La importancia profunda de la armonía social

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En la antigua mitología griega, Eris, la diosa de la discordia, era a menudo malvada. Fue su intriga la que llevó a la Guerra de Troya, que, como dijo Homero, hico “de muchos un héroe (…) presa de perros y buitres”.[1]

En la Roma antigua, la Concordia, diosa de la armonía social, era una de las deidades más queridas. A menudo los romanos le dedicarían un nuevo santuario después de que se acabara una contienda civil.

¿Qué diosa tiene la mayor influencia sobre los acontecimientos de la gente? ¿Qué estado de cosas es el más natural? ¿Concordia o discordia? ¿Armonía o conflicto?

A lo largo de la historia, cada diosa opuesta ha tenido sus propios devotos entre la intelectualidad. Una larga tradición dentro del campo de la “discordia” sostiene que el conflicto entre adversarios es un hecho propio de la vida económica. Según Ludwig von Mises, la tesis fundamental de esta tradición dice que

La ganancia de un hombre es el daño de otro; ningún hombre se beneficia salvo con la pérdida de otros.[2]

Mises llamó a esta proposición el “dogma de Montaigne”, por el ensayista francés Michel de Montaigne, que no creó el dogma, pero le dio un apoyo resonante. Mises decía que el dogma de Montaigne era la “quintaesencia” del mercantilismo, una escuela de pensamiento económico que defendía políticas internacionales proteccionistas de empobrecimiento del vecino.

Pero a los mercantilistas predicadores de la discordia se les opusieron bravamente los primeros liberales, que, basándose las enseñanzas de la ciencia recién desarrollada de la economía política, creían en una armonía fundamental de intereses en la economía de mercado. Mises calificaba a esta creencia la “doctrina clásica de la armonía”[3] y asus propagadores de “armonistas”.[4]

Por ejemplo, David Hume, a quien Mises llamó “el fundador de la economía política británica”,[5] reconocía que el comercio no es un “juego de suma cero” internacional. Concluía uno de sus ensayos más populares, “Sobre la envidia en el comercio” proclamando que

No solo como hombre, sino como súbdito BRITÁNICO, rezo por el florecimiento del comercio de ALEMANIA, ESPAÑA, ITALIA e incluso la misma FRANCIA. Al menos estoy seguro de que GRAN BRETAÑA y todas esas naciones florecerían más, si sus soberanos y ministros adoptaran esos sentimientos tan grandes y benevolentes entre sí.[6]

En el combate de las ideas, los economistas liberales acabaron superando a los mercantilistas. Y así la doctrina clásica de la armonía suplantó al dogma de Montaigne en las mentes de los hombres más importantes en buena parte de Occidente. Esto generó lo que Mises llamó el “época del liberalismo”, que abrió el camino a la Revolución Industrial y sus avances sin precedentes en el bienestar humano. Debemos nuestro nivel de vida, y el mismo hecho de que la mayoría estemos incluso vivos, a la victoria de la doctrina clásica de la armonía sobre el dogma de Montaigne.

Trágicamente, nuevas doctrinas antiliberales empezaron a ganar terreno en círculos intelectuales a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Al acabar la Primera Guerra Mundial, la filosofía social de la discordia era de nuevo predominante y lo era más completamente que nunca.

Los “antiarmonistas” de la derecha, representados principalmente por los nazis, predicaban un conflicto racial o nacional irreconciliable. La única vía para la paz era que la raza o nación más fuerte sometiera completamente o destruyera a todas las demás.

Mises analizaba esta tradición con su característica precisión:

En la filosofía de los antiarmonistas, las diversas escuelas de nacionalismo y racismo, deben distinguirse dos formas distintas de razonamiento. Una es la doctrina del antagonismo irreconciliable que prevalece entre diversos grupos, como naciones o razas. Tal y como lo ven los antiarmonistas, una comunidad de intereses solo existe dentro del grupo y entre sus miembros. El interés de cada grupo y de cada uno de sus miembros se opone implacablemente a los de todos los demás grupos y cada uno de sus miembros. Así que es “natural” que deba haber una guerra perpetua entre diversos grupos. (…)

El segundo dogma de las filosofías nacionalistas y racistas es considerado por sus defensores una conclusión lógica de su primer dogma. Tal y como lo ven, las condiciones humanas implican conflicto irreconciliables eternos, primero entre los diversos grupos que pelean entre sí, y luego, después de la victoria final del grupo de amos, entre este último y el resto de la humanidad esclavizada.

Los marxistas eran también antiarmonistas extremos, en su propio estilo. En lugar de conflicto nacional y racial, estos antiarmonistas de la izquierda predicaban un conflicto social irreconciliable de clase. Para ellos, la única vía para la paz era que la clase proletaria derrocara a la clase burguesa.

