¿Causó Joseph Wharton el desplome financiero de EEUU?

0

Cuando los chips económicos empezaron a caer el pasado invierno, los legisladores de Capitol Hill no escatimaron tiempo ni palabras para informarnos de sus prioridades: no importa lo que pueda pasar en los mercados financieros, se nos dijo, la financiación de los préstamos a estudiantes continuará en marcha.

Es una promesa de Washington que podemos pensar que va a misa. Nuestro gobierno, representando a la fuerzas del mismo bien, no va a abandonar a la más sagrada de las vacas monetarias, conocida vulgarmente como sector de la educación. Si existiera algo así como una acción sobre educación, solo un idiota se pondría a corto. Los estadounidenses están criados para creer que no existe el empacho de pieles de cordero. La idea de que cualquier forma de escolarización pueda hacer daño está cerca de la blasfemia.

Los beneficios de la universidad se igualan habitualmente con una panacea, una piedra filosofal y una esponja de baño moral que la rodea. En lo que se refiere a Obama, un grado universitario no difiere de un pollo en una cazuela o un coche en un garaje: todos deben tener supuestamente uno (o varios). El siguiente paso lógico es la creación de instituciones de enseñanza superior cerca de los puntos fronterizos más porosos, completamente equipadas para proporcionar acreditaciones a extranjeros de todo tipo. De esa manera, los recién llegados no se verán abrumados en un entorno de tal erudición general.

La dinámica del entusiasmo popular por la educación formal se refleja duramente en la historia presidencial. La educación en aulas de George Washington fue escasa. Su sucesor, John Adams, era un jurista formado en Harvard. En el siguiente siglo, siete de 23 presidentes nunca fueron a la universidad. El siglo XX solo vio uno de 19 presidentes, Harry Truman, ocupar la Casa Blanca sin graduarse. El primer jefe de ejecutivo elegido en el nuevo milenio posee grados en los nombres más conocidos de la educación estadounidense: Harvard y Yale. El presidente Bush es asimismo el primer hombre que preside Estados Unidos con un MBA. Nunca sabremos qué pudo haber ocurrido con un MBA en la Casa Blanca cuando el mercado se desplomó en 1929; la necesidad perentoria de ellos no se había inventado aún. El MBA es la gran contribución estadounidense a la ubicuidad de los postgrados. Fue ideado en la década de 1930, una época en la que los empresarios podrían haber tenido razones para ser cautos en darse títulos.

Merece la pena apuntar que entre los presidentes mejor considerados del siglo XIX, solo uno, Thomas Jefferson, fue a la universidad. Abraham Lincoln, Andrew Jackson y Grover Cleveland fueron todos autodidactas. Estos tres son reconocidos generalmente como más originales e independientes que la mayoría de sus iguales en el ejecutivo.

Los primeros empresarios estadounidenses tenían muchas menos probabilidades de haber tenido una buena educación que los políticos. Nuestro primer millonario, John Jacob Astor, no tuvo educación formal. El que fue el primer gran jugador real en Wall Street, el magnate del transporte Cornelius Vanderbilt tenía una opinión notablemente irónica de la pedagogía. Se sabe que una vez dijo: “Si yo hubiera tenido una educación, no habría tenido tiempo de aprender ninguna otra cosa”. El lema no aparece bajo su nombre en la universidad que lo lleva en Nashville.

Andrew Carnegie fue telegrafista y luego se abrió paso en el Ferrocarril de Pennsylvania; su aprendizaje fue extenso en libros, pero lo adquirió en la biblioteca, no en la pizarra. La experiencia de Jay Gould como supervisor y director de cutiduría le sirvieron como aprendizaje en Wall Street. J.D. Rockefeller fue contable y administrativo. Henry Ford fue un mecánico autodidacta. E.H. Harriman aprendió sus habilidades financieras como lacayo en Wall Street y por eso J.P. le llamaba el “bróker de los dos dólares”. De todos los primeros magnates estadounidenses, Morgan fue el único graduado en una universidad cuyo nombre nos resulta hoy familiar. Y de los arriba mencionados, fue el único notorio que ya nació rico.

