Democracia y hechos consumados

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[De Property, Freedom and Society: Essays in Honor of Hans-Hermann Hoppe]

Ninguna institución de la vida moderna tiene tanta veneración como la democracia. Está más cerca que nada de ser el objeto supremo de adoración en una religión global. Quien niegue su rectitud y conveniencia pronto se verá como un paria. Se puede denunciar la maternidad y la tarta de manzana, pero no hablando mal de la democracia, que es ahora el principal icono de la vida política y social en todo el mundo. Mucha gente es atea, pero poca es antidemócrata.

La adoración de esta disposición política concreta ha aparecido sin embargo de forma relativamente reciente y en épocas anteriores los filósofos políticos tendían más a condenar la democracia que a alabarla. Aristóteles, cuyas opiniones tuvieron gran peso durante milenios, no recomendaba mucho la democracia. Junto con muchas otras críticas a este tipo de gobierno, escribió en su Política:

1313b: 32-41: La forma final de la democracia tiene características de tiranía: las mujeres dominan en el hogar de forma que pueden denunciar a sus maridos, los esclavos no tienen disciplina y se honra a los aduladores (demagogos). El pueblo quiere ser un monarca.

1295b: 39-1296a5: Es mejor para los ciudadanos de una ciudad-estado poseer una cantidad moderada de riqueza porque donde algunos tienen mucho y algunos no tienen nada, el resultado es la democracia definitiva o la oligarquía sin mezcla. Puede generarse tiranía en ambos extremos. Es mucho menos probable que derive de sistemas moderados de gobierno.

1276a: 12-14: Algunas democracias, como las tiranías, se basan en la fuerza y no se dirigen al provecho común.

1312b: 35-38: La democracia definitiva, como la oligarquía sin mezcla y final, es realmente una tiranía dividida [entre multitud de personas].[1]

Los fundadores de los Estados Unidos de América tenían visiones diversas acerca de la democracia. Casi todos parecen haberla temido más que respetarla. Reconocía que podrían tener que hacerse concesiones a una participación bastante amplia en política para aplacar a las masas (que, después de todo, habían servido como carne de cañón en la recientemente concluida Guerra de Independencia del Imperio Británico), pero diseñaron un sistema en el que el voto estaría limitado y circunscrito, de forma que se impidiera que la gente común diera rienda suelta a sus pasiones apropiándose del control del gobierno y usándolo para saquear a los ricos. Los fundadores temían visiblemente el “gobierno de la masa” y lo asociaban a una democracia ilimitada. Todos los nuevos estados independientes requerían tenencia de propiedades y otras cualificaciones para votar y, en la práctica, el derecho de voto estaba limitado en la mayoría de los lugares a una pequeña minoría de la población, un grupo de varones blancos adultos. La Constitución de Estados Unidos no contiene la palabra democracia, aunque estipula ciertos protocolos para la elección de cargos y se basa por el contrario en el federalismo y la separación de poderes para conservar la libertad.

Aunque la democracia tuvo avances ideológicos gigantescos en el siglo XIX, unos pocos escritores tuvieron el valor de condenarla muy avanzado el siglo XX. Entre los más astutos estuvo Joseph A. Schumpeter. En Capitalismo, socialismo y democracia plantea un punto de partida para el análisis de la concepción clásica de la democracia: “el método democrático es esa disposición institucional para llegar a decisiones políticas que decide el bien común haciendo que el propio pueblo decida sobre asuntos a través de la elección de individuos que se reúnen para concretar su voluntad”.[2] Luego procede a demoler la pretensión de que esta concepción tenga sentido.

Schumpeter argumenta:

Si argumentamos que la voluntad de los ciudadanos es por sí misma un factor político digno de respeto, debe primero existir. Esto equivale a decir que debe ser algo más que un bulto indeterminado de vagos impulsos que actúa sin mucha firmeza sobre lemas establecidos e impresiones erróneas.[3]

Schumpeter llama la atención sobre “la ignorancia y falta de juicio de los ciudadanos normales en asuntos de política interior y exterior” y añade, anticipando el concepto de la ignorancia racional de la teoría de la elección pública, que “sin la iniciativa que proviene de la responsabilidad inmediata, la ignorancia persistirá ante masas de información aunque esta sea completa y correcta”.[4]

