[Este artículo está transcrito del podcast Libertarian Tradition]
El movimiento libertario actual data de principio de la década de 1940, el periodo de participación de EEUU en la Segunda Guerra Mundial. Tuvo una explosión de crecimiento repentina y muy importante a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 y ha crecido constantemente desde entonces. Sin embargo, hubo un anterior movimiento libertario en Estados Unidos, uno que mencioné brevemente hace unos pocos meses al celebrar el 156 cumpleaños de Benjamin R. Tucker.
El “primer movimiento libertario”, como solía llamarlo el último Samuel Edward Konkin III, fue en buena medida creación de Tucker, centrado alrededor de su revista quincenal Liberty, que publicó de 1881 a 1908, y su librería, Benj. R. Tucker’s Unique Book Shop, que estaba en el 502 de la Sexta Avenida, cerca de la Calle 30 en Maniatan durante unos años en la primera década del siglo XX.
La libertaria de la que quiero ocuparme hoy era una especie de estrella de ese primer movimiento libertario, aunque sus obras e incluso su nombre están muy cerca hoy del olvido. Voltairine de Cleyre nació el 17 de noviembre de 1866, justo después de acabar la Guerra de Secesión, en un pueblo llamado Leslie, en el Michigan central rural, una 20 millas al sur de Lansing. Era la mayor de dos hermanas nacidas de un inmigrante francés llamado Hector de Claire, que trató de ganarse la vida como sastre (sin mucha fortuna), y su desventura esposa, Harriet.
Hector se consideraba a sí mismo un liberal y un librepensador, y por liberal, claro, quiero decir un liberal clásico: estamos en la década de 1860, recordémoslo. En su juventud en el norte de Francia había leído y admirado profundamente las obras de Voltaire. Decidió llamar a su primera hija como el eminente autor francés. Le enseñó a leer y escribir tanto en francés como en inglés y advirtió, no sólo que Voltairine tenía una gran inteligencia y un talento inusual para el trabajo escolar de todo tipo, sino que estaba, como se solía decir entonces, “llena de vida”.
En 1878, cuando Voltairine tenía 12 años, su padre se encontró frente a una oportunidad inesperada: si estaban dispuestos a mudarse a Port Huron, un atareado pueblo maderero y astillero a unas 120 millas al este de Leslie, podría ganar muchísimo más dinero. Sus servicios de sastrería eran allí más necesarios y, con mucho, más apreciados. El problema es que su mujer no le acompañaría. Supuestamente, ella encontraba la atmósfera bucólica de un pueblo granjero más de su gusto que un bullicioso puerto lacustre muchas veces mayor.
En todo caso, Harriet permaneció en Leslie con Adelaida, su hija menor. Hector se trasladó a Port Huron con Voltairine. Parece que acordó con su mujer que esto sería lo mejor, dadas las circunstancias. Con lo que Hector podía ganar en Port Huron, podía mantener dos casas y podía ejercer su influencia autoritaria para tratar de domar lo que él llamaba la naturaleza “inquieta” de Voltairine y su marcada tendencia a la “obstinación”.
Al año, Hector había decidido matricular a su hija mayor en una escuela de un convento de alto nivel, el Convento de Nuestra Señora de Port Huron, en Sarnia, Notario, Canadá, al otro lado del río St. Clair de Port Huron, Michigan. Hector parece haberse motivado en parte por un sencillo deseo de dar a su hija intelectualmente dotada la mejor escuela que podía permitirse. Pero está claro en cartas que escribió a su esposa que también creía que unos pocos años detrás de los muros del convento curarían a Voltairine, ahora de 13 años, de lo que él consideraba la “imprudencia e impertinencia, muy prominentes en ella”.
Así además, dijo a su esposa en otra carta, el convento “le refinaría, y así tendría modales y sabría cómo comportarse y abandonaría la pereza, un amor por la indolencia, que era también amor por basura como libros y estudios de Historia”. Además, esperaba que “le daría idea de las propiedades del orden, las reglas, las regulaciones, el tiempo y el trabajo, que como sabes ella necesita”.
