Liberalismo en sentido amplio y en sentido estricto

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Los utilitaristas del siglo XIX introdujeron en el liberalismo ideas incompatibles con su esencia, dando lugar así a un “liberalismo” contemporáneo que descarta el valor de la libertad. Para que el liberalismo genuino resista la penetración de elementos extraños, debe afirmar vigorosamente dos principios básicos: la presunción de la libertad, y el rechazo a la regla de sumisión a la autoridad política.

Las doctrinas políticas pueden ser entendidas e interpretadas de muchas formas, pero para sobrevivir y prosperar, cada doctrina necesita algún elemento irreductible, constante, que represente su identidad distintiva y que no pueda cambiar sin que la doctrina pierda su carácter esencial. El nacionalismo debe aferrarse a la soberanía, la protección, y si es posible, la expansión de un territorio, una lengua y una raza como los principales objetivos de la política. Si no lo hiciera, ya no sería nacionalismo sino algo más. El socialismo se viste con muchos disfraces, pero todas sus versiones tienen al menos una característica común, inalterable, esto es, la insistencia de que toda la riqueza es creada por la sociedad, no por miembros individuales de ella. La sociedad está autorizada a distribuir la riqueza en cualquier forma que se ajuste a su concepto de justicia. La propiedad colectiva de los medios de producción y la igualdad de bienestar son derivados de esta tesis básica. Mi postulado es que el liberalismo nunca ha tenido tal elemento principal irreductible e inalterable. En cuanto doctrina, siempre ha sido algo amplio, tolerante de componentes heterogéneos, fácil de influenciar, fácil de infiltrar por ideas extrañas que son de hecho inconsistentes con una versión coherente de él. Uno estaría tentado a decir que el liberalismo no puede protegerse a sí mismo porque su “sistema inmune” es demasiado débil.

El uso actual de las palabras “liberal” y “liberalismo” es sintomático del carácter proteico de lo que los nombres deben querer significar. El liberalismo “clásico” tiene que ver con la deseabilidad del estado limitado, y con lo que va por el nombre de laissez faire combinado con una amplia veta de utilitarismo que no propone el estado limitado sino el estado activo. El liberalismo americano está principalmente preocupado con la raza, la homosexualidad, el aborto, los crímenes sin víctimas y en general con “derechos”. En inglés meso-atlántico, un liberal es lo que la mayoría de los europeos llamaría un socialdemócrata, mientras que en francés “liberal” es una palabra peyorativa, que muchas veces se usa como insulto, y “liberalismo” es un fárrago de falacias obsoletas que solamente los estúpidos o los deshonestos tienen la audacia de profesar. Estos usos dispares no tienen mucho en común. No debería sorprendernos que no lo tengan.

Una doctrina vaga sobre un fundamento vago

Mucho de su falta de una identidad firme se explica por los fundamentos del liberalismo. En lo más profundo, la doctrina parece surgir del amor a la libertad. En un lenguaje más filosófico, la libertad es un valor, final o instrumental, que estimamos caro. Toda la superestructura del liberalismo se hace descansar sobre este juicio de valor fácilmente aceptable. Sin embargo, la libertad no es el único valor –ni siquiera el único valor político. Tiene muchos rivales; la seguridad de la persona y la propiedad, la seguridad de subsistencia, igualdad de todo tipo, la protección del débil contra el fuerte, el progreso del conocimiento y las artes, la gloria y la grandeza vienen a la mente, y la lista podría ser virtualmente infinita. Muchos sino la mayoría de estos valores solamente pueden ser realizados al costo de limitar la libertad. Es contrario al espíritu liberal de tolerancia y de amor por la libertad tratar de rechazar estos valores y disputar la libertad de cualquiera de amar algunos de ellos incluso a expensas de la libertad. El amor a libertad permite intercambios entre él y otras cosas. Cuánta libertad debería darse por cuánta seguridad o igualdad o algún otro objetivo meritorio que al menos alguna persona quiera lograr es obviamente una cuestión subjetiva, mi valor contra tu valor, mi argumento contra el tuyo. El desacuerdo es legítimo. De este fundamento, por tanto, la evolución de la doctrina tiende hacia permitir a los valores rivales más y más “lebensraum” (espacio vital), a incorporar y por lo tanto a cooperar con ellos. Lo que surge es una mescolanza cambiante, todas las cosas para todos los hombres.

El utilitarismo y el principio de daño

Esta evolución, casi predestinada por la dependencia de la doctrina de los juicios de valor, fue empujada mucho más hacia delante por las enseñanzas de los tres más influyentes teóricos del liberalismo clásico, Jeremy Bentham, James Mill, y John Stuart Mill.