Ninguno de estos hechos justifica ataques gratuitos sobre el valor de una licenciatura universitaria. Pero si ciertos tipos de diplomas han de cualificar a sus tenedores para una oportunidad especial de adquirir riqueza y poder, entonces el rendimiento de esta elección está correctamente sometido a un completo escrutinio. La evidencia de que los medios son habitualmente indulgentes con los chicos de oro de la sociedad es amplia, si no abrumadora. Las disposiciones recíprocas entre gobierno y Wall Street son tan omnipresentes que periodistas y lectores ya están muy habituados y son inconscientes de la flagrancia de los intereses creados.

Los miembros de este club que mueve el mundo están ligados, casi unánimemente, a través de su alma mater. Cuando examinamos lo que hace falta a un solicitante normal para entrar en las universidades más exclusivas de Estados Unidos, es difícil entender por qué son relevantes estas habilidades para tener éxito en el mercado. La capacidad de distinguir entre varias palabras oscuras similares que es improbable que se usen en toda una vida puede ser inusual, pero no es evidente cómo podrían facilitar una estrategia de negocio de éxito. Los beneficios para la carrera de contactos jóvenes realizados en las universidades más exclusivas de Estados Unidos, sin embargo, son evidentes para todos.

Lo que es mucho menos obvio es cuáles son exactamente los talentos de los chicos que llegan a lo alto de los imperios empresariales existentes. Una condenada buena parte de ellos parecen especializarse en encontrar vías para producir ingresos, pero poco más. Bien entrado el siglo XX, el meritoriaje en una empresa era una vía natural hacia una posición ejecutiva en una gran empresa estadounidense del momento. La gente con experiencia en mecánica, ventas, manufacturas y agricultura se encontraba en lo alto de muchas ramas del comercio. Todavía en la década de 1950, empresarios con perspectivas muy distintas derivadas de una enorme variedad de influencias y experiencias ejercían influjo en la industria estadounidense. Esas puertas traseras son casi desconocidas para cualquiera que trate de llegar hoy a lo alto del comercio.

La gente destinada a la alta dirección en grandes empresas públicas normalmente se han dedicado a campañas de conformidad desde el instituto y pocos salen de ellas. Se unen a grandes organizaciones y adquieren el talento de resistir tanto la exasperante redundancia como las políticas contradictorias. Una sentencia perpetua a largas reuniones empieza con unos 16 años para el “éxito” futuro, asegurando que solo los masoquistas pueden unir sus carreras a una máquina a todo gas. Sin embargo nada de esto lleva demasiado lejos al aspirante a ejecutivo sin ser un maestro en arte sublime de la humillación. El verdadero respeto por sí mismo y la decencia humana son las mismas cualidades que el proceso moderno de liderazgo está pensado que purgue. Los individuos respetables son tan venenosos para la corporatocracia como la kriptonita para Clark Kent. Los hombres con “ideas” de la vieja escuela se hundían o nadaban a partir de la rentabilidad de las innovaciones que respaldaban. El estrellado corporativo moderno es un juego diferente. El superviviente debe tener los redaños para esperar a que los riesgos tomados por otros den frutos antes de decidir en qué lado estuvo siempre.

El liderazgo, en el léxico corporativo, es un proceso de encontrar púlpitos con una audiencia cautiva de peones desafortunados. Por supuesto, la Casa Blanca es el púlpito definitivo. El que haya llegado a ella un MBA cuya fortuna se creó mediante los compinches y la generosidad pública es una paradoja, que incluso los rectores titulares de la Universidad de Vaderbilt aprecian. ¿Qué porcentaje de hombres similares puede aplastar lo más alto de la sociedad antes de que la estructura empiece a crujir y retorcerse con vientos fuertes? La educación, como medio de extender habilidades poco comunes por debajo de la línea de aptitud, es un gran bien para la prosperidad. Pero el uso de licenciaturas universitarias como clubes para quitar del campo a competidores capaces es una medida desesperada de control que, intencionadamente o no, manipula la competición. Todavía el anclaje de la MBA de la corporatocracia tiene muchos defensores leales pensando en las salas de los think tanks , publicando en revistillas y periódicos y circulando por TV. Aparentemente es posible para un ejecutivo tomar una empresa una vez solvente, incluso próspera, convertirla en dependiente del estado y seguir mereciendo una fabulosa remuneración de los accionistas.

