nación y por el que el pueblo estadounidense crecería acostumbrado a confiar en la persona del ejecutivo incluso los aspectos más triviales de la vida diaria.

Este era el tipo de energía y vigor que trajo Theodore Roosevelt a su cargo y que usó para promover su característica filosofía de la presidencia. “Está implícito en la presidencia más poder que en cualquier otro cargo en cualquier gran repúblico o monarquía constitucional de los tiempos modernos”, remarcó una vez Roosevelt. Pero lejos de deplorar este estado de cosas, continuó diciendo: “Creo en un ejecutivo fuerte, creo en el poder”.[9] “No creo que hay ningún daño por la concentración de poder en las manos de un hombre”, argumentaba en otro momento, “siempre que el tenedor no lo mantenga más que un tiempo fijo y definido y luego los devuelva al pueblo del que salió”.[10]

Estaba de acuerdo con Andrew Jackson, que había argumentado que el presidente, en virtud de su elección por la nación en su conjunto, poseía un derecho único a ser el representante de todo el pueblo estadounidense. Cada miembro del ejecutivo, pero especialmente el presidente, “es un administrador del pueblo unido activa y afirmativamente para hacer todo lo que pueda por el pueblo”, mantenía. Podía, por tanto, “hacer todo lo que demanden las necesidades de la nación”, salvo lo expresamente prohibido en la Constitución. “Bajo esta interpretación del poder ejecutivo, hice e hice hacer muchas cosas no hechas antes. (…) No usurpé el poder, pero sí amplié mucho el uso del poder ejecutivo”.[11]

El grito de “usurpación del ejecutivo” había perseguido a Andrew Jackson durante la década de 1830, cuando intentó poner en práctica una teoría similar de la presidencia.  “¡Qué desfachatez!”, había exclamado John C. Calhoun en respuesta a la sugerencia de que el presidente era “el representante inmediato del pueblo estadounidense”. “El pueblo estadounidense no está representado en un solo departamento del Gobierno”, insistía Calhoun; “el pueblo de estaos estados [está] unido en un pacto constitucional (…) formando comunidades distintas y soberanas”, y por tanto “no [existe] tal comunidad o pueblo, como el pueblo estadounidenses, tomado en su agregado”.[12] Calhoun era típicamente perspicaz cuando ponderaba por qué Jackson planteaba esa teoría.

¿Pero por qué esta diligencia por parte del presidente en ubicarse cerca del pueblo y alejarnos lo más posible? ¿Por qué esta diligencia en hacer de sí mismo su único representante, su único guardián y protector, su único amigo y apoyo? El objetivo no puede confundirse. Es la preparación para posteriores hostilidades, para una apelación al pueblo y pretende preparar el camino para transmitirle esta declaración de guerra contra el Senado,  buscando enrolarlo como aliado en la guerra que pretende librar contra esta rama del Gobierno.[13]

El comentario de Calhoun se aplica igualmente bien a Theodore Roosevelt. Roosevelt, como veremos, convencido de que estaba llevando a cabo la voluntad del pueblo y lo que era mejor para el país, no dudo en ignorar al Senado y el Congreso como un todo. Creía sinceramente que estaba llevando a cabo la voluntad del pueblo y su responsabilidad solemne de ver esa voluntad justificado superaba las preocupaciones respecto de la separación de poderes. Comentó privadamente que en Estados Unidos

Como en cualquier nación que tenga alguna importancia, deben al final gobernar los que estén dispuestos a realizar el trabajo de gobernar y como el Senado se convierte en un mero cuerpo obstruccionista se corre el riesgo de ver que su poder pase a otras manos.[14]

Las innovaciones en el área de la política interior fueron más sutiles que las que introdujo en asuntos exteriores. Los anteriores presidentes, siguiendo tanto la tradición estadounidense como el espíritu de la Constitución, no habían accedido al cargo con un extenso programa legislativo cuya consecución perseguían con vigor. En su lugar, se dirigían al Congreso, el poder que, según se entendía generalizadamente, retenía la iniciativa en esos asuntos. Pero Roosevelt encontraba una cierta virilidad en el liderazgo audaz y en situaciones en que parecía que una acción decisiva le reclamaba, consideraba que dirigirse al Congreso o a otras restricciones legales o poderes ejecutivos era una señal de pusilanimidad y decadencia. Escribía en su Autobiografía:

En teoría, el ejecutivo no tiene nada que ver con la legislación. En la práctica, tal y como son ahora las cosas, el ejecutivo es o tendría que ser especialmente representativo del pueblo en su conjunto. Más a menudo que no, la acción del ejecutivo ofrece el único medio por el que el pueblo puede conseguir la legislación que reclama y tendría que tener. Por tanto, un buen ejecutivo bajo las condiciones actuales en la vida política estadounidense debe tomarse un interés muy activo en conseguir el tipo correcto de legislación, además de llevar a cabo sus tareas ejecutivas con un ojo en el bienestar público.[15]

Aunque los partidos políticos en tiempos de Roosevelt, igual que hoy, tenían mucho en común, el discurso político en Estados Unidos era todavía fluido por lo que los asuntos de verdadera importancia seguían discutiéndose en las salas de Congreso. Así, el senador Isidor Rayner, asustado por la postura de Roosevelt, apuntaba en 1906:

