Nuestro enemigo, el Estado

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[Nuestro enemigo, el Estado, capítulo 1]

I.

Si miramos por debajo de la superficie de nuestros asuntos públicos, podemos apreciar un hecho fundamental: una gran redistribución del poder entre la sociedad y el Estado. Este es el hecho que interesa al estudioso de la civilización  Tiene sólo un interés secundario o derivado en asuntos como la fijación de precios, la inflación, la banca política, el “ajuste agrícola” y asuntos similares de política del Estado que llenan las páginas de periódicos y las bocas de publicistas y políticos. Todo esto puede regirse con una sola cabeza. Tiene una importancia inmediata y temporal, y por esta razón monopoliza la atención pública, pero todo resulta ser la misma cosa, que es un aumento del poder del Estado y una correspondiente disminución del poder social.

Desgraciadamente no se ha entendido muy bien que, igual que el Estado no tiene dinero propio, tampoco tiene poder propio. Todo el poder que tiene es el que le da la sociedad, más el que confisca de vez en cuando con un pretexto u otro; no hay otra fuente de la que el Estado pueda obtener poder. Por tanto, cualquier asunción de poder del Estado, ya sea por entrega o apropiación, deja a la sociedad con mucho menos poder. No hay ni puede haber ningún fortalecimiento del Estado sin una correspondiente y aproximadamente equivalente disminución del poder social.

Además, de esto se deduce que con cualquier ejercicio del poder del Estado, tiende a menguar no sólo el ejercicio del poder social en la misma dirección, sino la disposición a ejercitarlo en dicha dirección. El alcalde Gaynor asombró a toda Nueva York cuando apuntó a un corresponsal que se había venido quejando acerca de la ineficacia de la policía, que cualquier ciudadano tiene derecho a arrestar a un malhechor y llevarlo ante un magistrado. “La ley de Inglaterra y la de este país”, escribió, “ha tenido mucho cuidado en no conferir mayor derecho en este aspecto a policías y agentes del que confiere a cualquier ciudadano”. El ejercicio estatal de ese derecho a través de una fuerza de policía ha aumentado tan constantemente que no sólo los ciudadanos no estaban dispuestos a ejercerlo, sino que probablemente ni uno de entre diez mil sabía que lo tenía.

Hasta ahora, en este país, las crisis catastróficas repentinas se afrontaban con una movilización del poder social. De hecho (excepto en ciertas empresas institucionales como asilos, manicomios, hospitales ciudadanos y casas de pobres de los condados), la indigencia, el desempleo, la “depresión” y males similares no han sido preocupación del estado, sino que han sido aliviados por la aplicación del poder social. Sin embargo, bajo Roosevelt el Estado ha asumido esta función, proclamando públicamente la doctrina, completamente nueva en nuestra historia, de que el Estado debe dar a los ciudadanos un medio de vida.

Por supuesto, los estudiosos de la política vieron en esto simplemente una astuta propuesta para un aumento prodigioso del poder del Estado, simplemente lo que, ya en 1794, James Madison llamaba “el viejo truco de convertir cualquier contingencia en un recurso para acumular fuerza en el gobierno”, y el paso del tiempo ha probado que tenían razón. El efecto de esto sobre el equilibrio entre poder del Estado y poder social está claro y también su efecto en un adoctrinamiento general con la idea de que ya no es necesario un ejercicio del poder social en esos asuntos.

Es en buena parte de esta forma como se convierte en aceptable y se acepta la progresiva conversión del poder social en poder del Estado.[1]  Cuando se produjo la inundación de Johnstown, el poder social se movilizó inmediatamente y se aplicó con inteligencia y vigor. Su abundancia, medida sólo en dinero, fue tan grande que, cuando todo acabó por quedar en orden, sobraron cerca de un millón de dólares.

Si hoy en día se produjera una catástrofe así, no sólo es que tal vez el poder social esté tan vacío como para hacer algo así, sino que el instinto general sería dejar al Estado ocuparse de ella. No sólo se ha atrofiado el poder social hasta ese punto, sino que la disposición a ejercerlo en esa dirección en concreto se ha atrofiado con él. Si el Estado ha hecho de su incumbencia esos asuntos y ha confiscado el poder social necesario para ocuparse de ellos, bueno, dejemos que se ocupe de ellos.

Podemos tener una medida aproximada de esta atrofia general por nuestra propia disposición cuando se nos acerca un mendigo. Hace dos años podríamos inclinarnos por darle algo; hoy nos inclinamos por mandarle a la oficina de atención del Estado. El Estado ha dicho a la sociedad: “O no estáis ejerciendo poder suficiente para atender a la emergencia o lo ejercéis en una forma que pienso que es incompetente, así que confiscaré vuestro poder y lo ejerceré a mi gusto”. Así que cuando el mendigo nos pide un cuarto, nuestro impulso es decir que el Estado ya nos ha confiscado nuestro cuarto en su beneficio y que debería ir al Estado a por él.