Ellos convirtieron al “un hombre-un voto” y al bien del mayor número en imperativos de moralidad política, estableciendo un vínculo completamente arbitrario, sino además directamente auto-contradictorio, entre la democracia y el liberalismo. Este vínculo desde entonces ha logrado el estatus de una verdad autoevidente. Es repetido con la docilidad de un loro en el discurso político contemporáneo, y está haciendo mucho para vaciar al liberalismo de cualquier identidad firme.

También tienen mucha de la responsabilidad por haberle dado al liberalismo una agenda utilitarista. La política liberal se convirtió en la política del mejoramiento en todas las direcciones. Siempre hay un conjunto inagotable de buenas ideas para mejorar las cosas mediante la reforma y el cambio de las instituciones, hacer nuevas leyes, nuevas regulaciones y quizá por encima de todo mediante el ajuste constante de la distribución de la riqueza y el ingreso para generar una mayor “utilidad total”. John Stuart Mill ha dicho de una manera bastante explícita que mientras la producción de la riqueza debe ser gobernada por leyes económicas, su distribución debe ser decidida por la sociedad. El utilitarismo hizo que esto fuera no sólo legítimo, sino incluso obligatorio, pues fracasar en incrementar la utilidad total a través de la redistribución de los ingresos es fracasar en hacer el bien que podrías hacer. Un mandato de mejoramiento general es, por supuesto, una receta segura para el estado ilimitado.

Muchos defensores del liberalismo clásico interpretan el famoso principio de daño de Mill como la salvaguardia contra precisamente esta tendencia del pensamiento utilitarista. El principio parece una barrera al crecimiento ilimitado del estado. “…El único propósito para el cual el poder puede ser ejercido de manera correcta sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad” –escribe Mill- “es prevenir que dañe a otros”. (1) Sin embargo, lo que constituye el daño y cuánto daño justifique el uso del poder estatal son cuestiones de juicio inherentemente subjetivas. Hay una vasta área de externalidades putativas o reales que algunos consideran como fundamentos para la interferencia estatal, mientras que otros consideran que son simplemente hechos de la vida, que se deben dejar resolver por sí mismos. El principio del daño, siendo bastante abierto a la interpretación, está expandiendo progresivamente su dominio. Hoy, la omisión esta amalgamada con la comisión. “No ayudar a alguien es dañarlo”; el principio del daño es invocado por ciertos filósofos políticos contemporáneos para hacer obligatorio que el estado obligue a los que están bien a ayudar a aquellos que serían dañados por la falta de ayuda. Puede haber argumentos fuertes para obligar a algunas personas a ayudar otras, pero es sorprendente encontrar uno que se suponga que sea quintaesencialmente liberal.

El observar los efectos de las buenas intenciones es muchas veces algo amargamente irónico. Locke intentó con su condicionamiento inocente probar la legitimidad de la propiedad y tuvo éxito en socavar su base moral. J. S. Mill pensó que estaba defendiendo la libertad, pero lo que logró fue atarla a una cadena de confusión.

Liberalismo estricto

Para prevenir que se vuelva indistinguible del socialismo, de un pragmatismo sin principios o meramente afirmaciones ad hoc, el liberalismo debe volverse más estricto. Necesita diferentes fundamentos, y su estructura debe volverse mínima y simple, para resistir mejor la penetración de elementos extraños.

Sugiero que dos proposiciones básicas, una lógica y una moral, son suficientes para construir una nueva doctrina liberal más estricta, capaz de defender su identidad. Una es la presunción de libertad, la otra el rechazo de las reglas de sumisión que implican la obligación de obediencia política.

La presunción de libertad

 

Puede haber un número indefinido de razones potenciales que hablen en contra de un acto que uno desee realizar. Algunas pueden ser suficientes, válidas, otras (quizá todas) insuficientes, falsas. Uno las puede falsear una por una. Pero sin importar en cuántas se tenga éxito al falsearlas, puede haber alguna todavía que falte y uno nunca podría probar que no faltan más. En otras palabras, la afirmación de que este acto sería dañoso es infalseable. Dado que no se puede falsear, el poner en uno la carga de probar que no sería dañoso no tiene sentido, una violación de la lógica elemental. Por otro lado, se puede verificar cualquier razón específica que los disidentes puedan proponer en contra del acto en cuestión. Si tuvieran tales razones, le correspondería a ellos la carga de la prueba de verificar que algunas o todas ellas de hecho son suficientes para justificar la interferencia con el acto.

