Los mitos de la democracia – Mito 5

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La democracia lleva a la prosperidad

Del hecho de que muchos países democráticos sean ricos la gente suele deducir que la democracia es necesaria para alcanzar la prosperidad. En realidad, la verdad es lo contrario: la democracia no genera prosperidad, la destruye.

Es verdad que muchas democracias occidentales son prósperas. En otras partes del mundo no se ve tal correlación. Singapur, Hong Kong y varios estados del Golfo no son democráticos y, sin embargo, son ricos. Muchos países en África y América Latina son democráticos, pero no son ricos, a excepción de una pequeña élite. Los países occidentales no son prósperos gracias a la democracia, sino a pesar de ella. Su prosperidad se deriva de la tradición liberal que caracteriza a estos países y del hecho de que el Estado aún no tiene un control completo sobre sus economías. Pero esta tradición se ve poco a poco debilitada por la democracia. El sector privado está siendo erosionado de modo constante por un proceso que amenaza con destruir la fabulosa riqueza que fuera creada en Occidente a lo largo de los siglos.

La prosperidad se crea cuando los derechos individuales se encuentran debidamente protegidos, en particular, los derechos de propiedad. En otras palabras, la riqueza es creada dondequiera que la gente sea capaz de adueñarse de los frutos de su trabajo. En esa situación la gente se siente motivada a trabajar duro, tomar riesgos y usar los recursos disponibles de forma eficiente.

Por otro lado, si las personas se ven obligadas a ceder los frutos de su trabajo al Estado –lo que es parcialmente el caso en una democracia– se sentirán menos motivadas a esforzarse. Además, el Estado invariablemente usará esos recursos de manera ineficiente. Después de todo, los líderes (democráticos) no han tenido que trabajar para obtenerlos y sus objetivos son muy diferentes de los de aquellos que los produjeron.

¿Cómo funciona esto en una democracia? Puede compararse a un grupo de diez personas que cenan en un restaurante y deciden de antemano dividir igualitariamente la cuenta. Dado que el 90 % de la cuenta será pagado por otros, todo el mundo se siente inclinado a pedir platos caros, que no hubiera pedido de haber tenido que pagar su propia factura. Y a la inversa, debido a que los beneficios individuales de ahorrar solo son del 10 %, nadie encuentra un incentivo en ser frugal. El resultado es que la cuenta total termina siendo mucho más elevada que si todos hubieran pagado por sí mismos.

En economía, este fenómeno se conoce como «la tragedia de los comunes». Un común es una pieza de terreno que se tiene en copropiedad con otros agricultores. Los agricultores que comparten un común tienen un incentivo natural a dejar que sus vacas pasten tanto como sea posible –a expensas de los demás– y ningún incentivo de quitar sus vacas a tiempo, ya que, si lo hace, el pasto será comido hasta el desgaste por el ganado de los otros agricultores. Así que mientras el prado sea poseído por todos y, por lo tanto, por nadie, el resultado será el del sobrepastoreo.

La democracia funciona de la misma manera. Los ciudadanos son animados a obtener ventajas a costa de los demás o a transmitir sus propias cargas a otros. La gente vota por partidos políticos que permiten que otros paguen por sus deseos personales (educación gratuita, mayores beneficios sociales, subsidios para el cuidado infantil, más autopistas, etc.). En el ejemplo de la cena, puede que las cosas no vayan demasiado lejos, porque en un grupo pequeño el control social establece restricciones, pero con millones de votantes en una democracia eso no funciona.

Los políticos son elegidos para manipular este sistema. Ellos administran los bienes «públicos». Como no son sus dueños, no se sienten obligados a ser económicos. Por el contrario, encuentran un incentivo en gastar tanto como sea posible, de modo que puedan obtener el crédito y dejar a sus sucesores pagar las cuentas. Después de todo, necesitan complacer a los votantes. El resultado es la ineficiencia y el sobregasto.

No es solo que los políticos se sientan fuertemente tentados a gastar en exceso, es que también tienen un incentivo para tomar tanto como puedan para sí mismos mientras controlan los «fondos públicos». Y es que una vez que hayan dejado el cargo, ya no podrán enriquecerse tan fácilmente.

Este sistema es desastroso para la economía. ¿Exactamente cuán desastroso es algo que la gente todavía tiene que terminar de digerir? La cuenta por los impulsos despilfarradores de nuestros gobiernos democráticos todavía está en su mayor parte por pagarse.

Las enormes deudas públicas son el resultado de los déficits presupuestarios que –no por casualidad– prácticamente todas las democracias sufren. En Estados Unidos la cena democrática se ha salido tanto de control que la deuda nacional asciende a más de 14.000 millones de dólares; aproximadamente 50.000 de dólares por habitante. En la mayoría de los países europeos la situación es la misma. La deuda nacional holandesa alcanzó los 380 mil millones a finales de 2010 o casi 25.000 por habitante. Estas deudas tendrán que ser pagadas en algún momento por el contribuyente. Una gran cantidad de dinero ya es tomada del contribuyente simplemente para pagar los intereses de la deuda. En los Países Bajos el interés de la deuda nacional se encontraba alrededor de los 22 mil millones de euros en 2009, más de lo que se gastó en defensa e infraestructura. Todo esto es una pura pérdida de dinero, el resultado del pasado despilfarro del dinero del contribuyente.