Toda intervención positiva que haga el Estado en la industria y el comercio tiene un efecto similar. Cuando el estado interviene para fijar salarios o precios o para prescribir las condiciones de la competencia, prácticamente dice al empresario que no está ejerciendo correctamente el poder social y por tanto propone confiscárselo y ejercitarlo de acuerdo con el propio juicio del Estado de lo que es mejor. De ahí que el impulso del empresario es dejar que el Estado considere las consecuencias.

Como ejemplo simple, un fabricante de un tipo de textil altamente especializado me decía hace unos días que había mantenido su fábrica en funcionamiento con pérdidas durante cinco años porque no quería dejar en la calle a sus trabajadores en tiempos tan duros, pero que ahora que había dado un paso adelante al decirle cómo debía gestionar su negocio, bien podía el Estado tomar alegremente la responsabilidad.

El proceso de convertir poder social en poder del Estado tal vez pueda verse en su forma más simple en casos en que la intervención del Estado es directamente competitiva. La acumulación de poder del Estado en diversos países ha sido tan acelerada y diversa dentro de los últimos 20 años que ahora vemos al Estado funcionando como telegrafista, telefonista, vendedor de cerillas, operador de radio, cañonero, constructor y propietario de ferrocarriles, operador de ferrocarriles, tabaquero al por mayor y al detalle, naviero, químico, constructor de puertos y muelles, constructor de viviendas, educador jefe, propietario de periódicos, proveedor de alimentos, asegurador y así sucesivamente en una larga lista. [2]

Es evidente que las formas privadas de estas empresas tienden a decaer in proporción al aumento de la energía de las invasiones del Estado en ellas, pues la competencia del poder social con el poder del Estado está siempre descompensada, ya que el Estado puede modificar los términos de la competencia como le venga en gana; en otras palabras, dándose un monopolio. Son comunes los ejemplos de este caso; del que somos probablemente más conscientes es del monopolio del Estado en el transporte de cartas. El poder social se ve impedido por la mera aplicación de esta forma de empresa, a pesar de que podría llevarla a cabo de forma mucho más barata y, al menos en este país, mucho mejor.

Las ventajas de este monopolio en promover los intereses del Estado son peculiares. Probablemente ninguna podría asegurar un volumen tan grande y bien distribuido de patronazgo bajo el disfraz de un servicio público en constante uso por un número tan grande de gente: pone un funcionario del Estado en cada cruce de caminos del país. No es en modo alguno una pura coincidencia que sea nombrado habitualmente como jefe general de correos el principal limosnero y componedor de la administración.

Así el Estado convierte “cualquier contingencia en un recurso”, acumulando poder en sí mismo, siempre a costa del poder social y con éste desarrolla un hábito de aceptación en la gente. Aparecen nuevas generaciones, cada una ajustada (o como creo que dice ahora nuestro nuevo vocabulario estadounidense, “condicionada”) temperamentalmente a nuevos aumentos del poder del Estado y tienden a considerar el proceso de acumulación continua como algo muy normal. Todas las voces institucionales del Estado se unen para confirmar esta tendencia; se unen en mostrar la progresiva conversión del poder social en poder del Estado como algo no solamente muy normal, sino incluso como sano y necesario para el bien público.

II.

Actualmente en Estados Unidos, los principales índices del aumento del poder del Estado son tres.

Primero, el punto al que ha llegado la centralización del Estado. Prácticamente todos los derechos y poderes soberanos de las unidades políticas más pequeñas (todos los que son suficientemente importantes como para que merezca la pena absorberlos) han sido absorbidos por la unidad federal, pero esto no es todo. El poder del Estado no solo se ha concentrado así en Washington, sino que se ha concentrado tanto en las manos del ejecutivo que el régimen imperante es un régimen de gobierno personal. Es nominalmente republicano, pero realmente monocrático; una curiosa anomalía, pero muy característica de un pueblo poco dotado de integridad intelectual.

El gobierno personal no se ejercita aquí de la misma forma que en Italia, Rusia o Alemania, pues no hay de momento interés del Estado en ser servido al actuar así, sino más bien lo contrario; mientras que en esos países sí lo hay. Pero el gobierno personal es siempre gobierno personal; el modo de su ejercicio es un asunto de eficiencia política inmediata y está determinado completamente por las circunstancias.