Además, “aunque no hubiera grupos políticos tratando de influenciarle, el ciudadano típico tendería en asuntos políticos a tener prejuicios e impulsos extrarracionales o irracionales”. Las cosas son aún peores una vez reconocemos que las “oportunidades para grupos con un hacha para picar”, que “son capaces de dar forma y, dentro de límites muy amplios, incluso de crear la voluntad del pueblo”, dejando a los analistas políticos ponderar “no una voluntad genuina, sino una prefabricada” que es “el producto y no el poder motivador del proceso político”.[5]

Schumpeter reconocía que, a largo plazo, el público general puede llegar a tener una opinión más perspicaz del mundo y recompensar o castigar a los cargos electos de acuerdo con ello cuando votan, pero este mismo ajuste final tiene un defecto fatal, porque la historia “consiste en una sucesión de situaciones a corto plazo que pueden alterar el curso de los acontecimientos para bien:”[6]

Si todos pueden verse “engañados” a corto plazo paso a paso hacia algo que realmente no quieren y si esto no es un caso excepcional que pudiésemos permitirnos dejar de lado, entonces ninguna cantidad de sentido común retrospectivo alteraría el hecho de que en realidad ni plantea ni decide asuntos, sino que los asuntos que modelan su destino normalmente son planteados y decididos para ellos.[7]

Como “los electorados normalmente no controlan a sus líderes políticos en modo alguno salvo rechazando reelegirlos, a ellos o a las mayorías parlamentarias que los respaldan”,[8] existe la clara posibilidad  o mejor, la gran probabilidad, de que los votantes se encuentren una y otra vez preocupados por un caballo que ya haya abandonado la cuadra para no ser recuperado nunca.

Esta visión sombría del proceso político bajo una democracia representativa se convierte en aún más sombría una vez apreciamos que los aspirantes a cargos normalmente hablan de generalidades vagas y cargadas de emotividad o simplemente mienten acerca de sus intenciones. Después de asumir el cargo pueden actuar ignorando completamente sus promesas de campaña, confiando en que cuando se postulen para la reelección serán capaces de idear una excusa plausible para su infidelidad y traición de confianza. Así que los votantes siguen permanente inmersos en una neblina de desinformación, manipulación emocional y descarada mendacidad. No importa lo que prometa un candidato, los votantes no tienen medios para que se atenga a esas promesas o para castigar su mal comportamiento hasta que pueda ser demasiado tarde como para importar. Por desgracia, en muchos casos, las decisiones de los cargos electos dan lugar a consecuencias irreversibles, resultados que no es posible deshacer ex post.

Garet Garrett tenía una visión similar de la inutilidad de la democracia como medio para hacer al gobierno responsable ante la “voluntad del pueblo” (o cualquier otra cosa salvo los deseos de los propios gobernantes). Escribiendo a mediados de siglo, poco después de la muerte de Schumpeter, en un ensayo titulado “Ex America”, Garrett planteaba el siguiente escenario hipotético:

Supongamos que se les hubiera presentado una imagen real del mundo presente en 1900, el futuro en una bola de cristal, junto con la pregunta “¿Lo queréis?” Nadie puede imaginar que hubieran dicho que sí, que podrían haberse visto tentados por las comodidades, los artefactos, los automóviles y todas las fabulosas satisfacciones de la existencia a mediados de siglo, para aceptar los tentáculos del pulpo gubernamental, el desdibujamiento del individuo, la bomba atómica, una vida de nauseabundo temor, la pesadilla de la extinción. Su respuesta habría sido que no, categóricamente.[9]

Una vez puesto el escenario, preguntaba: “¿Cómo se explica entonces el hecho de que todo lo que ha ocurrido para cambiar el mundo de lo que era a lo que es haya tenido lugar con su consentimiento?” A lo que añadía: “Más exactamente, primero ocurrió y luego consintieron”.[10]

Garrett procedía a listar y explicar brevemente una serie de acontecimientos políticos cataclísmicos y alteradores del rumbo en Estados Unidos, incluyendo al entrada en la Primera Guerra Mundial, el lanzamiento del New Deal, la entrada en la Segunda Guerra Mundial y unirse a la ONU, nada que en cada caso el pueblo no votara a favor de la acción del gobierno, pero “a todo esto ha consentido el pueblo, no por anticipado, sino posteriormente”.[11]