La presunción de libertad debe ser entendida en el sentido de que todo acto que una persona desee realizar es considerado libre –no se puede interferir en el, ni regularlo, ponerle impuestos ni castigarlo- a menos que se indique razón suficiente por la cual no debería ser libre.

Algunos niegan que haya, o que debería haber, tal presunción (2). Sin embargo la presunción no es una cuestión de opinión o evaluación que pueda ser debatida y negada. Es una consecuencia lógica estricta de la diferencia entre dos sentidos de probar la validez de una afirmación, esto es falsificación y verificación.

Puede haber un número indefinido de razones potenciales que hablen en contra de un acto que uno desee realizar. Algunas pueden ser suficientes, válidas, otras (quizá todas) insuficientes, falsas. Uno las puede falsear una por una. Pero sin importar en cuántas se tenga éxito al falsearlas, puede haber alguna todavía que falte y uno nunca podría probar que no faltan más. En otras palabras, la afirmación de que este acto sería dañoso es infalsable. Dado que no se puede falsear, el poner en uno la carga de probar que no sería dañoso no tiene sentido, una violación de la lógica elemental. Por otro lado, se puede verificar cualquier razón específica que los disidentes puedan proponer en contra del acto en cuestión. Si tuvieran tales razones, le correspondería a ellos la carga de la prueba de verificar que algunas o todas ellas de hecho son suficientes para justificar la interferencia con el acto.

Todo esto parece trivial y simple. De hecho, es simple, pero no trivial. Por el contrario, es de una importancia decisiva para condicionar el clima intelectual, la “cultura” de una comunidad política. La presunción de libertad debe ser afirmada vigorosamente, así sea solamente para servir como un antídoto en contra de la difusión del “derechismo” que lo contradiría y lo socavaría, y que ha hecho tanto para distorsionar y emascular el liberalismo en décadas recientes. El “derechismo” busca reconocer solemnemente que la gente tiene “derechos” a hacer ciertas cosas específicas y que ciertas otras cosas no se les puede hacer a ellas. En un análisis más cercano, estos “derechos” resultan ser las excepciones a una regla general entendida tácitamente de que todo lo demás está prohibido; pues si no lo fuera, el anunciar “derechos” a emprender actos libres sería redundante y sin sentido. La tontería que subyace al “derechismo” y el asombroso efecto que ejerce sobre el clima político ilustran qué tan lejos la laxitud del pensamiento liberal actual puede ir respecto de una estructura más estricta que serviría la causa de la libertad, en vez de entorpecerla con pomposidad y confusión.

La regla de la sumisión

A diferencia de una ley que debe descansar sobre la regla de sumisión, una convención es voluntaria. Es un equilibrio emergente espontáneamente en el que todos adoptan un comportamiento que producirá el mejor resultado para cada uno dado que se anticipa el comportamiento que todos los demás adoptarán. En este ajuste recíproco a cada uno, nadie puede salirse del equilibrio y esperar ganar con ello, porque esperará ser castigado por esto por otros que también se salgan del equilibrio. A diferencia de una ley que depende de su aplicación, una convención es así autoaplicable. Su justificación moral está asegurada porque preserva la voluntariedad.

“El rey en su consejo ha expresado su voluntad, y su voluntad será obedecida por todos” es una regla de sumisión. Tal como lo son las reglas que requerían que los ciudadanos de Venecia obedecieran a la Signoria, que le daban el poder para hacer leyes a una mayoría de una legislatura y el poder para elegir legisladores a una mayoría de votantes. De estas reglas las últimas son más “democráticas” que la primera, pero todas comparten la misma característica esencial, la obligación de todos en una comunidad de someterse a las decisiones de sólo unos de ellos. Aún más, toda regla así impone la obligación de someterse a decisiones alcanzadas por ciertas personas en ciertas formas, por decirlo así, por adelantado, antes de saber en lo que esas decisiones de hecho van a consistir.

Pueden hallarse razones de practicidad expediente sobre porqué esto debe ser así, si hay que transar sobre la cuestión del estado. Las razones pueden ser buenas, pero la regla que invocan no es menos escandalosa por ello. La sumisión puede ser aceptable moralmente si es voluntaria, y la sumisión voluntaria por individuos racionales es concebible sobre una base caso por caso, por los méritos de proposiciones particulares. Una regla general, que significaría firmar un cheque en blanco, sin embargo, difícilmente puede ser tanto voluntaria como racional. Si una regla general de sumisión es necesaria para gobernar –lo que muy bien podría ser- entonces la legitimidad del estado, de cualquier tipo de estado, resulta ser moralmente indefendible.

