El pueblo manda en una democracia
Esta es la idea básica de la democracia. Es lo que el término democracia literalmente significa, el gobierno del pueblo. Pero ¿realmente gobierna el pueblo en una democracia?
El primer problema es que «el pueblo» no existe. Solo hay millones de individuos con igual número de opiniones e intereses. ¿Cómo pueden gobernar juntos? Esto es imposible. Como un comediante holandés dijo una vez: «La democracia es la voluntad del pueblo. Cada mañana me sorprendo al leer en el periódico lo que quiero».
Aceptémoslo, nadie dirá algo del estilo de «el consumidor quiere Microsoft» o «el pueblo quiere Pepsi». Algunos lo quieren y otros no. Lo mismo se aplica a las preferencias políticas.
Además, no es realmente «el pueblo» quien decide en una democracia, sino «la mayoría» del pueblo o, mejor dicho, la mayoría de los votantes. La minoría aparentemente no pertenece al «pueblo». Esto nos resulta algo extraño. ¿No somos todos parte de «el pueblo»? Como cliente de Wal-Mart no queremos que se nos fuerce a consumir los abarrotes de otro supermercado, pero así es como funcionan las cosas en una democracia. Si por cualquier motivo perteneces al lado perdedor de las elecciones, tienes que bailar al son de los ganadores.
En fin, asumamos que la mayoría es lo mismo que el pueblo. ¿Es verdad entonces que el pueblo decide? Veamos. Existen dos tipos de democracias: la directa y la indirecta (o representativa). En una democracia directa, todos votan en cada decisión que se toma, como en un referéndum. En una democracia indirecta, la gente vota por otras personas para que estas tomen decisiones por aquella. Claramente, en el segundo caso, la gente tiene mucho menos poder de decisión que en el primero. Sin embargo, casi todas las democracias modernas son indirectas, aunque puedan lanzar algún referéndum ocasional.
Para justificar el sistema representativo se argumenta que: a) no sería práctico votar en referéndum todas las diversas decisiones que el gobierno tiene que tomar cada día y b) la gente no tiene suficiente conocimiento técnico para decidir a propósito de todo tipo de cuestiones complejas.
El argumento a puede haber sido plausible en el pasado, ya que era difícil proporcionar a todos la información necesaria y dejarles participar, excepto en comunidades muy pequeñas. Hoy en día, este argumento ya no es válido. Con el Internet y las modernas tecnologías de la comunicación, es fácil dejar que grandes grupos participen en los procesos de toma de decisión y celebrar referéndums. Sin embargo, esto casi nunca sucede. ¿Por qué no celebrar un referéndum sobre si Estados Unidos debería ir a la guerra en Afganistán, Libia o cualquier otro sitio? Después de todo, el pueblo manda, ¿no es así? De hecho, todo el mundo sabe que hay muchas decisiones que la mayoría no apoyaría de tener la oportunidad de votar al respecto. La idea de que «el pueblo gobierna» es simplemente un mito.
Pero ¿qué hay del argumento b? ¿No son la mayoría de los temas demasiado complejos para ser objeto de voto? Difícilmente. Que una mezquita deba construirse en algún sitio o no, la edad legal para beber, las sentencias mínimas para determinados crímenes, el número de autopistas que debe construirse, la cuantía de la deuda pública, el hecho de si un país extranjero debe ser invadido o no, etc., son todas proposiciones bastantes claras. Si nuestros dirigentes toman la democracia en serio, ¿no deberían entonces al menos dejar a la gente votar directamente en un buen número de ellas?
¿O significa el argumento b que la gente no es lo suficientemente inteligente como para poder formarse una opinión razonable en torno a todo tipo de asuntos sociales y económicos? Si ese es el caso, ¿cómo puede esta gente ser lo suficientemente lista como para entender los diferentes programas electorales y votar basándose en ellos? Cualquiera que promueva la democracia debe, por lo menos, presumir que la gente sabe una cosa o dos y es capaz de entender el lenguaje llano. Además, ¿por qué van a ser los políticos, que son elegidos, necesariamente más inteligentes que los votantes que los eligen? ¿Tienen los políticos un misterioso acceso a la fuente de la sabiduría y el conocimiento que no tienen los votantes? ¿O es que tienen valores morales más elevados que el ciudadano medio? No hay evidencia alguna de esto.
