La democracia es indispensable para el sentido de comunidad
En una democracia, entonces, toda diferencia de opinión lleva a luchar por el poder y los recursos para lograrse imponer sobre los demás. Todo el mundo hace demandas al Estado y espera que este obligue al resto a adaptarse a ellas. No puede ser de otra manera, ya que el Estado no es sino un instrumento de poder que opera por medio de la coacción.
El resultado de este sistema es que la gente se malacostumbra, exigiendo más y más de sus gobernantes y quejándose cuando no se sale con la suya. Por otra parte, no le queda más remedio que participar en el sistema, ya que si no lo hace, será extorsionada por el resto de la población. De esta manera, el sistema socava la autonomía individual, la capacidad de valerse por uno mismo. Además, debilita la voluntad de la gente para ayudar a otros, dado que ya se le obliga constantemente a hacerlo.
La mentalidad general ha sido tan «democratizada» que ya ni siquiera nos damos cuenta de lo antisociales que realmente son nuestras ideas y acciones. Actualmente todo el que quiere crear un club deportivo, un evento cultural, una guardería, una organización medioambiental, etc., trata de obtener primero algún tipo de subsidio del gobierno local o nacional. Dicho de otro modo, quiere que alguien más pague por su hobby o afición. Y no es que sea completamente ilógico: si no se juega a este juego, se tendrá que pagar por los hobbies de otros en su lugar. Pero este sistema tiene poco que ver con la idea de comunidad que la gente tiende a asociar a la democracia. Está más relacionado con la supervivencia del más fuerte en la lucha por el botín de los impuestos.
Ludwig Erhard, antiguo canciller alemán y arquitecto del milagro alemán de la postguerra, reconocería el problema de la democracia: «¿Cómo podemos continuar asegurando el progreso si gradualmente adoptamos un estilo de vida de acuerdo al cual nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad de sí mismo y todo el mundo está buscando seguridad en el colectivismo?», se preguntó. «Si esta manía continúa, nuestra sociedad degenerará en un sistema social en el que todo el mundo tiene sus manos en los bolsillos de alguien más».
Aun así, cabe preguntarse, ¿no perderíamos nuestro sentido de unidad nacional si no decidiéramos todo «juntos»? Es indudable que un país es en cierto sentido una comunidad. No hay nada de malo en ello, puede incluso ser algo bueno. Después de todo, la mayoría de la gente no es solitaria. Aprecia la compañía y necesita de los demás por razones económicas.
No obstante, ¿es acaso la democracia esencial para este sentimiento de unidad? Parece difícil ver por qué tendría que ser así. Cuando se habla de comunidad, se habla de más que de un sistema político. La gente comparte el idioma, la cultura y la historia. Además de tener en común héroes nacionales, celebridades o estrellas del pop, cada país cuenta con su propia literatura, valores culturales, ética del trabajo y estilo de vida. Nada de esto se encuentra atado al sistema democrático. Todo existía antes de que hubiera democracia y no hay ninguna razón para pensar que no continuaría sin ella.
Al mismo tiempo, ningún país tiene una cultura uniforme. Dentro de cada territorio existen grandes diferencias entre las personas. Existen muchas comunidades étnicas y regionales con fuertes lazos mutuos. Y no hay nada de malo en ello tampoco. Dentro del marco de una sociedad libre, todas esas estructuras sociales pueden coexistir. El principal punto a notar es que son voluntarias. No son impuestas por el Estado ni pueden serlo debido a que las culturas y comunidades son entidades orgánicas. No pueden mantenerse por la fuerza del Estado y tienen poco que ver con las elecciones.
La diferencia entre estas comunidades sociales y la democracia es que la democracia es una organización de afiliación obligatoria. Una verdadera comunidad está basada en la participación voluntaria. Tal comunidad puede tener reglas «democráticas», claro está. Los miembros de un club de tenis pueden decidir votar por el nuevo administrador, el precio de las cuotas de socio y así sucesivamente. Ello no supone ningún problema. Se trata de una asociación privada y los miembros son libres de afiliarse o no. Si no les gusta cómo se lleva su club pueden asociarse a otro o crear uno ellos mismos. El carácter voluntario del club asegura que tienda a funcionar bien. Si, por ejemplo, el consejo cayera en favoritismos, muchos miembros renunciarían. Sin embargo, en nuestro sistema democrático no tenemos la opción de dejar el club. La democracia es obligatoria.
Algunas veces la gente exclama «¡Tómalo o déjalo!», al hablar de su país. Sin embargo, esto implica que el país pertenece al Estado, a la colectividad, y que todo aquel que haya nacido accidentalmente allí, es, por definición, súbdito del Estado. Y eso aunque nunca se le diera otra opción.
Si alguien en Sicilia es extorsionado por la Mafia, nadie dice, «tómalo o déjalo». Si un país pone a los homosexuales en prisión, le gente no dice, «no tienen motivo para quejarse; si no les gustaban las reglas podrían haber emigrado». Al igual que Sicilia no es propiedad legítima de la Mafia, Estados Unidos (o cualquier otro país) no es propiedad de la mayoría o del gobierno. Cada persona es dueña de su vida y no tiene por qué hacer lo que la mayoría quiera. La gente tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida siempre y cuando no dañe a otros mediante violencia, robo o fraude. Este derecho en gran medida se nos es negado en nuestra democracia parlamentaria nacional.
Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.