Este régimen se estableció por un golpe de estado de un tipo nuevo e inusual, practicable solo en un país rico. Se efectuó, no con violencia, como Luis Napoleón, o con terrorismo, como Mussolini, sino por compra. Por tanto presenta lo que podría calificarse como una variante estadounidense de golpe de estado.[3]

Nuestro parlamento nacional no se suprimió por la fuerza de las armas, como la Asamblea Francesa en 1851, sino que se compraron sus funciones con dinero público y, como se vio más claramente en las elecciones de noviembre de 1934, la consolidación del golpe de estado se realizó por los mismos medios: la funciones correspondientes en las unidades inferiores se redujeron bajo el control personal del ejecutivo.[4]

Es un fenómeno muy notable; probablemente nunca tuvo lugar nada como esto y su carácter e implicaciones merecen la atención más cuidadosa.

Un segundo índice lo proporciona la prodigiosa extensión del principio burocrático  que es ahora observable. Esto se atestigua prima facie por el número de nuevos consejos, oficinas y comisiones creadas en Washington en los últimos dos años. Se dice que representan unos 90.000 nuevos empleados fuera del funcionariado y el total de la nómina federal en Washington se dice que está por encima de los tres millones de dólares al mes.[5]

Sin embargo esto es una cuestión relativamente menor. La presión de la centralización ha tendido poderosamente a convertir a todo cargo y todo aspirante político en las unidades inferiores en un agente venal y complaciente de la burocracia federal. Esto representa un interesante paralelismo con el estado de cosas que prevalecía en el Imperio Romano en los últimos días de la dinastía Flavia y posteriormente. Los derechos y prácticas del autogobierno local, que eran anteriormente muy considerables en las provincias y mucho más en los municipios, se perdieron por renuncia más que por supresión. La burocracia imperial, que hasta el siglo II era comparativamente algo modesto, creció rápidamente hasta un gran tamaño y los políticos locales se dieron cuenta rápidamente de las ventajas de estar a buenas con ella. Llegaban a Roma con sus sombreros en las manos (igual que van a Washington gobernadores, aspirantes a congresistas y similares). Sus ojos y pensamientos estaban constantemente fijos en Roma, porque el reconocimiento y la promoción estaban allí y en su incorregible sicofancia se convertían, como decía Plutarco, en hipocondríacos que no se atrevían a comer o tomar un baño sin consultar a su médico.

Un tercer índice se ve en la erección de la pobreza y la mendicidad como un activo político permanente. Hace dos años, mucha de nuestra gente pasaba dificultades; hasta cierto punto, sin duda, sin que fuera culpa suya, aunque ahora queda claro que en la opinión popular sobre su caso, así como en la política, la frontera entre pobres que se lo merecen y pobres que no, no se ha fijado con claridad. El sentimiento popular se disparó en ese momento y la desdicha que prevalecía se consideraba con una emoción indiscriminada, como evidencia de algo en general erróneo hecho contra las víctimas por parte de la sociedad en general, en lugar de como la pena natural a la avaricia, la estupidez o a hacer realmente las cosas mal, que es lo que era en buena medida.

El Estado, siempre instintivamente “convirtiendo toda contingencia en un recurso” para acelerar la conversión del poder social en poder del Estado, se dio prisa en aprovechar esta disposición mental. Todo lo que necesitaba para organizar a estos desafortunados en una propiedad política inestimable era declarar la doctrina de que el Estado debe facilitar la vida a todos los ciudadanos y esto era lo que hacía. Inmediatamente creó una enorme masa de poder subvencionado de voto, un enorme recurso para fortalecer el Estado a costa de la sociedad.[6]

III.

Hay una impresión de que el aumento del poder del Estado que ha tenido lugar desde 1932 es provisional y temporal, de que la correspondiente disminución del poder social se produce por medio de una especie de préstamo de urgencia y por tanto no ha de analizarse muy de cerca. Hay muchas probabilidades de que esta creencia esté falta de fundamento.

Sin duda nuestro régimen actual será modificado de una forma u otra; en realidad, debe hacerlo, pues el propio proceso de consolidación lo requiere. Pero cualquier cambio esencial sería bastante antihistórico, bastante sin precedentes y por tanto muy improbable; y por cambio esencial quiero decir que tienda a redistribuir el poder real entre el Estado y la sociedad.[7]

En la naturaleza de las cosas, no hay razón para que deba tener lugar ese cambio y todas las razones por las que no debería. Veremos diversas recesiones aparentes, compromisos aparentes, pero lo único de lo que podemos estar bastante seguros es de que ninguno de ellos tenderá a disminuir el poder real del Estado.

