Los mitos de la democracia – Mito 11

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La gente obtiene lo que quiere en una democracia

La idea básica detrás de la democracia es que la gente obtiene lo que quiere. O por lo menos la mayoría. En otras palabras, nos podemos quejar de los resultados de nuestro sistema democrático, pero en último lugar lo que tenemos ahora es lo que queríamos, pues es lo que escogimos democráticamente.

Esto suena bien en la teoría, pero la realidad es diferente. Por ejemplo, podemos suponer que todo el mundo está a favor de una mejor educación. Sin embargo, no estamos recibiendo una mejor educación. Lo que recibimos son maestros acosados, violencia en los colegios, escuelas como fábricas de aprendizaje y estudiantes que ya no son capaces de leer, escribir o hacer cálculos aritméticos. Pero no una mejor educación.

¿Cómo puede ser esto? No es por una falta de democracia; al contrario, es el resultado del propio funcionamiento del sistema. El hecho de que la educación sea gestionada a través del sistema democrático significa que políticos y burócratas dictan cómo debe ser organizada y cuánto dinero debe gastarse en ella. Significa que el rol de los padres, profesores y estudiantes de elegir por sí mismos es minimizado. La intervención estatal significa que las escuelas y las universidades son inundadas con planes, requisitos, reglas y reglamentos del departamento de educación. Esta burocratización no mejora la educación, la empeora.

Cuando la gente se queja de la calidad de la educación, los políticos responden implementando más regulación. ¿Qué otra cosa pueden hacer? La idea de que deberían poner fin a su injerencia no entra en las mentes de los políticos y los funcionarios. Si dejaran de entrometerse, implícitamente admitirían que son superfluos o incluso contraproducentes, lo cual nunca harán, por supuesto. No les interesa. La nueva normativa empeora los problemas al restringir aún más el papel de los estudiantes, padres y maestros. También conduce a una mayor burocracia y a menudo crea incentivos perversos. Por ejemplo, en los Países Bajos los burócratas requirieron a los colegios enseñar durante un número mínimo de horas, ostensiblemente para asegurar la calidad de la educación. Pero ello no hizo nada respecto a la escasez de maestros que sufrían las escuelas, así que terminó con alumnos sentados en las aulas sin hacer nada durante horas. Que el gobierno tratara de manejarlo por números no es sorprendente. Desde fuera lo único que se puede medir es la cantidad. La calidad solo es percibida por los directamente involucrados.

Puede comparase al sistema democrático con las fábricas estatales de la antigua Unión Soviética. Estas eran controladas y administradas centralmente sobre la base de números. A pesar de (o, más bien, a causa de) toda la atención que recibían del Estado, la calidad de la producción era pobre. Ningún coche comunista pudo competir con los modelos occidentales. Esto es, porque la producción era controlada por burócratas y no por los consumidores. ¿Cómo pueden los burócratas saber lo que quieren los consumidores? ¿Y qué incentivos tienen para mejorar?

La planificación central en la Unión Soviética trajo poca innovación tecnológica y cultural. ¿Cuántas invenciones se hicieron en países comunistas? La calidad y la innovación son el resultado de la libre elección y la competencia, no del control central y la coacción estatal. Si las compañías privadas quieren sobrevivir, deben competir o bien reduciendo los precios cuanto sea posible, o bien a través de la innovación, la mejora de la calidad o del servicio. Las empresas estatales no tienen los mismos incentivos al contar con el respaldo del dinero público.

Debido a que nuestro sistema de educación está (parcialmente) organizado a través del sistema democrático, constituye (en esa proporción) un producto estatal, haciéndola similar a las fábricas de propiedad estatal en la Unión Soviética. Por cierto, este ejemplo muestra que la democracia inevitablemente lleva a un cierto grado de socialismo. El libre mercado no opera por medio de procesos democráticos. Aun así, en cierto sentido, el libre mercado es más «democrático» que la democracia, porque los ciudadanos pueden tomar sus propias decisiones en lugar de que el gobierno elija por ellos.

Lo que se aplica a la educación también se aplica a otros sectores que son controlados democráticamente, como la sanidad o el control del crimen. La mayoría de la gente quiere mejor protección contra al crimen. Sin embargo, la democracia no ofrece lo que la gente quiere. La gente vota por políticos que prometen combatir el crimen, pero el resultado suele ser más inseguridad y crimen, en lugar de menos.

