Los mitos de la democracia – Mito 12

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Todos somos demócratas

Si la democracia no puede entregar a la gente lo que realmente quiere, ¿cómo es que a pesar de ello la mayoría la apoya? ¿No es todo ciudadano que se precie un demócrata, aun si algunas veces refunfuñe sobre el gobierno?

Bueno, lo último es debatible. Aquello en lo que la gente realmente cree se manifiesta no en lo que dice, sino en lo que hace cuando tiene una opción. Si alguien a quien solo se le permite comer pollo, afirma adorar el pollo, su alegación no resulta convincente. Ello cambia, sin embargo, si es libre de no comer pollo. Lo mismo ocurre con la democracia. La democracia es obligatoria. Todos tenemos que participar en ella. Los individuos, los pueblos, las ciudades, los condados y los estados deben someterse, y nadie puede «secesionarse». ¿Se mudaría la gente a otra ciudad a veinte millas, si los impuestos fueran más bajos y la burocracia menos intrusiva, aunque no se les permitiera votar allí? Muchos probablemente lo harían. Mucha gente ya «vota con sus pies», y se traslada a regiones más prósperas del mundo donde hay poca o ninguna democracia.

Vivir en una democracia y decir que se está a favor de ella puede sonar como vivir en la Unión Soviética y decir que se prefiere un Lada a un Chevrolet o Volkswagen, aunque no se tenga ni la oportunidad de conseguirlos. Es posible, pero no probable. Del mismo modo que el ciudadano soviético no tenía más opción que el Lada, nosotros no tenemos más opción que la democracia.

De hecho, muchos demócratas no vacilarían en escapar a ciertas medidas que ellos mismos supuestamente eligieron a través de las urnas. Si tuviera elección, ¿realmente pagaría la gente de manera voluntaria su contribución a la seguridad social del Estado, sin saber ni si quiera si las prestaciones seguirán en pie en el momento de su jubilación? ¿Cuántos servicios estatales de mala calidad y alto precio elegiría pagar si tuviera la opción de gastar el dinero de cualquier otra forma que estimara conveniente?

El economista estadounidense Walter Williams reconoció el hecho de que generalmente no queremos que nuestras decisiones individuales se conviertan en decisiones democráticas. Él escribió: «Para poner de relieve lo contrarias a la libertad que son la democracia y la decisión de la mayoría, solo pregúntate cuántas decisiones de tu vida te gustaría que se tomaran de manera democrática. ¿Qué tal si el coche que conduces, el lugar donde vives, la persona con quien te casas o la opción entre comer pavo o jamón el día de acción de gracias se deciden democráticamente? Si estas decisiones se tomaran a través del proceso democrático, la persona promedio lo vería como una tiranía y no como libertad personal. ¿Es menos tiránico que el proceso democrático determine si contratas un seguro sanitario o apartas el dinero para tu jubilación? Tanto por nuestro propio bien, como por el de nuestros hermanos hombres en todo el mundo, deberíamos defender la libertad, no la democracia en que nos hemos convertido, donde un congreso bribón hace cualquier cosa en torno a la cual pueda reunir un voto mayoritario».

El hecho de que muchos defensores de la democracia no creen en las ideas que ellos mismos promueven, puede verse en el comportamiento hipócrita de políticos demócratas y funcionarios de gobierno, que, con demasiada frecuencia, no practican lo que predican. Pensemos en los políticos socialistas que critican los altos salarios de los ejecutivos de algunas empresas y luego se unen a las mismas cuando se retiran de la política. O en políticos que predican las bendiciones del multiculturalismo pero viven en vecindarios exclusivamente blancos y envían a sus hijos a escuelas de blancos. O en políticos que votan a favor de guerras a las cuales nunca enviarían sus propios hijos a luchar.

Son varias las razones por las que la gente afirma apoyar la democracia, a pesar de que su propio comportamiento demuestre lo contrario. En primer lugar, es comprensible que algunos atribuyan nuestra relativa prosperidad al sistema político bajo el que vivimos. El razonamiento es el siguiente: somos bastante ricos y vivimos en una democracia, luego la democracia debe ser un buen sistema. Sin embargo, esta es una falacia. Comparémoslo con lo que algunos apologistas de la Unión Soviética decían de Lenin y Stalin. Cierto, estos dictadores pueden haber cometido atrocidades, pero la gente debería estar agradecida, ya que bajo su mando la Unión Soviética se industrializó y se proveyó de electricidad a todos los ciudadanos. No obstante, Rusia habría sido «electrificada» e industrializada en el siglo XX, aunque Lenin y Stalin no hubieran aparecido en escena. Del mismo modo, el progreso de nuestra sociedad no puede simplemente atribuirse a nuestro sistema político. Miremos a China. La economía china ha crecido a una velocidad vertiginosa y el país no tiene democracia. La prosperidad se basa en el grado de libertad económica y de seguridad en los derechos de propiedad de que la gente disfruta, no en el grado de democracia.

Una segunda razón por la que la gente tiende a apoyar nuestro sistema es que le resulta difícil imaginar cómo sería su vida si pudiera quedarse con todo el dinero que ha ganado y no tuviera que pagar impuestos. Podemos ver la autopista pública que utilizamos, pero no somos capaces de ver el nuevo centro de salud que podría haber sido construido con el mismo dinero. Ni siquiera se nos ocurre imaginar las vacaciones que podríamos haber disfrutado si no hubiéramos tenido que pagar por la guerra en Irak. Mucho menos visible es la innovación que hubiera tenido lugar si el gobierno no hubiera interferido con la economía. Y sin embargo, no es imposible especular sobre cómo muchos de los tratamientos nuevos que en un mercado libre habrían sido desarrollados, han sido asfixiados por la burocracia.

A menudo parece como si el gobierno proveyera muchas cosas de forma gratuita como por arte de magia, pero existe un precio oculto a pagar: todas las posibilidades –servicios, productos, innovaciones– que no son creadas, porque los medios para hacerlo han sido usurpados por el Estado. La gente solo ve lo que sale del sombrero del gobierno, no lo que desaparece en él.

Y por último, existe una tercera razón por la que tendemos a pensar que todos somos demócratas. Continuamente se nos dice que lo somos. Nuestras escuelas, medios de comunicación y políticos constantemente nos lanzan el mensaje de que la única alternativa posible a la democracia es la dictadura. Dado este estatus divino, como un baluarte contra el mal, ¿quién osaría oponerse a la democracia?


Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. Puede comprar el libro aquí.