La sentencia por unanimidad del Tribunal Supremo de EEUU anulando el veredicto de obstrucción a la justicia contra la compañía Arthur Andersen llega demasiado tarde para salvar a la empresa o los trabajos de miles de empleados que se encontraron en el paro cuando el gobierno la destruyó hace tres años.
De hecho, la sentencia Andersen (a pesar de ir contra investigadores federales) es en sí misma una verificación de una verdad más general, que es que los individuos no puedan hacer casi nada para controlar el poder devastador que tienen hoy las clases políticas estadounidenses. Andersen podía haber tenido el derecho de su parte, pero ese hecho no fue capaz de salvar a la empresa de un gobierno determinado a incumplir la ley para anotarse un tanto político.
Como es habitual, la mayoría de los comentaristas, incluso los que simpatizan con Andersen, han omitido lo más importante de la historia. El Wall Street Journal, mientras alababa en un reciente editorial al alto tribunal, también decía esto:
La persecución a Andersen es una excepción en lo que ha sido por otro lado un buen historial de la administración Bush en la persecución de delitos empresariales. El Departamento de Justicia necesitaba entonces una cabellera política y es indudablemente cierto que los socios sénior de Andersen tenían que contestar a muchas cosas. Pero poner a la empresa fuera del negocio dañó a los inocentes así como probablemente dejó escapar a los más culpables.
Es una de esas declaraciones malintencionadas sobre las que hace falta escribir mucho, pero en este pequeño espacio hay que empezar por alguna parte.
Los abogados de EEUU han estado bastante ocupados desde la caída de Enron a finales de 2001, persiguiendo a numerosos individuos por lo que son esencialmente fracasos empresariales, siendo Frank Quattrone y Ken Lay los dos más obvios. Martha Stewart pasó un tiempo en una prisión federal esencialmente por no pedir al gobierno: “Mamá, ¿puedo?” cuando vendió parte de sus acciones. Actualmente Lea Fastow está en una celda federal de Houston, aceptando declararse culpable a cambio de que los federales no traten de conseguir una sentencia de cadena perpetua para su esposo Andrew por sus actividades en Enron.
(¿Quién dice que el gobierno de EEUU no toma rehenes? No hay otra manera de explicar la cuestionable imputación de Lea Fastow que no sea decir que el gobierno esencialmente la tomó como rehén para conseguir una condena políticamente popular para su marido, con agentes federales recordando a la pareja que si no aceptaba el acuerdo sus dos niños serían en la práctica huérfanos si plantaban batalla en el tribunal federal).
Tras la recesión de 2001 y los ataques del 11 de septiembre, estaba demasiado claro que muchas grandes empresas estaban sobredimensionadas, al haber previsto un futuro mucho mejor que el que realmente hubo. Además, el auge empresarial previo había seguido los patrones clásicos que explica la teoría austriaca del ciclo económico (TACE), con el Sistema de la Reserva Federal inyectando agresivamente reservas bancarias, algo que acabó llevando a burbujas especulativas, malas inversiones y el casi colapso de algunos sectores empresariales muy influidos por este auge artificial. Como apunté hace cinco años, la tan cacareada “nueva economía” era poco más que el mismo engaño alimentado por el auge inducido por la Fed que nos acabó llevando al lúgubre clima económico de la década de 1970 y a la desastrosa Gran Depresión de la década de 1930.
No sorprende que muchas empresas se apalancaran fuertemente durante este auge; en realidad, tiene perfecto sentido para las empresas aumentar su endeudamiento durante un periodo de dinero fácil, ya que les permite devolver la deuda en el futuro con dólares más baratos. Los relacionados con la Escuela Austriaca de economía no apoyan ese comportamiento e indudablemente condenan las políticas inflacionistas de la Fed, pero la respuesta de las empresas a esta situación es bastante racional.
Además, cuando el Congreso aprobó en 1993 legislación (sancionada por el presidente Bill Clinton) para ocuparse de la llamada brecha de rentas intentando limitar los salarios de los ejecutivos a 1 millón de dólares mediante leyes fiscales, animó en la práctica otras formas de compensación a dichos ejecutivos, empezando a ser las stock options el mecanismo elegido por muchas empresas. Las políticas de la Reserva Federal acabaron creando la burbuja bursátil, dando un falso retrato financiero de estas empresas. Cuando muchas empresas colapsaron esta misma década, dejaron a los fiscales federales una brecha para acusar a los ejecutivos de fraudes en valores, ya que los federales podían proclamar que los ejecutivos, al tratar de encontrar un “área gris” para estimular los precios en bolsa de sus empresas, en realidad estaban tratando de engordar sus propias cuentas bancarias.