Por ejemplo, sin duda veremos pronto al gran grupo de presión de la pobreza y la mendicidad organizadas subvencionado indirecta en lugar de directamente, porque el interés del Estado no puede mantener mucho tiempo el ritmo con la disposición de mano sobre la cabeza de las masas para saquear su propio Tesoro. El método del subsidio directo o apropiación abierta de efectivo, muy probablemente pronto dé paso al método indirecto de lo que se llama “legislación social”, es decir, un sistema múltiple de pensiones, seguros y prestaciones de diversos tipos gestionados por el Estado.

Esta es una aparente recesión y cuando se produce sin duda se proclamará como una recesión real, sin duda aceptada como tal; ¿pero lo es? ¿Tiende realmente a disminuir el poder del Estado y aumentar el poder social? Evidentemente no, sino más bien lo contrario. Tiende a consolidar firmemente esta fracción particular del poder del Estado y abre la vía conseguir un aumento indefinido sobre el que por la mera invención continua de nuevas formas y desarrollos de legislación social administrada por el Estado, lo que es un asunto extremadamente sencillo. Uno puede añadir la observación por el valor evidencial que pueda tener, de que si el efecto de la legislación social progresista sobre la suma total de poder del Estado fuera desfavorable o incluso nula, difícilmente habríamos visto al príncipe de Bismarck y a los políticos liberales británicos de hace cuarenta años iniciando algo que se pareciera lejanamente a esto.

Por tanto, cuando el investigador estudioso de la civilización tiene ocasión de observar esta o cualquier otra aparente recesión hasta cualquier punto de nuestro régimen actual,[8] puede contentarse con hacer la pregunta: ¿Qué efecto tiene esto sobre el total del poder del Estado? La respuesta que se dé a sí mismo demostrará concluyentemente si la recesión es real o solo aparente y esto es todo lo que le importa saber.

También hay asimismo una impresión de que si las re4cesiones reales no aparecen por sí mismas, pueden aparecer por medio de votar a un partido político para que salga y otro para que entre. Esta idea se basa en ciertas suposiciones que la experiencia ha demostrado insensatas; la primera es que el poder del voto es lo que la teoría política republicana dice que es y que por tanto el electorado tiene una decisión efectiva en el asunto. Es un hecho claro y notorio que nada de esto es cierto. Nuestro sistema nominalmente republicano está en realidad construido sobre un modelo imperial, con todos nuestros políticos profesionales en el lugar de los guardias pretorianos; se reúnen de vez en cuando, deciden lo que puede “hacerse impunemente” y cómo y quién va a hacerlo y el electorado vota de acuerdo con sus indicaciones. Bajo estas condiciones, es fácil proporcionar una apariencia a cualquier concesión deseada de poder del Estado, sin que sea realidad; nuestra historia muestra innumerables ejemplos de ocuparse muy fácilmente con problemas en política práctica mucho más difíciles que ese.

Se puede destacar a este respecto también la notablemente injustificada suposición de que las nominaciones de partido conllevan principios y que las promesas de partido implican su aplicación. Además, subyaciendo estas suposiciones y otras que contempla la fe en la “acción política”, está la suposición de que los intereses del Estado y los intereses de la sociedad son, al menos teóricamente, idénticos; pero en la teoría están directamente en oposición y esta oposición se declara invariablemente en la práctica en el grado preciso que permiten las circunstancias.

Sin embargo, sin seguir ocupándonos de estos temas por el momento, basta probablemente con observar aquí que en la naturaleza de las cosas, el ejercicio del gobierno personal, el control de una burocracia enorme y creciente y la dirección de una masa enorme de poder subvencionado de voto, son tan convenientes para un tipo de político como para otro. Presumiblemente, interesan a un republicano o a un progresista tanto como a un demócrata, comunista, laborista agrario, socialista o cualquier tipo de adjetivo con el que pueda calificarse un político para fines electorales.

Esto se demostró en las campañas locales de 1934 por la actitud en la práctica de políticos que representaban partidos nominalmente opuestos. Ahora se demuestra aún más en burlona prisa con la que los líderes de la oposición oficial se aprestan a lo que llaman “reorganización” de su partido. Bien puede no atenderse a sus palabras; sin embargo, sus acciones significan simplemente que las recientes acumulaciones del poder del Estado están aquí para quedarse y que son conscientes de ello y que, al ser así, se preparan para aprovecharse de la manera más ventajosa en un concurso para su control y gestión. Esto es todo lo que significa la “reorganización” del Partido Republicano y todo lo que quiere significar y esto es en sí mismo bastante para demostrar que cualquier expectativa de un cambio esencial de régimen a través de un cambio de partido resulta ilusorio.