Aquí estamos un día tras otro luchando con cuestiones de derecho constitucional, como si realmente tuviéramos algo que ver con su establecimiento, trbajando bajo la vana ilusión de que teníamos derecho a legislar, de que éramos un poder independiente del estado, de que éramos un poder y el ejecutivo otro, cada uno con sus distinciones separadas y bien definidas, imaginando que estas cosas y siguiendo una visión y un espejismo, mientras el presidente estaba trabajando dominando la voluntad legislativa, interponiendo sus cargos en el poder legislativo, asumiendo derechos legislativos en un grado mayor que si estuviera sentado aquí como miembro de este organismo, desmembrando la Constitución  y ejerciendo precisa e idénticamente el mismo poder y control que si la Constitución hubiera declarado que el Congreso no aprobaría ninguna ley sin el consentimiento de del presidente, adoptando un sistema que prácticamente mezcla y unifica funciones legislativas y ejecutivas, un sistema que prevaleció en muchos de los antiguos gobiernos que han ido a la ruina para siempre y que todavía obtienen en otros gobiernos, las protestas rebeldes de cuyos súbditos se está haciendo eco la tierra y cuyas inestables estructures espero que estén en la rápida vía a la disolución.[16]

El mensaje presidencial anual leído al Congreso en diciembre de 1905 (el “estado de la Unión” había caído en desuso desde la presidencia de Jefferson, sería recuperado por Woodrow Wilson) contenía una larga solicitud de Roosevelt de una serie de legislaciones regulatorias. La importancia del programa de Roosevelt no dejó de percibirse en sus opositores políticos. El New York World, un periódico demócrata, lo llamó “el programa más asombroso de centralización que cualquier presidente de Estados Unidos haya recomendado nunca”.[17] Un comentarista descontento apuntó después de que se aprobara la legislación que las políticas de Roosevelt revelaban “una marcada tendencia hacia la centralización del poder en Estados Unidos y una correspondiente disminución de la antigua soberanía de los estados o del individuo”.[18]

Los lorgos legislativos más importantes de Roosevelt, como la Ley de Inspección de Carnes, la Ley de Alimentos y Medicinas Puras y la Ley Hepburn, reflejan la confianza del presidente en comisiones de expertos y, más en general, su teoría administrativa del poder ejecutivo. Como dijo un investigador, estas leyes, juntas, “bien podrían considerarse como dando a luz el moderno estado regulatorio”.[19] No todos fueron muy optimistas ante esta perspectiva. Un republicano conservador observaba que el presidente estaba “consciente o inconscientemente (…) tratando de concentrar todo el poder en Washington, para eliminar en la práctica las fronteras estatales y gobernar al pueblo con comisiones y negociados”.[20]

Está de moda en círculos históricos describir a Roosevelt como un conservador porque defendía la reforma interior en buena medida sencillamente para mantener a raya iniciativas más radicales.[21] Así que, por ejemplo, reclamaba legislación para regular los ferrocarriles para responder a reclamaciones de nacionalización. Los historiadores de la Nueva Izquierda han llegado aún más lejos, argumentando que como las propias grandes empresas desempeñaron frecuentemente un papel generando agitación e incluso dando forma al emergente aparato regulador, el ostensible esfuerzo de Roosevelt y sus sucesores para controlar los intereses de los negocios era una farsa. Los intelectuales de la Nueva Izquierda, de hecho, han añadido una corrección necesaria a la literatura previamente existente y sus afirmaciones sin duda tienen calado en casos tan evidentes como el Sistema de la Reserva Federal. La Fed, aunque tal vez entonces no tan centralizada como hubieran querido algunos banqueros, servía claramente los intereses de los bancos al socializar el riesgo y ayudar a coordinar las políticas inflacionistas de los bancos miembros, reduciendo así el riesgo de corridas.[22]

Pero es demasiado apresurado concluir de esto que toda la regulación, incluso cuando los intereses empresariales puedan haber desempeñado un papel en este periodo, funcione en definitiva beneficiando a las grandes empresas. Es algo indiscutible que una alianza gobierno-empresas caracterizó el emergente régimen estadounidense al cambiar de siglo, pero los historiadores de la Nueva Izquierda no reconocen que el estado siempre mantuvo la delantera en esta sociedad. La crítica de la  Nueva Izquierda deriva parcialmente del hecho de que sus partidarios no se habrían conformado con nada que no fuera la nacionalización o desmantelamiento de los grandes intereses y desde esa perspectiva Roosevelt puede de hecho parecer un reaccionario.

La batalle por la regulación ferroviaria y la Comisión Interestatal de Comercio proporciona un buen ejemplo de los defectos de esta tesis. Roosevelt apoyo una mayor regulación ferroviaria, además de la ya existente y acabó firmando la Ley Hepburn de 1906, que, aunque no era tan radical como había pretendido, consideraba satisfactoria. La ley aumentaba el número de miembros de la Comisión Interestatal de Comercio y le daba a esta autoridad para establecer tarifas ferroviarias “justas y razonables”. Cualquiera que fueran las tarifas que decidiera la Comisión, iban a tener efecto de inmediato. Aunque las ferroviarias tenían el derecho a apelar a los tribunales, la carga de la prueba descansaría en ellas y no en la Comisión.

Los resultados fueron devastadores. En un libro que ganó el Premio de la Universidad de Columbia de Historia Económica Estadounidense en 1971, Albro Martin describía en detalle la situación. Su tesis, expuesta de forma sencilla, es que la Ley Hepburn de Roosevelt, combinada con posteriores disposiciones regulatorias (en particular, la Ley William Howard Taft’s Mann–Elkins de 1910) privó a los ferrocarriles de los aumentos tarifarios que necesitaban, un hándicap especialmente debiltante en un entorno inflacionista. Los ferrocarriles necesitaban capital de inversión después de las reordenaciones de la década de 1890 si querían conservar su capital, reconstruir y modernizarse. En otras palabras, necesitaban que se les dejara en paz. Por el contrario, obtuvieron políticas que al tiempo aumentaban los costes laborales y rechazaban los aumentos tarifarios que necesitaban. El resultado fue que en 1911 los beneficios se habían desvanecido y el colapso del sistema de dirección privada de los ferrocarriles le siguió poco después.[23]

Un historiador que reconoce que la regulación de los ferrocarriles resultó al final destructiva trata de exonerar a Roosevelt afirmando que lo que el presidente había querido una Comisión que fuera justa en lugar de punitiva, pero difícilmente puede considerarse inocente a Roosevelt por haber adoptado acríticamente la fe progresista habitual en la racionalidad desinteresada y benevolencia general de las comisiones de expertos.[24] De hecho, Roosevelt nunca se preocupó por explicar cómo la concesión de un poder de fijación de tarifas a un consejo de supuestos expertos, que estaban completamente alejados del funcionamiento real y propiedad de los ferrocarriles y para quienes el cálculo económico racional era por tanto imposible podrían haber generado algo que no fueran decretos arbitrarios.

