Los keynesianos no pueden predecir

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Si os tomáis la molestia de interrogar a un gran número de economistas acerca del futuro económico del país, os encontraréis con que la abrumadora mayoría argumenta del siguiente modo: En aproximadamente dos años como mucho, se completará el rearme y las cantidades gastadas para este propósito serán insignificantes. Aproximadamente al mismo tiempo, la demanda reprimida de inversión se verá en buena parte satisfecha. El aparato productivo será lo suficiente grande, mejorado y modernizado como para atender las necesidades de una mayor población y todos los demás requisitos razonables. Debe seguirle una depresión, o al menos una grave recesión a partir del alto nivel actual del producción y empleo.

Estas predicciones despertarán recuerdos desagradables en quienes no creen en la posibilidad de una predicción objetiva y “científica”. Les recordarán las previsiones de una depresión posbélica tan popular durante la guerra. En ese momento era la opinión general de los expertos, basada especialmente en un estudio de Morris Livingston, “Markets After the War” según el cual el aumento en la población, la creciente productividad y la incapacidad del consumo de seguir el ritmo de la producción llevaría inevitablemente al desempleo de muchos millones de trabajadores. Y el conocido economista sueco, Gunnar Myrdal, impresionado por esta línea de argumentación, la divulgó en muchos artículos en la prensa sueca y suiza. Yo mismo, en un artículo, “Do Not Predict Postwar Deflation — Prevent It”,[1] trataba de mostrar las falacias de la aproximación mecánica subyacente a los problemas económicos y de una predicción tan asombrosa para cualquiera que conozca del estudio de la historia que las inflaciones y no las deflaciones han sido siempre las consecuencias de las guerras.

Todas las previsiones de deflación de posguerra resultaron ser completamente erróneas, como cabía esperar. Casi inmediatamente después del final de las hostilidades, empezó un auge de posguerra. Pero los pronosticadores, en modo algunos desanimados por sus errores, se mantuvieron en su empleo. Luego predijeron la continuación de la inflación, Justo cuando sus previsiones se hicieron más elocuentes, en la primavera de 1949, se puso en marcha la recesión de ese año. Luego se consideró que la deflación iba a mantenerse; se reclamaba la intervención del gobierno. El segundo auge de posguerra, no causado, creo, sino acentuado por el inicio de la Guerra de Corea en 1950, llevó de nuevo a predicciones de una inflación continua e incluso desbocada. Pero 1951 fue básicamente un año de deflación y de inflación solo en áreas donde fue alimentada gubernamentalmente.

Está claro que la regularidad de estos errores en previsión no puede ser pura casualidad. Debe funcionar algo parecido a una Ley de la Necesidad de Errores en Predicción.

Pocas veces se aprecia que la creencia en la posibilidad de predicciones empresariales “científicas” y la manía pronosticadora de nuestros tiempos son fenómenos comparativamente nuevos. Hasta alrededor de 1930, los economistas serios no eran tan presuntuosos (o ingenuos) como para pretender ser capaces de calcular la llegada de auges y depresiones por adelantado. No se habría ajustado a su visión general del funcionamiento de una economía libre. Consideraban al futuro económico como básicamente dependiente de unas relaciones impredecibles de precio-coste y de las igualmente impredecibles  reacciones psicológicas de los empresarios. Las predicciones de las condiciones empresariales futuras les habrían parecido mera charlatanería, igual que las predicciones, digamos, respecto de las resoluciones del Congreso hace dos años.

Las mentiras del “multiplicador” y la “aceleración”

La manía de nuestro tiempo de la predicción es un concomitante natural de lo que se llama economía keynesiana. Constituye una parte integral del mundo de “finanzas funcionales” del “efecto multiplicador” del “principio de aceleración” y conceptos similares. Si se cree realmente, como hacen los “inventores” de las finanzas funcionales, que puede impedirse una depresión y prolongarse un auge ad libitum con gasto público en déficit, si no se consigue ver que la eliminación de los desajustes en la relación precio-coste creada durante el auge previo son condiciones necesarias para resurgir, entonces el futuro económico realmente no parece ya tan incierto. Y si se cree realmente en el funcionamiento del multiplicador y el principio de aceleración, entonces también el futuro más remoto parece predecible. Pues de acuerdo con la teoría del multiplicador, una cantidad dada de gasto en inversión lleva con el tiempo a una cantidad estable inmediatamente discernible de gasto en consumo; a partir de lo cual una cantidad dada de gasto en consumo lleva con el tiempo a una cantidad inmediatamente discernible de gasto en inversión.

Por cierto, que a los economistas pre-keynesianos no habrían sido seducidos por la predicción y el cálculo de esos efectos secundarios y adicionales del gasto. Habrían considerado un desarrollo del la teoría del multiplicador y la aceleración como jugar de forma poco realista con ideas en lugar de el logro científico que se considera hoy. Pues si el gasto aumentado en el consumo lleva con el tiempo a un aumento en la inversión depende de las perspectivas razonables de un beneficio  de los empresarios. El hecho de que se hayan agotado los inventarios mediante un aumento del consumo puede mejorar o no estas expectativas. Y si el gasto en inversión lleva a un correspondiente gasto en consumo depende de la presencia o ausencia igualmente indiscernible de resistencia del comprador, como demostraron claramente las primeras experiencias del New Deal. Las teorías del multiplicador y de la aceleración no responden por tanto, sino simplemente plantean la pregunta de cuáles serán los efectos a largo plazo de dosis individuales de gasto.

