Clarence Darrow, sobre libertad, justicia y guerra

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[Este artículo está transcrito del podcast Libertarian Tradition]

Clarence Darrow es hoy conocido como el abogado de Chicago que defendió a John T. Scopes en el Juicio de Scopes en 1925. Un pesonaje basado vagamente en él es interpretado por Spencer Tracy en la versión cinematográfica de 1960 de la obra clásica acerca del juicio de Scopes, Heredarás el viento.

Darrow fue conocido durante mucho tiempo quizá tanto como el abogado de Chicago que consiguió una cadena perpetua en lugar de la pena de muerte para dos jóvenes de 19 años, Richard Loeb y Nathan Leopold, en su sensacional juicio de 1924 por el secuestro y asesinato de un niño de 14 años, que habían realizado para probar que podían cometer el crimen perfecto. Orson Welles interpretó el personaje vagamente basado en Darrow en Impulso criminal, la película de 1959 acerca del caso Loeb-Leopold.

La exposición de conclusiones real de Darrow en ese caso fue una especie de superventas popular, con varias ediciones durante la década de 1920 y principios de la de 1930. Fue reimpresa tras la muerte de Darrow hace 73 años este mes, el 13 de marzo de 1938. Era algo que podía comprar en cualquier quiosco en donde comprabas los periódicos que cubrían las actuaciones de Darrow en el juicio de Scopes y en el juicio de Loeb-Leopold, los mismos periódicos que estaban entonces anunciando la muerte del famoso abogado en tipo de 48 puntos. Era algo que estaba disponible como libro de bolsillo de saldo en los años anteriores a que hubiera libros de bolsillo en el sentido que decimos hoy y mucho antes de que el término se empezara a usar popularmente.

Cuando era un mozalbete en la década de 1950, mi padre tenía una copia desintegrada de la exposición de conclusiones de Darrow en el juicio de Loeb-Leopold en la biblioteca familiar. Traté de leerla, como traté de leer la mayoría de los libros de mis padres durante esos años, pero fue uno de los pocos que sencillamente no pudo interesarme. No importaba cuántas veces lo empezara, siempre lo abandonaba después de unas pocas páginas. Parecía muy engreído: un ataque contra la pena capital, que a mí, en la década de 1950, me parecía evidentemente verdad, y que se expandía hasta formar un pequeño libro por medio del añadido de retórica superflua, florituras oratorias y todo ese tipo de cosas. Puse por última vez aparte la exposición de conclusiones de Darrow en el juicio de Loeb-Leopold cuando estaba en el instituto, a principios de la década de 1960 y realmente no hice más esfuerzos por conocer a Clarence Darrow o comprender su importancia hasta bastantes años después.

Luego, casi tres décadas después, recibí una copia no solicitada de una crítica de otro pequeño libro editado bajo la firma de Darrow: una reimpresión en rústica de su libro de 1902, Resist Not Evil, con un nuevo prólogo de Carol Moore. El libro lo publicaba Loompanics, una importante editorial libertaria en las décadas de 1980 y 1990.Y este libro resultó ser una lectura interesante. De hecho, resultó interesante incluso antes de empezar a leerlo, porque solo por tenerlo en mis manos me impulsó a ponerme al día sobre lo poco que sabía de la vida y carrera de Darrow.

Nació en el nordeste rural de Ohio el 18 de abril de 1857. Tenía tres años cuando Abraham Lincoln fue elegido presidente y seguía teniendo tres años unos pocos meses después cuando se disparó contra Fort Sumter. Tenía 19 años cuando el Partido Republicano acabó la ocupación armada de los estados sureños como parte de acuerdo que les permitió robar la elección de 1876 a Samuel Tilden.

Darrow fue admitido en el colegio de abogados de Ohio en 1878, con 21 años. Al principio se dedicó al derecho empresarial. Sus clientes fueron gobiernos y ferrocarriles. Pero Darrow era lo más molesto que se puede ser: un lector, alguien que leía más o menos compulsivamente y pensaba en lo que leía. Decidió después de un tiempo que, por razones morales, no quería representar más a gobiernos y ferrocarriles. Durante un tiempo representó a sindicatos, pero pronto decidió que tampoco quería seguir representándolos. Empezó a aceptar casos penales, porque se había convencido de que lo que solemos describir como “el sistema de justicia penal” era un fraude gigantesco que arruinaba las vidas de la gente real si no tenía una representación capaz de defenderla adecuadamente contra él.