Esta arbitrariedad, esta aparente creencia en que mostrar su voluntad de hierro era un sustitutivo adecuado de una evaluación serena de una situación, fue una característica esencial de la personalidad de Roosevelt y aparece una y otra vez en sus tratos con las grandes empresas. Al contrario que algunos progresistas, a los que llamaba “el grupo de lunáticos”, Roosevelt no consideraba a la concentración empresarial una tendencia a evitar o invertir. Lo veía como una evolución inevitable e incluso beneficiosa de la sociedad industrial, aunque tenía que regularse por interés público. También es verdad que la reputación de Roosevelt como perseguidor de trusts se ha exagerado: los historiadores apuntan correctamente que la administración Taft inició el doble de demandas antitrust en su único periodo presidencial que Roosevelt en los dos suyos. Pero aquí no nos ocupamos tanto de si Roosevelt era especialmente severo en este o aquella área o si era abiertamente un radical. La cuestión es si trató con justicia al sector privado, qué clase de precedentes estableció para el futuro y cómo ayudó a fortalecer el ejecutivo más allá de lo que habían previsto los constituyentes.

A principios de 1902, Roosevelt ordenó al Fiscal General, Philander Knox, presentar una demanda antitrust contra la Northern Securities Company, un holding que había adquirido dos ferroviarias que unían Seattle con St. Paul, la Northern Pacific y la Great Northern.[25] Es el caso que le hizo ganar casi por sí solo a Theodore Roosevelt su reputación de cazador de trusts, pero de nuevo, en un desesperado intento de retratar a Roosevelt como juicioso y moderado, la mayoría de los historiadores han rebajado su importancia. El propio Roosevelt señalaba su importancia:

Desde el punto de vista de dar completo control al Gobierno Nacional por encima de las grandes empresas dedicadas al comercio interestatal, sería imposible exagerar la importancia de la sentencia de Northern Securities y de las sentencias dictadas posteriormente en línea con ella y en relación con los demás trusts cuya disolución se ordenó. El éxito del caso Northern Securities estableció definitivamente el poder del gobierno de ocuparse de todas las grandes empresas.[26]

La doctrina finalmente acabó con lo que llamaba “aviesa doctrina del caso E.C. Knight de 1895, que había limitado severamente el ámbito de la Ley Sherman. En ese caso, el Tribunal Supremo había sentenciado que, aunque la American Sugar Refining Company poseía alrededor del 95% del mercado azucarero estadounidense después de comprar la E.C. Knight Company, no habían cometido ningún delito penalizable ya que no habían hecho, en términos estrictos, nada que restringiera el comercio. “Esta sentencia”, dijo Roosevelt con cierta satisfacción, “hice que fuera anulada por el tribunal que la había originado”.[27] El argumento de que Northern Securities no estaba restringiendo el comercio ni impidiendo que otras líneas transportaran siguiendo la misma ruta (un argumento que había llevado a creer a sus gestores, basándose en el precedente de Knight , que el gobierno consideraría irreprochable) repentinamente no tenía calado.

Antes de hacer que Philander Knox iniciara el caso, Roosevelt no se preguntó a sí mismo algunas cuestiones bastante obvias. Para empezar, ¿sustituía de hecho el nuevo holding un estado de competencia previamente existe por una disposición monopolística? De hecho, no lo hacía. La Great Northern y la Northern Pacific pueden haber parecido dos líneas alternativas entre St. Paul y Seattle, pero de hecho, como apunta Balthasar Henry Meyer, las guerras de precios entre las dos líneas eran cosa del pasado y durante veinte años, los ferrocarriles habían vivido en “paz comparativa”. “Se suponía que la competencia se había suprimido sin preguntar antes si había existido realmente y si, si podía perpetuarse la competencia, la gente podría beneficiarse de ella”.[28] Según Dominick Armentano:

Ambas ferroviarias mantenían tarifas unificadas y el consiguiente acarreo e incluso flujo de carga producido por esos acuerdos había aumentado la eficiencia y economía de cada línea y permitía un nivel de tarifas en general bajo que habría hecho quebrar otras vías.

La idea del holding se originó en parte por un deseo de hacer que el acuerdo fuera más estable y en parte por preocupaciones respecto de los planes de E.H. Harriman, que a principios de 1901 había intentado controlar la Northern Pacific. En solo cuatro días, sus acciones aumentaron de 144$ a más 1.000$ por acción. El holding pondría a ambas ferroviarias fuera del alcance de Harriman y por tanto le impediría socavar las ventajas económicas que se obtenían de la relación cercana que existía entre las dos líneas. Naturalmente, estas ventajas proporcionaban dividendos al consumidor: las tasas ferroviarias bajaron en las líneas Hill-Morgan entre noviembre de 1901, cuando se incorporó la Northern Securities Company, y 1093. Había habido una posibilidad, tras Knight, de que la arbitrariedad de las leyes antitrust pudiera mitigarse en alguna medida; Roosevelt ayudó a asegurar que continuarían aplicándose contra empresas que modelos simples y estáticos consideraran monopolistas, pero que csi siempre proporcionaban beneficios al consumidor.

