Los mitos de la democracia – Mito 1

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Cada voto cuenta

Siempre escuchamos esto durante la temporada electoral: la afirmación de que nuestro voto realmente cuenta. Lo cual es cierto –para uno entre cien millones (si hablamos de las elecciones presidenciales americanas)–. Pero si tenemos una influencia en el resultado del proceso de uno en cien millones, o un 0,000001 %, en la práctica tenemos cero influencia. La posibilidad de que nuestro voto decida quién gane las elecciones es increíblemente pequeña.

Y la realidad es incluso peor, porque el voto que emitimos no es a favor de una política o de una decisión específica. Es un voto a un candidato o partido político que tomará decisiones en nuestro nombre. ¡Pero nosotros no tenemos influencia alguna sobre las decisiones que tal persona o partido tome! No podemos controlarlos. Durante cuatro años ellos pueden decidir lo que quieran y no hay nada que podamos hacer al respecto. Podemos bombardearlos con correos electrónicos, suplicarles, o maldecirlos, pero ellos deciden.

Cada año el gobierno toma miles de decisiones. Ese voto nuestro, a favor de alguien que puede hacer lo que quiera sin consultarnos en nada, no tiene ningún impacto mesurable en ninguna de esas decisiones.

El voto que emitimos ni siquiera suele ser una elección real. Se trata más de una indicación de una vaga preferencia. Rara vez encontramos a alguna persona o partido político con el que estemos de acuerdo en todos los aspectos. Supongamos que no queremos que el dinero se gaste en ayudas al Tercer Mundo o en la guerra en Afganistán. Podemos entonces votar por el partido que se oponga a ello. Sin embargo, quizá ese partido esté a favor de elevar la edad de jubilación, algo con lo que, por cualquier motivo, tampoco estamos de acuerdo.

Lo que es más, después de que un partido o persona, por quien podemos haber votado, ha sido elegido, es muy común que rompa sus promesas electorales. Entonces, ¿qué podemos hacer? Deberíamos ser capaces de demandarlos por fraude, pero no es posible. A lo sumo podemos votar por un partido o candidato diferente pasados los cuatro años, con los mismos mínimos resultados.

El voto es una ilusión de influencia a cambio de una pérdida de libertad. Cuando Tom o Jane se presentan frente a la urnas, piensan que están influyendo en la dirección que tomará el país. Y en cierto grado esto es verdad. Al mismo tiempo, el 99,99 % de los votantes decide sobre la dirección que la vida de Tom y Jane ha de tomar. De esta forma, los anteriores pierden mucho más control sobre sus propias vidas del que ganan en influencia sobre las vidas de los demás. Pierden mucho más control que si, por ejemplo, decidieran por sí mismos en qué gastar el dinero, sin tener que pagar primero la mitad de sus ingresos al gobierno a través de los impuestos.

O, para poner otro ejemplo, en nuestro sistema democrático, la gente tiene poco control directo sobre la educación de sus hijos. Si quiere cambiar las prácticas educativas y quiere tener más influencia que solo a través de las urnas, debe primero crear o unirse a un grupo de presión, o presentar peticiones a los políticos u organizar protestas frente a edificios gubernamentales. Existen organizaciones de padres que tratan de influir en la política gubernamental de esta manera. Toma muchísimo tiempo y energía, y casi no tiene ningún efecto. Sería infinitamente más simple y más eficiente si el Estado no interfiriera con la educación y los maestros, los padres y los hijos pudieran tomar sus propias decisiones, individual y conjuntamente.

Por supuesto, la clase dirigente continuamente insta a la gente a votar. Siempre hace hincapié en la influencia que tal voto tendrá en las políticas gubernamentales. Sin embargo, lo que realmente le importa es el sello de aprobación que obtiene de un resultado abultado, el derecho moral a mandar sobre la gente.

Muchas personas creen que es un deber moral participar en las elecciones. Se suele decir que si no votas, no tienes derecho a tener una opinión en los debates públicos o a quejarte sobre las decisiones políticas. La gente que sostiene lo anterior parece no poder imaginar que haya algunas personas que se nieguen a suscribirse a la ilusión de influencia que vende la democracia. Sufre del síndrome de Estocolmo. Ha terminado por amar a sus captores y no se da cuenta de que está intercambiando su autonomía por el poder que los políticos y administradores tienen sobre ella.


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