Se podría objetar en este momento preguntando: “¿Qué diferencia supone que el pueblo consiente antes o después, mientras consienta?” De hecho Bruce Ackerman ha escrito un libro entero para argumentar precisamente que los cambios constitucionales más profundos en la historia de EEUU se produjeron, no cuando el pueblo enmendó formalmente la Constitución, sino cuando el gobierno actuó fuera de su autoridad constitucional en una crisis y posteriormente recibió validación electoral y judicial de sus acciones y que estas revoluciones constitucionales de hecho merecen nuestra aprobación; de hecho, tendrían que servir como modelos para futuras revoluciones constitucionales.[12]

La opinión de Ackerman puede rebatirse señalando al frecuencia con los revolucionarios constitucionales articularon la supuesta validación ex post de sus acciones. La gente en el poder tiene la máxima capacidad de manipular los distritos votantes, sesgar las normas electorales, comprar votos con dinero de los contribuyentes, llenar las urnas y asegurarse de otra manera que los que estén en el poder (independientemente de cómo llegaran allí) permanezcan en el poder. Igualmente, la gente en el poder tiene la máxima capacidad para nombrar nuevos jueces, alterar las jurisdicciones judiciales y cambiar el tamaño o número de tribunales de apelación para asegurarse de que los que estén en el poder (independientemente de cómo llegaran allí) obtengan justificación judicial de sus acciones (hasta entonces inconstitucionales).[13]

A pesar de la fuerza de las objeciones anteriores, Ackerman podría rechazar considerarlas un golpe de KO para su tesis. Antes o después, podría insistir, el pueblo será capaz de votar contra políticas que encuentre ofensivas y los jueces serán capaces de anular la constitucionalidad de leyes que trasciendan la verdadera autoridad constitucional del gobierno. Los ganadores políticos no pueden amañar eternamente el juego, así que si el pueblo y los jueces nunca se dan la oportunidad de expresar su aversión a los revolucionarios constitucionales y sus políticas, podemos presumir que realmente aprueban lo que se ha hecho; en palabras de Garrett, “primero ocurrió y luego consintieron”.

En cierto sentido, esta interpretación puede ser correcta, pero dudo que el sentido que tengo en mente sea uno que aceptara Ackerman. Si el pueblo nunca se da la oportunidad de anular lo que se hizo inicialmente sin su consentimiento, puede que solo revele así que el pueblo que haya sido alimentado con gachas durante mucho tiempo se habitúe a comerlas e incluso las consideren nutritivas.[14] En términos menos metafóricos, mi afirmación es que el cambio ideológico depende a menudo de la vía: dónde haya una ideología dominante y dónde sea más probable ir en el futuro depende significativamente de dónde se haya estado en el pasado.[15]

Teniendo en mente este aspecto de la dinámica política, social y económica, podemos llegar a entender mejor cómo, por ejemplo, en cada episodio decisivo de la gran transformación de la economía política estadounidense entre 1900 y 1950, “primero ocurrió y luego consintieron” y después el pueblo miró atrás a estos episodios no tanto remordimiento como con orgullo y una sensación de que la nación había superado grandes retos. Además, el pueblo consecuentemente elevó al panteón de la “grandeza” a los presidentes que decidieron por sí mismos echar la nación a estas calderas y los canonizaron en la Iglesia de la Democracia; así pasó con Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt, y anteriormente, siguiendo el mismo molde, con Abraham Lincoln.[16]

Después de que estallara la Primer Guerra Mundial en Europa en agosto de 1914, la abrumadora mayoría de los estadounidenses prefería que su gobierno permaneciera neutral y no se uniera a la lucha. “La aversión a unirse a la carnicería”, escribe Walter Karp, “era virtualmente unánime”.[17] El presidente Wilson se representaba como trabajando sobre todo para acabar con la lucha y resistir la tentación de entrar en guerra como reacción a diversas provocaciones de ambos bandos en batalla. Sin embargo, bien podemos dudar de la sinceridad de sus manifestaciones de neutralidad. Thomas Fleming escribe que “en un momento de descuido, Wilson confesó a un amigo que esperaba una victoria aliada en la guerra, pero que no se le permitía decirlo por su neutralidad pública”.[18] Sin embargo no cabe duda de que el presidente y sus directores electorales veían que la mejor manera de obtener la reelección en 1916 era continuar representándose como un hombre de paz; de ahí el lema de campaña “Nos mantuvo fuera de la guerra”.