Así que, en asuntos domésticos, Roosevelt aceleró mucho el proceso por el cual el ejecutivo se convertía en el originador de facto de legislación y en otros casos, como en su creciente uso de las comisiones ejecutivas, puso en marcha una tendencia hacia la supremacía presidencial. Como explica Forrest McDonald en su propio estudio de la presidencia: “Las dotes teatrales de Roosevelt al pretender ser la funete de legislación reformista transformaron las expectativas que tenían los estadounidenses respecto de sus presidentes y abrieron así las puertas a la aparición de la presidencia legislativa”.[29] El que su historial legislativo no fuera más impresionante no fue por dejar de intentarlo. Pero abrió el camino a sus sucesores, que construirían a partir de los cimientos de Roosevelt.

Theodore Roosevelt hizo contribuciones aún más significativas a la presidencia moderna en el área de los asuntos exteriores. En asuntos domésticos, explicaba Roosevelt, podía confiarse generalmente en que el Congreso llegaría a la postura correcta. Pero en la gestión de la política exterior, los senadores, que eran, como dijo él mismo, “completamente indiferentes al honor o el bienestar nacionales” y estaban “principalmente preocupados por conseguir una fácil reputación entre gente ignorante”, podían interferir con la dirección de una gestión exterior honorable.[30]

“Cada vez más”, declaraba Roosevelt en el Congreso en 1902, “la creciente interdependencia y complejidad de las relaciones políticas y económicas internacionales afectan a todas las potencias civilizadas y pacíficas en insistir en la adecuada policía del mundo”.[31] La consciencia de que el Congreso  era el poder más popular del estado y por tanto, incluso prescindiendo de la cuestión constitucional, merecía una deferencia especial en asuntos de paz y guerra, no le habría disuadido. Había calificado en privado a la opinión pública como “la voz del mal, o, lo que es peor, la voz de un loco” y, en un momento más tranquilo, hablando en concreto de asuntos exteriores, observó que “nuestra primera necesidad es que la opinión pública debería ser apropiadamente educada”.[32] Por tanto, aunque estaba a favor de la supremacía del ejecutivo en todas las áreas del estado, la necesidad de este en política exterior era correspondientemente mayor.

La fascinación de Roosevelt con la guerra se corrobora tanto por su propio testimonio como por el de los que le conocieron. Un amigo de la universidad escribió en 1885: “Le gustaría sobre todo ir a la guerra con alguien (…) Quiere matar siempre a alguien”.[33] Roosevelt dijo a otro amigo unos pocos años después:

Francamente, no creo que me deba preocupar ver un poco de pelea con Alemania. La quema de Nueva York y unas pocas ciudades costera más sería una buena lección sobre la necesidad de un sistema adecuado de defensas costeras y creo que tendría un buen efecto en nuestra gran población alemana  para obligarla a mostrar de forma ostentosamente patriótica su rabia contra Alemania.[34]

Roosevelt insistía una y otra vez en que el país “necesitaba” una guerra. “Habla efusivamente de la guerra”, escribió el filósofo William James,

como la condición ideal de la sociedad humana, por el vigor viril que implica y trata a la paz como una condición de innobilidad sebosa y tumefacta, apropiada solo para enclenques tenderos, viviendo en la gris penumbra y desconocedores de la vida superior (…) Un enemigo es tan bueno como otro, por lo que nos dice.[35]

Uno de los principales expertos en la política exterior de Theodore Roosevelt ha explicado que el rough rider “pretendía tener una gran armada porque impediría la guerra, pero también porque era divertido tener una gran armada”.[36]

Roosevelt estaba tan apegado a los temas de la preparación nacional y las virtudes marciales que después de dejar el cargo sugirió adaptar parte del modelo de tiempo de guerra a las necesidades del tiempo de paz. Se convirtió en un defensor de la “formación militar obligatoria universal” y, en un comentario que revela inconscientemente la relación raramente reconocida entre sufragio universal y servicio militar universal, declaraba: “reclamemos el servicio a las mujeres, igual que lo hacemos a los hombres y a cambio demos el sufragio a todos los hombres y mujeres que en la paz y en la guerra realicen el servicio”. En lo que respecta a la formación de los hombres, Roosevelt apuntaba a los campamentos militares de EEUU como el patrón a imitar.

Creo que para todo joven (…) estar seis meses en ese campamento (…) haciendo algún servicio de campo, sería inmensamente beneficioso para él y (…) para la nación (…) Hacer permanentes esos campamentos sería el mayor bien que podría recibir esta nación.[37]

Este apego a la guerra, combinado con las diversas manifestaciones de imperialismo durante su presidencia, le hicieron ganar a Theodore Roosevelt el desdén de los historiadores de la Nueva Izquierda, después de haber disfrutado de un periodo de tremenda popularidad durante la década de 1950. El péndulo ha oscilado desde entonces de vuelta a favor de Roosevelt. Casi todos los historiadores de Roosevelt desde finales de la década de 1970, con la petulante satisfacción que proviene de parecer contradecir la sabiduría convencional, han argumentado que a pesar de su reputación y su belicosidad personal, Theodore Roosevelt era en realidad mucho más contenido en asuntos de política exterior mientras estaba en el cargo de lo que podría esperarse. La única forma de hacer convincente esta interpretación de la conducta de Roosevelt en asuntos exteriores es restar importancia o eliminar completamente cualquier mención al incómodo hecho de que tanto como vicepresidente como como presidente Theodore Roosevelt encabezó una guerra violenta y brutal de represión en Filipinas. Simplemente es imposible pretender evaluar la presidencia de Roosevelt sin examinar este triste episodio de la historia estadounidense. Es un hecho que ha llevado a cabo la mayoría de estos historiadores, para su vergüenza eterna.