Pero dejemos que el propio Darrow explique por qué dejó la práctica del derecho penal. Todas las citas siguientes están tomadas de su libro de 1902, Resist Not Evil, publicado cuando tenía 45 años. Darrow apuntaba que “las resoluciones de los tribunales, sean correctas o erróneas, deben ser obedecidas y la sanción por desobediencia es la apropiación por la fuerza de propiedad, el secuestro y prisión de hombres y, si hace falta, la eliminación de la vida humana”. Pero estos tribunales cuyas resoluciones y sentencias se esperaba que se ganaran ese respeto eran poco mejores a finales del siglo XIX en Estados Unidos, decía Darrow, que los tribunales de la Edad  Media en Europa, al menos si el patrón bajo el que se juzgaban era la precisión con que identificaban a la parte culpable en cada caso.

Darrow reconocía que había habido al menos la apariencia de mejora sobre los mil años anteriores en este aspecto. Pero en ningún momento, escribía, los medios por los que los tribunales públicos decidían la culpabilidad

fueron tan precisos y científicos como se presume generalmente.  A veces ha sido torturando hasta que se hace confesar a la víctima; a veces iniciando una batalla; a veces atándola de pies y manos y lanzándola a un estanque, cuando si se hundía era inocente y si nadaba era culpable y se le ejecutaba de inmediato. El método moderno de llevar a un acusado a un tribunal, procesarlo por medio de abogados capaces con amplios recursos, juzgarlo por magistrados que casi invariablemente creen en la culpabilidad del prisionero, defenderlo habitualmente con abogados incompetentes y sin medios, es poco más fiable para llegar a resultados correctos que las fórmulas antiguas.

El hecho, tronaba Darrow , es que

el estado no proporciona ninguna maquinaria para llegar a la justicia. No tiene forma de llegar a los hechos. Si el estado pretende administrar justicia, esta debería ser su máxima preocupación. No debería estar interesado en condenar a hombres o castigar delitos, sino en administrar justicia entre hombres. Es evidente para el observador más casual que el estado no proporciona ninguna maquinaria para lograr este resultado.

De hecho, tal y como lo ve Darrow, los tribunales públicos no exhiben ninguna comprensión de lo que es realmente la justicia, de en qué consiste. En palabras de Darrow,

Algún ser humano ha derramado la sangre de su vecino; el estado debe quitarle  la vida. De ninguna otra manera puede eliminarse el delito. Por alguna razón inconcebible se cree que cuando se llega a este castigo, se ha hecho justicia. Pero no puede mostrarse ningún método de razonamiento en que la injusticia de matar a un hombre se recupera por la ejecución de otro o que la apropiación forzosa de propiedad sea correcta al confinar a algún ser humano en una penitenciaría.

El problema, argumentaba Darrow, era que

en ninguna teoría del derecho la indemnización o la compensación o hacer el bien son parte alguna de la condena. Si quitar la vida pudiera devolver la vida a la víctima a la que mató podría haber alguna excusa aparente para la pena capital. Si encarcelarle en una penitenciaría pudiera de alguna manera corregir un mal o enjugar una pérdida, podría tolerarse una prisión y podría verse alguna relación entre crimen y castigo. Incluso en casos en que se impone una multa en lugar de un encarcelamiento, aquella no va de ninguna manera a compensar una pérdida, sino que va al estado como un puro castigo y nada más.

Comparad ahora, si queréis, los pasajes que acabod e citar con otro pasaje de otro autor, tomado de un libro mucho más reciente sobre relaciones sociales humanas. Según este autor más reciente,

el énfasis en el castigo no debe estar el pagar la deuda con la “sociedad”, signifique esto lo que signifique, sino en pagar la propia “deuda” a la víctima. Indudablemente, la parte inicial de esa deuda es restitución. Esto funciona claramente en casos de robo. Si A ha robado 15.000$ a B, entonces la parte primer o inicial del castigo de A debe ser restituir esos 15.000$ a las manos de B (más daños, costes judiciales y policiales e intereses perdidos). Supongamos que, como en la mayoría de los casos, el ladrón ya ha gastado el dinero. En ese caso, el primer paso de un castigo libertario apropiado es obligar al ladrón a trabajar y asignar la renta correspondiente a la víctima hasta que se la haya restituido. Así que la situación ideal pone al delincuente abiertamente en un estado de esclavización ante su víctima, continuando aquel es esa condición de justa esclavitud hasta que haya reparado el perjuicio del hombre que se vio afectado.