Aun así, menos de un mes después de empezar su segundo mandato, Wilson pidió al Congreso una declaración de guerra, basando su solicitud en el asombroso motivo de que los estadounidenses tenían un derecho absoluto a viajar sin ser hostigados en alta mar en barcos que transportaban municiones a una potencia en guerra. “Incluso después de que Wilson rompiera relaciones con Alemania en febrero de 1917”, escribe Karp, “una abrumadora mayoría de los estadounidenses se seguía oponiendo a entrar en guerra. Incluso cuando Estados Unidos ya llevaba en guerra algunos meses, una mayoría de estadounidenses seguía siendo una oposición hosca y silenciada, más profundamente alienada de su propio gobierno de lo que haya estado ninguna mayoría estadounidense antes o después”.[19] Karp concluye: “El gobierno representativa les había fallado a cada paso”.[20] ¿Democracia en acción?

Probablemente ningún acontecimiento individual del siglo pasado haya sido una fuente tan prodigiosa de males como la entrada de EEUU en la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles que la entrada de EEUU hizo posible. Las conquistas del bolchevismo, el nazismo y el fascismo y las múltiples catástrofes conocidas colectivamente como la Segunda Guerra Mundial, por no mencionar los eternos problemas en Oriente Medio, puede decir que pueden remontarse a este origen.[21] En Estados Unidos, la guerra llevó al gobierno a adoptar lo que los contemporáneos llamaron “socialismo de guerra” (aunque era, en un lenguaje más preciso, “fascismo de guerra” en su mayor parte), que proporcionó proyectos para una inmensa variedad de intervenciones públicas en la economía y la sociedad, muchos de los cuales continúan empobreciendo a los estadounidenses y aplastando sus libertades noventa años después.[22] La guerra pudo tener esas consecuencias tan extremas y resistentes porque también produjo cambios ideológicos abruptos: muchos estadounidenses se convencieron, por su percepción de los controles en tiempo de guerra, de que el gobierno era capaz de dedicarse con éxito a la ingeniería socio-económica en un amplio frente. Así que la guerra puso el clavo final en el ataúd del liberalismo del siglo XIX, al menos a los ojos de los grandes participantes en la política. Como declaraba Bernard Baruch, el jefe en tiempo de guerra del Consejo de Industrias Bélicas: “Ayudamos a enterrar los dogmas extremos del laissez faire, que habían moldeado durante tanto tiempo el pensamiento económico y político estadounidense”.[23]

El siguiente gran fracaso de la democracia en Estados Unidos se produjo en 1932. En el momento de las elecciones presidenciales en noviembre, el país había experimentado más de tres años de empeoramiento en el rendimiento económico: caída en la producción, aumento en el desempleo, cifras crecientes de quiebras de negocios y cifras crecientes de empresas y negocios perdidos por ejecución o embargo por falta de pago de impuestos. No sin buenas razones, la gente culpó al presidente Herbert Hoover de esta terrible evolución y dio a Franklin D. Roosevelt, el aspirante demócrata, el beneficio de la duda.

Roosevelt hizo campaña con un programa que los viejos demócratas del siglo XIX, al estilo de Grover Cleveland, podrían haber apoyado tranquilamente. Tal y como lo resume Jesse Walker:

La primera propuesta reclamaba “una reducción inmediata y drástica del gasto público aboliendo comisiones y oficinas inútiles, consolidando departamentos y oficinas y eliminado lujos para conseguir un ahorro no menor del 25% en el coste del Gobierno Federal”. (También pide que “los estados hagan un esfuerzo ferviente para lograr un resultado proporcional”). Las siguientes propuestas reclamaban un presupuesto equilibrado, un arancel bajo, la abolición de la Ley Seca, “una divisa fuerte a mantener bajo cualquier riesgo”, “ninguna interferencia en los asuntos internos de otras naciones” y “la eliminación del gobierno de todos los ámbitos de la empresa privada, excepto donde sea necesario para desarrollar obras públicas y recursos naturales de interés común”. El documento concluye con una cita de Andrew Jackson: “derechos iguales para todos; privilegios especiales para ninguno”.[24]

Con estas promesas, Roosevelt arrasó en las urnas con una victoria aplastante.

Pero hasta un niño sabe que su New Deal, un enorme revoltijo de intervenciones interiores, controles, subsidios, impuestos, amenazas, embargos y otras perturbaciones resultaron ser casi lo contrario de lo que había prometido a los votantes durante la campaña.