Estados Unidos obtuvo las Filipinas durante la Guerra hispano-estadounidense en 1898, cuando el comodoro George Dewey, bajo instrucciones del propio Theodore Roosevelt (entonces (secretario ayudante de la Armada), atacó las islas pocos días después del inicio de las hostilidades en Cuba. Poco después de la conclusión de la guerra, cuando resultó evidente que Estados Unidos no tenía la intención de conceder la independencia a las islas, estalló la guerra de guerrillas, iniciada por Emilio Aguinaldo, jefe de los rebeldes. El tamaño del esfuerzo estadounidense para eliminar a los nacionalistas filipinos pocas veces a sido apreciado en su totalidad: unas 126.000 tropas estadounidense entraron en acción en campañas de represión y una increíble cifra de 200.000 filipinos perdió la vida.[38]

Mientras se producían los combates, el Philadelphia Ledger publicó una noticia de portada de un corresponsal que cubría la campaña del general J. Franklin Bell que rezaba:

La presente guerra no es inocua, falsa, ni una ópera bufa. Nuestros hombres han sido implacables, han matado para exterminar hombres, mujeres, niños, prisioneros y cautivos, insurgentes activos y gente sospechosa, desde adolescentes en adelante, con la idea predominante de que los filipinos, como tales, son poco mejores que los perros, reptiles asquerosos en algunos casos, cuya mayor inclinación  era el montón de basura. Nuestros soldados han inyectado agua salada a hombres para “hacerles hablar”, han tomado como prisioneros a gente que levantaba las manos y se rendía pacíficamente y una hora después, sin una mínima evidencia que demostrara que fueran insurrectos, los pusieron en un puente y fusilaron uno a uno, para que cayeran al agua y flotaran río abajo como ejemplo para los que encontraran sus cadáveres cubiertos de balas.

Este corresponsal podría parecer un crítico de la política estadounidense. En realidad, se unía a los generales de Roosevelt en apuntar a los primitivos e incivilizados filipinos como una excusa para olvidar las normas de la guerra civilizada. “No es una guerra civilizada”, admitía, “pero no estamos tratando con gente civilizada. Lo único que conocen y temen es la fuerza, la violencia y la brutalidad y eso les damos”.[39] Las opiniones propias de Roosevelt sobre la raza, que tomaría todo un capítulo describir en detalle, solo estimulaban este tipo de barbarie y más de una vez insistió en que no tenía intención de tratar con gentes que calificaba de atrasadas dándoles el mismo trato que a los países civilizados. Dijo a Rudyard Kipling lo irritado que le ponían aquellos que se atrevían a sugerir que un país como Colombia “tenga derecho al mismo trato que daría, por ejemplo, a Dinamarca o Suiza”. La misma sugerencia era “sencillamente absurda”, dijo a otro corresponsal.[40]

Solo después de que la conducta estadounidense en Filipinas recibiera una embarazosa publicidad en el interior en 1902 tomó Roosevelt alguna decisión, ordenando que se juzgara militarmente al general Smith y el mayor Glenn, e incluso entones parecía claramente incómodo por que el tema se hubiera abordado. Al mismo tiempo, denunciaba linchamientos en el Sur, actos, afirmaba que eran “peores para la víctima y mucho más brutales para los culpables”, que cualquier atrocidad que pueda haberse cometido en Filipinas.[41] Charles Francis Adams, que sospechaba que la brutalidad del banco estadounidense en el combate disfrutaba al menos de la aquiescencia benigna del presidente, había predicho ese mismo año que Roosevelt  “sería muy severo en palabras, en furias; pero nadie sería castigado”. Tenía razón: A Glenn se le acabó multando con 50 dólares y Smith fue “amonestado”. La completa falta de interés de Theodore Roosevelt se puso especialmente de manifiesto cuando, inmediatamente después de su juicio militar al general Smith, escribió al general J. Franklin Bell para felicitarle por su dirección de la guerra en Batangas. Bell era un hombre cuyos métodos el propio Henry Cabot Lodge había descrito como “crueles” y era conocido que Bell había confinado a 100.000 filipinos a campos de concentración.[42] En 1906 Roosevelt fue aún más allá y nombre al general Bell como su jefe de personal.[43]

La postura de Roosevelt en Filipinas fue solo la indicación más espectacular de que el contenido de su política exterior dejaba mucho que desear e inauguraba un siglo de violencia humanitaria que se expresaría en el edulcorado lenguaje del idealismo y la justicia. Sin embargo, aún más importante desde el punto de vista de las contribuciones de Theodore Roosevelt a la presidencia como institución, está la cuestión más procedimental de cómo llevó a cabo realmente su política. Es aquí donde mostró su desdén más desvergonzado por el poder legislativo.

Un ejemplo excelente se refiere a la decisión de Roosevelt de ocupar las aduanas en la República Dominicana. En lo que ahora se conoce como Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe, Theodore Roosevelt había declarado en 1904 que aunque Estados Unidos no tenía ambiciones territoriales en su propio hemisferio, casos de “delincuencia crónica” por parte de una país latinoamericano que pudieran invitar a una ocupación por una potencia europea podían forzar el brazo estadounidense. Para evitar la ocupación europea, Estados Unidos intervendría para restaurar el orden y hacer que se satisficieran todas las reclamaciones justas. Cuando vio a principios de 1905 que uno o más países europeos podrían intervenir en la República Dominicana para recuperar deuda morosa, Roosevelt puso en práctica el corolario por primera vez declarando que Estados Unidos administraría los ingresos aduaneros dominicanos para evitar cualquier intervención extranjera de ese tipo-