(En diciembre de 2002, Kelly O’Meara, de Insight Magazine, me entrevistó durante dos horas sobre el caso Enron. Me dijo (sin pruebas, por supuesto) que Lay y otros ejecutivos de Enron estaban en realidad haciendo “pump-and-dump” con lo que estaban descargando silenciosamente sus acciones y poniendo el dinero en bancos extranjeros. En su artículo en el que me citaba, prácticamente reclamaba que el gobierno embargara los activos de Lay, incluso antes de que se formulara ninguna acusación. Especialmente en el caso de Lay, la acusación está claro que no es cierta, pero esa es la mentalidad de la administración Bush y sus defensores en los medios de comunicación).
Muchas de las acusaciones (y yo diría que esto es especialmente cierto con respecto a Enron) que han sido realizadas tras los colapsos empresariales se realizaron por razones políticas. El WSJ tiene razón: los políticos reclamaban cabelleras y la administración Bush estaba encantada de acceder, dado que las acusaciones servían como medio para aumentar más el poder del estado sobre las actividades de propietarios y directores de empresas. El que estas acciones hayan apagado oportunidades de inversión en el país (y hayan ayudado a hacer que los inversores de EEUU miren al extranjero) también favorece a las clases políticas, ya que pueden afirmar que los inversores y propietarios de empresas son antipatriotas y deberían estar aún más regulados y perseguidos.
Es verdad que habría hecho falta valor en la administración Bush y el Congreso para reclamar mantener la cabeza fría y haber realizado una investigación seria de por qué se desplomó el mercado bursátil y por qué el auge de las punto com se construyó con cimientos de arena. Para haberlo hecho, y para haber afrontado la verdad también hubiera sido necesario que quienes estaban en el gobierno admitieran los errores respecto de cómo la intervención pública en el sector monetario de la economía hizo despegar lo que acabó convirtiéndose en un desastre financiero. Por usar la famosa analogía de Milton Friedman, sería más probable que los gatos empezaran a ladrar que escuchar a los federales admitir su papel en este turbio asunto.
Así que, en lugar de la verdad, tenemos acusaciones en los que la verdad se distorsiona fuera de proporciones en formas irreconocibles. Por supuesto, para acusar con éxito a personas, deben tenerse los mecanismos legales con los que trabajar. Así, vemos el uso acusaciones de “obstrucción a la justicia”, “conspiración” y “fraude” para llevar a prisión a gente políticamente impopular.
Aunque suene a algo terrible, la “obstrucción a la justicia” no es nada más que el que el acusado no conserve todas sus propiedades y registros después de que se haya cometido un supuesto “delito”. Sin embargo, como han descubierto Martha Stewart y Frank Quattrone, uno puede ser acusado de “obstrucción a la justicia” incluso aunque no haya justicia a la que obstruir, dado que en ambos casos no hubo delito subyacente que necesitaran “tapar”. Además, la “obstrucción a la justicia” va en una sola dirección, ya que a los fiscales e investigadores judiciales se les anima a mentir, destruir evidencias, esconder los hechos o crear cuentos en nombre de perseguir el delito. Por la definición del gobierno, los agentes federales no pueden obstruir a la justicia, ya que son la justicia.
(Sí, hay leyes en los libros que supuestamente prohíben esconder pruebas exculpatorias o mentir en la corte, pero a los fiscales por lo general no les gusta acusarse, así que son de hecho inmunes ante la acusación. En el lado federal, no importa lo escandalosa que sea la conducta de los fiscales, casi siempre tienen éxito en reclamar inmunidad ante cualquier responsabilidad, civil o penal, por sus acciones).
En el caso de Andersen, algunos directores sénior que participaron en la auditoría a Enron destruyeron algunos documentos relacionados con esa empresa. Sin embargo los federales nunca establecieron que esos documentos estuvieran relacionados con su investigación o que los auditores estuvieran tratando de destruir evidencias que insinuaran la comisión de un delito real. Básicamente, los fiscales dijeron a un jurado que los directores destruyeron algunos documentos, pero nadie sabía si eran importantes y, en todo caso, tampoco nadie estaba seguro de que esos documentos pudieran haber apuntado a alguna actividad criminal. Estaba claro incluso en el juicio que como los federales no eran capaces de probar un intento criminal por parte de los directivos afectados, debería haber prevalecido la doctrina de mens rea. (La mens rea, o lo que el gran jurista inglés William Blackstone llamaba una “voluntad viciosa”, ha sido la piedra angular del derecho penal estadounidense desde los días coloniales). Eso es lo que sentenció el Tribunal Supremo, pero demasiado tarde como para salvar a Andersen.
Acusaciones como “conspiración”, “blanqueo de dinero” y “fraude” son igual de vagos. Si más de una persona está afectada en una acción que los federales dicen que podría ser ilegal, entonces aparecen las acusaciones de “conspiración”. Como en “obstrucción a la justicia”, no hace falta que se haya cometido un delito real para que la “conspiración” sea un factor. Uno puede conspirar para llevar a cabo una actividad que nunca se llevó a cabo y seguir siendo condenado en un tribunal federal.
