Washington Irving: Crítico de la moneda laxa

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Tras la Guerra de 1812 (librada cuando los bisoños Estados Unidos se implicaron en la conflagración mundial que se produjo entre Napoleón y los británicos), la carga de la deuda pública emitida para financiar el conflicto se convirtió en tan onerosa que hubo que recurrir pronto más tradicional de los remedios de los curanderos, la devaluación de la moneda.

Como consecuencia, el volumen de papel moneda creció desproporcionadamente respecto de las reservas bancarias subyacentes y, poco tiempo después (en el verano de 1814) se vieron obligados a suspender los pagos en metálico y, al hacerlo, desataron una orgía inflacionista salvaje.

Mientras el valor fácil de los billetes emitidos se doblaba en el espacio de cuatro cortos años, la ganancia se igualaba casi dólar a dólar por el aumento en el precio de esa importante exportación básica: el algodón. No hace falta decir que el aumento en la disponibilidad del crédito, aunado con una imposición de bloqueos y embargos impuesta por la Armada Real, también empezó a hacer su efecto en la balanza comercial, llevando a un aumento en el déficit del orden del 70% desde su nivel habitual anterior a la guerra.

En parte como reflejo de la variación monetaria y en parte como resultado de la demanda extraordinaria real ocasionada por la sucesión de malas cosechas causadas en el hemisferio norte por el efecto aerosol de la erupción del Monte Tamboro en Indonesia, el precio de las exportaciones agrícolas también aumento abruptamente y por tanto la expansión del crédito encontró rápidamente una nueva tienda en la especulación inmobiliaria.

Esta fiebre fue de nuevo intensificada por la prisa del gobierno por vender terrenos públicos, todos pagables con el papel moneda que había atragantado a la nación. Además, los ansiosos buscadores de votos del Potomac se dieron prisa en usar los ingresos de estas ventas para una rápida expansión de la obra pública, estimulando aún más actividad, aunque esto causara quebraderos de cabeza propios al tesoro al abrirse un abismo de valor entre sus recibos de los billetes con mayor descuento del Oeste y los gastos realizados en buena parte en papel del Este relativamente menos depreciado.

Dándose cuenta de que las cosas no podían seguir así, el gobierno federal acabó sucumbiendo a los halagos de ese arribista arquetípico, Nicholas Biddle. Le concedió licencia para lo que iba a conocerse como Segundo Banco de Estados Unidos, una institución encargada formalmente de supervisar la regularización de la moneda de la nación e incluso facilitar un rápido retorno a un patrón metálico apropiado.

¡Ay! Las tentaciones del auge resultaron demasiado para Biddle y sus compinches. Lejos de actuar como una restricción para la expansión, el banco se metamorfoseó en su primum mobile, añadiendo 41 millones de dólares en préstamos a lo anterior solo en el primer año de su incorporación y todo sobre la exigua base de los meros 2,5 millones de dólares que había dentro de sus arcas.

Como es habitual, esta ola de exceso monetario también llevó a una efusión de optimismo acerca de las perspectivas de ganancia asociadas con cualquier manifestación de avance tecnológico, especialmente donde se relacionan con proyectos de infraestructura intensivos en capital y de larga amortización. En este caso, se llevó a cabo en forma de mejoras agrarias, construcción de carreteras de peaje, introducción de la navegación a vapor y el inicio de la construcción del Canal del Erie.

En otro giro, demasiado moderno, esta Nueva Era más antigua se vio dañada por los intensos conflictos de intereses que aparecieron cuando deudores insistentes y accionistas bancarios avariciosos se combinaron para negar a acreedores y depositantes sus derechos a trocar sus pertenencias por dinero fuerte. Como los antiguos visionarios estaban llevando adelante el auge y los posteriores cascarrabias solo estaban amenazando con asfixiarlo, no sorprende que los primero prevalecieran, en líneas generales.

En realidad, fue tal el volumen de la marea entrante de especulación financiera (y fueron tantas las nuevas empresas que se formaron y fletaron para hacer caja con la euforia circundante) que fue entonces cuando los refrenados intermediarios de Wall Street abandonaron la sombra de su viejo sicomoro por los más amables entornos interiores de la nueva bolsa de Nueva York.

Por supuesto, el auge no podía durar. El Banco de Estados Unidos vio caer sus propios billetes a un descuento cada vez mayor respecto del efectivo, a pesar de una infusión de emergencia de moneda desde el exterior. Finalmente, empezó a restringir sus avances, solo para verse abrumado cuando venció la deuda contraída por la compra de Luisiana (de cuyo pago era responsable), en buena parte en manos extranjeras y vio así agotadas sus reservas ya agonizantes.

Así llegó el Pánico de 1819 y, mientras el glacial estallido de recortes derrumbaba todo el castillo de naipes, se disparó una depresión tan grave que, en un momento concreto, el empleo urbano en Philadelphia se estima que cayó en casi el 80%.