Por el contrario, está claro que cualquier competencia de partidos que veamos a partir de ahora será en los mismos términos que hasta ahora. Será una competencia por el control y la dirección y naturalmente llevará a una mayor centralización, una mayor extensión del principio burocrático y mayores concesiones al poder subvencionado de voto. Este trayecto sería estrictamente histórico y por tanto cabe esperarse de la propia naturaleza de las cosas, como evidentemente es.

De hecho, es por este medio por el que el objetivo de los colectivistas parece más probable que se alcance en este país, siendo el objetivo la completa extinción del poder social mediante su absorción por el Estado. Su doctrina fundamental se formuló y fue investida con una sanción casi religiosa por los filósofos idealistas del último siglo y entre gentes que la han aceptado en su expresión, así como en los hechos, se expresa en fórmulas casi idénticas a las suyas.

Así, por ejemplo, cuando Hitler dice que “el Estado domina a la nación porque solo él la representa”, solo está poniendo en lenguaje llano popular la fórmula de Hegel de que “el Estado es la sustancia general, de la que los individuos no son sino accidentes”. O, igualmente, cuando Mussolini dice: “Todo para el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado”, solo está vulgarizando la doctrina de Fichte de que “el Estado es el poder superior, definitivo y sin apelación, absolutamente independiente”.

Puede ser apropiado apuntar aquí la identidad esencial de las varias formas existentes de colectivismo. Las distinciones superficiales del fascismo, el bolchevismo, el hitlerismo, son preocupaciones de periodistas y publicistas; el estudioso serio[9] ve en ellas solo una idea raíz de una completa conversión de poder social en poder del Estado. Cuando Hitler y Mussolini invocan un tipo de misticismo devaluado y embaucador para ayudar a este proceso, el estudioso reconoce de inmediato a su vieja amiga, la fórmula de Hegel de que “el Estado encarna la Idea Divina sobre la tierra” y no se engaña. El periodista y el viajero impresionable pueden hacer lo que quieran con “la nueva religión del bolchevismo”; el estudioso se contenta con remarcar claramente la naturaleza exacta del proceso que esta inculcación está pensada para sancionar.

IV.

Este proceso (la conversión del poder social en poder del Estado) no se ha llevado tan lejos como en otros lugares, como en Rusia, Italia o Alemania, por ejemplo. Sin embargo, han de observarse dos cosas.

Primero, que ha avanzado mucho, a un ritmo de progreso que últimamente se ha acelerado mucho. Los que ha diferenciado principalmente a este progreso aquí del progreso en otros países es su carácter poco espectacular. Mr. Jefferson escribía en 1823 que no había peligro al que temiera más que a “la consolidación [es decir, centralización] de nuestro gobierno mediante el instrumento silencioso, y por tanto no alarmante, del Tribunal Supremo”. Estas palabras caracterizan todo avance que hayamos hecho agrandando el Estado. Cada uno ha sido silencioso y por tanto no alarmante, especialmente para un pueblo notablemente absorto, inatento y desinteresado.

Incluso el golpe de estado de 1932 fue silencioso y no alarmante. En Rusia, Italia, Alemania, el golpe de estado fue violento y espectacular; tenía que serlo; pero aquí tampoco los fue. Cubierto por una movilización en toda la nación, dirigida por el Estado de bufonería inane y conmoción sin sentido, tuvo lugar de una manera tan poco espectacular que su verdadera naturaleza pasó inadvertida y ni siquiera ahora se entiende generalizadamente. Además, el método de consolidar el régimen posterior fue simplemente el prosaico y poco espectacular “regateo de mercado” al que nos ha acostumbrado una experiencia política larga y uniforme.

Un visitante de un país más pobre y ahorrador podría haber considerado las actividades de Mr. Farley en las campañas locales de 1934 como sorprendentes e incluso espectaculares, pero no nos han dado esa impresión. Parecían tan familiares, tan normales, que se oían pocos comentarios sobre ellas. Además, la costumbre política nos lleva a atribuir al interés cualquier comentario desfavorable que sí escuchemos, ya sea interés partidista o monetario, o ambos. Lo menospreciamos como el juicio predispuesto de personas con intereses propios y naturalmente el régimen hizo todo lo que pudo para potenciar esta opinión.

La segunda cosa a observar es que ciertas fórmulas, ciertas disposiciones de palabras, permanecen con obstáculos en el camino para percibir lo lejos que ha llegado realmente la conversión del poder social en poder del Estado. La fuerza de la frase y el nombre distorsiona la identificación de nuestras propias aceptaciones y conformidades actuales. Estamos acostumbrados a la práctica de ciertas letanías poéticas y siempre que se mantenga entera su cadencia, somos indiferentes a su correspondencia con la realidad y los hechos.