Pero la podredumbre llega a niveles aún más profundos. Nuestros políticos democráticos no solo recaudan impuestos que subsecuentemente malgastan, sino que también han conseguido asegurarse el control sobre nuestro sistema financiero, nuestro dinero. A través de los bancos centrales como la Reserva Federal y el Banco Central Europeo, nuestros gobiernos democráticos determinan lo que constituye dinero («de curso legal»), cuánto dinero se crea e inyecta en la economía y a qué altura se limitan los tipos de interés. Además, han dañado la conexión que solía existir entre el papel moneda y los valores subyacentes como el oro. Todo nuestro sistema financiero –incluyendo todos nuestros ahorros y fondos de jubilación, todo el dinero que creemos poseer– está basado en el papel moneda fiduciario emitido por el Estado.

La ventaja de este sistema es evidente para nuestro gobierno. Le otorga un «grifo del dinero» que puede abrir cuando quiera. ¡Ningún monarca absolutista tuvo nunca nada parecido! Los líderes democráticos pueden tan solo «bombear» la economía –y llenar sus propios cofres–, si quieren lanzar su propia popularidad. Hacen esto a través del Banco Central que, a su vez, utiliza a la banca privada para llevar a cabo este proceso de emisión de dinero. El sistema está diseñado de tal manera que a los bancos privados se les concede el permiso especial de prestar un múltiplo del dinero que sus clientes depositan (banca de reserva fraccionaria). Así, a través de varios trucos, más y más papel o dinero electrónico es inyectado a la economía.

Esto conlleva varias consecuencias negativas. Para empezar, el valor del dinero disminuye. Ese proceso lleva en operación un siglo. El dólar ha perdido 95 % de su valor desde que el sistema de la Reserva Federal fue creado, en 1913. Es por ello que nosotros como ciudadanos notamos que los productos y servicios se hacen progresivamente más caros. En un verdadero mercado libre, los precios tienden a caer como resultado de las mejoras en la productividad y la competencia. Pero en nuestro sistema manipulado por el gobierno, en el que la oferta de dinero se encuentra en constante aumento, los precios suben todo el tiempo. Algunos se benefician de esto –por ejemplo, los que tienen grandes deudas, como el propio gobierno–, otros se ven perjudicados –como aquellos que viven de una pensión fija o tienen ahorros–.

La segunda consecuencia es que con todo el nuevo dinero que se bombea en la economía, se provoca un auge artificial tras otro. Así, hemos tenido un boom inmobiliario, un boom en las materias primas, un boom en el mercado de valores. Pero todos estos milagros están basados en aire caliente; todos los auges terminan siendo burbujas que revientan antes o después. Tuvieron lugar únicamente, porque los mercados fueron inundados con crédito fácil y todos los participantes pudieron cargarse con deudas. Pero tales fiestas no pueden continuar para siempre. Cuando se hace evidente que las deudas no pueden pagarse, las burbujas explotan. Así es como aparecen las recesiones.

Las autoridades normalmente responden a las recesiones, como cabe esperar de los políticos democráticos, a saber, creando todavía más dinero artificial y bombeando mayores cantidades de dinero en la economía, al mismo tiempo que echan la culpa al «libre mercado» y a los «especuladores» de la crisis. Hacen esto, porque los votantes lo desean. Los votantes quieren que continúe la fiesta el mayor tiempo posible y los políticos suelen cumplir sus deseos para ser reelegidos. El escritor y político estadounidense Benjamín Franklin vio el problema ya en el siglo XVIII: «Cuando la gente se dé cuenta de que puede conseguir dinero a través del voto, estaremos ante el final de la república», escribió.

Encender la imprenta puede proporcionar cierto alivio, pero siempre es temporal. En estos momentos parece que hemos llegado al punto en que no pueden crearse más burbujas sin hundir por completo al sistema en su conjunto. Las autoridades ya no saben qué hacer. Si continúan creando dinero, corren el riesgo de la hiperinflación, al igual que en Alemania en la década de 1920 o en Zimbabue. Al mismo tiempo, no se atreven a dejar de estimular la economía, porque con ello la sumirían en una recesión y eso no les gusta a los votantes. En resumen, el sistema parece sentenciado a muerte. Los gobiernos ya no pueden sostener la ilusión que crearon pero tampoco la pueden dejar ir.

Vemos, pues, que la democracia no lleva a la prosperidad, sino a una constante inflación y recesión, con toda la incertidumbre e inestabilidad que las acompaña. ¿Cuál es la alternativa? La solución a la deriva de despilfarro democrático consiste en restaurar el respeto a la propiedad privada. Si todos los ganaderos tienen su propio pedazo de tierra, cada uno de ellos se asegurará de que la sobreexplotación de su propia tierra nunca ocurra. Si todos los ciudadanos pudieran quedarse con los frutos de su propio trabajo, se asegurarían de conservar tales los recursos.

Esto también significa que el sistema financiero debe ser retirado de las manos de los políticos. El sistema monetario, al igual que cualquier otra actividad económica, debería volver a ser parte del mercado libre. Todo el mundo debería ser libre de emitir su propio dinero y de aceptarlo de otros como estimara conveniente. Los mecanismos del libre mercado asegurarían así que no se generaran más burbujas, al menos no de la magnitud de las que hemos experimentado a través de la manipulación estatal del sistema financiero.

Para muchas personas tal sistema monetario de libre mercado suena aterrador. Pero históricamente ha sido la regla más que la excepción. Y puede ayudar a entender que nuestra prosperidad –la fantástica riqueza de la que disfrutamos actualmente– consiste en último lugar en nada menos que lo que juntos como ciudadanos productivos producimos y hemos producido en la forma de bienes y servicios a lo largo del tiempo. Ni más ni menos. Ninguno de los trucos y espejismos que los gobiernos democráticos realizan con el papel moneda puede cambiar este hecho.


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.