En esta misma encrucijada, el conocido autor estadounidense Washington Irving (famoso por “Sleepy Hollow”) estaba disfrutando de un prolongado viaje por Europa. Durante su estancia allí, se dedicó a un tratado de esa antigua fábula moral de arrogancia financiera y enemistad, la Burbuja del Mississippi, ese rescate soberano, cambio de deuda por activos, “defensa de la nación”, mercado emergente, emisor de opciones y vehículo de titulización ideado por el padre de la banca centralizada moderna, John Law,  “le calculateur sans egal”.

Leer los párrafos introductorios con los que Irving abría su narración del “sistema” malhadado de Law es tener la irresistible sensación de que el autor no se refería tanto a los acontecimientos lejanos de 1719, sino que los usaba como una lente para reflejar el drama contemporáneo de sus centenario, el propio 1819.

Tan vívida es la descripción del entorno de esa locura (y tan completamente inmutable es el curso de la patología allí explicada) que sin duda merece para nuestra ilustración una extensa cita, tomada de la colección de ensayos titulada “The Crayon Papers”:

[De vez en cuando se producen] en el mundo comercial esas temporadas clamas y soleadas que se conocen por el nombre de “tiempos de prosperidad sin precedentes” (….) Cada cierto tiempo el mundo se ve visitado por una de esas engañosas temporadas, cuando “el sistema crediticio” (…) se expande en todo su esplendor, todos confían en todos; una mala deuda es algo inaudito; el ancho camino hacia una riqueza segura y repentina es llano y abierto y los hombres están tentados por correr valientemente adelante, debido a la facilidad de tomar prestado.

Los pagarés, intercambiados entre personas en el ajo, son descontados con liberalidad en los bancos, que se convierten en cecas que acuñan palabras en dinero y como el suministro de palabras es inagotable, bien puede suponerse que hay una enorme cantidad de capital en pagarés en circulación. Ahora todos hablan en miles, no se oye sino gigantescas operaciones comerciales, grandes compras y ventas de inmuebles e inmensas sumas ganadas con cada transferencia. Es verdad que todo existe aún como promesa, pero el creyente en promesas calcula el agregado como capital sólido y se retira con asombro ante la cantidad de riqueza pública, el “estado de prosperidad pública sin precedentes”.

Ahora es el momento de hombres especuladores y soñadores o intrigantes. Relatan sus sueños y proyectos a los ignorantes y crédulos, les deslumbran con visiones doradas y les hacen perseguir sombras. El ejemplo de uno anima a otro, la especulación aumenta con la especulación, la burbuja crece en la burbuja, todos ayudan con su aliento a aumentar la vaporosa superestructura y admiran y maravillan ante la magnitud de la inflación que ha contribuido a producir.

La especulación es el romance del comercio y muestra desdén por todas sus sobrias realidades. Hace del que juega en bolsa un mago y del comercio una región de encantamientos. Eleva al mercader a una suerte de caballero errante (…) La ganancias lentas pero seguras de un interés ajustado le parecen despreciables a sus ojos, ninguna “operación” se considera digna de atención si no dobla o triplica la inversión. No merece la pena ningún negocio que no prometa una fortuna inmediata. (…)

Si esta ilusión pudiera durar para siempre, la vida de un mercader sería en realidad un sueño dorado, pero es tan corta como brillante. Dejemos que aparezca una duda y la “temporada de prosperidad sin precedentes” se acaba. La acuñación de palabras acaba repentinamente, el capital prometido empieza a desvanecerse como humo, se produce un pánico y toda la superestructura, construida sobre el crédito y surgida de la especulación, cae por tierra, dejando detrás pocos restos (…)

Por tanto, cuando un hombre de negocios oye por todas partes rumores de fortunas repentinamente adquiridas, cuando encuentra liberales lo bancos y ocupados los intermediarios, cuando ve que los aventureros anegados de capital en papel y llenos de planes y empresas, cuando percibe una mayor disposición a comprar que a vender, cuando el comercio rebosa sus canales habituales e inunda el país, cuando oye hablar de nuevas regiones para aventuras comerciales, de mercados lejanos y minas lejanas, receptores de mercancía y vomitando oro, cuando encuentra sociedades anónimas de todo tipo en formación, ferrocarriles, canales y locomotoras apareciendo por todas partes, cuando los ociosos se convierten de repente en hombres de negocios y entran en el juego del comercio como lo harían en los riesgos de la mesa de faro, cuando observa la calles brillando con nuevos carruajes y palacios surgidos de la magia de la especulación, comerciantes colorados por el repentino éxito y rivalizando entre sí en gastos ostentosos, en una palabra, cuando oye que toda la comunidad se une en la canción de “prosperidad sin precedentes”, dejadles que lo vean como un “creador de clima” y preparaos para la inminente tormenta.

Irving, entre sus muchos legados literarios, se dice que acuñó la expresión “el todopoderoso dólar” y también se le atribuye haber popularizado el nombre “knickerbocker” (en referencia a la importante herencia holandesa de Nueva York).

