Cómo tener ley sin legislación

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[Adaptado de la reseña de Rothbard del libro La libertad y la ley, de Bruno Leoni. Esta reseña apareció originalmente en New Individualist Review, ediatada por Ralph Raico]

[En su libro La libertad y la ley,] la principal tesis del profesor [Bruno] Leoni es que incluso los economistas más radicalmente de libre mercado han admitido insensatamente que las leyes deben crearse mediante legislación gubernamental; esta concesión, demuestra Leoni, proporciona una puerta inevitable para la tiranía del Estado sobre el individuo. La otra cara de la moneda para aumentar al intervención por el gobierno en el mercado libre ha sido la expansión de legislación, con su coacción propia por una mayoría (o, más a menudo, por una oligarquía de pseudo-“representantes” de una mayoría) sobre el resto de la población. A este respecto, Leoni presente una brillante crítica de los escritos recientes de F.A. Hayek sobre el “estado de derecho”. A contrario que Hayek, que reclama normas legislativas generales frente a los antojos de una burocracia arbitraria o del “derecho administrativo”, Leoni apunta que la amenaza real y subyacente para la libertad individual no es el administrador, sino el estatuto legislativo que hace posible el gobierno administrativo.[1] No basta, demuestra Leoni, con tener reglas generales aplicables a todos y escritas por adelantado, pues estas mismas reglas pueden invadir la libertad (y generalmente lo hacen).

La gran contribución de Leoni es apuntar hasta a nuestros más radicales teóricos del laissez faire una alternativa a la tiranía de la legislación. En lugar de aceptar ley administrativa o legislación, Leoni reclama una vuelta a tradiciones antiguas y principios de “ley hecha por el juez” como método de limitar al Estado y asegurar la libertad. En el derecho privado romano, en los códigos civiles continentales, en el derecho común anglosajón, “ley” no significa lo que pensamos hoy: interminables aprobaciones por un legislativo o ejecutivo. La “ley” no se aprobaba sino que se descubría: era un cuerpo de reglas consuetudinarias que, como los idiomas o las modas, había crecido espontáneamente y de forma puramente voluntaria entre el pueblo. Estas reglas espontáneas constituían “la ley” y eran las obras de los expertos en derecho (ancianos de la tribu, jueces o juristas) los que determinaban qué era ley y cómo se aplicaría a los numerosos casos en disputa que aparecen constantemente.

Si la legislación se reemplaza por esa ley hecha por el juez, dice Leoni, fijeza y certidumbre (uno de los requisitos básicos del “estado de derecho”) reemplazarán los edictos caprichosamente cambiantes de la legislación estatutaria. El cuerpo de leyes hechas por el juez cambia muy lentamente; además, como las decisiones judiciales solo pueden realizarse cuando las partes llevan casos ante los tribunales, y como las sentencias se aplican adecuadamente solo al caso concreto, la ley hecha por el juez (frente a la legislación) permite un amplio campo de reglas y negociaciones voluntarias libremente adoptadas, que expresen realmente la “voluntad común” de todos los afectados y las negociaciones e intercambios voluntarios del libre mercado.[2] Por tanto, el gemelo de la economía de libre mercado no es un legislativo democrático ideando constantemente nuevos decretos para la sociedad, sino una proliferación de reglas voluntarias interpretadas y aplicadas por expertos en derecho.

Aunque Leoni es vago e indeciso sobre la estructura que tendrían sus tribunales, al menos indica la posibilidad de jueces y tribunales compitiendo privadamente. A la pregunta: ¿quién nombraría a los jueces?, Leoni responde con la pregunta ¿quién “nombra” ahora a los principales doctores o científicos en la sociedad? No se los nombra, sino que obtienen aceptación general y voluntaria por sus méritos. Igualmente, aunque en algunos pasajes Leoni acepta la idea de un tribunal supremo público, que admite que se convierte en un cuasi-legislativo,[3] sí reclama la restauración de la antigua práctica de separación del gobierno de la función judicial. Aunque no haya otra razón, la obra del profesor Leoni es extremadamente valiosa como para plantear, en nuestro tiempo de Estado perplejo, la posibilidad de una separación funcional de la función judicial del aparato del Estado.

