No puede confiarse en el gobierno con respecto a la pena de muerte

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El Equipo de Evaluación de la Pena Capital de Texas de la American Bar Association (ABA) revisó recientemente el sistema de pena de muerte de Texas para descubrir algo que no sorprende a nadie: es un programa caro que se gestiona mal y comete errores. El análisis, dirigido por expertos legales y antiguos cargos oficiales en todo el espectro ideológico descubría que Texas confía en métodos anticuados, acentíficos y no fiables para probar la culpabilidad. Se sugerían muchos cambios para intentar evitar condenas erróneas y proporcionar un proceso justo.

Este mismo sistema de pena capital del que el gobernador Perry y algunos de sus predecesores se sienten tan orgullosos ha llevado a consecuencias desastrosas. Es responsable de que al menos 12 hombres hayan sido condenados erróneamente y luego sacado del corredor de la muerte y quizá otros incluso fueron erróneamente ejecutados. Carlos DeLuna fue ejecutado sin usar ninguna evidencia forense, con una defectuosa investigación de la escena del crimen y esencialmente el relato de un testigo que luego dijo que está seguro al 50% de que DeLuna fue el que lo hizo. Claude Jones fue ejecutado en 2000, basándose, en parte, en el análisis de un pelo encontrado en la escena del crimen. Posteriormente se ha demostrado que este análisis del pelo no fue científico y, recientemente, las pruebas de ADN revelaron que no era el pelo de Jones después de todo. Cameron Todd Willingham fue ejecutado en 2004 principalmente después de que investigadores locales testificaran que un incendio provocado fue la causa del fuego que mató a sus tres hijos pequeñas. Esta “evidencia” ha sido contestada desde entonces por nueve expertos en incendios que han examinado el caso y determinado que fue un trágico accidente, no un incendio provocado.

Los texanos continúan estando sometidos al pago de impuestos para este programa que concede tanto poder al estado y a menudo fracasa miserablemente. El coste medio de un caso de pena de muerte en 1992 en Texas era de 2,3 millones de dólares, frente a los 750.000$ para un caso de cadena perpetua. El condado de Jasper, en Texas, se vio obligado a aumentar los impuestos a la propiedad en casi un 7% solo para pagar un juicio de pena de muerte. Un solo caso de pena capital llevó, en parte, al condado de Gray, en Texas a retener los aumentos de sueldo de los funcionarios y aumentar los impuestos del condado. El coste en los niveles local, estatal y federal es una pesada carga sobre los contribuyentes aunque la pena de muerte no consigue impedir el crimen.[1]

El alto coste, los frecuentes errores y el poder abrumador que da al estado la pena capital no se limitan a Texas. Nacionalmente, más de 140 personas han sido condenadas erróneamente y sacadas de los corredores de la muerte desde 1976, mientras que muchas otras fueron probablemente ejecutadas erróneamente. Este programa tiene un coste que excede con mucho la cadena perpetua sin remisión. Demasiado a menudo, este coste en exceso se traslada a ciudadanos en forma de impuestos adicionales o deuda pública.

Desde que se reinstauró la pena de muerte en 1976 por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, se han intentado innumerables reformas legislativas y judiciales. Estas acciones han limitado más el uso de la pena capital. Las sentencias judiciales y la legislación han alargado el proceso de apelaciones, tratando de limitar la arbitrariedad de la pena de muerte e incluso creando un juicio adicional sentenciador solo para casos capitales. Como pasa con cualquier proceso, regulación e implicación públicas adicionales no generan perfección. De hecho, persisten y abundan los fracasos sistémicos, lo que ha llevado a 18 estados a abolir la pena de muerte.

El marco que gobierna la pena de muerte garantiza la disfunción. A los fiscales elegidos se les da una amplia discreción para decidir si buscan o no una sentencia de muerte, independientemente de los deseos de la víctima o los miembros de la familia de la víctima. Consideraciones políticas, en lugar de morales y legales, mueven a veces a los cargos a buscar sentencias capitales. Incluso los jurados se constituyen para apoyar la pena de muerte. Si un fiscal busca una pena capital, a una persona que se oponga a la pena de muerte no se le permitirá por lo general estar en ese jurado. Si eso no es suficientemente problemático, el proceso de apelación que existe actualmente no está ahí para presentar nuevas evidencias, sino para asegurar que al convicto se le proporciona un juicio inicial justo. Sigue siendo increíblemente difícil presentar nuevas evidencias. Este marco favorece la pena de muerte y la voluntad del gobierno por encima de la protección de los derechos del pueblo.

El sistema actual no solo ha permitido que se use pseudociencia como evidencia, sino que resulta asombrosa la disposición del gobierno a aceptar, usar y defender evidencias acientíficas y testimonios de expertos no confiables. Esto ha contribuido a grandes fallos y producido condenas erróneas. Incluso cuando se sabe que mucha de la “ciencia forense” es más un arte que una ciencia, a los jurados no se las ha informado de su naturaleza subjetiva.

La autoridad para matar a ciudadanos estadounidenses es un poder inmenso del que disfrutan los gobiernos estadounidenses y un gran poder que abre la puerta a un gran abuso. En un esfuerzo por impedir más fallos y abusos, el gobierno ha implantado cambios en el proceso de la pena de muerte, lo que la hace exorbitantemente cara, para intentar limitar futuras catástrofes. Incluso con estos cambios, sigue siendo un fracaso.

La implantación de la pena de muerte no puede basarse en planes nefastos y probablemente derive de un deseo de justicia y seguridad. Sin embargo, el monopolio del gobierno en los procesos de la justicia penal y su aislamiento de responsabilidad cuando falla el sistema están en la raíz de los fracasos de dicho sistema. Si queremos limitar el poder del Estado, la pena estatal de muerte puede ser un buen lugar para empezar.


[1] D. Nagin and J. Pepper, “Deterrence and the Death Penalty”, Committee on Law and Justice at the National Research Council, Abril de 2012.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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