La conquista de los EEUU por España

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[Publicado por primera vez por la Future of Freedom Foundation (1995)]

El año 1898 fue un hito en la historia estadounidense. Fue el año en que Estados Unidos fue a la guerra contra España, el primer enfrentamiento con un enemigo extranjero al inicio de la era del belicismo moderno. Aparte de unos escasos periodos de retirada, nos hemos visto desde entonces envueltos en política exterior.

En la década de 1880, un grupo de cubanos hacía campaña para la independencia de España. Como muchos revolucionarios antes y después, tenían poco apoyo real entre la masa de la población. Así que recurrieron a tácticas terroristas: devastar los campos, dinamitar ferrocarriles y matar a quien se interpusiera en su camino. Las autoridades españolas respondieron con duras contramedidas.

Crecía la inquietud en algunos inversores estadounidenses en Cuba, pero las fuerzas reales que empujaron a Estados Unidos a la intervención no fueron un puñado de cultivadores de caña de azúcar. Los lemas que usaban los rebeldes (“libertad” e “independencia”) resonaban en  muchos estadounidenses, que no sabían nada de las circunstancias reales de Cuba. También influía la “leyenda negra”, el estereotipo de los españoles como déspotas sedientos de sangre que los estadounidenses habían heredado de sus ancestros ingleses. Fue fácil para los estadounidenses creer las historias divulgadas por los insurgentes, especialmente cuando la prensa “amarilla” descubrió que fomentar la histeria sobre “atrocidades” españolas en buen parte inventadas (silenciando las cometidas por los rebeldes) vendía periódicos.

Los políticos en busca de publicidad y favor popular vieron una mina de oro en el asunto cubano. Pronto el gobierno estadounidense empezó a enviar notas a España expresando su “preocupación” por los “acontecimientos” en Cuba. En realidad, los “acontecimientos” eran meramente la táctica que usaban normalmente las potencias coloniales en una guerra de guerrillas. Cosas igual de malas o peores estaban haciendo Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros en todo el mundo en esa época de imperialismo. España, consciente de la inmensa superioridad de las fuerzas estadounidenses, respondió a la ingerencia de Washington con intentos de apaciguamiento, tratando al tiempo de mantener los restos de dignidad como antigua potencia imperial.

Cuando William McKinley se convirtió en presidente en 1897, ya estaba planeando expandir el papel de Estados Unidos en el mundo. Los problemas de la Cuba española ofrecían la oportunidad perfecta. McKinley declaraba públicamente: “No queremos guerras de conquista; debemos evitar la tentación de la agresión territorial”. Pero dentro del gobierno, la influyente conspiración que buscaba la guerra y la expansión sabía que había encontrado a su hombre. El Senador Henry Cabot Lodge escribía a Theodore  Roosevelt, entonces en el Departamento de la Armada: “Salvo que esté completamente equivocado, la Administración está ahora comprometida con la gran política que ambos deseamos”. Esta “gran política”, también apoyada por el Secretario de Estado John Hay y otras figuras clave, buscaba romper definitivamente con nuestra tradición de no intervención y neutralidad en asuntos exteriores. Estados Unidos asumiría por fin sus “responsabilidades globales” y se uniría a las demás grandes potencias en la búsqueda de territorios alrededor del mundo.

Los líderes del partido belicista camuflaron sus planes al hablar de la necesidad de procurar mercados para la industria estadounidense e incluso fueron capaces de convencer a unos pocos líderes empresariales a seguir su línea. Pero en realidad nadie en esta camarilla de altivos patricios (“dinero viejo”, en su mayor parte) tenía ningún interés importante en los negocios o siquiera muchos respeto por ellos, excepto como fuente de fortaleza nacional. Al igual que camarillas similares en Gran Bretaña, Alemania, Rusia y otros lugares en esa época, su objetivos era el aumento del poder y la gloria de su estado.

Para aumentar la presión sobre España, se envió el barco de guerra USS Maine al puerto de La Habana. En la noche del 15 de febrero, el Maine explotó matando a 252 hombres. Las sospechas recayeron inmediatamente en los españoles, aunque eran los que menos tenían que ganar con la destrucción del Maine. Era mucho más probable que hubieran estallado las calderas o incluso que los propios rebeldes minaran el buque para llevar a Estados Unidos a la guerra que ellos solos no podían ganar. La prensa reclamaba venganza contra la pérfida España los políticos intervencionistas creían llegada su hora.

McKinley, deseoso de preservar su imagen como estadista cauteloso, se tomó su tiempo. Presionó a España para que dejara de luchar contra los rebeldes y empezara a negociar la independencia cubana, apuntando genéricamente que la alternativa era la guerra. Los españoles, opuestos a entregar sencillamente la isla a una junta terrorista, estaban dispuestos a otorgar una autonomía. Finalmente, desesperados por evitar la guerra con Estados Unidos, Madrid proclamó un armisticio, una concesión sorprendente en un estado soberano ante una petición de otro.

Pero no era bastante para McKinley, que había puesto sus ojos en apropiarse algunas de las posesiones que le restaban a España. El 11 de abril envió su mensaje de guerra en el Congreso, omitiendo cuidadosamente la concesión de un armisticio. Una semana más tarde, el congreso aprobó la declaración de guerra que quería McKinley.