Los defensores de la democracia tal vez dirán que, incluso si el pueblo no es tan estúpido, nadie tiene suficiente conocimiento o inteligencia como para tomar decisiones en las materias complejas que afectan de manera profunda la vida de millones de individuos. Esto es indudablemente cierto, pero lo mismo se aplica a los políticos y a los funcionarios públicos que toman esas decisiones en una democracia. Por ejemplo, ¿cómo pueden saber qué clase de educación quieren los padres, maestros y estudiantes? ¿O cuál es la mejor educación? Cada persona tiene sus propios deseos y sus propias opiniones acerca de lo que es una buena educación. Y la mayoría es lo suficientemente inteligente como para, por lo menos, decidir lo que es bueno para sí mismo y sus hijos. Pero esto choca con la perspectiva centralizada y unitalla de la democracia.
Parece, pues, que en nuestra democracia el pueblo no manda en absoluto. Lo que ni siquiera es tan sorprendente. Todo el mundo sabe que los gobiernos regularmente toman decisiones que la mayoría de la gente no apoya. No es «la voluntad del pueblo», sino la voluntad de los políticos –impulsada por grupos de cabilderos profesionales, grupos de interés y activistas– la que reina en una democracia. La industria petrolera, la industria agropecuaria, la industria farmacéutica, la industria sanitaria, el complejo industrial-militar, Wall Street… todos ellos saben cómo mover el sistema a su favor. Una pequeña élite toma las decisiones, a menudo detrás de las escenas. Sin importarle lo que «el pueblo» pueda querer, despilfarra sus ahorros en guerras y programas de ayuda, permite la inmigración masiva, acumula grandes déficits, espía a los ciudadanos, comienza guerras que pocos votantes quieren, gasta su dinero en subsidios a grupos de intereses especiales, realiza acuerdos –como la unión monetaria en la U. E. o NAFTA– que benefician a los improductivos en detrimento de los productivos, etc. ¿Quisimos esto todos democráticamente o lo quisieron los que mandan?
¿Cuántas personas transferirían voluntariamente miles de dólares a la cuenta bancaria del gobierno para que unos soldados pudieran luchar en su nombre en Afganistán? ¿Por qué no preguntamos a la gente por una vez? ¿No es la gente la que gobierna?
A menudo se dice que la democracia es un buen medio para limitar el poder de los gobernantes, pero como podemos ver, esto no es sino otro gran mito. ¡Los gobernantes pueden hacer más o menos lo que quieran!
Más aún, el poder de los políticos se extiende mucho más allá de sus acciones en el parlamento y el ejecutivo. Cuando son expulsados del cargo por los votantes, muy a menudo aterrizan en lucrativos puestos en una de las innumerables organizaciones que viven en estrecha simbiosis con el Estado: compañías emisoras, sindicatos, asociaciones de vivienda, universidades, diferentes ONG, lobbies, think tanks y las miles de firmas de asesoría que viven del Estado como el moho del tronco podrido de un árbol. En otras palabras, un cambio en el gobierno no significa necesariamente el cambio de quien tiene el poder en la sociedad. La responsabilidad democrática es mucho más limitada de lo que parece.
También es digno de mención que la participación en las elecciones de Estados Unidos no es nada fácil. Para que se le permita a uno presentarse a las elecciones federales, tiene que cumplir con una legislación que cubre 500 páginas. Las reglas son tan complejas que no pueden ser entendidas por legos en derecho.
Sin embargo, a pesar de todo esto, los defensores de la democracia siempre insisten en que, cuando el gobierno implementa alguna nueva ley, «nosotros votamos por ella». Esto implica que «nosotros» ya no tenemos derecho a oponernos a tal medida. Pero este argumento raramente se usa de modo consistente. Los gays lo utilizan para defender los derechos de los homosexuales, pero no lo aceptan cuando un país democrático prohíbe la homosexualidad. Los ecologistas demandan que las medidas medioambientales decididas democráticamente sean aplicadas, pero no se cohíben en realizar protestas ilegales, si no están de acuerdo con otras decisiones democráticas. En tales casos, «nosotros» aparentemente no votamos por ello.
Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.