Debemos advertir que el énfasis del castigo-restitución es diametralmente opuesto a la práctica actual del castigo. Lo que ocurre hoy en día es el siguiente absurdo: A roba 15.000$ a B. El gobierno persigue, juzga y condena a A, todo a costa de B como uno de los numerosos contribuyentes víctimas de este proceso. Luego, el gobierno, en lugar de obligar a A a indemnizar a B o a realizar trabajos forzados hasta que se pague esa deuda, obliga a B, la víctima, a pagar impuestos para mantener al delincuente en prisión durante diez o veinte años. ¿Dónde está aquí la justicia? La víctima no solo pierde su dinero, sino que paga más por la dudosa alegría de atrapar, condenar y luego mantener al delincuente y el criminal sigue esclavizado, pero no para el buen propósito de recompensar a su víctima.

Este pasaje más reciente se toma, como algunos de mis lectores pueden saber, de La ética de la libertad, de Murray Rothbard y sirve, creo, para ilustrar el grado en que el Clarence Darrow de 1902 estaba en casi la misma onda que el Murray Rothbard de 80 años después. Esto es evidente también en las observaciones generales sobre el gobierno con las que Darrow inicia su pequeño libro. “En todas partes parece darse por descontado”, escribe

que la fuerza y la violencia son necesarias para el bienestar del hombre sobre la tierra. Se han escrito incontables tomos y se han sacrificado incontables vidas en un esfuerzo por probar que una forma de gobierno es mejor que otra, pero pocos parecen haber considerado seriamente la proposición de que todo gobierno se basa en la violencia y la fuerza, está sostenido por soldados, policías y tribunales y es contrario a la paz y orden ideales que contribuyen a la felicidad y el progreso de la raza humana. De vez en cuando se admite incluso que en épocas muy lejanas aún por llegar los hombres pueden evolucionar hacia lo angélico de forma que los gobiernos políticos no tendrán razón de ser. Esta admisión, como el concepto común, presupone que los gobiernos son buenos, que sus tareas asumidas y efectuadas consisten en reprimir el mal y la ilegalidad y proteger y cuidar a los desamparados y débiles.

Si la historia del estado probara que los cuerpos gubernamentales se crearon  alguna vez para este fin o para cumplir esta función, podría haber alguna base para la suposición de que el gobierno es necesario para preservar el orden y defender a los débiles. Pero el origen y evolución del estado político muestro otra cosa bastante distinta: muestra que el estado nación de la agresión y que, en todas las diversas etapas a través de las que ha pasado, ha mantenido sus características esenciales.

O consideremos los comentarios de Darrow sobre la guerra. “La historia del mundo es poco más”, escribía,

que la historia de las carnicerías y destrucciones que se produjeron en los campos de batalla, carnicería y destrucción que no derivan de ninguna diferencia entre la gente común de la tierra, sino que se debe solo a los deseos y pasiones de los gobernantes de la tierra. Esta clase gobernante, siempre ansiosa por extender su poder y fortaleza y siempre buscando nuevos pueblos a los que gobernar y nuevas tierras a las que gravar, ha estado siempre dispuesta a enfrentarse a otros poderes para satisfacer la voluntad del gobernante y, sin pena ni remordimiento, estos gobernantes han despoblado sus reinos y llevado a la ruina y la destrucción a todas las partes de la tierra en busca de oro y poder.

Lo han hecho con la ayuda de otros, por supuesto (en particular, soldados). Por tanto es apropiado apuntar, según Darrow, que

el patrón ético más bajo que pude concebir un hombre de pensamiento recto se enseña al soldado común cuya misión es disparar a su congénere. En su juventud puede haber aprendido el mandamiento “No matarás”, pero el gobernante toma al niño en cuanto entra en la madurez y le enseña que su mayor deber es disparar una bala a través del corazón de su vecino, y esto sin que le afecte la pasión o el sentimiento o el odio y sin la menor consideración por lo correcto o incorrecto, sino simplemente porque su gobernante da la orden. No corresponde al soldado raso hacer preguntas, considerar lo correcto o incorrecto, pensar en el dolor y sufrimiento que conlleva su acción para otros inocentes de un delito. Puede que se le diga que apunte su arma hacia su vecino y su amigo, incluso hacia su hermano o padre; si es así, debe obedecer las órdenes. “No les corresponde razonar por qué, sino hacerlo y morir” representa el código ético que gobierna la vida del soldado.