Las historias de las grandes empresas siempre han incluido una buena cantidad de anécdotas sórdidas. Sin embargo, ninguna de ellas parece quebrantar la mística asociada con las altas finanzas. La idea de que todo es muy arcano tiende a abrumar el escepticismo natural de los pequeños inversores. Pero el glamur corporativo intimida también a los que están en su meollo. Cada nuevo peldaño en la escalera deja a los ejecutivos sintiéndose más délficos. Las ilusiones de grandeza están en el corazón de toda crisis de liderazgo.

Al irse calentando la economía en la década de 1980, empezaron a despegar las carreras de los “baby boomers”, junto con sus salarios. Esta dinámica se mezcló con la legislación de protección del impuesto individual de la renta de una manera que echaba el dinero a la NYSE y las demás bolsas. Entre 1980 y 2000, el Índice Industrial Dow Jones  aumentó en más del 1.000%. Durante este mismo periodo, la población creció aproximadamente un 25% y las rentas medias aumentaron en poco más del doble. Está claro que el incentivo público fue un factor importante. Aun así, los gurús y expertos nunca atisbaron ningún riesgo de sobrecapitalización. La sabiduría convencional implicaba oportunidades perpetuas en Wall Street. Cuando los ratios de pérdidas y ganancias predeciblemente se dispararon, ya que la cantidad de demandantes de acciones y otros títulos proliferaron de la noche a la mañana, los expertos por lo general no tomaron nota de ninguna relación entre esos factores. Este proceso fue institucionalizado por la legislación fiscal.

Fueran cuales fueran las intenciones, la acción del gobierno trasladó enormes cantidades de capital a los productos de Wall Street. Hay un gran porcentaje de la generación “boomer” se desespera porque el índice Industrial Dow Jones, mantenidos a flote por las compras de acciones de sus pensiones de jubilación, mantengan los niveles presentes y avancen. Una de las cosas que mantuvo ocupados a los empleados de los bancos de inversión en los últimos 25 años fue inventar nuevas maneras  de absorber tanta financiación.

En 2000, un joven de Nueva Jersey, Jonathon Lebed, se vio presionado por la SEC para que entregara 285.000$ que había ganado en los llamados planes de “pump and dump”. Pero era dif´cil entender por qué estos métodos eran más comprometidos moralmente que los de algunas de las firmas de intermediación más conocidas del mundo. Casi invariablemente solicitaban altamente acciones que sus departamentos de investigación “independientes” evaluaban como valiosas en el mercado. Lebed, bajo cualquier otro pseudónimo, no era más que “un chico cualquiera” en Internet e indudablemente nunca disfrutó del caché de un Morgan Chase, Bear Stearns, Goldman Sachs, Salomon Brothers o cualquier otro nombre de marcas del momento. La SEC nunca sugirió a ninguna de ellas que devolviera los miles de millones, si no billones, que ganaron en comisiones y otros ingresos por recomendar acciones que se hinchaban temporalmente. A los no acreditados se les prohíbe desplumar a los inversores ingenuos, mientras que los expertos financieros con licencia pueden incluso cobrar por sus consejos dañinos.

En 1995, el más antiguo banco mercantil de Gran Bretaña, Baring Brothers, se arruinó debido a Nick Leeson, un arbitrajista que cumplió 28 años un día antes de que empresa se declarara insolvente. Leeson no era graduado universitario. Fue capaz de crear un caos fiscal mediante una serie de malas apuestas y la mala supervisión contable de su empresa. Las pérdidas que habían acumulado hasta 204 millones de libras en diciembre de 1994 se cuadruplicaron en las primeras 7 semanas de 1995. El proceso requirió casi 3 años hasta su fructificación y durante este Leeson fue capaz de convencer a sus superiores de enormes éxito ya que el banco cumplía sus márgenes de garantía. Escritores financieros en todo el mundo se sorprendieron de que una institución tan establecida pudiera proceder tan negligentemente. Sin embargo las cantidades fueron irrisorias en comparación con la crisis actual, que en último término implicaban apostar contra posibilidades mucho mayores.