En el Lejano Oriente, el Comodoro George Dewey recibió el adelante para llevar a cabo un plan preestablecido: dirigirse a Filipinas y asegurarse el control del puerto de Manila. Hizo esto, atrayendo a Emilio Aguinaldo y sus luchadores por la independencia filipina. En el caribe, las fuerzas estadounidenses sometieron rápidamente a los españoles en Cuba y luego, después de que España pidiera la paz, continuó apropiándose también de Puerto Rico. En tres meses, la batalla había terminado. Había sido, como es conocido que dijo el Secretario de Estado, John Hay, “una espléndida pequeña guerra”.

La rápida paliza de EEUU a la decrépita España llenó de euforia al público estadounidense. La gente creía que era una victoria de los ideales estadounidenses y de su modo de vida contra una tiranía del Viejo Mundo. Nuestras armas triunfantes garantizarían a Cuba un futuro libre y democrático.

Contra esta marea de júbilo público, un hombre habló claro. Fue William Graham Sumner, profesor en Yale, famoso sociólogo e incansables defensor de la empresa privada, el libre comercio y el patrón oro. Ahora iba a entrar en su pelea más dura.

El 16 de enero de 1899, Sumner se dirigía a una masa que abarrotaba el capítulo de la Phi Beta Kappa de Yale. Sabemos que los miembros de Yale en la asamblea y el resto de la audiencia rebosaban de orgullo patriótico. Con una estudiada ironía, Sumner tituló a su discurso “La conquista de los Estados Unidos por España”.

Sumner lanzó el guante:

Hemos derrotado a España en un conflicto militar, pero nos estamos sometiendo a su conquista en el terreno de las ideas y las políticas. El expansionismo y el imperialismo no son otra cosa que las viejas filosofías de la prosperidad nacional que han llevado a España a donde está.

Sumner procedía a esquematizar la visión original de Estados Unidos que tenían los Padres Fundadores, radicalmente diferente de la que prevalecía entre las naciones de Europa:

No habría corte ni pompa, no habría órdenes, ni insignias o adornos o títulos. No habría deuda pública. (…) No iba a haber una gran diplomacia, porque intentaban ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en ninguna de las intrigas en las que acostumbran a participar los estadistas europeos. No iba a haber equilibrio de poderes ni “razón de estado” a costa de la vida y felicidad de los ciudadanos.

Ésa había sido la idea americana, nuestra señal como nación: “ha sido por virtud de esta concepción de comunidad por lo que los Estados Unidos han resultado ser únicos y grandes en la historia de la humanidad y su pueblo ha sido feliz”.

El sistema que no legaron los Fundadores, sostenía Sumner, era delicado, ofreciendo para la división un equilibrio de poderes y dirigido a mantener al gobierno como pequeño y local. No fue un accidente que Washington, Jefferson y los demás que crearon la república emitieron claras advertencias contra “implicaciones en el extranjero”. Una política de aventurerismo exterior, por su naturaleza, retorcería y alteraría y en definitiva destrozaría nuestro sistema original.

Al hacerse más importantes los asuntos exteriores, el poder se trasladaría de comunidades y estados al gobierno federal y, dentro de ése, del Congreso al presidente. Una política exterior siempre activa solo podría desarrollarla el presidente, a menudo sin conocimiento del pueblo. Así, el sistema estadounidense, basado en el gobierno local, los derechos de los estados y el Congreso como voz del pueblo a nivel nacional, cada vez entregaría más cosas a una hinchada burocracia encabezada por una presidencia de corte imperial.

Pero ahora, con la guerra contra España y la filosofía que hay tras ella, no estamos abandonando al estilo europeo, declaraba Sumner “guerra, deudas, impuestos, diplomacia, un sistema de gobierno grande, pompa, gloria, un gran ejército y una gran armada, prodigalidad, corrupción política… en una palabra, imperialismo”.

Parece que ya los entrometidos globales habían acuñado la que iba a ser su palabra favorita de insulto: “aislacionista”. Y ya Sumner tenía una respuesta apropiada. Los imperialistas “nos advierte[n] sobre los terrores del ‘aislamiento’”, decía, pero “nuestros antepasados vinieron aquí para aislarse” de la cargas del Viejo Mundo. “Cuando todos los demás se revuelven bajo deudas e impuestos, ¿quién no se aislaría en el disfrute de sus propias ganancias para beneficio de su propia familia?”

Al abandonar nuestro propio sistema, admitía libremente Sumner, habría compensaciones. La gloria inmortal no es nada, como sabían bien los españoles. Ser una parte, incluso un peón, en una poderosa empresa de ejércitos y armadas, identificarse con la gran potencia imperial proyectada por todo el globo, ver izarse la bandera en campos victoriosos de batalla: mucos pueblos en la historia pensaron que ese juego bien lo valía.

Solo, solo que no era el estilo estadounidense. Ese estilo había sido más modesto, más prosaico, parroquial y, sí, de clase media. Se basaba en la idea de que estamos aquí para vivir nuestras vidas, ocuparnos de nuestros asuntos, disfrutar de nuestra libertad y buscar nuestra felicidad en nuestro trabajo, familias, iglesias y comunidades. Había sido la “pequeña política”.

Hay una lógica en los asuntos humanos, advertía Sumner el sociólogo: una vez que tomas un decisión, se cierran algunos caminos que antes tenías abiertos y se te lleva, paso a paso, en cierta dirección. Estados Unidos estaba eligiendo el camino del poder mundial y Sumner tenía pocas esperanzas de que sus palabras pudieran cambiar esto. ¿Entonces por qué hablaba? Sencillamente porque “este esquema de república que crearon nuestros padres fue un sueño glorioso que merece más que una palabra de respeto y afecto antes de que desaparezca”.


Publicado el 24 de mayo de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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