¿Quiere esto decir que los liberales estrictos no pueden aceptar lealmente el estado de su país como legítimo, y que en efecto están abogando por la anarquía? Lógicamente, la respuesta a ambas preguntas debe ser “sí”, pero es un “sí” cuyas consecuencias prácticas están restringidas necesariamente por las realidades de nuestra condición social.

Las prácticas sociales ordenadas que coordinan el comportamiento individual para producir una cooperación razonablemente eficiente y pacífica pueden ser impuestas por el derecho y la regulación. Hoy, muchas de nuestras prácticas de hecho son impuestas así, muchas, pero no todas. Algunas importantes y muchas menos vitales y sin embargo útiles pertenecen al ámbito de la convención.

A diferencia de una ley que debe descansar sobre la regla de sumisión, una convención es voluntaria. Es un equilibrio emergente espontáneamente en el que todos adoptan un comportamiento que producirá el mejor resultado para cada uno dado que se anticipa el comportamiento que todos los demás adoptarán. En este ajuste recíproco a cada uno, nadie puede salirse del equilibrio y esperar ganar con ello, porque esperará ser castigado por esto por otros que también se salgan del equilibrio. A diferencia de una ley que depende de su aplicación, una convención es así autoaplicable. Su justificación moral está asegurada porque preserva la voluntariedad.

David Hume fue el primer gran filósofo en identificar sistemáticamente las convenciones en general, y dos convenciones particularmente vitales, la de la propiedad y la de la promesa. La idea fundamental de Hayek del “orden espontáneo” puede ser entendida mejor en términos de convenciones. Debemos la explicación rigurosa de la naturaleza autoaplicable de las convenciones a John Nash, y desarrollos más recientes en la teoría de juegos muestran que los problemas de cooperación social relativos al conflicto que antes se pensaba que eran “dilemas” que requerían la intervención estatal de hecho tienen soluciones potenciales en las convenciones.

La agenda estrictamente liberal

Es fácil describir escenarios plausibles en los que las convenciones espontáneas emerjan para suprimir los perjuicios y proteger la vida y la integridad, la propiedad y el contrato (3). Sin embargo, tales escenarios están escritos en una página en blanco, mientras que en realidad la página está cubierta con lo que el pasado ha escrito en ella. En Occidente, al menos dos siglos de cada vez más elaboradas legislaciones, regulaciones, impuestos y servicios públicos -en breve, el recurso a la regla de sumisión- han dado lugar a una dependencia del estado para asegurar la cooperación social. Por lo tanto la sociedad tiene menos necesidad de las convenciones antiguas, y sus músculos para mantener las convenciones antiguas y generar unas nuevas sea han atrofiado.

Frente a esta realidad, es probablemente vano esperar que al colapso de un estado le siga la emergencia de la anarquía ordenada. El escenario más probable es tal vez la emergencia de otro estado, posiblemente más sucio que su predecesor.

Esto limita la agenda práctica del liberalismo estricto. A pesar de la lógica de la tesis de que el estado es intrínsecamente innecesario, y el atractivo de la anarquía ordenada, difícilmente vale la pena el esfuerzo de abogar por la abolición del estado. Pero vale la pena el esfuerzo de retar su legitimidad constantemente. No se debe permitir que la mentira pía de un contrato social permita que el estado complacientemente tome demasiado por sentada la obediencia de sus sujetos. Existe un mecanismo ínsito en la democracia para que el estado compre el apoyo de unos mediante el abuso de la regla de sumisión y para que explote a otros. El liberalismo laxo ha dado en llamar a esto justicia social. Lo mejor que el liberalismo estricto puede hacer es combatir esta intrusión del estado paso por paso, en la frontera en que aún pueda preservarse terreno privado y en que incluso pueda ser recuperado algún terreno público.

Referencias

(1) J. S. Mill, “On Liberty”, ch. I., para 9.

(2) J. S. Mill, “On Liberty”, ch. I., para 9. Notably Joseph Raz, “The Morality of Freedom”, Oxford 1986, The Clarendon Press, pp. 8—12.

(3) Cf. Jasay, Against Politics, London 1997, Routledge, Ch. 9, “Conventions: Some Thoughts on the Economics of Ordered Anarchy”.


En: The Independent Review. A Journal of Political Economy. Vol. 9, No. 3, Winter 2005: http://www.independent.org/publications/tir/article.asp?a=505

Ya había aparecido en la página del Liberal Institute en 2003: http://www.libinst.ch/?i=liberalism-loose-or-strict–en

También se puede leer en la página del autor: http://www.dejasay.org/bib_journals_detail.asp?id=33

Traducción de Jaime Luis Zapata

Revisión de Jorge Eduardo Castro

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