Por ejemplo, cuando la doctrina del estado de Hegel se reescribe con las palabras de Hitler y Mussolini, nos resulta claramente ofensiva y nos alegramos de nuestra libertad del “yugo de una tiranía de un dictador”. Ningún político estadounidense soñaría con romper nuestra rutina de letanías con nada parecido. Podemos imaginar, por ejemplo, la sorpresa en el sentimiento popular que conllevaría que Mr. Roosevelt declarara públicamente que “el Estado abarca todo y nada tiene valor fuera del Estado. El Estado crea el derecho”. Aun así, un político estadounidense, mientras no formule la política en términos claros, puede ir más allá de la manera práctica en que lo ha hecho Mussolini y sin problemas ni preguntas. Supongamos que Mr. Roosevelt deba defender su régimen reafirmando públicamente la expresión de Hitler de que “solo el Estado posee derechos, porque es el más fuerte”. Uno difícilmente puede imaginar que nuestra gente aceptara eso sin un gran grado de náusea. ¿Pero en realidad está tan lejos esa doctrina extranjera de nuestras aceptaciones públicas reales? Sin duda no está lejos.

Lo que pasa es que respecto de la relación entre la teoría y la práctica real de los asuntos públicos, el estadounidense es el menos filosófico de los seres. La racionalización de conductas en general les resulta repugnante: prefiere emocionalizarlas. Le es indiferente la teoría de las cosas, mientras pueda practicar sus fórmulas; y mientras pueda escuchar el rumor de sus letanías, ninguna incoherencia práctica le perturba (de hecho, no da ninguna prueba de siquiera reconocerla como incoherencia).

El observador más capacitado y agudo de entre los muchos que vinieron de Europa a observarnos en la primera parte del pasado siglo fue el que por alguna razón se olvida más, a pesar de que en nuestras circunstancias actuales, especialmente, nos vale más que todos los Tocqueville, Bryce, Trollope y Chateaubriand juntos. Fue el notable economista político Michel Chevalier.

El profesor Chinard, en su admirable estudio biográfico de John Adams, ha llamado la atención sobre la observación de Chevalier de que el pueblo estadounidense tiene “la moral de un ejército en marcha”. Cuanto más pienso en ello, más claramente veo lo poco que hay en lo que nuestros publicistas gustan de llamar “la psicología estadounidense” que no lo explique con exactitud y explica exactamente el rasgo que estamos considerando.

Un ejército en marcha no tiene filosofía: se ve a sí mismo como una criatura en movimiento. No racionaliza su conducta. Salvo en términos de un fin inmediato. Como observaba Tennyson, hay una explicación oficial bastante estricta contra quien lo haga: “no han de razonar por qué”. Emocionalizar la conducta es otro tema y cuanto más, mejor; se estimula mediante una parafernalia completamente elaborada de brillantes etiquetas, banderas música, uniformes, decoraciones y el cultivo cuidadoso de un tipo muy especial de camaradería. En toda relación con “la razón de esto”, sin embargo (en la capacidad y disposición, como dice Platón, “a ver las cosas como son”) la mentalidad de un ejército en marcha es simplemente una adolescencia retrasada: sigue siendo persistente, incorregible y notoriamente infantil.

Pasadas generaciones de estadounidenses, como dejó registrado Martin Chuzzlewit, convirtieron este infantilismo en una distinguida virtud y estuvieron muy orgullosas de ello como el distintivo de un pueblo elegido, destinado a vivir eternamente en la gloria de sus propios logros sin parangón wie Gott in Frankreich. Mr. Jefferson Brick, el general Choke y el Honorable Elijah Pogram hicieron un trabajo de primera al adoctrinar a sus compatriotas en la idea de que una filosofía es completamente innecesaria y de que una preocupación por la teoría de las cosas es algo afeminado e impropio.

Un francés envidioso y presumiblemente disoluto puede decir que lo que quiera de la moral de un ejército en marcha, pero permanece el hecho de que nos ha traído hasta donde estamos y nos ha traído lo que tenemos. ¡Ved un continente sometido, ved la expansión de nuestra industria y comercio, nuestros ferrocarriles, periódicos, empresas financieras, escuelas, universidades, lo que queráis! Bueno, si todo esto se ha hecho sin una filosofía, si hemos crecido hasta esta grandeza sin rival sin ninguna atención a la teoría de las cosas, ¿no demuestra que la filosofía la teoría de las cosas son todo paparruchas y no son dignas de consideración para un pueblo práctico? La moral de un ejército en marcha es suficientemente buena para nosotros, y estamos orgullosos de ello.

