El Partido Demócrata se ganó el protagonismo en la primera mitad del siglo XIX al ser el partido que se opuso al Segundo Banco de los Estados Unidos. En el proceso, accedió a un sentimiento anti-estado que resultó tan fuerte que no veríamos otro igual hasta el siglo siguiente.
Sus adversarios eran políticos whigs que defendían el banco y su capacidad para hacer crecer el gobierno y sus propias fortunas personales al mismo tiempo. En realidad, eran bastante transparentes en estas disposiciones. Se consideraba el procedimiento habitual de operación de los representantes whigs recibir compensaciones monetarias por su apoyo al Banco cuando abandonaban el Congreso. El whig Daniel Webster incluso esperaba pagos anuales mientras estaba en el Congreso. Una vez se quejó al presidente del Banco de los Estados Unidos, Nicholas Biddle: “Creo que mi anticipo no ha sido renovado o refrescado como es habitual. Si se desea que mi relación con el Banco deba continuar, estaría bien que me enviaran mi anticipo habitual”.
No sorprende que esta gente fuera a menudo apalizada con bastones en la Cámara.
Sorprende poco que los primeros demócratas consiguieran tal apoyo popular y reclamaran a Andrew Jackson que acabar con el experimento de la banca central en Estados Unidos. Jackson lo llamó “peligroso para la libertad del pueblo estadounidense porque representaba una centralización fantástica del poder económico y político bajo control privado”.
Es difícil creer que el tipo que dijo esto esté ahora en los billetes de 20$.
Jackson también advirtió que el Banco de los Estados Unidos era “una enorme maquinaria electoral” que podía “controlar el Gobierno y cambiar su carácter”. Estos sentimientos fueron repetidos por Roger Taney, el Secretario del Tesoro de Jackson, que hablaba de la “influencia corruptora” de los bancos y la capacidad de “influir en elecciones”. (Los whigs se vengarían posteriormente de este futuro juez principal cuando Abraham Lincoln, en respuesta a un dictamen escrito con el que estaba en desacuerdo, emitió orden de arrestarle).
Pero el cortejo entre las clases políticas y sus compinches continuaría en las décadas que siguieron al asesinato de Lincoln. Los grupos políticamente bien relacionados que se beneficiaron de la primera banca centralizada continuaron beneficiándose con las finanzas públicas, especialmente con la “mejoras internas” que era el término del siglo XIX para los favores políticos. La banca nacional aparecería durante la Guerra de Secesión, poniendo en marcha un sistema bancario en el que los bancos individuales estarían aprobados por el gobierno federal. El propio gobierno usaría regulaciones respaldadas por una nueva policía armada del Tesoro de EEUU para estimular la inflación de los bancos y protegerlos de las sanciones del mercado que les habría producido en caso contrario, como la pérdida de metales preciosos y la ocurrencia de corridas bancarias.
El ciclo de auge y declive, explicado por la Escuela Austriaca con todo detalle, empeoró en el periodo que llevó a 1913. Y con el auge de la Era Progresista con su gasto en guerra y bienestar y la presión de los bancos para devaluar para financiar esta actividad, los ciclos de auge y declive empeoraron aún más. Si hubo algo que salvar en este periodo fue que se obligó a los bancos a internalizar sus pérdidas. Cuando los bancos afrontaban corridas en sus divisas, los financieros privados tenían que rescatarlos. Pero esta situación no duró, así que cuando aumentaron las pérdidas, esos financieros se organizaron en secreto para reinstaurar la banca centralizada en Estados Unidos, ideando así una urgente necesidad de un nuevo prestamista de último recurso”. El resultado fue la Reserva Federal.
Esta fue la socialización implícita del sector bancario en Estados Unidos. La gente llamó a la Ley de la reserva Federal la Propuesta de Divisa, porque iba a crear una burocracia que asumiría las tareas de creación de divisa de los bancos miembros.
Fue como la Patriot Act, en el sentido de que ambas fueron leyes centralizadoras que fueron escritas años antes por gente que estaba esperando el entorno político apropiado para presentarlas. Fue como nuestras actuales propuestas de atención sanitaria, en las que empresas cartelizadas en el sector privado escriben parte de la legislación a puerta cerrada mucho antes de que se presenten en el Congreso.
Era innecesario. Si los bancos simplemente se atuvieran a patrones similares a los de otros sectores más eficientes (el estado de derecho como mínimo) entonces habría muchos menos bancos fraudulentos. Habría instituciones de mercado que penalizarían a aquellos bancos con divisas sobre-emitidas, produciendo corridas bancarias y crisis financieras. Como escribiría Mises posteriormente:
Lo que hace falta para impedir una mayor expansión del crédito es poner al negocio bancario bajo las normas generales de derecho comercial y civil que obligan a toda persona y empresa a cumplir con todas las obligaciones cumpliendo totalmente los términos del contrato.
La propuesta se aprobó con bastante facilidad, en parte porque los demócratas tenían una mayoría en ambas cámaras mayor que la que tienen hoy. Hubo diferencias importantes que se resolvieron en conferencia, resultando un compromiso de que solo el 40% de la reserva de oro respaldaría a la nueva divisa. Así que en lugar de una relación 1 a 1 entre oro y divisa emitida (una relación que definía una banca sólida de mercado desde los tiempos del Renacimiento en Italia), los billetes de la nueva reserva Federal se devaluarían, por ley, en una relación 1 a 2,5.
La propuesta que fue redactada inicialmente en Jekyll Island fue sancionada por Woodrow Wilson en el Despacho Oval poco después de que la aprobara el Senado. En un momento de la ceremonia de firma, al tomar la pluma de oro para acabar de sancionar la propuesta, declaró en broma: “Estoy echando mano de la reserva de oro”.
Nunca se han dicho palabras más ciertas.
Los bancos centrales siempre acaban alimentando esas fuerzas que centralizan y expanden el estado-nación. Las políticas de la Fed en la década de 1920, tan bien documentada por Rothbard, provocaría la Gran Depresión, que, al final, trasladaría el poder de los gobiernos de las ciudades y estados al pantano de Washington. Hoy la gente se toma en serio la afirmación de que puede haber una solución federal viable a todo problema gracias al dinero impreso por la Fed, mientras que cada década ha visto una proporción cada vez mayor de la población convirtiéndose en dependiente de su inflación.
Y aun así las creencias de Andrew Jackson acerca de lo pernicioso del Segundo Banco de los Estados Unidos son igual de aplicables hoy a la Reserva Federal.
Nos gustaría esperar ver la nariz aguileña y el pelo despeinado de Jackson en una moneda respaldada en oro y emitida privadamente en un futuro no demasiado lejano.
Publicado el 23 de diciembre de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.