La acusación a individuos por “fraude” también es problemática, ya que la mayoría de los casos de fraude no entran en la categoría que la mayoría usaríamos para definir el fraude. En su forma del diccionario, fraude describe una acción por una parte para engañar intencionadamente a otra. Por ejemplo, recibo casi diariamente correos electrónicos de alguien que afirma representan a eBay y el mensaje dice que ha habido actividad sospechosa en mi cuenta. El mensaje que indica que vaya a un sitio web en el que pongo mi nombre, un número de Seguridad Social, número de cuenta bancaria y números de tarjeta de crédito.
Está claro una vez que entro en el sitio que no es una web oficial de eBay. (No daré detalles, pero basta con decir que incluso un aficionado como yo puede darse cuenta de este timo). Quien me haya enviado el correo está tratando de obtener mi información financiera para robarme. Esto entra claramente en la categoría de fraude, ya que las personas que realizan en este timo se están haciendo pasar por otras con el fin de robar a terceros que crean que están enviando realmente información a eBay. Las acciones y pretensiones de los que han iniciado ese timo están bastante claras.
Casi todos los casos de fraude que el Departamento de Justicia de Bush ha lanzado tras Enron pertenecen sin embargo a una categoría mucho más difusa. Pues muchos “delitos” federales, y especialmente los que entran en la categoría de “cuello blanco” son mucho más difíciles de definir. En el ejemplo anterior, está claro que quien llevara a cabo esta estafa lo estaba haciendo con propósitos criminales y que el propio acto era también criminal. Así que la pregunta es esta: ¿Quién está cometiendo este delito? Si un sospechoso fuera arrestado, los fiscales tendrían que demostrar que esa persona en el muelle esta directa y conscientemente implicado en esa estafa.
Muchos delitos federales de “cuello blanco” implican actividades que el acusado admite abiertamente hacer. La pregunta ante el juez y el jurado no es si la persona en el muelle es quien realiza ciertos comportamientos, sino si la supuesta acción era ilegal.
Tomemos por ejemplo el caso de Ken Lay. Los federales están tratando de afirmar que sus ventas de acciones de Enron en el otoño de 2001 fueron parte de un plan para cometer fraude. Lay admite haber vendido las acciones y eso no se discute. Sin embargo dice que estaba vendiendo acciones para tener efectivo para pagar márgenes en otras inversiones. Además, también estuvo comprando acciones de Enron hasta el colapso de la compañía.
Lay también animaba a los empleados de Enron a comprar acciones de la empresa, cosa que los federales afirman que es una prueba del fraude. Pero eso no prueba nada, ya que Lay estaba dispuesto a poner su dinero donde decía. Sin embargo no hay forma de que los empleados de Enron pudieran comprar suficientes acciones debido a las exhortaciones de Lay como para aumentar artificialmente el precio en bolsa, como sostienen los federales.
En otras palabras, aquí existe claramente un problema de mens rea. De hecho, la mayoría de los casos de “cuellos blanco” no solo entran dentro del mens rea, sino también dentro del asunto más peliagudo de si la actividad discutida puede incluso ser definida como delito o no. Además, si las clases políticas están tan preocupadas acerca de las prácticas empresariales “engañosas”, ¿por qué es legal que el gobierno emita literalmente billones de dólares en títulos sin respaldo, algo que sería ilegal en el sector privado? ¿Por qué es legal que el gobierno de EEUU esconda gastos en entidades “fuera del presupuesto”? ¿Por qué es legal que el gobierno de EEUU y el Sistema de la Reserva Federal se dediquen a actividades para aumentar artificialmente el valor del dólar mientras al mismo tiempo acusan a directivos y propietarios de negocios del “delito” de aumentar “artificialmente” los precios de las acciones?
Aquí no se trata de ética sino de poder. Las clases políticas se permiten el lujo de dedicarse a actividades engañosas porque nos envían un aviso a los demás de que están por encima de la ley. Tras la debacle de Andersen. Está claro que en términos del valor en dólares de la riqueza, el gobierno destruyó ilegalmente mucho más cuando echó abajo a esta empresa que cualquier cosa que pudiera haber hecho Enron. Cuando uno examina el intento del gobierno de destruir Microsoft, por no mencionar las acciones de la Fed para hinchar artificialmente la divisa, queda claro que el gobierno de EEUU destruye regularmente la prosperidad.
La única diferencia es que los ejecutivos de Enron están en el puente de mando, la mayoría afrontando largas condenas de prisión, mientras que las clases políticas son tratadas como héroes por los mismos medios de comunicación de masas que denigran a los ejecutivos empresariales. Así que, incluso cuando reciben una rara derrota en los tribunales, como pasó con Andersen, las clases políticas siguen ganando. Ya han conseguido su objetivo demostrando que tenían el poder para echar abajo a una importante empresa y para crear confusión financiera en el proceso. Demostraron que podían destruir las vidas de millones de personas y no perder un ápice en el proceso, e incluso obtener mayor poder.
Publicado el 27 de junio de 2005. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.