La generación actual no habla en este tono de absoluta certidumbre. Parece, más bien, bastante menos abiertamente desdeñosa con la filosofía; incluso percibo algunas señales de sospecha de que en nuestras circunstancias actuales la teoría de las cosas podría merecer tenerse en cuenta y es especialmente hacia la teoría de la soberanía y el gobierno hacia la que parece estar evolucionando esta nueva actitud de hospitalidad. Las condiciones de los asuntos públicos en todos los países, notablemente en el nuestro, ha hecho más que poner bajo revisión la mera práctica actual de la política, el carácter y cualidad de los políticos representativos y los méritos relativos de esta o aquella forma de gobierno. Ha servido para sugerir que se atienda a la institución de la que todas estas formas o modos no son sino variadas y, desde el punto de vista teórico, indiferentes manifestaciones. Sugiere que la finalidad no se basa en consideraciones de especie, sino de género; no se basa en la consideración de las marcas características que distinguen al Estado republicano, al Estado monocrático, constitucional, colectivista, totalitario, hitleriano, bolchevique, lo que queráis. Se basa en la consideración del propio Estado.

V.

Parece haber una curiosa dificultad respecto de ejercitar pensamiento reflexivo sobre la naturaleza real de una institución  en la que se ha nacido y han vivido nuestros ancestros. Se acepta como se acepta la atmósfera; los ajustes prácticos a ella se hacen mediante una especie de reflejo. Apenas se percibe el aire hasta que se advierte algún cambio, favorable o desfavorable y entonces el pensamiento sobre él es especial; se piensa en un aire más puro, más ligero, más pesado, falta de aire.

Lo mismo pasa con ciertas instituciones humanas. Sabemos que existen, que nos afectan de formas diferentes, pero no nos preguntamos cómo llegaron a existir o cuál fue su intención inicial o cuál es su función principal que están cumpliendo realmente, y cuando nos afectan tan desfavorablemente que nos rebelamos contra ellas, vemos que no cambia nada más allá de alguna modificación o variante de la misma institución. Así, la América colonial, oprimida por el Estado monárquico, produce el estado republicano; Alemania renuncia al Estado republicano por el Estado hitleriano; Rusia intercambia el Estado monocrático por el estado colectivista; Italia intercambia el Estado constitucionalista por el Estado totalitario.

Es interesante observar que en el año 1935 la actitud de incuria media del individuo hacia el fenómeno del estado es precisamente la actitud que hubo hacia el fenómeno de la Iglesia en el año, digamos, 1500. El Estado era entonces una institución muy débil; la Iglesia era muy fuerte. El individuo nacía en la Iglesia y sus ancestros habían estado durante generaciones en precisamente la forma documentada y formal en las que hoy se nace en el Estado. Estaba gravado para apoyar a la Iglesia y ahora lo está para apoyar al estado. Se suponía que aceptaba la teoría y doctrina oficiales de la Iglesia, aceptar su disciplina y en general hacer lo que se le dijera; de nuevo precisamente las sanciones que hoy le impone el Estado. Si eran reticentes o recalcitrantes, la Iglesia les ocasionaba una buena cantidad de problemas, igual que hace hoy el Estado.

A pesar de todo esto, no parece que se le haya ocurrido al miembro de la Iglesia de entonces, igual que ocurre con el ciudadano del Estado en la actualidad, preguntarse qué tipo de institución era la que reclamaba su lealtad. Allí estaba; la aceptaba por sí misma, tal y como era y por su propio valor. Incluso cuando se rebelaba, cincuenta años después solamente intercambiaba una forma de Iglesia por otra, el romano por el calvinista, luterano, zwingliano u otra cosa; otra vez, igual que el ciudadano del Estado moderno intercambia un modo de Estado por otro. No examinaba la propia institución, igual que el ciudadano del Estado de hoy.

Mi propósito al escribir el plantear la pregunta de si la enorme disminución del poder social que vemos hoy en todas partes no sugiere la importancia de conocer más de lo que sabemos acerca de la naturaleza esencial de la institución que está absorbiendo tan rápidamente este volumen de poder.[10]

Uno de mis amigos me dijo últimamente que si las empresas de servicios públicos no se enmiendan, el Estado se apropiaría de sus negocios y los dirigiría. Hablaba con un aire curiosamente reverente de irreversibilidad. Pensé: igual que un miembro de la Iglesia a finales del siglo XV podría haber hablado de alguna inminente intervención de esta y me pregunté entonces si teníamos una teoría mejor informada y más razonada del Estado que el prototipo que tenía de la Iglesia. Francamente, estoy seguro de que no. Su pseudoconcepción era simplemente una aceptación no razonada del Estado en sus propios términos y su propia valoración y en esta aceptación no se mostraba más ni menos inteligente que toda la masa general de ciudadanos del Estado.