¿Y qué?, podemos oír que pregunta el profesor Ackerman entre bastidores; ¿no apoyó el pueblo estas acciones reeligiendo a Roosevelt por un margen de victoria aún mayor en 1936? Si, por supuesto, lo hizo. Pero para entonces el presidente y su partido habían convertido al gobierno federal en un vasto aparto de compra de votos que cubría todo el país y penetraba en todo condado, pueblo y villa. Como describía la situación John T. Flynn:

Los miles de millones de Roosevelt, utilizados hábilmente, habían destrozado toda maquinaria política en Estados Unidos. El patrocinio de que una vez vivieron y el dinero local que una vez tuvieron para desembolsar para ayudar a los pobres era una minucia comparado con las enormes masas de dinero que controlaba Roosevelt. Y ningún jefe político podía competir con él en ningún condado en Estados Unidos en la distribución de dinero y empleos.[25]

Tampoco está corrupción política jardinera fue lo peor. Mucho más importante a largo plazo fue la pérdida de fe en el libre mercado entre las masas y el impulso dado al apoyo ideológico al fascismo económico. Debido a la Gran Depresión el New Deal, posteriores generaciones vivirían con un miedo crónico a las privaciones económicas y basarían sus esperanzas de seguridad en una ferviente creencia en que si la economía se venía abajo, el gobierno podría rescatarles y lo haría. La Ley de Empleo del 1946 codificó esta dependencia pública. El individualismo robusto, en la medida que haya existido nunca, tuvo una muerte cruel a manos del New Deal, precisamente lo contrario de lo que había prometido Roosevelt cuando hizo campaña por primera vez a la presidencia. ¿Democracia en acción?

Roosevelt seguía en el cargo cuando se produjo la siguiente gran transformación de la democracia, en 1940. La guerra entre las grandes potencias se había reanudado en Europa, como todos habían esperado que acabara ocurriendo después de que se firmara el Tratado de Versalles en 1919. Igual que la mayoría de estadounidenses habían deseado mantenerse fuera de la lucha en 1914, una gran mayoría tampoco quería tener nada que ver con la masacre europea. Roosevelt, como líder de la pequeña mayoría a favor de ir a la guerra (para salvar a los británicos y, ¿nos atrevemos a conjeturar?, ganarse la “grandeza” que produce el liderazgo bélico) tuvo que jugar sus cartas con cuidado. Durante dos años, la mentira sería su principal dispositivo político, buscando maniobrar para que Alemania y Japón participaran en un “incidente” tan provocador que sacudiera a la gente para apoyar la entrada en guerra de EEUU.[26]

La desmedida ambición de Roosevelt alimento su búsqueda de la reelección para un tercer mandato sin precedentes. Dada la oposición pública masiva a la guerra (es decir, oposición al mismo objetivo que él había buscado sobre cualquier otro), el presidente, que ya había empezado a implicar al país en la guerra de forma discreta, llevó su falta de honradez a un nivel superior al irse acercando las elecciones. En un discurso de campaña en Boston el 30 de octubre de 1940, declaró rotundamente: “Lo he dicho antes, pero lo diré de nuevo una y otra vez: Vuestros hijos no van a ser enviados a ninguna guerra extranjera”. Como señala David M. Kennedy: “Obviamente, Roosevelt omitía la expresión excepcional que había usado en ocasiones anteriores: ‘excepto en caso de ataque’”.[27] Basándose en esta aparentemente franca promesa, el electorado devolvió a Roosevelt al cargo durante otro mandato.

Por supuesto, a cambio se encontraron empujados cada vez más hacia la abierta beligerancia de EEUU, hasta que finalmente el ataque de los japoneses a Pearl Harbor dio al presidente lo que él, sus subordinados principales y sus apoyos más cercanos habían buscado desde el principio: declarar su participación en el mayor conflicto armado de todos los tiempos. ¿Democracia en acción?

Cuando acabó, los estadounidenses habían sufrido más de un millón de bajas, incluyendo más de 400.00 muertes de soldados y cuatro años de fascismo económico en el frente interior, con controles extensos y apropiaciones del gobierno que empequeñecían cualquier episodio comparable anterior o posterior en Estados Unidos. Además, todo el mundo se había alterado, ya que la Unión Soviética, aliado de Estados Unidos en la guerra, estaba ahora a horcajadas sobre Europa oriental y también buena parte de la central, llegando al oeste hasta Checoslovaquia, de forma que cuando acabó la violencia en 1945, solo ocupó su lugar una falsa paz y el mundo se vio condenado a vivir indefinidamente con el miedo a la aniquilación nuclear.

