La democracia – el último tabú

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Hoy presentamos “Más allá de la democracia”, un brillante libro que acaba de salir a la venta (puede comprarse aquí). De manera valiente desmenuza los mitos contradictorios que hoy sustentan a la democracia y al estado moderno, demostrando que la alternativa a la democracia no es la dictadura sino la libertad.

Muy recomendable para todo aquel que en medio de la crisis y confusión actual, se pregunte por el rol del sistema político en la sociedad. Fue escrito por Karel Beckman y Frank Karsten (fundador del Instituto Mises de Holanda) y traducido por Celia Cobo-Losey (editora del Instituto Mises Hispano).

«Si la democracia adolece hoy de defectos, estos solo pueden ser curados con más democracia». Esta vieja cita de un político americano muestra en pocas palabras cómo nuestro sistema político democrático es generalmente percibido. La gente está dispuesta a aceptar que la democracia pueda tener sus problemas –incluso puede estar de acuerdo con que muchas democracias parlamentarias occidentales, entre ellas la de Estados Unidos, puedan estar al borde del colapso–, pero no puede concebir una alternativa. La única cura que puede imaginar es, en efecto, más democracia.

Que nuestro sistema de democracia parlamentaria esté en crisis, pocos lo niegan. En todos los países democráticos hay ciudadanos insatisfechos y profundamente divididos. Los políticos se quejan de que los votantes se comporten como niños malcriados y los ciudadanos se quejan de que los políticos hagan oídos sordos a sus deseos. Los votantes se han vuelto notoriamente volubles. Con frecuencia cambian su lealtad de un partido político a otro. También se sienten cada vez más atraídos por partidos radicales y populistas. Por todas partes vemos que el panorama político se está fragmentando, haciendo cada vez más difícil superar las diferencias y formar gobiernos viables.

Los partidos políticos actuales no tienen una respuesta a estos desafíos. No son capaces de desarrollar alternativas reales. Se encuentran atrapados en rígidas estructuras de partido mientras sus ideales son secuestrados por grupos de intereses especiales y de presión. Prácticamente ningún gobierno democrático ha sido capaz de controlar su gasto. La mayoría de los países democráticos ha estado endeudándose, gastando y gravando tanto que ello ha dado lugar a una crisis financiera que, a su vez, ha llevado a varios países al borde de la quiebra. Y en las raras ocasiones en que las circunstancias fuerzan a los gobiernos a reducir su gasto, aunque solo sea temporalmente, el electorado se levanta en protesta contra lo que considera un asalto a sus derechos, haciendo cualquier clase de recorte real imposible.

A pesar de sus impulsos derrochadores, casi todos los países democráticos sufren de tasas de desempleo permanentemente elevadas. Grandes grupos de personas permanecen marginadas. Prácticamente ningún país democrático ha realizado las provisiones adecuadas para sus envejecidas poblaciones.

Por lo general, las sociedades democráticas sufren de un exceso de burocracia y un afán regulador. Los tentáculos del Estado se introducen en cada una de las vidas de sus ciudadanos. Hay reglas y regulaciones para todo lo imaginable. Y cada problema es atendido a golpe de legislación en lugar de mediante verdaderas soluciones.

Al mismo tiempo, los gobiernos democráticos no realizan bien lo que mucha gente consideraría su tarea más importante: mantener la ley y el orden. El crimen y el vandalismo andan a sus anchas. Tanto la policía como el sistema judicial se muestran incompetentes y a menudo francamente proclives a la corrupción. El comportamiento inocente es criminalizado. En términos porcentuales, Estados Unidos cuenta con el mayor número de personas en prisión del mundo. Muchas de estas personas se encuentran en la cárcel por conductas perfectamente inocuas, simplemente porque sus hábitos son considerados ofensivos por la mayoría.

La confianza de la gente en sus políticos democráticamente electos ha alcanzado los niveles más bajos de todos los tiempos de acuerdo con varios estudios. Existe una profunda desconfianza de los gobiernos, los líderes políticos, las élites y los organismos internacionales, que parecen haberse instalado por encima de la ley. Mucha gente se ha vuelto pesimista en relación al futuro. Teme que la situación de sus hijos sea peor que la suya. Teme la invasión de los inmigrantes, pues siente que su cultura está en peligro y que hace tiempo que perdió la batalla.

La fe democrática

A pesar de que la crisis de la democracia es ampliamente reconocida, rara vez se oye alguna crítica respecto al sistema democrático en sí. Casi nadie culpa a la democracia como tal de los problemas que estamos viviendo. Invariablemente, los líderes políticos –ya sean de izquierda, derecha o centro– prometen enfrentar nuestros problemas con más democracia, ni más ni menos. Prometen escuchar a la gente y poner el interés público por encima de los intereses privados. Prometen reducir la burocracia, ser más transparentes, ofrecer mejores servicios, hacer que el sistema vuelva a funcionar. Sin embargo, nunca ponen los supuestos beneficios del sistema democrático en tela de juicio. Antes de admitir su posible relación con la democracia argumentarán que nuestros problemas son causados por un exceso de libertad. La única diferencia entre progresistas y conservadores es que los primeros tienden a quejarse de la excesiva libertad económica y los segundos de la excesiva libertad social. ¡Esto ocurre irónicamente en el momento de la historia con las leyes más numerosas y los impuestos más altos de todos los tiempos!