Me parece que con el vaciado del poder social al ritmo al que está, el ciudadano del Estado debería mirar muy de cerca la naturaleza esencial de la institución que está generando. Debería preguntarse si tiene una teoría del Estado y, si es así, si puede garantizar que la historia la respalda. No encontrará  en esta una materia que pueda resolverse de inmediato: necesita una buena parte de investigación y un duro ejercicio de reflexión.

Debería preguntar, en primer lugar, cómo se originó el Estado y por qué; debe haber aparecido de alguna manera y para algún fin. Esto parece una pregunta extremadamente fácil de responder, pero no la encontrará. Luego debería preguntar qué es lo que la historia considera continuamente como la función principal del Estado. Luego, si descubre que “el Estado” y el “gobierno” son términos estrictamente sinónimos, los usa como tales, ¿pero lo son? ¿Hay alguna característica invariable que diferencie la institución del gobierno de la institución del Estado? Luego debe decidir finalmente si, por el testimonio de la historia, el estado ha de considerarse como esencialmente una institución social o antisocial.

Ahora está bastante claro que si el miembro de la Iglesia de 1500 hubiera puesto su mente sobre cuestiones tan fundamentales como estas, su civilización podría haber tenido un camino más cómodo a recorrer y el ciudadano del Estado de hoy podría beneficiarse de su experiencia.


[1] El resultado de una encuesta publicada en julio de 1935, mostraba que el 76,8% de las respuestas eran favorables a la idea de que es tarea del Estado conseguir que toda persona que quiera un empleo lo tenga; el 20,1% estaban en contra y el 3,1% no estaban seguros.

[2] En este país, el Estado está actualmente fabricando muebles, moliendo harina, fabricando fertilizante, construyendo casas, vendiendo productos e granja, lácteos, textiles, comida en lata y aparatos eléctricos, gestionando agencias de empleo y oficinas de préstamos personales, financiando exportaciones e importaciones, financiando la agricultura. También controla la emisión de valores, las comunicaciones por cable y radio, los tipos de descuento, la producción de petróleo, la producción de energía, la competencia comercial, la producción y venta de alcohol y el uso de aguas interiores y ferrocarriles.

[3] Hay una especie de precedente en la historia de Roma. Si la historia es verdad en todos sus detalles, el ejército vendió el título de emperador de Didio Juliano por unos cinco millones de dólares. El dinero se ha usado frecuentemente para engrasar las ruedas de un golpe de estado, pero creo que se desconoce una compra directa sobre la mesa, salvo en estos dos ejemplos.

[4] Cuando escribo esto, los periódicos dicen que el presidente está a punto de ordenar detener el envío de fondos federales de ayuda a Luisiana para conseguir que el senador Long atienda a razones. Sin embargo no he visto ningún comentario sobre lo apropiado de este tipo de proceder.

[5] Un amigo en el negocio del teatro me dice que desde el punto de vista de la recaudación, Washington es la mejor ciudad para el teatro, los conciertos y la diversión en general en Estados Unidos, mucho mejor que Nueva York.

[6] La característica de la próxima campaña de 1936 que más interesará al estudioso de la civilización será en uso del fondo de ayuda de cuatro mil millones de dólares que se ha puesto a disposición del presidente, es decir, el grado en que se distribuirá sobre una base de clientelismo.

[7] Debe tenerse siempre en cuenta que hay un movimiento de marea, así como un movimiento de ola en estos asuntos y que el movimiento de ola es de poca importancia, relativamente. Por ejemplo, la invalidación del Tribunal Supremo de la National Recovery Act no supone nada a la hora de determinar el estatus real del gobierno personal. La cuestión real no es cuánto menor es ahora el total del gobierno personal respecto del que era antes de esa sentencia, sino cuánto mayor es normalmente ahora respecto del que era en 1932 y en años anteriores.

[8] Como, por ejemplo, en la espectacular anulación de la National Recovery Act.

[9] Este libro es una especie de programa o sinopsis de clases a alumnos de historia y política estadounidenses (principalmente graduados) y por tanto presupone cierta familiaridad con estas afirmaciones. Sin embargo, las pocas referencias que he dado, pondrían a cualquier lector en camino para documentarlas y amplificarlas satisfactoriamente.

[10] Una idea inadecuada y parcial de lo que pretende este libro, puede colegirse del hecho de que la renta del Estado estadounidense a través de impuestos está ahora ¡en torno a un tercio de la renta total de la nación! Esto tiene en cuenta todas las formas de impuestos, directos e indirectos, locales y federales.


Publicado el 5 de agosto de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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