Podemos atribuir este lúgubre resultado al sistema democrático que puso en el poder a Franklin D. Roosevelt y su partido y les permitió hacer de Estados Unidos el factor decisivo en el resultado de la guerra. Sin la implicación activa de Estados Unidos en la nueva guerra, los británicos podrían haberse visto obligados a reclamar paz y los alemanes y soviéticos podrían haberse desangrado unos a otros hasta la muerte, un resultado horrible, es verdad, ¿pero habría sido peor de lo que ocurrió en realidad? Por supuesto, no podemos saberlo: no podemos rehacer la historia como si fuera un experimento controlado con condiciones que puedan reponerse. Pero difícilmente podemos negar que el mundo devastado de 1945, con 50 millones de muertos, decenas de millones de enfermos, heridos o desahuciados y un dictador comunista asesino controlando la mitad de Europa, fuera ni de lejos lo que la mayoría de los estadounidenses pretendían producir cuando votaron a Roosevelt en 1940.

La democracia siempre tuvo sus críticos. Nadie afirma que sea un sistema perfecto para elegir líderes políticos o aplicar las políticas y leyes que prefiere la gente. Evidentemente, cuando difieren las preferencias individuales, ningún resultado político puede agradar a todos y la “tiranía de la mayoría” resulta una amenaza constante a las vidas, libertades y propiedades de minorías impopulares. Aun así, la mayoría de la gente continúa insistiendo en que la democracia, con todos sus defectos, ofrece la mejor disposición institucional para hacer a los gobernantes responsables ante el pueblo. Mientras siga habiendo elecciones, siempre hay la posibilidad de “echar a los pillos”.

Sin embargo lo que no se ha reconocido ampliamente es el problema de los hechos consumados. Una vez elegidos los gobernantes que asumirán los cargos, el sistema democrático proporciona pocos o ningún medio eficaz para que el pueblo los meta en vereda antes de las próximas elecciones. El gran problema es que, para entonces, puede ser imposible invertir los resultados que han producido los gobernantes. Wilson no fue elegido en 1916 para meter a la nación en la Gran Guerra. Roosevelt no fue elegido en 1932 para imponer el New Deal al país. Tampoco fue elegido en 1940 para que se las arreglara para que Estados Unidos entrara en la mayor guerra de todos los tiempos. Pero, en cada uno de los casos, el presidente hizo exactamente lo contrario de lo que había prometido hacer y al pueblo no le quedó ningún recurso. El mundo de 1919, los Estados Unidos de 1936 y el mundo de 1945, cada uno tan enormemente, tan irrevocablemente alterado respecto del status quo precedente que cualquier genuina restauración a las condiciones previas era inimaginable. Nos guste o no, el pueblo en gran medida simplemente se sintió atrapado por lo que habían hecho los políticos engañosos.

Peor, debido al “aprendizaje ideológico”, mucha gente que inicialmente no había deseado estos cambios los aprueba en las circunstancias en que se encontraron posteriormente, circunstancias que no habían elegido en modo alguno, ni siquiera indirectamente, sino que se les habían impuesto por la fuerza por los gobernantes que tomaron las decisiones. Viendo esta situación, cabe recordar el dicho de Goethe de “nadie está más desesperadamente esclavizado que los que creen falsamente que son libres”.

Aún peor, un contexto ideológico alterado prepara luego el terreno a partir del cual una sociedad puede verse impulsada aún más lejos del curso que prefería inicialmente durante la segunda ronda de decisión democrática, decisiones sin restricciones de los cargos electos y los hechos consumados correspondientes. Si la gente cree que la democracia es un medio por el que la gente normal puede asegurarse ejercitar algún control sobre su propio destino como sociedad, se está engañando. Si la persona elegida para el cargo tiene las manos libres para actuar como le parezca, entonces la sensación de que son verdaderamente responsables ante el electorado es una ilusión. Está más cerca de la verdad decir que el pueblo está completamente a merced de los cargos que ha elegido.

H.L. Mencken escribió:

La democracia puede ser una enfermedad autolimitativa, como parece ser la propia civilización. Hay agudas paradojas en su filosofía y algunas tienen un aire suicida.[28]

Solo el tiempo dirá si resulta suicida para sus defensores, pero podemos señalar que, hasta ahora, solo los Estados Unidos de América, cuyos líderes y pueblo califican a su país como la mayor de las democracias, han empleado armas nucleares en una guerra. No es inconcebible que la guerra de Woodrow Wilson para hacer al mundo seguro para la democracia, debido a la serie de consecuencias que puso en marcha, puede hacer al mundo seguro para la democracia, es verdad, pero no seguro para la humanidad.


