Durante miles de años, los filósofos han argumentado que la sociedad debe otorgar grandes poderes a los gobernantes, porque solo un gran poder puede hacer retroceder a las fuerzas del mal (violencia, saqueo y desorden). Sin embargo, a menudo han concedido que esta solución tiene un defecto: los propios gobernantes poderosos pueden recurrir a la violencia y el saqueo.
En todo caso, las fuerzas positivas productivas de la sociedad siempre residieron en el mismo pueblo. Toda la verdadera paz, cooperación, producción y orden de los que disfruta la sociedad derivan del mismo. Así que el estado nunca fue una solución a un problema que el pueblo no podía resolver por sí mismo, sino que era él mismo un problema disfrazado como la única solución a los problemas cuyas soluciones reales ya estaban al alcance de la mano, si es que existían.
Dado que la destrucción de riqueza socava el bienestar social, ¿cómo ha llegado a ocurrir que el estado (una institución basada en la violencia y el saqueo) se haya impuesto a la cooperación pacífica como factor dominante en la vida social en prácticamente todo el mundo? Aunque esta sencilla pregunta requiere una respuesta compleja, sabemos que los gobernantes han usado el miedo (a ellos y a otros peligros conocidos y desconocidos) para aterrorizar a la gente y convencerla de que es incapaz de conseguirse seguridad, que solo el estado puede proporcionarla. Primero solo con el miedo, luego mediante una religión complementaria y finalmente mediante una ideología complementaria, las convicciones de la gente se retorcieron en forma compatibles con los gobernantes, los sacerdotes/ideólogos y la élite militar que vive a costa de las masas oprimidas, a quienes se mantiene a raya más con falsas creencias que con fuerza bruta.
Así sigue siendo hoy. ¿Puede pensarse alguna alternativa viable?
Los cabezotas se burlan de la idea que “el amor es la respuesta” a la lúgubre situación de la gente. Insisten en que hay fuerzas y hombres malvados actuando en el mundo, hombres a los que no les preocupa el amor y buscan solo fines viles, y que esa malevolencia solo puede eliminarse en la práctica afrontándolos con la fuerza y violencia adecuadas. Así que las supuestas “fallas de seguridad” alimentan una carrera hacia el fondo en la que los supuestos protectores se hacen cada vez menos distinguibles de los hombres malos que se supuestamente buscan dañarnos. Al afrontar el mal solo con la fuerza y violencia superiores e irreversibles de los gobernantes y su supresión superior e irreversible de nuestras libertades y medios de autoprotección, el objetivo último (un entorno social de seguridad real y cooperación pacífica) se aleja cada vez más de su consecución.
Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (mateo 5:43-44). Por supuesto, la gente (incluso la mayoría de los cristianos, sin duda) dirá que esta admonición, por muy bien que pueda sonar en un sermón, es completamente inviable, que actuar de acuerdo con ella nos dejaría a merced de quienes buscan dañarnos. Quizá lo haga.
Pero aquí estamos, habitando un mundo dividido en múltiples formas por incomprensiones mutuas, odios y deseos de venganza. Como cada sociedad está sometida a un estado cuyos propios intereses se atienden manteniendo hirviendo esta olla maligna, no tenemos ninguna perspectiva de salir nunca de este interminable ciclo de mal, violencia y castigo. En el proceso, el mundo entero pierde las inmensas bendiciones de que derivarían de la cooperación mutua, la paz y la tolerancia.
Los individuos pueden basar sus vidas personales en el amor y por tanto encontrar la paz que aparentemente elude toca comprensión filosófica y sociológica de los asuntos sociales. Sin embargo, sea lo que sea lo que hombre y mujeres sabios puedan conocer y practicar en sus vidas, un análisis esencialmente hobbesiano mantiene a los pensadores en su férreo asidero y quienes recomiendan amor son considerados atolondrados y simples. Pero, repito, aquí estamos, habitando un mundo que no mejora atendiendo a las palabras de los más importantes filósofos políticos, estadistas y expertos en relaciones internacionales. En su opinión, el estado es algo dado y sus análisis dan por sentada su naturaleza y conducta. Tal vez este punto de partida sea su error esencial: el que estén dispuestos a aceptar lo que más necesita ser puesto en cuestión.
Mientras exista el estado, con su violencia intrínseca, saqueos e insolencia, y busquemos soluciones a nuestros problemas sociales acuciantes a través de él o de su alargada sombra, estamos condenados no a soluciones de segunda o tercera categoría, sino a soluciones fingidas que son, en el mejor de los casos, pausas momentáneas para descansar en la carretera hacia nuestra deteriorante degradación y renuncia final. Destrucción es lo que hacen (o amenazan con hacer) los estados: es la naturaleza de la bestia. A medida que los cambios tecnológicos aumentan los poderes del estado, la culminación de esta terrible secuencia puede ser nuestra aniquilación absoluta.
El amor nos dirige en la dirección opuesta. Busca construir, mientras que el estado busca intimidar y matar al servicio de las élites con intereses propios que lo controlan a costa del pueblo en general. El amor no tiene que exhibir músculo o buscar venganza una y otra vez. El amor busca el bien del otro por sí mismo, no como un medio hacia el fin del agrandamiento propio. El amor es paciente y sufriente; el poder es impaciente y se le provoca fácilmente.
El amor no guarda cuentas; los rivales internacionales lo hacen en numerosos campos. El amor lleva a la paz interior y a las relaciones cordiales con otros, mientras que el estado está siempre en guerra, si no contra otros estados, indudablemente contra sus propios ciudadanos, a los que ataca incesantemente para sostenerse y premiar las insaciables ambiciones de los gobernantes de aclamación personal y poder sin límites.
Los cabezotas, por supuesto, dirán que en la vida socio-política el amor sencillamente no funciona. Por el contrario, insisten en que el poder en manos de los gobernantes sí funciona. Y en realidad lo hace. Ese es el problema.
Publicado el 30 de octubre de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.