En la práctica ambas tradiciones del pensamiento antiliberal estaban impulsadas por su lógica interna hacia el totalitarismo. Y aunque se consideren a menudo diametralmente opuestas entre sí, ambas provienen del mismo padre en el sentido de que tratan fundamentalmente acerca de la discordia y la división. Sus líneas de división simplemente tienen ejes diferentes. Como decía Mises: “La ideología nacionalista divide verticalmente la sociedad; la ideología socialista divide horizontalmente la sociedad”.[7]

A Mises se le llama apropiadamente “el último caballero del liberalismo”, porque en el periodo de entreguerras, cuando la creencia en la armonía de intereses de la economía de mercado estaba dando paso completamente a militarismo, proteccionismo, intervencionismo y socialismo (y cuando incluso los que se llamaban a sí mismos “liberales” defendían la planificación y el estado de bienestar), se mantuvo firme como la última voz vigorosa a favor de la doctrina clásica de la armonía de los liberales originales.

Los tiempos que vivimos ahora no están ni mucho menos tan enfebrecidos ideológicamente como entonces. La filosofía social de la discordia no está tan clara como estaba entones entre grandes franjas de la opinión social. Pero todavía se ven hoy, aunque atemperadas por una vaga sensación de que el mercado y las relaciones pacíficas son de alguna manera buenos para algo. La filosofía social del conflicto alza su anciana cabeza, por ejemplo, en los estallidos de “abajo los ricos” que se oyen a progresistas frenéticos reaccionando a nuestra actual profundización en la crisis económica. Y luego está la retórica de la “lucha de civilizaciones” que se oye a los neoconservadores.

¿Por qué creía Mises en la armonía de intereses?

Esencialmente, veía un interés común universal que deriva del hecho de que las siempre presentes “variedades de la naturaleza” (la diversidad de recursos naturales y de cualidades personales) supone necesariamente la mayor productividad del trabajo realizado bajo división del trabajo.

El esfuerzo humano ejercido bajo el principio de la división del trabajo en cooperación social, logra, en igualdad de condiciones, una mayor producción por unidad de entrada que los esfuerzos aislados de individuos solitarios. La razón humana es capaz de reconocer este hecho y de adaptar su conducta de acuerdo con ello. Así que la cooperación social se convierte para casi todos los hombres en el gran medio para alcanzar todos los fines. Un interés común eminentemente humano, la conservación e intensificación de los lazos sociales sustituye a una competencia biológica despiadada, el distintivo importante de la vida animal y vegetal.

Esta era la idea básica que llevó a los viejos liberales a apreciar la conveniencia de un comercio internacional libre y pacífico, ya que la especialización y el comercio son simplemente una forma muy eficaz de dividir el trabajo.

Los mercantilistas trataron de contestar a este punto diciendo que la mayor productividad de la división del trabajo solo está presente cuando cada parte es mejor en producir algo que otra. Argumentan que la idea no se sostiene, por ejemplo, cuando una de las dos partes es mejor en producir todo que la otra parte. James Mill y David Ricardo destruyeron esta objeción antiarmónica con su “ley de los costes comparativos”.

Esta ley demostraba cómo incluso una nación “Spuerman” (llamémosla “Supermania”) encontraría beneficioso comerciar libremente con una nación “Jimmy Olsen” (“Jimmylandia”). La primera puede ser mejor produciendo tanto a como B que la segunda. Pero si Supermania es mejor produciendo A de lo que es ella misma produciendo B, sigue teniendo sentido dejar que Jimmylandia se centre en B, mientras ella se centra en A y luego comercian ambos.

Esta puede parecer algo técnico. Pero Mises veía su importancia social-cósmica. Mostraba cómo el mundo no tenía que estar sumido en un conflicto perpetuo entre los “übermenschen” y los “untermenschen”. Los Jimmy Olsen del mundo no tienen que estar siempre mirando a su alrededor en busca de kryptonita para destruir y expropiar a los Superman del mundo para sobrevivir. Y los Superman no tienen que ignorar o gobernar a los Jimmy Olsen del mundo.

Hay un lugar y un papel bajo el sol para cada uno de ellos. Y cada uno tiene un interés natural en crear y conservar lazos sociales entre sí. Debido a su profunda importancia, Mises renombró el teorema económica de Mill y Ricardo como la “ley de asociación”.

Mises también creía que la doctrina clásica de la armonía se basaba en una comprensión del núcleo de verdad que contenía la defectuosa teoría de la población de Thomas Malthus.

Del principio de Malthus puede deducirse que hay, en cualquier estado dado de oferta de bienes de capital y conocimiento de cómo hacer el mejor uso de los recursos naturales, un tamaño óptimo de población. Mientras la población no haya aumentado más allá de este tamaño, la adición de recién llegados mejora en lugar de dificultar las condiciones de los que ya están cooperando.[8]

Malthus sobreestimaba la propensión del hombre a procrear e infraestimaba tanto la fertilidad de la mente como la riqueza de la tierra. Debido a ello, era muy pesimista con respecto a los niveles de vida del futuro.