Voltairine se resistió a la decisión de su padre con toda la energía y las tretas que podía realizar. Escribió cartas (primero lastimera, luego cada vez más irritada) a su madre, primero rogando, luego reclamando que le rescatara. Cuando no llegó el rescate, tomó el asunto en sus manos, escapándose del convento, cruzando a nado el río Port Huron y luego caminando casi 20 millas al oeste hacia la casa de su madre, antes de cometer el error de contactar a unos amigos de la familia, de los que esperaba que le ofrecieran algo de comer y un lugar donde pasar la noche. Por el contrario, éstos contactaron con su padre y le enviaron de vuelta al convento.
Un vez allí, pareció conformarse y aprovechar los mejor posible su situación. Destacó en sus estudios y se graduó con honores cuatro años más tarde, a los 17. Pero internamente no se rindió nunca. Continuó considerándose una prisionera, y tan pronto como recuperó su libertad, después de su graduación, empezó a trabajar para sacavar la institución que le había encarcelado tanto tiempo.
Volvió al centro de Michigan, trasladándose a vivir con su madre y empezó a escribir en una revista semanallibrepensadora llamada The Progressive Age. Enseguida se unió al equipo editorial. Y tan pronto como sus ingresos fueron suficientes como para sostenerse, dejo la casa materna por última vez y se fue a vivir a Grand Rapids, al oeste de Michigan. Una cosa llevó a la otra: sus artículos en The Progressive Age le llevaron a dar conferencias y en pocos meses Voltairine de Cleyre (como empezó a escribir su nombre poco después de empezar a publicar), una niña de 19 o 20 años, recorría el oeste de Michigan enseñando sobre Tom Paine y ateísmo, entre otros asuntos.
Su biógrafo, Paul Avrich, dice que “por pequeñas cantidades, se encargaba del circuito local de libre pensamiento en Grand Rapids, Kalamazoo y otros pueblos de Michigan”. Apunta que “siendo una antigua alumna en un convento, era una oradora especialmente eficaz, ya que podía hablar por experiencia propia, igual que los esclavos fugitivos que realizaban las reuniones abolicionistas antes de la Guerra de Secesión”.
Los discursos de Voltairine llevaban a más discursos y a oportunidades de escribir para otras publicaciones. De acuerdo con el psicólogo libertario Sharon Presley, coeditor de una reciente antología de textos de Voltairine, estas otras publicaciones incluían The Freethinkers’ Magazine, Freethought y The Truth Seeker. Y “ amedida que crecía su reputación””, escribía Presley, “sus discursos, incluyendo frecuentes viajes para la American Secular Union, una organización librepensadora nacional, le llevaron a muchos estados del Medio-Oeste y del Este”.
Nos encontramos a finales de 1887 y Voltairine tenía 21 años, una joven estrella naciente en el movimiento librepensador. Hoy día, quienes saben algo del librepensamiento normalmente lo asocian con el ateísmo organizado, con Robert G. Ingersoll como el Madalyn Murray O’Hair del siglo XIX. Pero de hecho el librepensamiento era más que eso. Como ha apuntado otra experta en la vida y obra de Voltairine, Eugenia DeLamotte, el librepensamiento era
un movimiento ecléctico que incluía ateos, agnósticos y deístas, así como pensadores religiosas (unitarios, trascendentalistas y a veces cuáqueros) que compartían un desdén por el dogma religioso como fuente de verdad o autoridad, un rechazo de los milagros bíblicos y la divinidad de Jesús, un compromiso activista agresivo a favor de la separación de iglesia y estado y una insistencia en que el progreso humano depende del ejercicio de la razón de cada individuo incluso respecto de las cosas consideradas más sagradas.
Había muchas publicaciones e instituciones librepensadoras en los Estados Unidos del siglo XIX, que se especializaban en sólo uno de estos aspectos. DeLamotte apunta, por ejemplo, que la American Secular Union, que contrató como profesora a Voltairine de Cleyre al principio de su carrera ponía su “acento en la separación de la iglesia y el estado”.
La definición personal del librepensamiento de Voltairine era directa y al grano. El librepensamiento, escribió, era “el derecho a creer como la evidencia, al ponerse en contacto con la mente, le obliga a creer. Esto implica la admisión de todas y cada una de las evidencias que aparezcan sobre cualquier asunto que se haya de discutir”. DeLamotte comenta que “entre los muchos asuntos que se trataban habitualmente en los círculos librepensadores del siglo diecinueve estaban el matrimonio, la sexualidad, el control de natalidad, los derechos de las mujeres, las relaciones raciales, la relaciones de trabajo (…) y la relación del individuo con el estado”.