La situación actual fue diseñada cuidadosamente utilizando los recursos más sofisticados de miles de las mayores empresas del mundo. Se basaba en una fórmula sencilla: todos quieren una buena casa. Los constructores estadounidenses podían y querían crear esta riqueza. Todo lo que faltaba eran los medios para pagarla. Era justamente el tipo de obstáculo metafísico que las torres de marfil de la filosofía comercial estaban condenados a superar. Sin las cadenas de un patrón oro, la moneda (literalmente) no es un problema. El qué sea, en los templos de las finanzas mundiales en el sur de Manhattan, desafía a cualquier definición reconocible. La deuda, teóricamente, es un pozo de enriquecimiento sin fondo. El pecado de Charles Ponzi fue no pensar a lo grande.

Esperaríamos que el papel en las altas finanzas en el mercado inmobiliario implicara proporcionar crédito de una forma organizada a un precio competitivo. Hipotéticamente, la invención de un “producto” financiero que dé un rendimiento regular a partir de los pagos hipotecarios podría producir una disposición sensata. Por el contrario, encontramos que expertos sofisticados y bien formados, con antecedentes educativos que les permiten mantenernos al resto en su desdén, generalmente tiene el control de los jóvenes de instituto en los albores de la última moda. Alguien inventó el título con respaldo hipotecario y pronto todos ellos tenían que tener uno propio. Todo lo que hacía falta ahora era una oferta inagotable de compradores cualificados de viviendas.

La Escuela de Negocios de Harvard sobreestimó a sus alumnos y olvidó ofrecer un curso sobre los límites de la oferta en este producto. Pronto los mercados financieros mundiales estaban financiando nuevas construcciones de casas en Estados Unidos al modo en que Yahvé lanzaba maná a las tribus nómadas. El hecho de que las rentas estadounidenses quedaran muy atrás del ritmo de los precios de las viviendas no se ajustaba al “modelo de negocio” explicado en las reuniones del piso 25 en Wall Street, Nassau Street o William Street. Este misterio iba a dejarse que lo resolvieran los albañiles y peones durante su almuerzo mientras levantaban otros 4.500 pies cuadrados.

Zachary Karabell, en el editorial del Wall Street Journal (“Bad Accounting Rules Helped Sink AIG“), dice las cosas de una manera un poco distinta:

Lo que estaba diciendo entonces AIG, y lo que han venido diciendo al mundo desde entonces otros desde Lehman a Bear Stearns , es que las pérdidas que aparecen no son “reales”. Sí, la capa sobre capa de derivados construida sobre los cimientos de las hipotecas es alucinante. Una razón por la que AIG ha flotado por debajo de la pantalla de radar de los medios de comunicación económicos (respecto a las empresas de inversión de Wall Street) es que su modelo de negocio es tan complejo y opaco que es imposible describirlo de forma simple. Estuvo brevemente en las noticias en 2005, después de que fuera acusada de contabilidad inapropiada por la SEC y el fiscal general de Nueva York. Luego desapareció de la vista, hasta ahora.

“La realidad”, escribía el filósofo estadounidense C.S. Pierce (que era desgraciadamente él mismo una especie de “experto”), “es aquello cuyo carácter es independiente de lo que alguien podría pensar”. Si los modelos generados informáticamente, los paradigmas o las realidades virtuales hubieran hecho que el lógico (que murió en 1914) reafirmara o expandiera esta definición es algo que nunca sabremos. Pero el subsiguiente párrafo de Mr. Karabell indudablemente habría sido digno de la atención de Pierce:

Entre sus muchos productos, AIG ofrecía seguros sobre derivados construidos sobre otros derivados construidos sobre hipotecas. Daba un precio a aquellos de acuerdo con modelos informáticos que ninguna persona podría haber generado, ni siquiera los magos cuantitativos que los programaron. Y cuando los porcentajes de impagos y las precios de las viviendas se movieron de formas que ningún modelo había predicho, toda la estructura de precios se vino abajo. (Cursivas añadidas)

A pesar de todo, los modelos generados informática, como los MBA, fueron incapaces o no estuvieron dispuestos a someterse a una limitación tan limitante como una oferta finita de dinero. “Los hechos son tercos”, es una expresión que aparece frecuentemente en los editoriales del Wall Street Journal. La indiferencia respecto del tamaño real del mercado para un producto con un precio que requiere únicamente pagos anuales de intereses que, en muchos casos, casi equivalen a la renta estadounidense media, también requiere terquedad. Nadie necesita un título de doctorado ni siquiera una computadora para reconocer los defectos de un esquema que ignore esos hechos. Pero tal vez los subestimamos:¿supieron siempre los cerebros de Wall Street  que el problema se resolvería sencillamente imprimiendo más dinero? Por muy erráticos y anárquicos que parezcan los mercados bajo un sistema de banca central con reserva fraccionada, los resultados finales fueron perturbadoramente coherentes.  Los que toman decisiones en el gobierno y el comercio tienen una filosofía de la liquidez que deriva de Homer Simpson sobre su activo líquido favorito: “Por el alcohol: la causa, y la solución, de todos los problemas de la vida”.