[1] Thomas R. Martin, con Neel Smith y Jennifer F. Stuart, “Democracy in the Politics of Aristotle“, en Demos Classical Athenian Democracy· a Stoa Publication (26 de julio de 2003).

[2] Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, 3ª ed. (Nueva York: Harper and Brothers, 1950), p. 250. [Capitalismo, socialism y democracia]

[3] Ibíd., p. 253.

[4] Ibíd., pp. 261, 262.

[5] Ibíd. p. 263. Para un studio reciente que se ocupa de este problema, ver Robert Higgs y Anthony Kilduff, “Public Opinion: A Powerful Predictor of US Defense Spending”, en Robert Higgs, Depression, War, and Cold War: Studies in Political Economy (Nueva York: Oxford University Press, 2006), pp. 195-207.

[6] Ibíd., p. 264, cursivas añadidas.

[7] Ibíd.

[8] Ibíd, p. 272.

[9] Garet Garrett, Ex America: The 50th Anniversary of The People’s Pottage, Prólogo de Bruce Ramsey (Caldwell, Idaho: Caxton Press, 2004), p. 70.

[10] Ibíd.

[11] Ibíd, p 72.

[12] Bruce Ackerman, We the People 2: Transformations (Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 1998).

[13] Robert Higgs, “On Ackerman’s Justification of Irregular Constitutional Change: Is Any Vice You Get Away With a Virtue?” Constitutional Political Economy 10 (Noviembre de 1999): 375-383.

[14] Para una representación visual de  este fenómeno, nada puede superar al régimen espartano retratado en las primeras escenas de la espléndida película El festín de Babbette (1987).

[15] Robert Higgs, “The Complex Course of Ideological Change”, American Journal of Economics and Sociology 67 (Octubre de 2008): 547-565.

[16] Robert Higgs, “Great Presidents?” en Against Leviathan: Government Power and a Free Society (Oakland, Calif.: The Independent Institute, 2004), pp. 53-56.

[17] Walter Karp, The Politics of War: The Story of Two Wars Which Altered Forever the Political Life of the American Republic (1890-1920) (Nueva York: Harper and Row, 1979), p. 169.

[18] Thomas Fleming, The Illusion of Victory: America in World War I (Nueva York: Basic Books, 2003), p. 75.

[19] Karp, The Politics of War, p. 169.

[20] Ibíd., p. 324.

[21] Entre fuentes recientes, ver, por ejemplo, Jim Powell, Wilson’s War: How Woodrow Wilson’s Great Blunder Led to Hitler, Lenin, Stalin & World War II (Nueva York: Crown Forum, 2005) y Patrick J. Buchanan, Churchill, Hitler, and the Unnecessary War: How Britain Lost Its Empire and the West Lost the World (Nueva York: Crown, 2008).

[22] Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (Nueva York: Oxford University Press, 1987).

[23] Bernard M. Baruch, Baruch: The Public Years (Nueva York: Holt, Rinehart and Winston, 1960), p. 74.

[24] Jesse Walker, “The New Franklin Roosevelts: Don’t Count on a Candidate’s Campaign Stances to Tell You How He’ll Behave in Office“, Reason Online, 10 de abril de 2008

[25] John T. Flynn, The Roosevelt Myth (Garden City, N.Y.: Garden City Books, 1949), p. 65.

[26] Entre las muchas fuentes relevantes para esta maniobra, ver las obras recientes de Robert B. Stinnett, Day of Deceit: The Truth about FDR and Pearl Harbor (Nueva York: Free Press, 2000); Thomas Fleming, The New Dealers’ War: F.D.R. and the War within World War II (Nueva York: Basic Books, 2001) y George Victor, The Pearl Harbor Myth: Rethinking the Unthinkable (Dulles, Va.: Potomac Books, 2007).

[27] David M. Kennedy, Freedom from Fear: The American People in Depression and War, 1929-1945 (Nueva York: Oxford University Press, 1999), p. 463.

[28] H.L. Mencken, A Mencken Chrestomathy (Nueva York: Knopf, 1949), p. 157.


Publicado el 28 de diciembre de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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