Los soldados, declaraba Darrow, son

hombres que sacrifican su derecho a juzgar privadamente el asunto más sagrado que puede plantearse la conciencia y el intelecto, quitar vidas humanas; hombres que  ponen sus vidas, sus conciencias, sus destinos, sin preguntas ni vacilaciones, a cargo de otros, hombre cuyo trabajo es matar y cuya capacidad es su habilidad de matar a sus iguales.

Tampoco hay ninguna escasez de esos hombres, pues, como decía Darrow,

los gobernantes siempre han enseñado y animado el espíritu patriota. (…) A todos los pueblos del mundo se les enseña que su país y su gobierno es el mejor del mundo y que deberían estar siempre dispuestos a abandonar sus casas, sus esperanzas, aspiraciones y ambiciones cuando les llamen sus gobernantes y esto independientemente de que sea correcto o incorrecto aquello por lo que luchan. La enseñanza del patriotismo y la guerra impregna toda la sociedad.

De hecho, “el púlpito, la prensa y la escuela se unen en enseñar patriotismo y en proclamar la gloria y benevolencia de la guerra”. Así que no es sorprendente, como dice Darrow, que

Incontables guerras se hayan iniciado para aumentar o proteger el territorio gobernado por (…) varios gobernantes. En estos conflictos sangrientos los pobres siervos se han encontrado tonta y pacientemente con la muerte en miles de maneras desagradables para sostener la autoridad y arrojo del gobernante cuya única función ha sido siempre saquear y robar a las pobres víctimas que el destino ha puesto en su poder. A estos millones de luchadores brutales y sin sentimientos, los límites del estado o el color de la bandera que se les ha enseñado a amar no podría afectarles menos en sus vidas. Sean quienes sean sus gobernantes, su misión ha sido siempre trabajar duro y luchar y morir por el honor del estado y la gloria del jefe.

No os dejaré con la impresión de que Clarence Darrow fuera un rothbardiano temprano e ignorado, porque no lo fue. Darrow fue un pacifista del tipo más duro. Su título se toma del Evangelio de San Mateo, capítulo 5, versículos 38 y 39, que citan a Jesús de Nazaret habiendo dicho

Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.

En el primer párrafo de Resist Not Evil, Darrow reconoce que “las siguientes páginas (…) se inspiraron en los escritos de Tolstoi” y, como apuntaba Rothbard 80 años después en La ética de la libertad, el anarquista tolstoiano cree “que no debería usarse nunca ninguna violencia por parte de nadie contra nadie: ni siquiera por una víctima contra un criminal”. Rothbard sostenía

Que cualquier objetor total a la violencia de este estilo debe entonces ser coherente y defender que ningún criminal debe ser nunca castigado por el uso de medios violentos. Y esto implica, advirtamos, no solo abstenerse de la pena capital, sino de todo castigo en absoluto y, también, de todos los métodos de defensa violenta que pudieran dañar al agresor.

Sin embargo, Clarence Darrow no temía esa coherencia. “Dejad que cualquier ser razonable”, escribía en Resist Not Evil,

considere las decenas de miles que han sido quemados, ahorcados y escaldados y matados de otras maneras por brujería; los millones por herejía; los miles de víctimas nobles que han sufrido por traición; las víctimas de la hoguera, la tortura, el patíbulo, el cepo y la mazmorra por todos los delitos concebibles desde el principio de los tiempos. Dejadle que considere los océanos de sangre y ríos de lágrimas derramados por la fuerza y brutalidad de los gobernantes del mundo; la crueldad, tortura y sufrimiento producidos a los desamparados, los débiles, los desgraciados, y que luego se pregunte si cree que ese castigo es bueno. Aunque la violencia pudiera impedir el delito, la brutalidad, sufrimientos, sangre y crimen de los gobernantes se acumula muy por encima de las víctimas débiles y oscuras cuyos males se han pretendido vengar. Y esta crueldad no termina. Es simplemente una locura dudar de la justicia de las condenas pasadas y creer en los juicios correctos de hoy. Ninguna condena es justa y ningún juicio es correcto. Toda violencia y fuerza es cruel, injusta y bárbara y no puede basarse en el juicio de los hombres.


Publicado el 25 de marzo de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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