Los mitos de la democracia – Mito 6

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La democracia es necesaria para garantizar la justa distribución de la riqueza y ayudar a los pobres

Pero ¿no es necesaria la democracia para asegurar la justa distribución de la riqueza? Los políticos hablan de solidaridad y del reparto equitativo, ¿pero cuán justos son sus planes en realidad? Para empezar, antes de que la riqueza sea distribuida, debe producirse. Los subsidios y servicios gubernamentales no son gratuitos, aunque mucha gente parezca pensarlo. Aproximadamente la mitad de lo que gana la gente productiva es tomado por el gobierno para redistribuirlo.

Sin embargo, aun si asumimos que el Estado deba redistribuir la riqueza entre los ciudadanos, persiste la cuestión de si los sistemas democráticos llevan a una distribución justa. ¿Va el dinero a la gente que realmente lo necesita? Si tan solo fuera cierto… La mayoría de las subvenciones y ayudas van a grupos de intereses especiales. Para dar solo un ejemplo, dos quintas partes del presupuesto europeo se gastan en subsidios a la agricultura.

Los grupos de presión o lobbies luchan sin cuartel por los subsidios, los privilegios y los puestos de trabajo. Todo el mundo quiere comer en el canal en el que se depositan los fondos «públicos». En este sistema se promueven el parasitismo, el favoritismo y la dependencia , mientras que la responsabilidad individual y la autosuficiencia se desalientan. Por citar a algunos de estos grupos de intereses especiales que se benefician de estos arreglos a pesar de no ser pobres ni desfavorecidos: los bancos, las grandes corporaciones, los agricultores, las agencias de ayuda al desarrollo, las cadenas de televisión y radio, las organizaciones medioambientales, las instituciones culturales… Todos ellos son capaces de adquirir miles de millones en subsidios, porque tienen acceso directo al poder. Los mayores «receptores netos» son, por supuesto, los funcionarios que manejan el sistema. Ellos se aseguran de hacerse imprescindibles y se conceden a sí mismos abultados salarios.

Los grupos de interés no solo se aprovechan del gran tamaño del Estado, sino que también saben cómo influir en la legislación para beneficiarse a sí mismos a expensas del resto de la sociedad. Existen innumerables ejemplos de esto. Pensemos en las restricciones a la importación y las cuotas que benefician al sector agropecuario pero incrementan los precios de los alimentos. O en sindicatos que, de la mano de los políticos, mantienen los salarios mínimos altos, limitando de esta manera la competencia en el mercado laboral. Esto se produce a costa de los menos educados, que no pueden encontrar trabajo porque su contratación se ha hecho artificialmente cara para las compañías que los quieren contratar.

Otro ejemplo son las leyes de concesión de licencias, una forma inteligente de excluir a los competidores que no son bienvenidos. Los farmacéuticos usan las leyes de concesión de licencias para bloquear la competencia de las farmacias y los proveedores online. La profesión médica bloquea la competencia de los proveedores de atención médica «sin licencia».

Un ejemplo relacionado es el sistema de patentes y derechos de autor, que, por ejemplo, las industrias farmacéutica y de entretenimiento usan para impedir la entrada de nuevos competidores.

Pero ¿no podrían los votantes rebelarse contra los beneficios especiales de que disfrutan estos lobbies? En teoría, esto es posible. Pero en la práctica rara vez sucede, porque los beneficios que los grupos de intereses especiales disfrutan sobrepasan con creces los costes para los miembros individuales del público. Por ejemplo, si una libra de azúcar se hace tres céntimos más cara a consecuencia de las tarifas de importación, puede resultar muy lucrativo para los productores nacionales de azúcar (y para el Estado), pero para los consumidores individuales no es algo por lo que valga la pena protestar. Los grupos de interés, por tanto, se sienten muy inclinados a preservar tales beneficios, mientras que la gran masa de votantes está demasiado ocupada para preocuparse.