Desde el principio Theodore Roosevelt parecía haber esperado ser capaz de evitar consultar en absoluto al Senado. El acuerdo alcanzado con la República Dominicana se pudo en práctica el 1 de febrero de 1905, solo 11 días después de firmarse y evidentemente un plazo demasiado corto como para que el Senado lo discutiera o aprobara. La administración cambió de opinión después de verse sujeta a graves denuncias en el Senado, incluso entre apoyos del presidente. El senador Augustus Bacon, razonablemente, protestaba:

No creo que pueda haber aquí una cuestión más importante que la que implica la consideración de los poderes del presidente de hacer un tratado que en la práctica se apoderará de los asuntos de otro gobierno y tratará de administrarlos por parte de este gobierno, sin someter ese asunto a la consideración y juicio del Senado.[44]

Por su parte, el senador Henry Teller añadía:

Niego el derecho del poder ejecutivo del gobierno a realizar ningún pacto, ningún tratado, ningún protocolo ni nada de ese carácter que obligue a Estados Unidos (…) El presidente no tiene más derecho ni más autoridad a obligar al pueblo de Estados Unidos por ese acuerdo que el que tengo yo como miembro de esta institución.[45]

Después de que el tratado fuera remitido al Senado, se cerró una sesión especial sin votarlo. Un exasperado Roosevelt desafió sencillamente al Senado, redactando lo que hoy podríamos llamar una decreto ejecutivo, por el que, apuntaba en su biografía, “Di un paso adelante y administré de todas maneras el tratado propuesto, considerándolo como un simple acuerdo por parte del ejecutivo que se convertiría en tratado cuando actuara el Senado”. El senado finalmente sí aprobó una versión modificada del tratado dos años después, pero Roosevelt escribió más tarde: “Lo hubiera continuado hasta el final de mi mandato, si hubiera sido necesario, sin ninguna acción del Congreso”.[46]

Forrest McDonald observa que antes de la ascensión al poder de Theodore Roosevelt, la última vez que un asunto de importancia real se había resulto por medio de un decreto ejecutivo fue el Acuerdo Rush-Bagot de 1817 entre Gran Bretaña y estados Unidos que limitaba los armamentos navales en los Grandes Lagos. Pero incluso eauí el presidente Monroe acabó pidiendo opinión al Senado sobre si requería ratificación y aunque la institución no respondió, sí aprobó el acuerdo con una mayoría de dos tercios. Corresponde a Theodore Roosevelt la conversión del decreto ejecutivo en un instrumento importante de la política exterior estadounidense y lo hizo si vacilar ni disculparse.  Estos incluyeron “acuerdos para aprobar el protectorado japonés en Corea, restringir la inmigración japonesa a Estados Unidos, apoyar la política de puertas abiertas en China y reconocer los ‘intereses especiales’ de Japón en China”.[47]

Una de las combinaciones clásicas de la beligerancia de Roosevelt y su desdén por el Congreso fue la decisión del rough rider de enviar toda la flota bélica en una gira mundial, cuyo objetivo era impresionar a todas las naciones, pero en particular para intimidar a Japón. Como han señalado los expertos presidenciales, la forma en que Roosevelt llevó a cabo esta exhibición fue tal vez tan importante como el acto en sí. El Congreso protestó de inmediato, amenazando con retener los fondos para la gira. Roosevelt vio su farol y advirtió al Congreso que como tenía el dinero para enviar a los barcos al Pacífico, su rechazo a financiar el viaje de vuelta (y por tanto de privar al Este de sus defensas) era una decisión política que les dejaría tomar.[48]

De hecho, el Congreso (e incluso el propio gabinete de Roosevelt) veía con impotencia cómo se desarrollaba la mayor parte de la política exterior de Roosevelt. “Tomé Panamá sin consultar al gabinete”, recordaba después Roosevelt. “Un comité de guerra nunca lucha y en una crisis la tarea de un líder es liderar”. Sobre el envío de su Secretario de Guerra, William Howard Taft, a restaurar algún tipo de orden en Cuba, dijo al futuro presidente: “Yo no debería soñar con pedir el permiso del Congreso (…) Interesa enormemente a este gobierno fortalecer y dar independencia al ejecutivo para tratar con potencias extranjeras”.[49]

Cuando el Senado insistió en modificar el texto de una serie de tratados de arbitraje entre Estados Unidos y nueve países europeos y México de forma que el derecho del presidente a alcanzar un “acuerdo especial” con un país con el que Estados Unidos entrara en arbitraje  se convertiría por el contrario en el derecho a entrar en un “tratado especial” (requiriendo así que el presidente consiga el consentimiento del Senado), Roosevelt rechazó todos los tratados por esa razón.[50] El presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Shelby M. Cullom, por su parte, explicó posteriormente que el Senado no tenía alternativa salvo “declarar y sostener sus derechos como parte del poder de cerrar tratados”.[51]

Muchos de los contemporáneos de Roosevelt estaban a favor de un ejecutivo fuerte y una política exterior expansiva porque se habían convencido de que los negocios estadounidenses necesitaban llegar a mercados extranjeros para sus excedentes. Roosevelt parece haber compartido esta opinión, pero su preocupación principal en la expansión era geopolítica: elevar a Estados Unidos al estatus de gran potencia para el que tenía una demanda creciente.

