10 lecciones de economía (que los gobiernos quisieran ocultarle) – Capítulo 2

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¿Por qué fracasaron en Latinoamérica las reformas “neoliberales” de los 90’s?

Imagine usted que un grupo de vecinos de su barrio –elegidos o auto elegidos gobernantes- deciden que nadie si no ellos puede proveer de seguridad y resolución de disputas.  Pero no sólo eso, pues además de unas tolerables alícuotas para gastos como iluminación, jardines y mantenimiento de las instalaciones comunes como a las que todos acostumbramos, empiezan a cobrarle un porcentaje de su sueldo a los solteros para pagar educación de quienes no tienen hijos. A los de estilo de vida más saludable para ofrecer salud a quienes la quieran gratuitamente, a crear puestos de trabajo en la administración del barrio –a costa de todos los vecinos nuevamente, y a controlar toda una serie de elementos de la vida misma de las familias. No hace falta demasiada imaginación para completar el panorama, pero en eso se convirtió el Estado para los latinoamericanos en las últimas dos generaciones. En la mayoría de países y ya avanzados los 1970’s, el Estado era aguatero, electricista, ingeniero, médico, profesor, consejero matrimonial y familiar y casa de beneficencia.

A pesar de ese diagnóstico ahora evidente, y de que el famoso (infame para la siniestra) Consenso de Washington parecía ser la cura para los males del continente, los resultados han dejado mucho que desear. Tanto así que los ungidos del populismo y el colectivismo son –electoralmente hablando- más fuertes que nunca en la región gracias a que lo denuncian diariamente. Pero si el final de los 80’s y la década de los 90’s representaron una ola masiva de privatizaciones, desregulación y apertura aparentes, ¿qué pudo haber fallado? ¿No será que los ungidos tienen razón y el “neoliberalismo” es intrínsecamente incapaz de generar prosperidad general?  De ninguna manera.

Volvamos a la analogía del principio. ¿Qué pasa si el grupo de gobernantes –que ha cambiado de rostros pero no en realidad de talante- decide abandonar muchas de las actividades que había capturado? ¿Volvemos ipso facto a una situación natural? De ninguna manera. El grupo de gobernantes puede haber vuelto más “eficiente” una serie de actividades mediante concesiones. Los vecinos aún no sentimos que somos los dueños de nuestras vidas. El grupo de gobernantes puede haber dejado de hacer ciertas cosas por nosotros, pero mantiene leyes que nos dicen cómo y hasta dónde hacerlas. Aún no somos dueños de nuestras vidas. Los gobernantes pueden permitirnos iniciativas en el barrio, pero con su permiso previo y bajo su supervisión técnica. Nuevamente, no hemos recuperado realmente nada.

El problema de las reformas de los 90’s es precisamente ese (tomemos en cuenta que países como Ecuador ni siquiera las emprendieron). Desde la división de Buenos Aires en dos zonas para dar control exclusivo a una empresa telefónica cada una, pasando por el Ejido mexicano que mantiene al Estado como propietario de tierras y destinos en el agro, hasta llegar a los sistemas de “Seguridad Social”, donde el Estado “ahorra por nosotros” para la vejez, lo que tenemos no es ninguna forma de Liberalismo (ni existe un “neo”, valga decirlo) si no Mercantilismo puro y duro. Es decir, el remedio resulta sólo un poco mejor que la enfermedad. Si teníamos un Estado obeso y empresario, ahora tenemos un Estado obeso que se siente menos empresario pero que por su obesidad acapara los recursos con los que podríamos ser empresarios los demás. Nos mantiene regulados, supervisados, concesionados (el monopolio sigue, aunque la calidad aumente notablemente en una concesión), arancelizados, monopolizados jurídicamente y desposeídos.  Y esos dos últimos factores son los menos notorios y discutidos pero los más importantes para el despegue –aun postergado- de nuestros países.  Tiene toda la razón quien señale que España, Irlanda, Estonia o el propio Hong-Kong no son sistemas liberales puros y aun así son las estrellas mundiales de crecimiento y prosperidad para sus habitantes.  Y es que nos hemos enfocado siempre en lo que les distingue de países de crecimiento bajo como Dinamarca, Francia o Alemania.  Pero la clave, el requisito sine qua non, del progreso es lo que tienen en común entre sí y nosotros aún no tenemos: seguridad jurídica sobre propiedad y contratos.  ¿Por qué llegar a esta conclusión? Nada más puede explicar por qué el 80% de flujos de inversión extranjera se den entre los propios países desarrollados cuando una empresa como Microsoft paga un 8% de dividendos a sus accionistas en años recientes, y empresas exitosas ecuatorianas rebasan el 25%.  ¿No deberían llover los capitales sobre los países latinoamericanos donde las inversiones rinden más? Simplemente, no.  Si usted sabe que un país de Latinoamérica usted retiene alrededor del 60% de utilidades por su dinero invertido en una empresa y en Dinamarca apenas el 40%, ¿por qué Dinamarca sigue siendo un mejor destino para las inversiones? Porque Dinamarca tiene un tradicional, popular y efectivo sistema de propiedad y justicia.