El error básico de toda la aproximación reside en el hecho de que el enlace causal entre los datos objetivos y la decisión de los miembros de la comunidad se tratan como mecánicos. Pero los hombres siguen siendo hombres y no autómatas. Por ejemplo, ni siquiera existe, como se mantiene a veces, una correlación fija entre tasas de nacimiento y de matrimonio y la demanda de vivienda, ni entre la mayor necesidad de corriente eléctrica y las inversiones en servicios públicos. Las inversiones pueden acelerarse o posponerse, y así se hace, de acuerdo con si los empresarios son optimistas o pesimistas con respecto a demandas y precios futuros 8es decir, con respecto a la perspectiva de que las inversiones sean rentables. Si son optimistas, puede desarrollarse un auge; si son pesimistas, una depresión.

Predecir el futuro económico significa predecir decisiones sobre inversión y consumo que son tan inciertas como todo el futuro. Los pronosticadores profesionales pretenden tener una especie de monopolio de la clarividencia a este respecto. Sin embargo olvidan que precisamente la ocupación principal de los empresarios es predecir la demanda futura para ajustar a ella su producción. Lo que lleva a la mala distribución de la demanda (llamada el ciclo económico) es que la mayoría de los empresarios son a veces demasiado optimistas o demasiado pesimistas; que a veces invierten demasiado y demasiado pronto o demasiado poco y demasiado tarde. Pero no existe la más mínima razón para suponer que en el juego de prever correctamente futuras demandas los teóricos tengan de media más éxito que los hombres de negocios. Por el contrario, puede suponerse que los hombres de negocios serán de media mejores. Son más responsables. Pues los empresarios sufren pérdidas cuando yerran, mientras que los teóricos pueden pronosticar sin riesgo (ni siquiera el de su prestigio, parece).

Así que el mundo no consta, por un lado, de teóricos que pueden calcular inversión y consumo futuros, incluyendo su efecto “acelerador” y “multiplicador”, y, por otro, de hombres de negocios para quienes el futuro es incierto y se ven obligados a “especular”. La consecuencia trágica (por no decir semitrágica) en el mundo real es que las previsiones de la gran mayoría de los teóricos nunca pueden ser buenas. Si los hombres de negocios son al menos tan inteligentes como los teóricos a la hora de percibir una futura mala distribución de la demanda, se ajustarán a ella acelerando o posponiendo sus inversiones, con el resultado de que el ciclo previsto no se materializará. Puede decirse, por definición, que es imposible calcular depresiones por adelantado. Las depresiones calculadas no se producen. Ni, por cierto, las inflaciones calculadas, aunque fuera tan popular, justo antes de la última recesión en precios de materias primas, calcular una nueva inflación por adelantado. Un recesión estaba claramente en marcha en el momento en que ciertos teóricos empezaron a habla de nuestra época como una época de inflación permanente.

Así que no preveáis una deflación post-armamento. No ocurrirá, pero puede materializarse cualquier otra depresión, aún no reconocida ni reconocible ni por vosotros ni por la mayoría de los empresarios.

Los aislacionistas económicos

¿Pero, por qué, podemos preguntarnos, estas ideas tan simples y evidentes no son aceptadas ampliamente por economistas estadounidenses? Para quien está fuera del círculo mágico keynesiano la razón parece ser lo que puede llamarse el aislacionismo de la economía anglo-americana. Es este aislacionismo el que impide que los economistas vean los méritos y debilidades de su trabajo de una forma separada y objetiva y desde la perspectiva correcta. Les impide ser conscientes de que la mayoría de los economistas en Alemania, Francia e Italia se oponen con fuerza a las doctrinas keynesianas. Por ejemplo, el profesor Adolf Weber, para el famoso economista de la Universidad de Múnich, la idea de que el pleno empleo esté principalmente amenazado por el hecho de que la inversión quede por debajo del ahorro, le suena simplemente como una mala broma.[2]

Pero el aislacionismo de los economistas anglo-americanas es también histórico. Creen sinceramente que sus ideas son esencialmente nuevas, únicas y una respuesta definitiva a los problemas de una economía competitiva. Insuficientemente formados en la historia del pensamiento económico, no se dan cuenta de que el keynesianismo (hasta en los detalles más técnicos, como el concepto del multiplicador del intercambio extranjero) es mercantilismo, o más precisamente, johnlawismo puro y simple. Así que no reconocen que las objeciones de los economitas clásicos a mercantilismo son también válidas con respecto a sus propias enseñanzas. Tampoco ven que muchos conceptos de los planificadores modernos (precios justos, salarios justos, beneficios justos y así sucesivamente) no son sino una nueva edición de los conceptos de los escolásticos medievales de justum pretium y justum salarium, que resultaron ser tan perjudiciales para el progreso económico.

Leer, citar, alabar y promoverse unos a otros y solo unos a otros, no librará a estos economistas de su aislacionismo voluntario. Seguirán en su mundo de sueños. Continuarán prediciendo lo impredecible.


[1] The Commercial and Financial Chronicle (25 de enero de 1945). Reimpreso en mi Economics of Illusion, Nueva York: 1949, capítulo 5.

[2] Der Wirtschaftspiegel, Wiesbaden, 1 de octubre de 1947, p. 365.


Este artículo se publicó originalmente como “Predicting the Unpredictable” en The Freeman, 6 de octubre de 1952.

Publicado el 28 de julio de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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