De hecho, como ha apuntado Emily Rosenberg, Roosevelt solo se interesaba por asuntos económicos referidos a asuntos exteriores cuando percibía  que estaban en juego asuntos de honor nacional, cuando una potencia extranjera no estaba mostrando a Estados Unidos el respeto que él pensaba que merecía. Así, en 1905 Roosevelt estuvo dispuesto a una confrontación directa con China cuando este país canceló una concesión de ferrocarril que había otorgado a J.P. Morgan. No faltaban razones para que los chinos ordenaran la cancelación: en cinco años, Morgan solo había completado 28 millas de lo que se suponía que iba a ser una vía de 840 millas y asimismo alegaban ciertas violaciones de contrato por su parte. El propio Morgan, tal vez reconociendo lo frágil de su defensa, aceptó lo dispuesto, que incluía una buena indemnización por los beneficios perdidos. Roosevelt, por el contrario, estaba furioso. Posteriormente señaló en privado que si Morgan hubiera decidido luchar, “habría puesto el poder del gobierno detrás de él, en lo que respecta al ejecutivo, de todas las formas y maneras”.[52] No sorprende que medio siglo después, cuando se empezó a discutir la Enmienda Bricker, que entre otras cosas habría limitado las manos libres del ejecutivo en asuntos exteriores, las grandes empresas fueron unos de los más ruidosos oponentes.[53]

Volviendo a sus años en el cargo, Roosevelt dijo a su hijo en 1909: “He sido un presidente completo hasta el final”.[54] Y como prometió, Roosevelt había tomado todo el poder que era propio de la presidencia y a través de sus actos en el cargo había fortalecido permanentemente al ejecutivo para sus sucesores.

Siempre que pude establecer un precedente para fortalecer el ejecutivo, como hice por ejemplo con respecto a asuntos exteriores en el caso de enviar a la flota alrededor del mundo, tomar Panamá, resolver asuntos en Santo Domingo y Cuba o como hice en asuntos nacionales al resolver la huelga de la antracita, mantener el orden en Nevada este año cuando la Federación de Mineros amenazaba con la anarquía o como he hecho al llevar ante la justicia a las grandes empresas, bueno, en todos estos casos he sentido no solo que mi acción era correcta en sí mismos, sino que al mostrar la fortaleza o dar dicha fortaleza al ejecutivo estaba estableciendo un valioso precedente.[55]

Tanto en asuntos internos como externos, eso significó la apropiación de la iniciativa, constitucionalmente o no, del Congreso y en relaciones internacionales significó que Estados Unidos se abriría paso en la escena mundial para tomar su lugar adecuado entre las grandes potencias. Hacía mucho que había desaparecido a opinión de Charles Pinckney, que había dicho que

Equivocamos el objetivo de nuestro Gobierno si esperamos o deseamos que sea hacernos respetables en el extranjero. La conquista o superioridad entre otras potencia no es ni tendría que ser nunca el objetivo de los sistemas republicanos. Si son suficientemente activas y enérgicas como para rescatarnos del desprecio y conservar nuestra felicidad y seguridad internas, es todo lo que podemos esperar de ellas y es más de lo que casi cualquier otro gobierno asegura a sus ciudadanos.[56]

En lugar de esta visión clásica de la republica estadounidense, Roosevelt consolidó la tendencia a la centralización que había estado funcionando desde la década de 1860 e institucionalizó lo que equivalía a una revolución en la forma de gobierno estadounidense. Su legado es alabado por neoconservadores y otros nacionalistas, pero deplorado por estadounidenses que aún poseen un persistente apego a la república que establecieron los constituyentes.


[1] William Henry Harbaugh, Power and Responsibility: The Life and Times of Theodore Roosevelt (Nueva York: Farrar, Straus and Cudahy, 1961), p. 522.

[2] Clinton Rossiter, The American Presidency (Nueva York: New American Library, 1960), p. 97.

[3] Walter LaFeber, “The Making of a Bully Boy”, Inquiry, 11 y 25 de junio de 1979, p. 15.

[4] Emmet John Hughes, The Living Presidency: The Resources and Dilemmas of the American Presidential Office (Nueva York: Coward, McCann, and Geoghegan), p. 91.

[5] Edmund Morris, The Rise of Theodore Roosevelt (Nueva York: Coward, McCann, and Geoghegan, 1979).

[6] Henry Adams, The Education of Henry Adams (Nueva York: Random House Modern Library, 1931), p. 417.

[7] John Milton Cooper, Jr., The Warrior and the Priest: Woodrow Wilson and Theodore Roosevelt (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1983), p. 69.

[8] Michael P. Riccards, The Ferocious Engine of Democracy: A History of the American Presidency, vol. 2, Theodore Roosevelt through George Bush (Lanham, Md.: Madison Books, 1995), pp. 5-6.

[9] Forrest McDonald, A Constitutional History of the United States (Malabar, Fla.: Robert E. Krieger, 1982), p. 166.

[10] John Morton Blum, The Republican Roosevelt (Nueva York: Athaneum, [1954] 1962), p. 122.

[11] Ibíd., pp. 107-108.

[12] Los comentarios de Calhoun proceden de Register of Debates in Congress, 23rd Cong., 1st sess., May 6, 1834 (Washington, D.C.: Gales and Seaton, 1834), pp. 1645-1646.

[13] Ibíd., p. 1646; ver también Gary L. Gregg II, The Presidential Republic: Executive Representation and Deliberative Democracy (Lanham, Md.: Rowman and Littlefield, 1997), pp. 80-89.

[14] Theodore Roosevelt a John St. Loe Strachey, 12 de febrero de 1906, en Elting E. Morison, ed., The Letters of Theodore Roosevelt, vol. 5, The Big Stick, 1905–1907 (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1952), p. 151.

[15] Theodore Roosevelt, The Autobiography of Theodore Roosevelt, Wayne Andrews, ed., (Nueva York: Octagon, 1975), p. 282.

[16] Congressional Record, 5 de abril y 19 de junio de 1906.

[17] Citado en Lewis L. Gould, The Presidency of Theodore Roosevelt (Lawrence: University Press of Kansas, 1991), p. 158.

[18] Citado en ibíd., p. 169.

[19] William C. Widenor, “Theodore Roosevelt”, en Frank N. Magill, ed., The American Presidents: The Office and the Men, vol. 2: Lincoln to Hoover, ed. rev., (Danbury, Conn.: Grolier Educational Corporation, 1989), p. 185.