Es decir que en Latinoamérica usted puede retener más luego de impuestos, pero existen más deudas incobrables, más posibilidad de estafa de un socio, más conflictos laborales y otros elementos que desmotivan al empresario de mantener inversiones y capitales en nuestro territorio.  Es por eso que la reinversión es un acto de heroísmo y que los políticos colectivistas y populistas etiquetan a los más cautelosos como “poco patrióticos” por mantener una razonable proporción de ahorros y utilidades en el exterior. Pero el tema no termina ahí.  Hernando de Soto, en su nueva obra “El Misterio del Capital”, calcula que el 80% de la propiedad en los países en vías de desarrollo está totalmente sumergida.  Es decir que decenas de millones de familias en nuestro continente no tienen acceso a la forma primordial de obtener créditos, iniciar Pymes, darse empleo y en general integrarse al sistema productivo. Si existen sistemas de propiedad estatal como el Ejido mexicano o el IESS ecuatoriano, o si la casa o terreno de una familia de escasos recursos no son suyos formalmente, no hay grado de apertura, privatizaciones u ortodoxia fiscal que puedan compensarlo.  Literalmente la clase media y baja se vuelven meros espectadores del proceso económico.  Y los ungidos sabrán capitalizar ese hecho denunciándolo (hasta un reloj dañado acierta dos veces al día) como exclusión. Sin embargo los ungidos piensan que la repuesta es la inclusión política (“decidamos entre todos en asambleas”).

La respuesta desde la mentalidad empresarial debe ser muy distinta y más acertada: sí, el Mercantilismo es excluyente, pero podemos caminar hacia el Liberalismo si masificamos el acceso a la justicia (más jueces, mejores incentivos para agilizar asuntos y más rendición de cuentas a la comunidad), a la propiedad (registros de la propiedad y mercantiles en manos de las cámaras de la producción y otras asociaciones comunitarias), y a la seguridad (policías municipales).  Si bien ya muchos conocemos los indicadores del Índice de Libertad Económica de Heritage Foundation y el Freedom of the World Index del Fraser Institute debe quedarnos claro que no todos tienen el mismo peso.  En otras palabras, la libertad económica comienza por la propiedad, el contrato y la justicia. Son secundarios aunque trascendentes también los impuestos, aranceles y regulaciones. Esto simplemente, porque una economía libre es una economía de propietarios, no de proletarios.


 

El resto del libro lo pueden encontrar en formato Kindle (para iPad o PC también) en http://bit.ly/10Lecciones.

Juan Fernando Carpio es economista de la Escuela Austriaca, coach empresarial e individual (motivación, liderazgo, crecimiento personal) y articulista bajo la perspectiva libertaria. Escribe regularme en el Instituto Ludwig von Mises Ecuador y en su blog personal que pueden encontrar aquí.

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