Un gran defecto en la tesis de Leoni es la ausencia de cualquier criterio para el contenido de la ley hecha por el juez. Es una feliz coincidencia de la historia que una buena parte del derecho privado y común sea libertario (que desarrolle los medios para preservar la propia persona y propiedad contra la “invasión”), pero una buena parte de la ley antigua era antilibertaria e indudablemente no puede confiarse siempre en que la costumbre sea coherente con la libertad. Las antiguas costumbres, después de todo, pueden ser un baluarte realmente frágil; si las costumbres son opresoras de la libertad ¿deben seguir sirviendo como marco legal permanentemente o al menos durante siglos? Supongamos que una antigua costumbre decrete que las vírgenes sean sacrificadas a los dioses a la luz de la luna llena o que los pelirrojos sean muertos por ser demonios. ¿Qué pasa entonces? ¿No pueden las costumbres estar sujetas a una prueba superior: la razón?

El derecho común contiene elementos tan antilibertarios como la ley de “conspiración” y la ley del “libelo sedicioso” (que prohibía la crítica al gobierno), En buena parte introducidos en el derecho por los reyes y sus cortesanos. Y tal vez el aspecto más débil del libre es la veneración de Leoni por el derecho romano; si el derecho romano proporcionó un paraíso de libertad, ¿cómo explica los aplastantes impuestos, la inflación periódica y el envilecimiento de la moneda, la red represiva de controles y medidas “sociales”, la autoridad imperial ilimitada del Imperio Romano?

Leoni ofrece varios criterios diferentes para la conformidad de la ley, pero ninguno es demasiado exitoso. Uno es la unanimidad. Pero aunque superficialmente viable, ni siquiera la unanimidad explícita es necesariamente libertaria: pues supongamos que no haya musulmanes en un país y todos deciden unánimemente (y se convierte en costumbre) que todos los musulmanes sean condenados a muerte. ¿Qué pasa si, posteriormente, aparecen unos pocos musulmanes en ese territorio? Además, como reconoce Leoni, está el problema del delincuente: indudablemente no se unirá a favor de su propio castigo. Aquí Leoni se refugia en una fórmula tortuosa de unanimidad implícita, es decir, que, en casos como asesinato o robo, el delincuente estaría de acuerdo en el castigo si otro fuera el delincuente, así que realmente está de acuerdo con la justicia de la ley. Pero supongamos que este delincuente, u otros en la comunidad, tiene la creencia filosófica de que ciertos grupos de personas (ya sean los pelirrojos, los musulmanes, los terratenientes, los capitalistas, los generales o los que sean) merecen la muerte. Si la víctima es un miembro de estos grupos aborrecidos, entonces ni el criminal ni otros que tengan esta creencia estarían de acuerdo en la justicia ya sea de la ley general contra el asesinato o de castigo de este asesino concreto. Solo con este supuesto, la teoría de la unanimidad implícita debe venirse abajo.

Un segundo criterio proferido para la conformidad de la ley es la Regla de Oro negativa: “No hagas con otros lo que no quieras que hagan contigo”. Pero esto tampoco es satisfactorio. Para empezar, algunos actos generalmente considerados delictivos seguirían pasando la prueba de la Regla de Oro: así un sadomasoquista puede torturar a otra persona, pero como él estaría encantado de ser torturado, su acción, bajo la Regla de Oro negativa, no podría considerarse delictiva. Por otro lado, la Regla de Oro es un criterio demasiado amplio: se condenarían muchos actos como delictivos que indudablemente no lo deberían serlo. Así, la Regla decreta que los hombres no deberían mentirse (un hombre no querría que le mintieran) y aun así pocos reclamarían que se prohibieran todas las mentiras. Asimismo, la Regla de Oro decretaría que ningún hombre debería dar la espalda a un mendigo, porque el primero no querría que el mendigo le diera la espalda a él si intercambiaran lugares, y aun así es poco libertario prohibir el rechazo de limosnas para un mendigo.[4]

