¿Está condenada al fracaso la discriminación positiva?

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Los conservadores, al menos desde los días del movimiento Impeach Earl Warren, se han sentido distanciados de la Corte Suprema. ¿Somos demasiado críticos? Ciertamente la Corte no puede haber quebrantado la Constitución al grado que, vehementemente, alegan sus detractores.

El artículo del profesor Ronald Dworkin nos ayuda a responder la pregunta formulada. De hecho, las críticas de la Corte se han limitado a un tipo sutil de eufemismo. Esto ha sido probado por Dworkin en su cuidadosa exposición y defensa del “razonamiento” constitucional ordinario. Por medio de su tortuosa justificación de nuestro más alto tribunal, acierta, contra su intención, al demostrar que la Corte está en bancarrota.

Dworkin no es el típico profesor de izquierda: está entre los más importantes filósofos del Derecho de la actualidad. Su Imperio de la Justicia es la Biblia de aquellos estudiosos que  desean substituir su propio juicio por la soberanía popular. Si él no puede justificar la manera de la Corte de tratar este tipo de temas, nadie puede.

Dworkin considera la cláusula de la “igualdad de protección” incluida en la Decimocuarta Enmienda. Por supuesto, no repara en la cuestión, expuesta por el historiador estadounidense Forrest McDonald, de si la enmienda fue legalmente ratificada. Ese enorme desafío hacia el gobierno federal no puede existir ni por un solo momento en el “imperio” del profesor Dworkin.

Pero concedámosle a Dworkin su querida cláusula. El gobierno no puede negar a nadie la “igual protección de la Ley”. ¿No significa esto que el gobierno no puede conferir privilegios a unos grupos y desfavorecer a otros, a través de la promulgación de leyes? Se  podría pensar eso, si se razona con el sentido común.

Resulta que el sentido común es lo que menos quiere la Corte. En la jurisprudencia actual, que Dworkin apoya enteramente, la igualdad de protección es aplicada solamente a las minorías que la Corte favorece. “La cláusula de igualdad de protección es violada […] cuando [algunos grupos] resultan perjudicados por su especial vulnerabilidad a prejuicios, hostilidades o estereotipos, y reducidos a ciudadanía de segunda clase en la comunidad política” (p. 561).

¿Cómo puede ser esto? Usted podría preguntarse ¿no garantiza, el sentido llano de la causa, la igualdad de protección para todos, y no sólo para las minorías que generen la empatía de la Corte? En respuesta, Dworkin manifiesta su ingenio como un gran filósofo del Derecho. La “igualdad” de protección no significa igualdad de protección, esto sería demasiado simple.  Muy por el contrario, cada persona recibe sólo una garantía de ser tratado con “igual consideración y respeto” (p. 56). Y esto, por cierto, puede requerir un tratamiento bastante desigual. Así, la igualdad de protección se ha transformado en su contrario. Examinemos la fórmula una vez más: igualdad de protección = igualdad de consideración y respeto = tratamiento desigual. Sencillo, ¿no?

Los lectores suspicaces pueden pensar que exagero; seguramente Dworkin no se refiere con esto a la igualdad de protección. Los que me acusan, por supuesto sin fundamentos, de estar sesgado contra el señor Dworkin, pueden estar seguros. Nuestro autor explica su punto de vista y el de la Corte con meridiana claridad. “Si una decisión implica graves perjuicios contra lo que la Corte Suprema llama una clase sospechosa […] entonces la decisión debe ser sometida a un ‘control estricto’ […] Pero si aquellos a los que la ley perjudica no conforman tal ‘clase sospechosa’ -si sólo son los miembros de un área particular-, entonces esa ley debe ser sometida solamente a un ‘control atenuado’; esto es constitucional a menos que se pueda demostrar que no sirve a ningún propósito o punto en absoluto” (p. 57).

“Control estricto”, nos dice el buen profesor, es un término legal específico. Si la Corte somete una ley a control estricto, ésta nunca resulta intacta. El “control atenuado”, en contraste, la deja pasar.

El asunto es bastante sencillo. Si una ley produce un efecto negativo sobre una minoría favorecida, la Corte deberá sacarla; si no perjudica a nadie, todo estaría bien y se mantendría.

Aún no hemos salido del laberinto constitucional de Dworkin. Algunos de los tribunales federales interiores no se han aclarado completamente. Piensan que el control estricto se aplica a cualquier ley relacionada con la raza. Si esto es así, la discriminación positiva queda sin efecto; hay que recordar que un control estricto es fatal.

Como buenos liberales dworkinianos, ¿podemos o no podemos aceptar lo anterior? El objetivo de la igualdad de protección es ayudar, a cualquier costo, a los grupos que Dworkin y la Corte apoyan. No me propongo explicar en detalle la manera en que nuestro autor llega a su conclusión inevitable: la discriminación positiva es constitucional y no debe ser sometida a control estricto. Teniendo en cuenta su punto de partida, ¿puede haber algo más seguro?

En su lugar, notemos una admisión crucial que realiza Dworkin. Los partidarios de la discriminación positiva a menudo la defienden por razones de justicia: los negros han sido, en el pasado, gravemente maltratados, y se les debe una compensación. Dworkin rechaza esta línea de argumentación: “las justificaciones de estos comentaristas suponen que la discriminación positiva es necesaria, como afirmó [el juez Antonin] Scalia, para ‘compensar’ el daño ocasionado a su raza o clase en el pasado, y estaba en lo cierto al señalar el error en que se incurre al suponer que una raza debe a otra una compensación”.

En otras palabras, la “justificación” para la discriminación positiva tiene visión de futuro. Dworkin y sus colegas quieren que haya más negros e individuos de otros grupos que les gustan en las mejores escuelas. Los blancos no deben nada a los negros sino aquello en que éstos están en desventaja. Tratar a los blancos de esta manera muestra “igual consideración y respeto”. Por lo tanto, la discriminación positiva es constitucional. Voila!


Artículo original se encuentra aquí. Traducido del inglés por Mario Felipe Daza Pérez.

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