Primeras enseñanzas sociales católicas: El estado como ladrón

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Hoy muchos cristianos consideran natural adoptar una forma de conservadurismo social en lo que se refiere a la política y las políticas públicas. No solo les vemos manifestándose públicamente contra lo que consideran vicios sociales, también reclaman habitualmente legislación para regular, controlar y prohibir estas actividades. El mismo celo religioso (que no es un problema por sí mismo) que trajo la Ley Seca en la década de 1920 sigue aquí hoy. Numerosos gobiernos en todo el mundo tienen leyes que penalizan actividades sexuales pacíficas y consensuadas entre gente del mismo sexo. Los líderes y movimientos cristianos tienen políticas.

Norman Horn: “estos cristianos no tienen medios de armonizar estos pensamientos en un clima político y cultural que se nos presenta aparentemente con una sola opción. La desconectada es su teología del Estado y del derecho. Les hace cometer un error al razonar que el Estado tiene que resolver este problema (con más legislación, más regulación) y la iglesia solo tiene que seguirle”.[1] Dicho de forma simple, ante los vicios sociales, se dirigen a cualquier política pública iniciada por el gobierno que se perpetúa para impedirlos.

Esto supone una visión bastante optimista de la capacidad y autoridad del Estado para combatir el pecado y sus efectos. Irónicamente, esto contrata absolutamente con San Agustín, el conocido teólogo y filósofo cristiano, que tiene un lugar preeminente en la historia de la Iglesia y de Occidente. Su influencia como pensador posiblemente no tenga rival en la historia inicial de la Iglesia.[2]

En La ciudad de Dios, San Agustín explica que la humanidad se divide en dos grupos: uno pertenece a la ciudad de Dios y el otro a la ciudad terrenal. La ciudad de Dios está compuesta por los que aman a Dios sobre todas las cosas, pero la ciudad terrenal está constituida por los que se aman a sí mismos y está animada por la ambición de poder:

Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. (…) En aquélla [la ciudad terrenal] reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores, aconsejando, y los súbditos, obedeciendo. [14:28]

Siguiendo esta distinción, argumenta que la verdadera justicia, que “amar solo sirviendo a Dios y por tanto olvidando todo lo demás”, simplemente no está presente en la tierra, debido a la naturaleza pecadora de la humanidad que vive en la ciudad terrenal. Todos los estados políticos como existen en la tierra están por tanto faltos de verdadera justicia.

Con esto en mente, San Agustín igualaba al Estado con una banda criminal de ladrones:

Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey. [4:4]

Por supuesto, San Agustín no era un anarquista. Aunque los estados políticos eran imperfectos y les faltaba una verdadera justicia, para él seguía habiendo un propósito divino a cumplir. Su función básica es asegurar un mínimo de paz civil en la tierra para impedir una hobbesiana “guerra de todos contra todos”.[3]

Aunque San Agustín no parece seguir adelante con su crítica condenatoria del Estado, que se alinea muy bien con la descripción del Estado de Murray Rothbard como “una banda de ladrones con mayúsculas”, sigue argumentado claramente que Estado no es una institución moral en sí misma.

Dyson concluye, por tanto:

El Estado, por tanto, es un resultado y una expresión del pecado. Como la enfermedad, la muerte y todas las tribulaciones de este mundo, es un resultado o producto de la Caída. Más estrictamente, es un resultado del cambio escrito en la naturaleza humana y en la voluntad humana por la Caída. El Estado no es, como había sido para Platón y Aristóteles, una parte natural de la vida humana o un foro natural para el desarrollo y expresión del carácter y potencial humanos. En algo no natural posterior al orden creado.[4]

Debería ser un recordatorio aleccionador para estatistas cristianos que otorgan acríticamente al Estado algún tipo de autoridad moral. No tiene sentido combatir el pecado con una institución de por sí defectuosa que está ella misma cargada de pecado. Debemos mirar más allá del aura mística tras la que se ha escondido el propio Estado y apreciar que el “emperador” está desnudo. El celo religioso falto de conocimiento de la verdad es dañino y costoso.


[1] Norman Horn (2013, March). “How the Church can reasonably respond to same-sex marriage”. LibertarianChristians.com. Accedido en junio de 2014.

[2] Brian Tierney (1988). The Crisis of Church and State, 1050-1300. Toronto: University of Toronto Press.

[3] R.W. Dyson (2003). “The Political Theology of St. Augustine of Hippo”. En Normative Theories of Society and Government. Lewiston: Edwin Mellon.

[4] Ibíd., p. 27.


Publicado el 26 de junio de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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