Leoni apunta un criterio mucho más prometedor: que la libertad se defina como ausencia de limitación o coacción (excepto para los limitadores). En este caso, la iniciación de coacción está prohibida y la función “gubernamental” queda estrictamente limitada a coaccionar a los coaccionadores. Pero, por desgracia, Leoni cae en la misma trampa en que cayó Hayek en su Constitution of Liberty: “coacción” o “limitación” no se definen de una forma apropiada o convincente.[5] Al principio, Leoni promete una comprensión correcta de la coacción cuando dice que no puede decirse que un hombre “limite” a otro cuando rechace comprar bienes o servicios a este último o cuando rechace salvara un hombre que se ahoga. Pero luego, en su desafortunado capítulo 8, Leoni concede que puede producirse limitación cuando una persona religiosa devota se sienta “limitado” porque otro hombre no observe las prácticas religiosas del primero. Y este sentimiento de limitación puede parecer que justifica invasiones de la libertad como las leyes de cierre dominical de comercios. Aquí, de nuevo, Leoni se equivoca en centrar su prueba de limitación o coacción no en los actos objetivos del acusado sino en los sentimientos subjetivos del acusador. ¡Sin duda es una vía extremadamente amplia para la tiranía!

Además, Leoni aparentemente no ve que los impuestos son un ejemplo básico de coacción y eso es poco compatible con su propio retrato de la sociedad libre. Pues la la coacción ha de limitarse a los coaccionadores, indudablemente los impuestos son la extracción coactiva injusta de propiedad de un enorme cuerpo de ciudadanos no coaccionadores. ¿Cómo puede entonces justificarse esto? Leoni, también en el capítulo 8, concede asimismo la existencia de cierta legislación en su sociedad ideal, incluyendo, mirabile dictu, ¡algunos sectores nacionalizados![6] Una nacionalización concreta aceptada por Leoni es el sector de los faros. Su argumento es que un faro no puede cobrar a los consumidores individuales por su servicio y por tanto debería proporcionarlo el gobierno.

Las respuestas básicas a este argumento son tres:

  1. Los impuestos para faros imponen coacción y por tanto son una invasión de la libertad.
  2. Incluso si el faro no puede cobrar a individuos, ¿qué impide a las líneas de navegación construir o subvencionar sus propios faros? La réplica habitual es que entonces diversos “aprovechados” se beneficiarían del servicio sin pagarlo. Pero esto es universalmente cierto en cualquier sociedad. Si hago de mí una persona mejor o mantengo mejor mi jardín, estoy aumentando los beneficios disfrutados por otra gente. ¿Tengo derecho a recaudar tributos sobre ellos debido a este feliz hecho?
  3. De hecho, los faros podrían fácilmente cobrar a los barcos por sus servicios si se les permitiera poseer estas superficies del mar que transforman mediante su iluminación. Un hombre que toma tierra sin dueño y la transforma para uso productivo recibe inmediatamente la propiedad de esa tierra, que puede a partir de entonces usarse económicamente; ¿por qué no debería aplicarse la misma regla a otro recurso natural, el mar? Si al propietario del faro se le concediera la propiedad de la superficie del mar que ilumina, podría entonces cobrar a cada barco que la atraviese. El defecto aquí no es del mercado libre, sino del gobierno y la sociedad al no conceder un derecho de propiedad al legítimo propietario de un recurso.

Sobre la necesidad de gravar para faros públicos y otros servicios, Leoni añade el asombroso comentario de que “en estos casos el principio de libre elección en actividades económicas no se abandona o siquiera se pone en duda” (p. 171). ¿Por qué? Porque “se admite” que la gente está dispuesta a pagar de todas formas por estos servicios si estuvieran disponibles en el mercado.  ¿Pero quién lo admite y en qué grado? ¿Y qué gente pagaría?