En los Países Bajos el crimen per cápita aumentó seis veces entre 1961 y 2001, y cada año 700.000 delitos reportados quedan sin investigar. En muchos de estos casos (al menos 100.000), la policía conoce al delincuente, pero no da seguimiento al caso por falta de tiempo o porque simplemente no le da importancia. Los agentes de policía deben ocupar la mayor parte de su trabajo en papeleo. Aun así, encuentran el tiempo para confiscar cultivos de marihuana y multar a personas por violaciones de tráfico menores.

El pobre desempeño de la policía es resultado directo de que sea democráticamente controlada. A la policía se le ha concedido el monopolio de la aplicación de la ley. Todo el mundo entiende que si a ExxonMobil se le concediera un monopolio en el mercado petrolero, el precio de la gasolina subiría y el servicio caería en picado. Lo mismo se aplica a la policía. Esta es una organización que recibe más dinero cuantos menos criminales atrape. Si fuera exitosa reduciendo el crimen su presupuesto sería reducido y muchos agentes de policía se quedarían sin trabajo. Lo mismo ocurre con todas las organizaciones del gobierno. No se puede ni siquiera culpar a los que trabajan en este sistema. Únicamente los más diligentes y moralmente rectos se comportarían de otro modo, dados los incentivos perversos del sistema.

Aunque la policía no sea muy efectiva en la captura de delincuentes, esta es muy hábil en una cosa: rellenando formularios. Cualquiera que haya denunciado un delito puede dar fe de esto. Difícilmente se les puede culpar – se les bombardea constantemente con nuevas reglas que deben cumplir. En los Países Bajos, de los 7.000 agentes de policía adicionales que comenzaron a trabajar entre 2005 y 2009, solo 127 terminaron en activo en las calles haciendo su trabajo. De acuerdo con la policía, ello fue el resultado de la inmensa carga burocrática creada por las regulaciones gubernamentales.

Para empeorar las cosas, la policía está consiguiendo cada vez más – en lugar de cada vez menos – poderes. Esto es particularmente cierto en Estados Unidos, tras los atentados del 11 S, donde se han dado cada vez más –dudosas- competencias a las organizaciones de aplicación de la ley, tales como los registros corporales preventivos en los aeropuertos, el derecho a las escuchas telefónicas, a la tortura de sospechosos de terrorismo y a ignorar las garantías judiciales que solían darse por sentadas en nuestro ordenamiento jurídico, tales como el habeas corpus.

¿Existe alguna alternativa a la seguridad vertical que se nos impone? Ciertamente. La alternativa es que los individuos, las empresas, los vecindarios y las ciudades tomen más control sobre la seguridad. El monopolio de la policía debería dar paso a la competencia entre empresas de seguridad. La gente no debería ser obligada a pagar impuestos a favor de la policía estatal y debería poder contratar sus agencias privadas de seguridad. Ello reduciría los precios y aumentaría la cualidad. Incluso ahora, el sector de la seguridad privada está creciendo a buen ritmo, en la medida en que la gente se va dando cuenta de que no puede depender de la policía para su protección.

Y lo que es válido para la educación y la policía, lo es también para otros sectores «públicos», como el de la atención de la salud. Uno solo puede empezar a imaginarse el nivel de innovación que tendría lugar en la sanidad si de verdad se dejara al libre mercado.

El hecho es que la gente por lo general no consigue lo que quiere en la democracia. El principio de la talla única democrática lleva a la centralización, burocratización y monopolización (las características del socialismo). Inevitablemente termina en mala calidad y altos costes.

Si se requiere una prueba de que la democracia no cumple con lo que promete, consideremos el hecho de que en todas las elecciones los propios políticos admiten que el gobierno ha hecho un pésimo trabajo. En cada ocasión estos prometen mejorarlo todo: la educación, la seguridad, la sanidad, etc. Sin embargo, siempre ofrecen la misma solución: «dadnos más poder y dinero, y arreglaremos todos los problemas. Esto, por supuesto, nunca ocurre pues son precisamente los políticos los que con ese poder y dinero causan los problemas.


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.

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