Por tanto, soporende poco que, como dijo Paul Avrich, “entre los anarquista y los movimientos librepensadores hubiera una afinidad larga y cercana. Ambos compartían un punto de vista antiautoritario y una tradición común de radicalismo secular que se remontaba a Thomas Paine”, que estaba, por supuesto, bien considerado “tanto por ateos como por anarquistas. Casi todos los anarquistas eran librepensadores y muchos (…) conocieron por primera vez el anarquismo a través del movimiento librepensador, en el que constituyeron una izquierda militante dentro de los clubes locales, así como en las federaciones regionales y en la nacional”.
En 1888, con 21 años, Voltairine de Cleyre estaba lista para convertirse en uno de aquellos anarquistas que conoció por primera vez el anarquismo a través del movimiento librepensador. El acontecimiento concreto que precipitó su implicación con el anarquismo como causa fue el caso Haymarket de 1886-1887. Tal y como cuenta la historia Avrich,
El caso Haymarket, uno de los incidentes más famosos en la historia del movimiento anarquista, empezó el 3 de mayo de 1886, cuando la policía de Chicago disparó a un grupo de manifestantes en la fábrica de maquinaria agrícola McCormick, matando e hiriendo a varios de ellos. La tarde siguiente, los anarquistas realizaron una concentración de protesta cerca de Haymarket Square. Hacia el final de la concentración, que transcurrió sin incidentes, empezó a llover y la gente empezó a dispersarse. El último orador, Samuel Fielden estaba concluyendo su discurso cuando apareció un contingente de policía y ordenó que se acabara la concentración. Fielden contestó que la concentración era pacífica y que estaba terminando. El jefe de la policía insistió. En ese momento se lanzó una bomba. Un policía murió y casi setenta cayeron heridos, muriendo seis más tarde. La policía abrió fuego, matando al menos a cuatro trabajadores e hiriendo a muchos más.
“El quién lanzó la bomba”, continúa Avrich,
nunca se ha sabido. Sin embargo, lo que es verdad es que los ocho hombres a los que se juzgó (…) no fueron los responsables. De hecho, seis de ellos ni siquiera estaban presentes cuando se produjo la explosión y los otros dos eran palpablemente inocentes de lanzar la bomba. Además, no se presentó ninguna evidencia que relacionara a los acusados con quien lanzara la bomba. Aún así, se consideró culpables a los ocho, siendo el veredicto el producto de testimonios perjuros, un jurado presionado, un juez parcial y la histeria pública. A pesar de las peticiones de clemencia y las apelaciones a tribunales superiores, cinco de los acusados fueron condenados a muerte y los otros a largas penas de prisión.
Uno de los cinco condenados a muerte se suicidó en su celda la noche antes de la ejecución prevista. Los cuatro restantes condenados fueron ahorcados como estaba previsto.
Finalmente, en 1893, después de siete años tras las rejas, se otorgó oficialmente un indulto a los tres anarquistas de Haymarket restantes por parte del gobernador de Illinois, John Peter Altgeld, que acabó con propia carrera política al hacerlo. Avrich informa que Altgeld, en su mensaje explicando el indulto, “criticaba al juez por llevar el juicio ‘con ferocidad maliciosa’ y encontraba que la evidencia no había demostrado que ninguno de los ocho anarquistas estuviera relacionado con la bomba”.
En realidad, aunque Altgeld no lo dijera con estas palabras, el tribunal condenó a los hombres por propugnar una idea: la idea de que la vida humana sería mejor sin el Estado, una idea que se creía generalizadamente que había influido en quienes hubiera lanzado esa fatídica bomba a la policía de Chicago. Los cuatro ejecutados murieron por haber cometido los que George Orwell llamaría, muchos años más tarde, un “crimen de pensamiento”.
La ejecución horrorizó a Voltairine de Cleyre, más aún porque ella misma, aún no convertida a la causa anarquista en el momento en que tuvo lugar la revuelta, había pedido precisamente que esa pena se les impusiera a los sospechosos del caso. “En el momento de la explosión en mayo de 1886”, escribe Avrich, “tenía diecinueve años”. Aún no había abandonado la casa materna por última vez.