Por tanto conlleva algo más que una pizca de ironía histórica el que (unos ochenta y ocho años después de que estallara la crisis anterior) el primero quedara bajo una amenaza renovada, gracias en parte al señalado fracaso de una importante empresa financiera que llevaba el nombre del segundo.

Pues fue en 1907 (hoy hace exactamente cien años) cuando otro periodo más de optimismo a prueba de balas vio la aplicación intensificada de “ingenio” financiero para la pregunta de cómo gestionar un nivel aumentado de riesgo especulativo. Entonces una serie de lo que ahora llamaríamos compras apalancadas de numerosos intereses bancarios, así como la explotación legal de regulaciones de grandes empresas vagamente escritas, permitieron la creación del crédito necesario para una nueva generación de jugadores que alimentara la creación de una manía inversora clásica.

De nuevo la infraestructura destacó sobremanera en el exceso, esta vez en forma de carreteras, líneas de tranvía y navegación. De nuevo hubo una intensa actividad en el mercado de materias primas, entre oscuros susurros de grupos y restricciones. De nuevo la falta de liquidez internacional (ahora por parte del Banco de Inglaterra) llevó a sentir los primeros temblores en el borde de los “mercados emergentes” (ahora los de Egipto, Chile y Japón). De nuevo, el fracaso de un gambito agresivo (el intento de arrinconar las acciones de United Copper) por los principales bucaneros financieros del momento (Heinze, Morse y Thomas) desencadenó una congelación del crédito y un colapso inmediato tanto en valores como en las operaciones de firmas bajo presión en todas partes.

Rescatados casi únicamente por la voluntad y habilidad del Viejo Morgan (que es sabido que prevaleció frente al ilustre operador de bolsa Jesse Livermore evitando vender aún más en el mercado cuando estaba bajando), el sistema financiero quedó estupefacto, pero sobrevivió y, por suerte para los muchos perplejos, la depresión empresarial resultante fue corta y aguda, en lugar de la larga agonía a la que suelen dar lugar esos fiascos en la época intervencionista posterior.

Sin tan buenos augurios, toda la saludable experiencia fue fundamental en la campaña que culminó con la aprobación de legislación, a finales de diciembre de 1913, que fundó la Reserva Federal y así dio paso a la era de inflación permanente, expansión política y riesgo moral endémico en la que todavía debemos llevar a cabo nuestros asuntos.

Si hay una lección a aprender de todo lo anterior es que sería sabio tener en mente estos precedentes cuando observamos los prodigios de los fondos actuales para infraestructuras luchando entre sí para devorar las carreteras y puertos de nuestro mundo moderno o cuando se nos habla de los titanes del capital riesgo pagando dividendos cada vez mayores y sumas cada vez más enormes por el acceso a los balances ligeros de deuda de empresas aparentemente mediocres (el poder fatal de las “acciones aguadas” y la “sobrecapitalización” fue remarcado por nuestros abuelos).

En lugar de sucumbir a la falacia de “esta vez es distinto” cuando vemos los periódicos llenos de cuentos medio perplejos, medio resentidos sobre bonus de ocho cifras en bancos de inversión y de ventas récord en el mercado del arte y sonrientes vendedores de Ferraris que les siguen tras su desembolso o cuando oímos el mareante ascenso y la icárea caída de los “poyectadores” (como los llamarían los hombres de la época de Law) de los fondos de capital riesgo, protagonizando las noticias de la noche, deberíamos reflexionar sobre los mundana que es realmente está última Edad Dorada.

Tampoco deberíamos considerarlo un acicate para nuestro importante sentido de modernidad cuando la charla trata de masas ávidas de compradores de CDO de títulos empobrecidos entra a la fuerza expulsando del mercado del crédito a los fondos de bonos tradicionales o cuando las discusiones se llevan a la escala en la que los “gnomos de Zúrich” o “Mrs. Watanabe” están ofreciendo conjuntamente sus ahorros para ayudar a financiar flujos de capital récord en Vietnam y Vilnius, en Botsuana y Bogotá.

Entre los personajes de ficción más memorables de Irving estaba Rip van Winkle, un pelagatos con una esposa agobiante que se quedó dormido durante veinte años y apenas notó el cambio cuando acabó recuperando la consciencia.

Si Mijnheer van Winkle se hubiera dormido en 1719 para despertarse cien años después (no solo veinte), habría advertido que aunque las modas y la tecnología se habían alterado inimaginablemente durante su sueño, la embriagadora mezcla de credulidad humana y dinero fácil seguía produciendo en el mercado la misma vieja mezcla embriagante.

Si hubiera repetido el proceso en 1907, tras estirarse y parpadear al volver a la consciencia un siglo después, hoy, sin duda sonreiría contento al descubrir como completamente confirmada su hipótesis inicial.


Publicado el 27 de febrero de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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