De hecho, la crítica del ideal democrático es más o menos un tabú en las sociedades occidentales. Se nos permite criticar cómo se pone en práctica o castigar a los actuales partidos y dirigentes políticos, pero criticar el propio ideal democrático es algo que simplemente «no se debe hacer».

No es exagerado decir que la democracia se ha convertido en una religión, una religión moderna y secular. Se la podría llamar «el mayor culto de la tierra». Todos, a excepción de once países –Myanmar, Suazilandia, el Vaticano y algunas naciones árabes–, proclaman ser democracias, aunque lo sean solo de nombre. Esta creencia en el dios de la democracia se encuentra estrechamente ligada al culto del Estado democrático nacional que surgió en el transcurso del siglo XIX. Dios y la Iglesia fueron reemplazados por el Estado como si este fuera el Dios Padre de la sociedad. Las elecciones democráticas constituyen el ritual por el cual oramos al Estado por empleo, vivienda, sanidad, seguridad y educación. Tenemos fe absoluta en este Estado democrático. Creemos que él puede encargarse de todo. Él es el que juzga y premia, el que todo lo sabe, el que todo lo puede. Esperamos que él resuelva todos nuestros problemas personales y sociales.

La belleza del dios democrático es que él ofrece sus buenas obras de forma completamente desinteresada. Como dios, el Estado no tiene interés propio. Él es el guardián puro del interés público. Además, él no cuesta nada. Él reparte el pan, los peces y otros favores gratuitamente.

Al menos, eso es lo que le parece a la gente. La mayoría tiende a ver solo los beneficios de las provisiones gubernamentales, no sus costes. Una razón para ello es que el gobierno muchas veces recauda impuestos de forma muy indirecta, requiriendo a las empresas colectar impuestos sobre las ventas, por ejemplo, o exigiendo a los empleadores cobrar los impuestos de la seguridad social o pidiendo dinero prestado en los mercados financieros (que algún día deberá ser pagado por los contribuyentes) o inflando la oferta monetaria. De esta manera, la gente no se da cuenta de qué cantidad de sus ingresos es en realidad confiscada por el gobierno. Otra razón es que, mientras los resultados de las acciones gubernamentales son visibles y tangibles, todas aquellas cosas, que podrían haber sido llevadas a cabo y se hubieran realizado –si el gobierno no hubiera, desde un principio, confiscado las posesiones de la gente–, permanecen fuera del alcance de la vista.

Los aviones de combate que se fabrican están ahí para que todos los veamos, mientras que todas las cosas que no se hicieron, porque el dinero público se gastó en aviones de combate, permanecen invisibles.
La fe democrática se ha arraigado tan profundamente que, para la mayoría de la gente, es sinónimo de todo aquello que es (políticamente) correcto y moral. Democracia significa libertad (todos pueden votar), igualdad (todos los votos tienen el mismo valor), justicia (todos somos iguales), unidad (todos decidimos juntos), paz (las democracias nunca inician guerras injustas). En este modo de pensar, la única alternativa a la democracia es la dictadura. Y la dictadura, por supuesto, representa todo lo que es malo: falta de libertad, desigualdad, guerra e injusticia.

En su famoso ensayo de 1989, El final de la Historia, el pensador neoconservador Francis Fukuyama llegó a declarar que el sistema moderno de la democracia occidental es el clímax de la evolución política de la humanidad. O, como él mismo diría, hoy estamos presenciando «la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano». Es evidente que solo mentes despiadadas –terroristas, fundamentalistas o fascistas– se atreverían a criticar una noción tan sagrada.

Democracia = colectivismo

Sin embargo, esto es precisamente lo que haremos en este libro: manifestarnos contra el dios de la democracia, especialmente el de la democracia nacional parlamentaria. El modelo democrático de decisión es útil en algunos contextos, en pequeñas comunidades o dentro de asociaciones. No obstante, la democracia nacional parlamentaria, que casi todos los países occidentales tienen, cuenta con más inconvenientes que ventajas. La democracia parlamentaria, se argumenta, es injusta, conduce a la burocracia y el estancamiento, socava la libertad, la independencia y la empresa e, inevitablemente, termina en antagonismo, intromisión, letargo y sobre-gasto. Y no porque ciertos políticos fracasen en su trabajo –o porque el partido equivocado esté al mando–, sino porque así es como funciona el sistema.