Al ver los titulares del periódico (“Anarquistas lanzan una bomba a la multitud en el Haymarket de Chicago”) se unió al grito de venganza. “Tendrían que colgarlos”, declaró, palabras de las que se arrepintió el resto de su vida. “No me perdonaré nunca esa frase ignorante, vergonzosa y sedienta de sangre”, confesó en el catorce aniversario de las ejecuciones, “aunque sé que los muertos me habrían perdonado, aunque sé que quienes les aman me perdonan. Pero mi propia voz, tal y como sonó esa noche, resonará en mis oídos hasta que muera: reproche y vergüenza amargos.
“Dedicó un poema al Gobernador Altged cuando indultó [a los tres anarquistas de Haymarket] y otro después de su muerte en 1902. Escribió un poema a Mathew M. Trumbull, un distinguido abogado de Chicago que había defendido a los anarquistas en dos agudos panfletos y apelado a la clemencia del estado”. Eso no fue todo. “Casi todos los años”, escribe Avdrich, “tomaba parte el reuniones de recuerdo a sus camaradas, realizando discursos conmovedores y profundamente emotivos, los más poderosos de su vida”. Se trasladó a Chicago cerca del final de su vida, murió allí y allí fue enterrada, cerca de los mártires de Haymarket.
En una palabra, penó. Dedicó el resto de su vida a penar por lo que consideraba su imperdonable acto de prejuicio. Su penitencia fue escribir para periódicos, realizar discursos y conferencias y trabajar de todas maneras para propagar la doctrina que habían defendido los mártires, la doctrina de la sociedad sin Estado.
Parece haber tenido ese tipo de personalidad, el tipo de la penitente, la devota, la verdadera creyente, la ascética. Así que tal vez fuera inevitable que eligiera llevar una vida de penitente. Fue, en todo caso, un decisión práctica. Si había algo de lo que podía decir que sabía hacer, aparte de escribir y hablar, era penar. Lo había aprendido en Nuestra Señora de Port Huron. Como dijo ella misma en 1903 en su ensayo “The Making of an Anarchist”, “Por influencias tempranas y educación, yo debería haber sido monja y empleado mi vida en glorificar a la Autoridad en su forma más concentrada, como están haciendo algunas de mis condiscípulas en este momento dentro de las casas de misión de la Orden de los Sagrados Nombres de Jesús y María”.
Crispin Sartwell, coeditor de una antología de los escritos de Voltairine hace unos años con Sharon Presley, argumenta que en realidad Voltairine “internalizó la modestia y el ascetismo del convento”, fueran cuales fueran sus desacuerdos con su dogma. “La mayoría de sus retratos en su vida posterior”, apunta, “le muestran con ropa monótona de cuellos altos que casi podía ser un hábito. Y su vida de extrema frugalidad y devoción a su vocación reproducía la de las monjas que le ayudaron a formarse. A menudo sus conocidos se referían a ella en términos religiosos, como sacerdotisa (…) o como la novia de su causa”.
Cualesquiera que puedan haber sido sus motivos, puede decirse, sin embargo, con seguridad que una vez que Voltairine se unió a la causa libertaria, rápidamente se convirtió en una de sus defensoras más conocidas. Era una prisionera de 14 años en una escuela de un convento cuando Benjamin R. Tucker publicó Liberty e inauguró el primer movimiento libertario. Una década después, estaba escribiendo para Tucker y se había convertido en una de las luminarias del movimiento.
Eugenia DeLamotte informa de que aunque la mayoría de las conferencias de Voltairine se realizaron “en el este y el medio-oeste de los Estados Unidos (…) también conferenció en Inglaterra, Escocia y Noruega, a veces ante audiencias pequeñas, pero a menudo ante cientos y a veces ante más de mil”. De acuerdo con Paul Avdrich, una aparición que realizó “ante el Club de Ciencias Sociales” de Filadelfia, tuvo “una audiencia de 1.200, [que] le dieron una magnífica recepción”.