La mayoría de la gente probablemente no es ni siquiera consciente de la existencia de estos dulces arreglos. No obstante, si se juntan todos estos esquemas el resultado, son costes significativos –y por tanto implican un peor nivel de vida– para todos los que no tienen lobistas trabajando para ellos en Washington o alguna otra capital. Por eso la política democrática degenera inevitablemente en una máquina redistribuidora mediante la cual los clubes mejor organizados y más influyentes se benefician a costa del resto de nosotros. Y no hace falta añadir que el sistema también funciona en el sentido contrario, cuando los lobbies devuelven los favores en forma de campañas políticas.

En nuestro país, Holanda, que puede ser considerado como un típico Estado europeo democrático, la Oficina de Planificación Social y Cultural (una agencia gubernamental), concluyó en un informe publicado en agosto del 2011 que los grupos de ingresos medios se benefician menos de los programas del gobierno que los grupos de mayores y menores ingresos. De hecho, ¡los investigadores descubrieron que son los grupos de ingresos más altos los que más se favorecen de los programas del gobierno! La investigación era relativa al año 2007, pero no hay razón para asumir que los resultados serían diferentes en otros años. En los Países Bajos, los grupos de ingresos más altos se benefician en particular de los subsidios a la educación universitaria, al cuidado infantil y a las artes.

Mucha gente tiene miedo de que, dejando la educación, la sanidad, los transportes públicos, la vivienda y demás a «las fuerzas del mercado», se excluirá a los pobres de tales servicios. Sin embargo, el libre mercado en realidad hace un gran trabajo proveyendo para los pobres. Tomemos, por ejemplo, a los supermercados. Estos proporcionan lo que más necesitamos para vivir: la comida. Ellos entregan una gran variedad de productos de gran calidad a bajos precios. A través de la innovación y la competencia, el mercado ha hecho posible que los grupos de ingresos más bajos, como los obreros o los estudiantes, disfruten de bienes como coches, computadoras, teléfonos móviles y el transporte aéreo que antes solo estaba reservado a los ricos. Si el cuidado de los ancianos estuviera tan bien organizado como los supermercados, sin la intervención estatal, ¿no veríamos resultados similares? De ese modo, los ancianos y sus parientes decidirían qué servicios comprar y a qué precio. Tendrían mucho más control sobre el cuidado que reciben y lo que pagan por él.

¿No disminuiría la calidad si el Estado dejara de intervenir en escuelas, hospitales y el sector de los cuidados? Todo lo contrario. ¿Cuál sería la calidad de nuestras tiendas si fueran organizadas como las escuelas públicas? No se puede esperar que un puñado de «especialistas» en Washington D. C. gestione con eficacia amplios y complejos sectores como la educación y la sanidad. Con sus interminables reformas, edictos, comités, comisiones, informes técnicos, directivas, directrices y recortes no producen nada más que más y más burocracia.

Los verdaderos expertos están en las escuelas y los hospitales. Ellos son los que más saben acerca de su campo y son los más capaces de organizar sus instituciones eficientemente. Y si no lo hacen bien, simplemente no sobrevivirán en el libre mercado. Por esta razón, la calidad de la educación y la salud mejoraría en lugar de empeorar sin la interferencia del Estado. La burocracia, las listas de espera y las aulas demasiado llenas desaparecerían. Y eso del mismo modo en que existen muy pocos supermercados que estén sucios y tengan mala comida, u ópticos con periodos de espera de medio año en el mercado. No sobrevivirían.

Cierto es que siempre habrá gente que sea incapaz de mantenerse a sí misma. Tales personas necesitan ayuda. Pero no es necesario crear la máquina de redistribución masiva de nuestra democracia para ayudarlos. Eso puede hacerse por instituciones de caridad privadas o cualquier otra persona que quiera echar una mano. La suposición de que necesitamos la democracia para ayudar a los desfavorecidos es una cortina de humo detrás de la cual se esconde el interés propio de la gente que se beneficia de la máquina redistribuidora.


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.

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