[20] Gould, Presidency of Theodore Roosevelt, p. 198.

[21] Ver, por ejemplo, Richard Hofstadter, The American Political Tradition and the Men Who Made It (Nueva York: Vintage Books, [1948] 1974), pp. 298-299.

[22] Ver Murray N. Rothbard, The Case Against the Fed (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1994).

[23] Albro Martin, Enterprise Denied: Origins of the Decline of American Railroads, 1897–1917 (Nueva York: Columbia University Press, 1971).

[24] Gould, Presidency of Theodore Roosevelt, p. 165.

[25] Sobre el caso de la Northern Securities, ver Dominick T. Armentano, Antitrust and Monopoly: Anatomy of a Policy Failure (Nueva York: John Wiley and Sons, 1982), pp. 53-55; Henry F. Pringle, Theodore Roosevelt: A Biography (Nueva York: Harcourt, Brace, 1931), pp. 252 y ss.

[26] Roosevelt, Autobiography, pp. 228-229.

[27] Pringle, Theodore Roosevelt, p. 253.

[28] Armentano, Antitrust and Monopoly, p. 54.

[29] Forrest McDonald, The American Presidency: An Intellectual History (Lawrence: University Press of Kansas, 1994), p. 358.

[30] W. Stull Holt, Treaties Defeated by the Senate: A Study of the Struggle Between President and Senate over the Conduct of Foreign Relations (Baltimore, Md.: Johns Hopkins Press, 1933; Gloucester, Mass.: Peter Smith, 1964), p. 221.

[31] Blum, The Republican Roosevelt, p. 127.

[32] LaFeber, “The Making of a Bully Boy”, pp. 15-16; Theodore Roosevelt a William Bayard Hale, 3 de diciembre de 1908, en Morison, ed., Letters of Theodore Roosevelt, vol. 6, The Big Stick, 1907-1909, (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1952), p. 1408.

[33] Sobre todo esto, ver Howard K. Beale, Theodore Roosevelt and the Rise of America to World Power (Baltimore, Md.: The Johns Hopkins Press, 1956), pp. 36-38.

[34] Ibíd.

[35] Ibíd.

[36] Ibíd., p. 36.

[37] Matthew J. Glover, “What Might Have Been: Theodore Roosevelt’s Platform for 1920”, en Natalie A. Taylor, Douglas Brinkley y John Allen Gable, eds., Theodore Roosevelt: Many-Sided American (Interlaken, N.Y.: Heart of the Lakes, 1992), pp. 488-489.

[38] Las cifras concretas de bajas son difíciles de precisar, en buena parte porque las muertes resultantes de una epidemia de cólera en final de la guerra se han mezclado a menudo con las de la propia guerra. Tampoco está claro en qué medida las condiciones bélicas y la política estadounidense llevaron o empeoraron la expansión del cólera. Ver Glenn A. May, “150,000 Missing Filipinos: A Demographic Crisis in Batangas, 1887-1903”, Annales de Demographie Historique [Francia] 1985: 215-243; Mary C. Gillett, “U.S. Army Medical Officers and Public Health in the Philippines in the Wake of the Spanish–American War, 1898-1905”, Bulletin of the History of Medicine 64 (1990): 567-587; Ken De Bevoise, Agents of Apocalypse: Epidemic Disease in the Colonial Philippines (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1995); Matthew Smallman-Raynor y Andrew D. Cliff, “The Philippine Insurrection and the 1902-04 Cholera Epidemic: Part I — Epidemiological Diffusion Processes in War”, Journal of Historical Geography 24 (Enero de 1998): 69-89; Warwick Anderson, “Immunities of Empire: Race, Disease, and the New Tropical Medicine, 1900-1920”, Bulletin of the History of Medicine 70 (1996): 94-118. La cifra de 200.000 muertes aparece en McDonald, The American Presidency, p. 394.

[39] Stuart Creighton Miller, “Benevolent Assimilation”: The American Conquest of the Philippines, 1899-1903 (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1982), p. 211.

[40] Howard C. Hill, Roosevelt and the Caribbean (Nueva York: Russell and Russell, 1965), p. 208.

[41] Gould, Presidency of Theodore Roosevelt, pp. 56-57.

[42] Daniel B. Schirmer, Republic or Empire: American Resistance to the Philippine War (Cambridge, Mass.: Schenkman, 1972), pp. 238-239.

[43] Miller, “Benevolent Assimilation”, p. 260.

[44] Holt, Treaties Defeated by the Senate, p. 216.

[45] Sobre todo esto, ver ibíd.; cita en pp. 215-216.

[46] McDonald, The American Presidency, p. 390.

[47] Ibíd., pp. 389-390.

[48] Riccards, Theodore Roosevelt Through George Bush, p. 19.

[49] Hughes, The Living Presidency, pp. 92-93.

[50] Gould, Presidency of Theodore Roosevelt, p. 149.

[51] Shelby M. Cullom, Fifty Years of Public Service, 2ª ed. (Chicago: A.C. McClurg, 1911), p. 399.

[52] Emily S. Rosenberg, Spreading the American Dream: American Economic and Cultural Expansion, 1890-1945 (Nueva York: Hill and Wang, 1982), p. 58.

[53] Ver “Bricker’s Battle I”, Human Events (13 de enero de 1954): 1; ver también Duane Tananbaum, The Bricker Amendment Controversy: A Test of Eisenhower’s Political Leadership (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 1988), pp. 58, 127.

[54] Emmet John Hughes, The Living Presidency, p. 93.

[55] Theodore Roosevelt a George Otto Trevelyan, 19 de junio de 1908, en Morison, ed., The Big Stick, 1907-1909, p. 1087.

[56] Citado en Felix Morley, “American Republic or American Empire”, Modern Age 1 (Verano de 1957): 26.


Publicado el 2 de junio de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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