Si fuera verdad esta suposición, entonces el hombre vería a todos los demás hombres como rivales y adversarios por medios de subsistencia escasos y en disminución. La “competencia social” pacífica y fructífera daría paso a la “competencia biológica”  despiadada y destructiva. En esas condiciones, los antiarmonistas tendrían razón.

Pero eso solo sería cierto si lo hombres actuaran como bestias; no tienen que hacerlo. No se multiplican necesariamente hasta los límites físicos de la subsistencia. Los hombres tienen otros fines aparte de sus necesidades animales. Son capaces de refrenar su necesidad de procrear para vivir con cierto grado de refinamiento y para hacer posible que sus hijos hagan lo mismo.

Como no procrean como conejos, no hay necesidad de que se odien como manadas rivales de hienas, ni cazarse unos a otros en el canibalismo económico que es la guerra. Y debido a eso, la raza humana siempre ha estado bajo el “óptimo de población”, suponiendo el marco legal necesario para desatar el poder de la división del trabajo. Por tanto, todo hombre puede ver a otro hombre, no como una boca rival, sino como un útil par de manos e incluso, si así los decide, como un amigo querido.

Los marxistas predicaban un conflicto irreconciliable entre clases económicas. Primero estaba el conflicto entre “tierra” y “capital”. El conflicto culminaba con la victoria del capital, el fin del feudalismo y el auge del capitalismo. Luego estaba el conflicto entre “capital” y “trabajo”. Este, pensaba Marx,  culminaría con la victoria del trabajo, el fin del capitalismo y el auge del socialismo.

La economía moderna demostró que todo esto era un completo sinsentido. Eugen von Böhm-Bawerk echó abajo la teoría marxista de la explotación mostrando el valioso servicio que proporcionan los capitalistas a los trabajadores. Y la teoría moderna de la distribución mostraba cómo el aumento en la inversión de capital lleva a un aumento en los salarios reales. Igual que el comercio entre naciones no es un juego de suma cero, tampoco lo es la cooperación entre funciones económicas.

Además, Marx cometió el error de tratar las funciones como si fueran personas completas. Pero “trabajador”, “capitalista”, “terrateniente” y, más generalmente, “productor” son solo facetas de un persona completa. Toda persona es también un consumidor. Y como la producción siempre se realiza para consumir, lo importante es siempre cómo le va como consumidor. Y William Hutt y Ludwig von Mises mostraron cómo la economía de mercado funciona bajo lo que es esencialmente “soberanía del consumidor”.

La tendencia singular del capitalismo es proporcionar a los individuos la satisfacción de sus deseos de acuerdo con el grado de su contribución a la satisfacción de los deseos de otros. A través del proceso de mercado, los consumidores tienden a recompensar a cada productor de acuerdo con su contribución a la satisfacción del consumidor. Por tanto el capitalismo anima a los individuos a, en su propio interés, ajustar siempre sus decisiones de papeles y acciones para aumentar siempre su contribución a la satisfacción de deseos humanos.

La importancia relativa de los deseos de algunos consumidores es mayor que la de otros en este proceso. Pero la importancia relativa de cualquier deseo concreto del consumidor, en la medida en que se haya determinado en el mercado, es una función de cuánto han contribuido a satisfacer los deseos de otros consumidores en su papel como productor.

Así, bajo el capitalismo, las decisiones humanas, a través de su interacción, se coordinan entre sí para hacer que el bienestar humano sea tan floreciente como sea posible.

Toda intervención del estado en el nexo del mercado (todo impuesto, regulación, redistribución o expansión de la burocracia) solo afloja los lazos que relacionan contribución y renta, obstaculizando así la instrumentalidad del mercado al hacer a los productores menos responsables ante los consumidores y llevando así a una satisfacción reducida del consumidor. Y como, con respecto a la provisión económica, todos somos ante todo consumidores y solo productores subordinadamente, una satisfacción reducida del consumidor significa un bienestar público reducido.

Todos tenemos un interés común, nos demos cuenta o no, en conservar y extender el capitalismo y el orden liberal. Hay realmente una armonía de intereses. Por debajo de todo el error y la violencia de milenios, la cara justa de la concordia siempre ha estado allí. A la economía y el liberalismo utilitario, en la tradición de Ludwig von Mises, les corresponde desvelarla.


[1] Homero, La Ilíada, Libro 1.

[2] Ludwig von Mises, La acción humana, Cap. 24, Sec. 1.

[3] Mises, Teoría e historia, Cap. 2.

[4] Mises, Teoría e historia, Cap. 3.

[5] Mises, Money, Method, and the Market Process, Cap. 5.

[6] David Hume, On the Jealousy of Trade.

[7] Mises, Socialismo, Parte 3, Cap. 20.

[8] Mises, Teoría e historia, Cap. 3.


Publicado el 30 de agosto de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí: aquí.