Más adelante en su artículo, Karabell dice:

En unos pocos años, habría una portada en una revista con alguien del que no hemos oído hablar nunca que compró todas estas hipotecas y derivados prácticamente por nada con la suposición correcta de que en realidad sí valían algo.

Ese conocimiento no reconforta a nadie con activos que tengan un valor “subyacente” que se encuentren en una contracción de liquidez. Lo que significa es que el olvido de la realidad fiscal por parte de Wall Street ha facilitado de nuevo la concentración de propiedad privada en menos manos. La desmañada incompetencia de nuestros mejores lleva inevitablemente a una mayor servidumbre de todos. Y entretanto la magnitud de la presente crisis está indudablemente sirviendo como tapadera para innumerables variedades de nuevas maldades financieras.

Los vigilantes económicos de la sociedad están actualmente cautivados por las abstracciones idealistas de Bernanke, Paulson y numerosos senadores, cuya recta indignación se ha alzado por fin. Ese icono de Wall Street que hace aguas ha sido rescatado por Warren Buffett de una manera que recuerda siniestramente la compra por Richard Whitney de 10.000 acciones de US Steel en octubre de 1929. Los expertos simplemente siguen dando y sería mejor que empezáramos a preguntar cuánta guía de la élite podemos soportar. Lo importante, nos aseguran tan reticentemente, es que las masas ignorantes pongan la pasta. Nadie dijo nunca que la gente que no tenga letras tras sus nombres será considerada esclava en este país. Los empresarios adecuadamente educados se preocupan de lo que dicen tanto como de lo que no dicen.

Lo último es que los rescates del gobierno son buenas inversiones. Esto bien de políticos, expolíticos, personajes de TV y gente que se encuentra en el circuito de cócteles en el oeste del distrito del lado este de Manhattan. “¿Te acuerdas de Chrysler?” es la expresión ubicua. “Todos ganamos mucho con eso”. Los escépticos podrían tener dificultades en recordarlo tan claramente. Es verdad que la número tres de las entonces “Tres Grandes” sigue entre nosotros, pero sigue siendo confuso quién obtuvo  qué de ese magnífico acuerdo. El dinero que pasa una y otra vez por la amorfa masa fiscal en DC y las empresas cotizadas es tan difícil de seguir como en un trilero. Encontrar dónde terminan los “beneficios” es como tratar de descifrar uno de los derivados más enigmáticos. Así que lo que todos acaban haciendo en aceptando que todo está correctamente gestionado. “En cinco o diez años”, nos aseguran los trajes entre caladas de puros, “todo se ajustará estupendamente”. Se espera que la gente se siente pestañeando como una doncella corporativa en una viñeta de James Thurber.

El pasado marzo, cuando el Congreso empezó audiencias sobre la crisis del crédito, el representante Tom Davis, del condado de Fairfax, Virginia, advertía que los CEO y exCEO de grandes empresas arruinada no deberían “sacrificarse”  como “vírgenes en un volcán”. Gracias a Dios, fue capaz de evitar alusiones a la crucifixión. Con un presidente con un MBA, un pez gordo de Wall Street en el Tesoro y un académico en la Fed, esos ávidos volcanes estarían reclamando vírgenes hasta un futuro indefinido.

Con o sin buenas cosechas, los doctores brujos del capital riesgo estarían danzando con guirnaldas, celebrando con cerdo y sagú y haciendo aquellas bromas intemporales acerca de lo que debe estar haciendo toda la gente pobre. Estaríamos atascados en el tráfico  a 6$ el galón, escuchando en C-Span que la prosperidad está a la vuelta de la esquina. Algo acerca de tomar la lanzadera a Nueva York (o volver al Reagan National) será de lo que se hablará.


Publicado el 21 de octubre de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email