El fantasma de Keynes sigue persiguiendo a la economía

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Cuando la economía de EEUU cayó en una recesión inflacionista en 1969, Murray N. Rothbard, en su prólogo a la segunda edición de America’s Great Depression, escribió que el paradigma keynesiano no podía explicar ese fenómeno, pero la economía austríaca podía explicar qué estaba ocurriendo. Si Rothbard tenía rezón (y la tenía) había que creer que la “economía” keynesiana debería estar permanentemente en la basura, dado que no podía explicar lo que todos veían que ocurría.

Igualmente, durante las turbulentas décadas de 1970 y 1980, los acceso de recesiones inflacionistas empeoraron e incluso progresistas políticos radicales como el corresponsal de economía de las noticias de ABC, Dan Cordtz, lamentaban que las “reglas de la economía” ya no parecían ser de aplicación. Estas supuestas reglas no eran en absoluto leyes económicas, sino más bien dogmas presentados por John Maynard Keynes en su infame obra, La teoría general del empleo, el interés y el crédito.

Economistas alegres como Arthur Laffer, que apoyaba lo que él y otros llamaban “economía del lado de la oferta”, declaraban que la “economía” keynesiana estaba desacreditada, quizá para bien. La llegada de tres recesiones inflacionistas, incluyendo la actual, debería haber ocasionado la muerte permanente del keynesianismo, pero, sin embargo, parece que el paradigma keynesiano es más influyente que nunca.

La prueba A es el presidente Barack Obama, que en 2009, poco después de haber tomado posesión del cargo declaró que Estados Unidos “gastará para salir” de la actual recesión.

La prueba B ha sido el reciente anuncio de Obama de que nombraría a Janet Yellen para presidir el Sistema de la reserva Federal. Yellen, sin sorpresas, es una ferviente creyente keynesiana.

La prueba C es la actual popularidad de Paul Krugman, que ha hecho más que ninguna otra persona en el mundo para promover el keynesianismo y reclamar que se aplique, punto por punto, a la economía mundial.

La prueba D ha sido las políticas keynesianas continuas de la Reserva Federal y el banco central de Japón.

Los economistas académicos que sostienen que la visión de la “prueba del mercado” de la economía deberían estar confundidos. He aquí  un paradigma que afirma que no puede haber una recesión inflacionista, aunque todas las recesiones que han destruido la economía de EEUU en décadas recientes han sido inflacionistas. Además, a pesar del gasto de más de un billón de dólares en nombre de “estímulo” keynesiano, la economía sigue zozobrando, mientras los tasas de desempleo siguen siendo tercamente altas y millones de trabajadores o han abandonado su búsqueda de trabajo o trabajan a tiempo parcial solo para poder llevar comida a la mesa.

Dado el hecho de que las administraciones de George W. Bush y Barack Obama (por no mencionar el Congreso) han seguido las reglas keynesianas, los lamentables resultados deberían bastar para desacreditar el keynesianismo, esta vez para bien. Una teoría explica y predice los fenómenos o no y debería estar claro que la teoría keynesiana ha fracasado.

En todo caso, la “prueba del mercado” académica realmente no conlleva el éxito o fracaso real de una teoría. Parece que muchos economistas académicos no quieren preocuparse por lo que ocurre en el mundo real. La cacareada “prueba del mercado” no da resultados reales, sino que da lo que muchos economistas están dispuestos a aceptar como algo que desean que sea cierto y que los políticos creen que es bueno para sus propios propósitos electorales.

La suposición que conlleva tratar de aplicar la “hipótesis de los mercados perfectos” de Eugene Fama a la economía académica presupone que a los economistas solo les interesa lo que ocurre realmente. Además, la creencia presume que cuando se presenta con una serie de hechos, los economistas académicos harán el mismo análisis y no estarán influidos por partidismos políticos.

Dada la interpretación que economistas como Krugman, Alan Blinder y otros han hecha tras la desastrosa primera semana del “Obamacare”, por no mencionar su complicidad con la propia administración Obama, esto último es claramente falso. Además, vemos que son “ganancias del comercio”, ya que los políticos tienden a atribuirlas a aquellos economistas que puedan ofrecer la proverbial “reparación rápida” a cualquier cosa que aflija a la economía, ya que hacer algo se ve que confiere más beneficios políticos que hacer lo correcto, que es disminuir el poder ámbito e influencia del poder del estado.

Incluso Krugman admite que la aparición de experiencia ha alimentado la causa keynesiana:

En la década de 1930 hubo una catástrofe y si eras un cargo público o incluso un hombre normal en busca de guía y comprensión, ¿qué conseguías de los institucionalistas? Caricaturizando, pero solo ligeramente, conseguías explicaciones elípticas de que todo tenía profundas raíces históricas y estaba claro que no había una reparación rápida. Entretanto aparecieron los keynesianos, que estaban orientados a modelos y que básicamente decían “Pulsa este botón”, aumenta G y todo irá bien. Y la experiencia del auge en tiempo de guerra parecía demostrar que la expansión del lado de la demanda sí funcionaba en la forma en que decían los keynesianos que lo haría.

En los últimos cinco años, los políticos han estado pulsando el “botón G” y todo no va bien. Pero en esta época de gobierno sin limitaciones, la promesa keynesiana de prosperidad derivada del gasto público masivo es atractiva para políticos, economistas e intelectuales públicos. El que eso solo empeore las cosas es irrelevante y no viene al caso. Si la economía flaquea, políticos y economistas académicos culparán al capitalismo, no al keynesianismo, y se quedarán con eso.


Publicado el 6 de noviembre de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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