El sello distintivo de la democracia es que «el pueblo» decide cómo debe organizarse la sociedad. En otras palabras, todos decidimos «juntos» sobre todo lo que nos concierne. Sobre cuán altos deben ser los impuestos, cuánto dinero debe gastarse en el cuidado de los niños y los ancianos, a qué edad debe permitirse a la gente consumir bebidas alcohólicas, cuánto deben pagar los empleadores por las pensiones de sus empleados, qué debemos poner en la etiqueta de un producto, qué deben aprender los niños en la escuela, cuánto dinero debe gastarse en ayuda al desarrollo, en energías renovables, en educación física o en orquestas, cómo debería el propietario de un bar llevar su bar y si a sus huéspedes se les debe permitir fumar o no, cómo debería construirse una casa, a qué altura deberían de fijarse los tipos de interés, cuánto dinero debe circular en la economía, si los bancos deberían ser rescatados con el dinero de los contribuyentes cuando amenazan con quebrar, a quién se le autoriza a llamarse a sí mismo médico, a quién se le permite crear un hospital, si a la gente se le deja morir cuando se cansa de vivir y si, o cuándo, debe la nación ir a la guerra. En una democracia, se espera que «el pueblo» decida sobre todas estas cuestiones y miles de otras más.

Así que, la democracia es, por definición, un sistema colectivista. La democracia es un socialismo por la puerta de atrás. La idea básica detrás de la misma es que es deseable y correcto que todas las decisiones importantes sobre la organización física, social y económica de la sociedad sean tomadas por el colectivo, el pueblo. Y el pueblo autoriza a sus representantes en el parlamento –en otras palabras, al Estado– a tomar estas decisiones por él. Es decir, en una democracia todo el tejido social está orientado hacia el Estado.

Puede entonces resultar engañoso afirmar que la democracia es, de alguna manera, el inevitable punto culminante de la evolución política de la humanidad. Aquello no es más que un ejemplo de propaganda que pretende enmascarar el hecho de que la democracia representa una orientación política muy específica, para la que, de hecho, existen un montón de alternativas razonables.

Una de esas alternativas se llama libertad. O liberalismo, en el sentido clásico de la palabra (que tiene un significado completamente diferente al usado hoy en día en Estados Unidos). No es difícil ver que la libertad y la democracia no son lo mismo. Consideremos lo siguiente: ¿decidimos democráticamente cuánto dinero debería gastar cada uno en ropa o a qué supermercado debería ir? Es evidente que no. Cada quien lo decide por sí mismo. Y esta libertad de elección funciona bien. Entonces, ¿por qué funcionaría mejor si todas las otras cosas que nos afectan –desde nuestro lugar de trabajo, cuidado sanitario y pensión hasta nuestros clubes y pubs– fueran decididas democráticamente?

De hecho, ¿no podría ser que este mismo hecho –que decidamos todo democráticamente, que prácticamente todos los asuntos económicos y sociales se controlen a través del Estado– sea la causa subyacente de muchas de las cosas que están mal en nuestra sociedad? ¿Que la burocracia, la intervención gubernamental, el parasitismo, el crimen, la corrupción, el desempleo, la inflación, los bajos niveles educativos, etc., no se deban a la falta de democracia, sino más bien a su existencia? ¿Que vayan con la democracia del mismo modo que las tiendas vacías y los coches Trabant van con el comunismo?

Eso es lo que esperamos poder demostrar en este libro.

Este libro se divide en tres partes. En la primera, hablamos de nuestra fe en el dios de la democracia parlamentaria. Como cualquier otra religión, la democracia implica un sistema de creencias –dogmas que todos aceptan como verdades incontrovertibles–. Nosotros presentamos estos dogmas en la forma de trece mitos populares acerca de la democracia. En la segunda parte, describimos las consecuencias prácticas del sistema democrático. Tratamos de mostrar por qué la democracia lleva inevitablemente al estancamiento, al tiempo que intentamos apuntar a lo que la hace ineficiente e injusta. En la tercera sección planteamos una alternativa a la democracia, a saber, un sistema político basado en la autodeterminación del individuo, que se caracteriza por la descentralización, el gobierno local y la diversidad.

A pesar de nuestra crítica del actual sistema democrático-nacional, somos optimistas respecto al futuro. Una razón por la que mucha gente es pesimista es porque siente que el sistema actual no va a ninguna parte y, sin embargo, es incapaz de imaginar una alternativa atractiva. Se da cuenta de que el gobierno controla en gran medida su vida y es consciente de que no puede controlarlo a él. Las únicas alternativas que puede imaginar son formas de dictadura, tales como el «modelo chino» o alguna forma de nacionalismo o fundamentalismo.

Pero ahí es donde se equivocan. La democracia no significa libertad. Esta no es sino otra forma de dictadura –la dictadura de la mayoría y del Estado–. Ni siquiera es sinónimo de justicia, igualdad, solidaridad o paz.

La democracia es un sistema que fue introducido hace unos 150 años en la mayoría de los países occidentales. Entre otras razones, se hizo para alcanzar los ideales socialistas dentro de las sociedades liberales. Cualesquiera que fueran las razones en su momento, no existe ahora ninguna buena razón para mantener la democracia parlamentaria nacional. No funciona. Es hora de una nueva libertad. Ya es tiempo de que la productividad y la solidaridad no sean organizadas sobre la base de una dictadura democrática y sean el resultado de las relaciones voluntarias entre las personas. Esperamos convencer a nuestros lectores de que la posibilidad de realizar este ideal es mayor de lo que mucha gente hoy imagina y que vale la pena el esfuerzo para conseguirlo.

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