DeLamotte menciona una “manifestación anarquista de 1908”, también en Filadelfia en la que Voltairine se dirigió a los que un reportero de un periódico local calificó de “unos dos mil trabajadores”. Avrich menciona una gira que realizó a Londres en la que ella misma estimó que asistieron “diez mil personas apretadas de rostros delgados”. Y dice que cuando Voltairine murió en Chicago a finales de junio de 1912, con sólo 45 años, “dos mil dolientes” fueron testigos de su entierro.
Voltairine nunca escribió un libro, pero algunos de sus ensayos son realmente clásicos olvidados. Su ensayo “Anarchism and American Traditions”, por ejemplo, apareció originalmente en 1908 y 1909 en las páginas de Mother Earth, la revista anarquista de Emma Golman. En una verdadera perla. No conozco ningún tratado breve de los asuntos que trata que esté tan sutil e ingeniosamente desarrollado: las formas en que está implícito el anarquismo en los escritos de los Fundadores de Estados Unidos, lo absurdo de la educación pública como piedra angular de una sociedad libre, el problema de la extendida indiferencia por la libertad. Es muy citable. Despierte un conmovedor espíritu de desafío. Es fieramente inteligente. Incorporado a un curso de “civismo” o “ciencia política” o simplemente, con otras lecturas, en un análisis de la historia estadounidense, esta pieza debería ser de lectura obligatoria para todos los estudiantes de secundaria de Estados Unidos.
Por supuesto, el ensayo no es perfecto. Por ejemplo, en las últimas páginas contiene unas pocas referencias económicas dudosas y, como mínimo, ambiguas. Voltairine, como Tucker y muchos de sus socios, era mutualista. También contemplaba algunas ideas entonces en boga acerca de los supuestos beneficios económicos de pequeñas factorías que produjeran todo por sí mismas. Pero todos los libertarios de este periodo son algo extravagantes en su economía: la economía austriaca no se había desarrollado completamente, y mucho menos difundido por el mundo angloparlante.
Y Voltairine demostró que su corazón estaba en su lugar correcto cuando argumentó a favor de una idea que ya había llegado a llamarse “anarquismo sin adjetivos”. Por ejemplo, escribió en 1901 que “hay (…) varias escuelas económicas entre los anarquistas: están los anarquistas individualistas, los mutualistas, los comunistas y los socialistas. En otros tiempos estas escuelas se han peleado agriamente entre sí y han rechazado mutuamente reconocerse como anarquistas”. Una “idea mucho más razonable”, proponía, es
que pueden experimentarse todas estas concepciones económicas y que no hay nada no anarquista en ninguna de ellas si no aparece un elemento de compulsión que obligue a personas que no quieran permanecer voluntariamente a una comunidad con cuyos planteamientos económicos no estén de acuerdo.
Un problema más importante de una obra como “Anarchism and American Traditions” es que no es en ningún sentido una obra original. No expone ideas que la autora no haya aprendido de otros. La realidad es que, como observa Eugenia DeLamotte, “de Cleyre no fue uno de los grandes teóricos originales del anarquismo a nivel genral, aunque muchas de sus conferencias son síntesis brillantes y coherentes de ideas obtenidas de sus amplias lecturas sobre teoría anarquista”.
Como libertaria, la fortaleza de Voltairine no fue su pensamiento original. Destiló y agrupó el pensamiento original de otros. Fue, en el sentido hayeliano del término, una “intelectual”, es decir, una “gestora de segunda mano de ideas” profesional. Esas figuras raramente mantienen su fama fuera de los límites de su propia vida.
“Periodistas, profesores, ministros, conferenciantes, publicistas, comentaristas de radio”, Hayek los calificó como los tipos comunes de intelectuales. ¿Cuántos de ellos disfrutan de algún renombre más allá del que disfrutaron durante los años en que su propia generación estaba en auge? Por muy grande que fuera su habilidad con la palabra, por muy grande que fuera su habilidad para destilar y agrupar, se olvidan fácilmente y con rapidez. El hecho de que casi cien años después de su prematura muerte, Voltairine de Cleyre tenga dedicada una biografía completa (aunque actualmente esté descatalogada) y al menos tres colecciones anotadas de su obra tratando de atraer la atención de lectores, sugiere que puede haber logrado ya un grado de inmortalidad nunca conseguido por sus colegas intelectuales.
Publicado el 17 de junio de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.