Sin embargo, nuestro problema puede resolverse: existe un criterio convincente para la conformidad de la ley libertaria: Ese criterio define la coacción o limitación, simplemente, como la iniciación de violencia, o su amenaza, contra otra persona. Así queda claro que el uso de coacción (violencia) debe limitarse a coaccionar a los iniciadores de violencia contra sus congéneres. Una razón para limitar nuestra atención a la violencia es que la única arma empleada por el gobierno (o por cualquier otro agencia contra el delito) es precisamente la amenaza de violencia. “Prohibir” cualquier acción es precisamente amenazar con violencia contra cualquiera que lo haga. ¿Por qué no usar la violencia solo para inhibir a quienes están iniciando violencia y no contra cualquier otra acción o  inacción que alguien pueda elegir definir como “coacción” o “limitación”?

Y aun así lo trágico es que tantos pensadores cuasi-libertarios, a lo largo de los años, no hayan adoptado esta definición de limitación o no hayan limitado a la violencia a contraponerla a violencia y por el contrario hayan abierto la puerta al estatismo utilizando conceptos tan vagos y confusos como “daño”, “interferencia”, “sensaciones de limitación”, etc. Decretad que no puede iniciarse ninguna violencia contra otro hombre y desaparecerán todos los resquicios para la tiranía que conceden incluso hombres como Leoni (leyes de descanso dominical, faros públicos, impuestos, etc.).

En resumen, existe otra alternativa para la ley en la sociedad, una alternativa no solo para el decreto administrativo o la legislación estatutaria, sino incluso para la ley hecha por el juez. Esa alternativa es la ley libertaria, basada en el criterio de que la violencia solo puede usarse contra los que inicien violencia y basada por tanto en la inviolabilidad de la persona y propiedad de cada individuo ante la “invasión” por violencia. En la práctica esto significa tomar el derecho común, en buena parte libertario, y corregirlo por el uso de la razón humana, antes de consagrarlo como una constitución o código libertario fijado permanentemente. Y eso significa la interpretación y aplicación continua de este código legal libertario por expertos y jueces en tribunales privadamente competitivos.

El profesor Leoni concluye su libro altamente estimulante e importante diciendo que “hacer leyes es mucho más un proceso teórico que un acto de voluntad” (p. 189). Pero sin duda un “proceso teórico” implica el uso de la razón humana para establecer un código legal que sea una fortaleza inexpugnable y sin defectos para la libertad humana.


[1] Leoni presenta también una crítica efectiva de la defensa de Hayek de “tribunales administrativos” especiales. Si ha de haber una ley para funcionarios y otra para ciudadanos ordinarios, no hay igualdad ante la ley para todos y por tanto no hay un genuino “estado de derecho”. Aquí, como en otros lugares, Leoni rehabilita el estado de derecho restringido defendido por el gran jurista inglés del siglo XIX, A.V. Dicey, frente a las versiones modernas más débiles de Hayek y C.K. Allen.

[2] Esto contrasta con la burlona afirmación de los legislativos “democráticos” (que imponen coactivamente sus reglas a los disidentes) de ser expresiones de la “voluntad común”. Para ser “común”, apunta Leoni, la voluntad común deberá ser unánime.

[3] En un punto, Leoni parece creer que el requisito de unanimidad en el Tribunal Supremo para cualquier cambio sobre sentencias anteriores establecería aproximadamente el “modelo Leoni” en el escenario estadounidense. Pero aquí todo depende del “punto cero” en el que se introduce el requisito de unanimidad. En el actual mundo tan lleno de Estado, un requisito de unanimidad para un cambio tendería a reforzar nuestras regulaciones estatistas permanentemente en la sociedad.

[4] Un error crítico (en este y otros lugares) es la tendencia de Leoni a realizar la prueba de criminalidad a los sentimientos subjetivos de los afectados, en lugar de a sus acciones objetivas.

[5] Para una crítica excelente de la concepción de la coacción de Hayek, ver Ronald Hamowy, “Hayek’s Concept of Freedom: A Critique”, New Individualist Review, (Abril de 1961), pp. 28-31.

[6] Así, Leoni afirma que, en esos casos dudosos en que la delincuencia o limitación no pueden determinarse objetivamente, existe espacio para legislación coactiva sobre el tema. Pero indudablemente la regla apropiada (y libertaria) es que en casos dudosos se decida a favor del “laissez faire”, de dejar que la actividad continúe.


Publicado el 5 de julio de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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